Baila, baila, baila (27 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Fantástico, #Drama

BOOK: Baila, baila, baila
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La boca se me quedó seca, no conseguía tragar saliva. Me escocían las palmas de las manos. Mei. Tan sensual, tan llena de vitalidad. Nos lo habíamos pasado muy bien quitando nieve, escuchando a Dire Straits y bebiendo. Y ahora estaba muerta. Ya no existía. Quise sacudir la cabeza. Pero no lo hice. Junté las fotos y se las devolví al Pescador sin decir nada. Ambos me habían observado atentamente mientras yo miraba las fotos. Tratando de aparentar indiferencia, alcé los ojos hacia el Pescador con cara de «¿y ahora qué?».

—¿Conoce a esa mujer? —me preguntó el Pescador.

Yo negué con la cabeza.

—No, no la conozco —dije. Podría haberles dicho que la conocía, pero entonces Gotanda se habría visto implicado, lo cual habría sido nefasto para su carrera: él era el eslabón entre Mei y yo. Pero pensé que quizá ya lo habían llamado a declarar. Si era así, y si Gotanda les había dado mi nombre y les había contado que yo me había acostado con ella, entonces no tardaría en verme en apuros, pues acababa de soltar una mentira.

Las cosas empezaban a ponerse feas. Tenía que arriesgarme. Decidí que, pasara lo que pasase, no mencionaría el nombre de Gotanda. Si se revelase lo que hicimos, se armaría un escándalo.

—Écheles otro vistazo —me conminó el Pescador con voz pausada—. Es un asunto muy importante, así que mírelas otra vez y, por favor, responda: ¿reconoce a esta mujer? Sólo le pido que no mienta. Somos profesionales y detectamos cuando alguien nos miente. Además, es un delito muy grave.

Volví a mirar las tres fotografías con calma. Quería apartar la vista, pero eso me habría metido en un buen lío.

—No la conozco —dije—. Pero está muerta, ¿no?

—Muerta —repitió el Literato—. Muerta y bien muerta, como usted ha podido comprobar. Nosotros la vimos en la escena del crimen. Estaba desnuda y muerta. Había sido guapa, se veía a simple vista. Pero una vez muerta, sólo es un cadáver, ¿sabe? Si la dejas deteriorarse, se pudre. La piel se cuartea, se desprende y aflora la carne putrefacta. Hiede. Se infesta de bichos. ¿Lo ha visto alguna vez?

Le dije que no.

—Nosotros sí, muchas veces. Y le aseguro que, llegados a tal extremo, ni siquiera se sabe si era o no una mujer. Sólo es carne muerta. Un bistec podrido. Cuando lo hueles, se te quitan las ganas de comer durante unos días. Por muy profesional que uno sea, ese hedor es insoportable, nunca te acostumbras. Pero si transcurre más tiempo, ya sólo quedan los huesos, impolutos, que no desprenden ningún olor. El cadáver está seco. Un esqueleto mondo y lirondo. Esta chica todavía no ha llegado a ese estado, ni se ha podrido ni es sólo huesos. Sólo está muerta y se ha puesto rígida como una piedra. También se ve que era muy guapa. ¡Quién pudiera tirarse a una mujer así, pero viva! Pero al verla desnuda uno no siente nada. Porque está muerta. Los cadáveres no tienen nada que ver con nosotros. Un cadáver, ¿sabe?, es como una escultura en piedra. Existe una línea divisoria y, al traspasarla, todo se convierte en nada. Cero absoluto. Luego sólo hay que esperar a que lo incineren. Pero sí que era guapa, sí. ¡Pobrecilla! Si hubiera seguido viva, habría sido hermosa durante mucho tiempo. Pero alguien la asesinó. Y eso es inadmisible. Tenía derecho a vivir. Apenas pasaba de los veinte. Alguien la estranguló con unas medias. Y se tarda en morir así, es muy doloroso. Sabes que te estás muriendo. Piensas: «¿Por qué tengo que morir ahora? ¡Quiero seguir viviendo!». Te falta oxígeno y te vas asfixiando. Se te va la cabeza. Te meas. Forcejeas para liberarte. Pero no tienes fuerzas, agonizas lentamente. Una muerte muy desagradable, ¿sabe? Y nosotros queremos detener a quien la asesinó de esa manera. Ha cometido un crimen, un crimen perverso: un ser fuerte se ha cebado en uno débil, una atrocidad inaceptable. Si lo permitiéramos, se derrumbarían los fundamentos de la sociedad. Hay que capturar al culpable y castigarlo. Es nuestro deber. Si no, el criminal podría matar a otras mujeres.

