Baila, baila, baila (57 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Fantástico, #Drama

BOOK: Baila, baila, baila
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Mientras conducía, recordé los campamentos escolares de verano. A las tres hacíamos la siesta, pero yo nunca me dormía. Con decirnos: «Hala, a dormir» no iban a conseguir que me durmiera. Sin embargo, la mayoría de los niños se quedaban fritos. Yo me pasaba la hora mirando al techo. Cuando uno mira el techo durante tanto tiempo, el techo acaba pareciéndole otro mundo. Tenía la impresión de que, si iba
allí
, me adentraría en un mundo totalmente diferente al de
aquí
. Un mundo al revés, con todo invertido. Como en
A través del espejo
. Siempre pensaba lo mismo. Por eso lo único que logro recordar de los campamentos escolares de verano es el techo.
¡Cucú!

El Cedric de detrás tocó el claxon tres veces. El semáforo estaba en verde. Tranquilízate, pensé. Por mucha prisa que tengas, seguro que no vas a ir a ningún lugar maravilloso, ¿o sí? Arranqué despacio.

En fin: es verano.

Llamé al interfono y Yuki bajó enseguida. Llevaba un elegante vestido estampado de manga corta y un bolso de piel azul oscuro colgado al hombro.

—Hoy vienes muy coqueta —le dije.

—¿No te he dicho que a las dos he quedado?

—Te sienta muy bien. Estás muy elegante —le dije—. Pareces mayor.

Ella sólo sonrió, sin decir nada.

Entramos en un restaurante cercano y comimos un menú consistente en sopa, espaguetis con salsa de salmón,
suzuki
*
y ensalada. El local estaba vacío, ya que ni siquiera eran las doce, y la comida era bastante sabrosa. Pasadas las doce, cuando los oficinistas salieron a la calle en tropel, nos fuimos del restaurante y subimos al coche.

—¿Vamos a alguna parte? —le pregunté.

—No. Da vueltas por esta zona.

—Esto es un acto muy poco cívico. Y un derroche de gasolina —le dije, pero ella no me hizo caso. Fingió no haberme oído. Total, pensé, la zona ya es infame de por sí. ¿A quién le importa un poco más de contaminación, un poco más de tráfico?

Yuki pulsó el botón del aparato estéreo. Dentro había una cinta de Talking Heads.
Fear of Music
. ¿Cuándo la había metido? Tenía un montón de lagunas.

—He decidido contratar a una profesora para que me dé clases particulares. Hoy voy a conocerla. Me la ha buscado papá. Cuando le dije que tenía ganas de estudiar, al día siguiente me buscó a alguien. Dice que es una buena profesora. Sé que suena raro, pero me entraron ganas de estudiar viendo la película.

—¿La película? —pregunté—. ¿Te refieres a
Amor no correspondido
?

—Sí, ésa. —Se sonrojó—. Ya sé que parezco tonta. Creo que es por la actuación de tu amigo como profesor. Cuando lo vi pensé: «Qué idiota», pero tenía algo que atraía. No sé, talento.

—Es cierto. Tenía cierta clase de talento. Sin duda.

—Sí.

—Pero, obviamente, lo que viste era una actuación, ficción. Nada que ver con la realidad. Lo sabes, ¿no?

—Lo sé.

—También se le daban bien los papeles de dentista. Pero sólo actuaba. Era algo ficticio. Dedicarse a una profesión de verdad resulta arduo y tremendamente desconcertante. Además, te encuentras muchas cosas absurdas. Pero es bueno querer hacer algo. Si no, la vida se vuelve muy complicada. Gotanda se alegraría si te oyera.

—¿Pudiste hablar con él?

—Sí. Nos vimos y hablamos largo y tendido. Y con franqueza. Después se lanzó con el Maserati al mar.

—Fue por mi culpa, ¿verdad?

Negué lentamente con la cabeza.