—La chica reservó una habitación doble en un hotel de lujo de Akasaka ayer al mediodía y entró sola a las cinco —dijo el Pescador—. Avisó de que su marido llegaría más tarde. Pagó por adelantado. Dio un nombre y un número de teléfono falsos. A las seis pidió al servicio de habitaciones cena para una persona. En ese momento estaba sola. A las siete dejó la bandeja en el pasillo y colgó de la puerta el cartelito de
NO MOLESTEN
. Tenía que dejar la habitación a las doce del día siguiente. A las doce y media, la encargada de la limpieza llamó a la habitación, pero nadie contestaba. El cartel de
NO MOLESTEN
seguía colgado de la puerta. Otro empleado abrió con un duplicado de la llave. La chica estaba muerta y desnuda, igual que en la primera fotografía. Nadie había visto llegar a ningún hombre. Por un lado, en la última planta hay un restaurante al que los clientes acceden en ascensor. Por otro, en el hotel hay un continuo ir y venir de gente, y de hecho muchas personas lo utilizan para encuentros furtivos. Todo el mundo pasa inadvertido.

—En el bolso no llevaba nada que la identificara —dijo el Literato—. Ni carné de conducir, ni agenda, ni tarjetas de crédito, nada. Ninguna inicial en la ropa. Sólo llevaba cosméticos, treinta mil yenes y píldoras anticonceptivas. Nada más. Mentira: había otra cosa. En el fondo del billetero, escondido, había una tarjeta de visita. La suya.

—¿De verdad no la conoce? —preguntó el Pescador como para asegurarse.

Negué con la cabeza. Si hubiera podido, habría colaborado con ellos para que atraparan al asesino de Mei. Pero tenía que pensar en los vivos.

—Entonces, ¿va a decirnos de una vez dónde estaba y qué hizo anoche? Imagino que ahora comprende por qué lo hemos hecho venir aquí —dijo el Literato.

—A las seis cené solo en casa, luego leí, me tomé un par de copas y me acosté antes de las doce —les dije. Por fin había recobrado la memoria.

—¿No se vio con nadie? —insistió el Pescador.

—No. Estuve solo todo el tiempo —dije.

—¿Y el teléfono? ¿Nadie lo llamó?

Les dije que nadie me había llamado.

—Hacia las nueve sonó el teléfono, pero como tenía activado el contestador, no atendí la llamada. Más tarde, cuando lo comprobé, vi que era del trabajo.

—¿Por qué activa el contestador cuando está en casa? —preguntó el Pescador.

—Porque estoy de vacaciones y no me apetece hablar con nadie relacionado con el trabajo —le expliqué.

Me pidieron el nombre y el número de teléfono de quien me había llamado, y se los di.

—Entonces, después de cenar, ¿estuvo leyendo todo el tiempo? —inquirió el Pescador.

—Después de recoger los platos, sí.

—¿Qué leyó?

—No sé si se lo van a creer, pero
El proceso
de Kafka.

El Pescador se dispuso a anotar
«El proceso
de Kafka». Pero no se acordaba de con qué ideogramas se escribe «proceso», de modo que el otro se lo enseñó. Literato como era, conocía la obra.

—Entonces estuvo leyendo esa novela hasta las doce —recapituló el Pescador—. También se tomó una copa.

—Dos. Primero cerveza. Luego brandy.

—¿Cuánto bebió, exactamente?

Intenté recordarlo.

—Dos latas de cerveza y un cuarto de botella de brandy. También me comí una lata de melocotones en almíbar.

El Pescador tomaba nota de todo.
Comió una lata de melocotones en almíbar
.

—¿No recuerda nada más? Cualquier cosa, por nimia que parezca, puede sernos útil.

Pensé un rato, pero no logré recordar nada más. Realmente había sido una noche sin ninguna particularidad, en la que había estado leyendo tranquilamente. Y en esa tranquila noche, Mei fue estrangulada con unas medias. Les dije que no recordaba nada más.

—Piénselo bien —dijo el Literato tras carraspear—. Porque ahora mismo se encuentra usted en una situación delicada.

—Mire, yo no he hecho nada, así que no sé a qué situación delicada se refiere —aseguré—. Soy redactor
freelance
, y es normal que reparta tarjetas de visita. No tengo ni idea de cómo llegó a manos de la chica, pero eso no quiere decir que la asesinara.

—Si esa tarjeta no tuviera ninguna importancia, no la habría guardado con tanto celo, en el fondo del billetero —me dijo el Pescador—. Tenemos dos teorías: la primera, que la chica estuviese relacionada con su ámbito laboral, se hubiera citado con un hombre en el hotel y que él la hubiera asesinado. El hombre se habría llevado todo aquello que pudiera delatarlo y se habría marchado. Sin embargo, no vio esa tarjeta en el fondo del billetero. La segunda, que fuese una profesional. Una prostituta. Una puta de lujo, de las que trabajan en hoteles de primera clase. Ésas nunca llevan encima nada que las identifique. Entonces, por algún motivo el cliente con el que se había citado la asesinó. Puesto que no se llevó el dinero, puede que el asesino sea un perturbado. ¿Le parecen plausibles estas dos hipótesis? ¿Qué opina?