—No fue culpa tuya ni de nadie. Siempre hay una razón por la que la gente se muere. Puede parecer sencillo, pero no lo es. Es igual que una raíz: por pequeña que sea la parte que aflora a la superficie, si tiramos de ella, no para de salir. La conciencia humana vive en hondas tinieblas. Es enrevesada, compleja… Hay demasiados elementos incomprensibles. Sólo cada uno conoce sus verdaderos motivos. Incluso puede ser que no los conozca.

Había estado esperando todo este tiempo con la mano en el pomo de la puerta de salida, volví a pensar. Tan sólo esperaba la ocasión oportuna. Nadie tiene la culpa.

—Pero seguro que me odias por ello —insistió Yuki.

—No te odio, en absoluto.

—Si ahora no me odias, me odiarás más adelante.

—Más adelante tampoco te voy a odiar. Yo no odio a la gente así como así.

—Pues si no me odias, seguro que algo va a desaparecer —dijo ella en voz baja—. De veras.

Yo la miré a la cara de refilón.

—¡Qué raro! Tú y Gotanda decís las mismas cosas.

—¿Sí?

—Sí. Él también sentía que algo iba a desaparecer. Pero ¿por qué te preocupa tanto? Todo desaparece. Nos movemos sin cesar. Y al movernos, la mayoría de las personas que nos rodean acaban desapareciendo. Es algo inevitable. Llegado el momento de desaparecer, desaparecen. Y mientras no llega ese momento, siguen aquí. Tú, por ejemplo, estás creciendo. Dentro de dos años este precioso vestido ya no te servirá. Puede que los Talking Heads te parezcan anticuados. Ya no tendrás ganas de salir de paseo en coche conmigo. Nada podrá remediarlo. Dejémonos arrastrar por la corriente. De nada sirve que le demos vueltas.

—Pues yo creo que siempre me vas a gustar. Pienso que eso no cambiará con el tiempo.

—Me alegro de oírlo y espero que así sea —le dije—. Pero seamos justos, tú todavía no sabes casi nada del tiempo. Es mejor que no vayas tomando decisiones. El tiempo es como la putrefacción: lo más inesperado cambia de la manera más inesperada. Nadie sabe nada.

Ella guardó silencio durante largo rato. La cara A de la cinta se terminó y se autorrebobinó.

Era verano. Allá donde mirábamos, el verano había invadido la ciudad. Policías, estudiantes de instituto, conductores de autobús: todos iban en manga corta. Las chicas también caminaban con ropa sin mangas. ¡Pero si ayer todavía estaba nevando!, me sorprendí. Los dos habíamos coreado el estribillo de
Help Me, Rhonda
en medio de la nevada. Apenas habían transcurrido dos meses y medio desde entonces.

—¿De verdad que no me odias?

—No. Yo no odio. Me parece absurdo. Es lo único que puedo afirmar con seguridad en un mundo tan incierto como éste.

—¿De todas todas?

—De todas todas. Al dos mil quinientos por cien.

—Eso era lo que quería oír —dijo sonriendo.

Yo asentí.

—A ti te caía bien Gotanda, ¿no? —inquirió.

—Sí. —No bien dije eso, me quedé sin voz. Las lágrimas asomaron al fondo de mis ojos. Al final conseguí contenerlas. Respiré hondo—. Cada vez que lo veía, me caía mejor. Es algo que no suele pasar, y menos aún cuando uno tiene mi edad, ¿sabes?

—¿Fue él quien mató a la chica?

Yo observé a través de las gafas de sol las calles bajo el sol de principios de verano.

—Eso no lo sabe nadie. Pero me da igual.

Él sólo aguardaba la ocasión, me repetí.

Yuki, acodada en el marco de la ventanilla y con la mejilla apoyada en la palma, miraba el paisaje mientras escuchaba a los Talking Heads. Comparado con la primera vez que la vi, parecía mucho más madura. Pero quizá sólo fuesen imaginaciones mías. Sólo habían transcurrido dos meses y medio.

Es verano, me recordé.

—¿Qué vas a hacer a partir de ahora? —me preguntó Yuki.

—No lo sé. No he decidido nada. ¿Qué podría hacer? En cualquier caso, voy a volver una vez más a Sapporo. Mañana o pasado mañana. Tengo allí un asunto pendiente.

Tenía que ver a Yumiyoshi. Y al hombre carnero. Allí había un lugar para mí. Yo formaba parte de él. Y alguien lloraba por mí. Debía regresar una vez más y cerrar el círculo, ajustar lo que estaba desajustado.

Cerca de la estación de Yoyogi Hachiman, Yuki me dijo que se bajaba.

—Voy a coger la línea
Odakyū
.

—Te llevo hasta donde vayas. Total, esta tarde no tengo nada que hacer —le dije.

Ella sonrió.

—Gracias, pero no te preocupes. Es bastante lejos y el tren es más rápido.

—¡No me lo creo! —dije quitándome las gafas de sol—. Acabas de decir «gracias».

—¿Y qué pasa si lo digo?

—Nada, por supuesto.

Me miró durante unos quince segundos sin que en su rostro aflorara ninguna expresión. Sólo le cambió ligeramente el brillo de los ojos y frunció un poco los labios. Su mirada se volvió aguda y vigorosa. Sus ojos me evocaron la luz estival, esa luz que al incidir en el agua se refracta con un centelleo.

—Sólo me he emocionado —le expliqué.

—Eres un tío raro.

Entonces se apeó del coche, cerró la puerta de un golpetazo y echó a andar sin mirar atrás. Contemplé cómo su figura esbelta desaparecía entre la multitud. Cuando dejé de verla, sentí una gran tristeza. Una sensación parecida a la del desengaño amoroso.

Mientras silbaba
Summer in the City
de The Lovin’ Spoonful, pasé por
Omotesandō
y fui hasta la avenida Aoyama con intención de hacer la compra en Kinokuniya. Sin embargo, justo cuando estacionaba el coche, recordé que al día siguiente, o al cabo de dos días a lo sumo, me iba a Sapporo. No necesitaba comprar nada para comer. Me di cuenta de que no tenía nada que hacer.

Di una vuelta por la calle y luego regresé a casa. El piso me pareció terriblemente vacío. Después me tumbé en la cama y contemplé el techo.
A esto se le puede poner nombre
, pensé.
Sentimiento de pérdida
, dije en voz alta. No eran palabras demasiado agradables.

¡Cucú!
, dijo Mei. Resonó en todo el piso vacío.

42

Soñé con Kiki. Imagino que sería un sueño. Si no lo fue, fue un acto parecido a soñar. ¿Qué narices será «un acto parecido a soñar»? No lo sé. Pero al parecer existe. Como muchas cosas innombrables que hay en los confines de la conciencia.

Para abreviar he decidido llamarlo sueño, que es, en efecto, la expresión que más se aproxima a esa realidad.

Era de madrugada cuando soñé con Kiki.

En el sueño también era de madrugada.

Yo llamaba por teléfono. Una conferencia con el extranjero. Marcaba el número que la mujer idéntica a Kiki había dejado en el alféizar de la ventana de aquel piso en el centro de Honolulu. Se oyó el
tac tac tac tac
de la línea telefónica al conectar. Está conectando, pensé. Una por una, las cifras se conectaban. Un instante después, empezó a oírse el timbre telefónico al otro lado de la línea. Conté el número de tonos sordos con el auricular pegado a la oreja: cinco, seis, siete, ocho… Al duodécimo, alguien atendió la llamada. Y, al mismo tiempo, aparecí en aquella habitación, «la habitación de los muertos» de aquel edificio de Honolulu. Debía de ser mediodía, porque la luz penetraba recta por la claraboya del techo. Varios rayos se transformaban en gruesos pilares que llegaban hasta el suelo y, en medio, se veía flotar un polvo fino. Los pilares de luz eran angulosos, como si hubieran sido tallados con una herramienta afilada, y emitían a toda la habitación la intensidad del sol de los países meridionales. Las partes no iluminadas resultaban frías y oscuras. El contraste era demasiado acentuado. Da la sensación de que estoy en el fondo del mar, pensé.

Me senté en el sofá con el auricular pegado a la oreja. El cable del teléfono se prolongaba por el suelo. Atravesaba las zonas oscuras, cruzaba la luz y volvía a desaparecer en aquella vaga y confusa tiniebla. Era un cable larguísimo. Nunca había visto un cable tan largo. Eché un vistazo a la habitación con el teléfono en el regazo.

La distribución de los muebles era la misma que cuando había estado allí. Cama, mesa, sofá, sillas, televisión. Todos dispuestos en los rincones. El olor de la sala también era el mismo: olía como si hubiera permanecido cerrada durante mucho tiempo. El aire se había estancado, apestaba a moho. Pero los seis esqueletos habían desaparecido. No estaban en la cama, ni en el sofá, ni en las sillas delante de la televisión, ni sentados a la mesa. Se habían esfumado. La vajilla que había sobre la mesa también había desaparecido. Dejé el teléfono sobre el sofá y me levanté. Me dolía un poco la cabeza. Era un dolor punzante, como si me taladrara el oído un sonido muy agudo. Entonces volví a sentarme.

Sobre la silla más lejana, en medio de la penumbra, me pareció entrever que algo se movía. Agucé la vista. Estaba erguido y se acercaba a mí; al caminar, hacían ruido los tacones de sus zapatos. Era Kiki. Surgió lentamente de la oscuridad, atravesó la luz y se sentó a la mesa. Llevaba el mismo atuendo que cuando la divisé en la calle: un vestido azul y un bolso blanco.

Kiki se sentó y se quedó mirándome. Tenía un gesto muy sereno. Estaba situada justo en una zona que no pertenecía al territorio de la luz ni al de la sombra. Pensé en levantarme e ir hasta ella, pero cierta timidez me hizo cambiar de idea. Además, todavía me notaba ese ligero dolor en las sienes.

—¿Adónde se habrán ido los esqueletos? —pregunté.

—Quién sabe —me contestó Kiki con una sonrisa—. Han desaparecido.

—¿Los has quitado tú?

—No, simplemente han desaparecido. ¿No los habrás quitado tú?

Dirigí la mirada hacia el teléfono, a mi lado. Luego me presioné las sienes con las yemas de los dedos.

—¿Qué significaban esos seis esqueletos?

—Eran tú mismo —dijo Kiki—. Éste es tu lugar, y todo lo que hay aquí, todo lo que ves, eres tú.

—¿Mi lugar? —me extrañé—. Entonces, ¿el Hotel Delfín?, ¿qué pasa con él?

—También es tu lugar, por supuesto. Allí está el hombre carnero. Y aquí estoy yo.

Los pilares de luz no se movían. Eran sólidos, homogéneos. Sólo el aire que había dentro oscilaba ligeramente. Contemplé ese pequeño movimiento sin prestar atención.

—Mi lugar está en distintos sitios —dije—. Todo este tiempo he soñado. Con el Hotel Delfín. Allí alguien lloraba por mí. He soñado lo mismo cada día. El edificio era muy alargado y alguien lloraba por mí. Pensaba que eras tú. Por eso sentía que tenía que verte a toda costa.

—Todos lloran por ti —dijo Kiki con una voz muy tranquila, que calmaba los nervios—. Porque es tu lugar. Y en él todos lloran por ti.

—Pero tú me llamaste. Por eso fui hasta el Hotel Delfín. Y a partir de ese momento… sucedieron muchas cosas. Igual que la otra vez. Conocí a varias personas. Algunas murieron. Dime, me llamaste, ¿verdad? Y fuiste tú quien me guió, ¿no?

—No. Eras tú mismo el que llamaste. Yo no soy más que una proyección de ti. A través de mí te llamaste y te guiaste a ti mismo. Bailaste con tu propia sombra como compañera. Yo no soy más que tu sombra.

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