Yo me callé y torcí el cuello, escéptico.

—En cualquier caso, su tarjeta de visita es una pieza clave, dado que es la única pista de la que disponemos —dijo el Pescador con convicción, mientras tamborileaba en la mesa con el bolígrafo.

—Una tarjeta de visita sólo es un trozo de papel con un nombre impreso —dije yo—. No demuestra nada.

—No podemos demostrar nada
de momento
—dijo el Pescador sin dejar de golpear con el bolígrafo—. Un experto en identificación está examinando la habitación y los objetos de la escena del crimen. También están realizando la autopsia. Mañana, cuando sepamos algo más, seguro que descubrimos alguna conexión. Pero no nos queda más remedio que esperar hasta entonces. Entretanto, queremos que recuerde más cosas. Esfuércese, aunque nos lleve toda la noche. A lo mejor, pensándolo con calma, quizá caiga en la cuenta de algo. Repasemos bien todo lo que hizo ayer.

Miré el reloj de pared. Marcaba las cinco y diez minutos. En ese momento me acordé de que había quedado con Yuki.

Me dirigí al Pescador.

—¿Me permite hacer una llamada? Había quedado a las cinco. Era una cita importante.

—¿Una chica? —preguntó el Pescador.

—Sí —respondí yo.

Él asintió y me acercó el teléfono. Yo saqué la agenda, busqué el número y lo marqué. Se puso al tercer tono.

—Me vas a decir que ha habido un imprevisto y no puedes venir, ¿no? —se adelantó Yuki.

—Un contratiempo, sí —le expliqué—. Lo siento mucho. No es culpa mía. Unos policías han venido a buscarme y me están interrogando. Estoy en la comisaría de Akasaka. Va para largo, y no creo que me dejen marchar así como así.

—¿La policía? ¿Qué narices has hecho?

—Nada. Me han llamado para declarar en un caso de asesinato. Me he visto envuelto sin más.

—Pues qué tonto —dijo Yuki apática.

—Sí —reconocí.

—Oye, no habrás matado a nadie, ¿no?

—Por supuesto que no —dije—. Muchas veces meto la pata y cometo errores, pero nunca mataría a nadie. Sólo me están pidiendo información. Me hacen preguntas. Pero siento no poder ir a recogerte. Te debo una.

—En serio, pareces tonto —dijo Yuki. Y colgó con el golpetazo de rigor.

Coloqué el auricular en su sitio y devolví el teléfono al Pescador. Los dos habían estado prestando atención a mi conversación con Yuki, pero no parecían haber sacado nada en limpio. Sin embargo, pensé que si descubrieran que había quedado con una niña de trece años, seguramente sus sospechas crecerían. Me tomarían por un pervertido sexual o algo así. Un tipo normal de treinta y cuatro años no queda con chavalas de trece.

A continuación, los dos me pidieron que les contara con pelos y señales lo que había hecho la víspera. Iban anotándolo todo con bolígrafo y buena letra en un papel que parecía de carta y que habían colocado sobre una hoja más gruesa. Me pareció una estúpida pérdida de tiempo. Les describí adónde había ido y qué había comido; incluso tuve que explicarles cómo había preparado el plato a base de
konnyaku
que me había hecho para cenar y, en broma, hasta les conté cómo había rallado el
katsuobushi
.
**
Pero ellos no pillaron la gracia. Lo anotaron todo. Al final, el informe tenía un volumen considerable.

A las seis y media fueron a buscar algo para cenar a una tienda cercana. No era nada del otro mundo: albóndigas de carne, ensalada de patatas y
chikuwa
.
***
Estaba aceitoso, tenía demasiado condimento y los encurtidos de la guarnición llevaban colorantes artificiales. Pero tanto el Pescador como el Literato comían con fruición, así que yo también dejé la bandeja limpia. Me daba rabia que pensaran que los nervios me impedirían probar bocado.

Después, el Literato trajo un té tibio y muy flojo. Mientras nos lo tomábamos, los dos volvieron a fumar. La salita se llenó de humo. Se me irritaron los ojos y el olor a nicotina me impregnó hasta la chaqueta. Al acabar, el Pescador siguió haciéndome preguntas, todas absurdas. Que desde qué página a qué página de
El proceso
había leído, que a qué hora me había puesto el pijama. Le conté de qué iba la novela de Kafka, pero no pareció interesarle demasiado; quizá para él aquella historia era demasiado cotidiana. Y pensé, preocupado, que tal vez la obra de Franz Kafka no sobreviviera al siglo
XX
; ya nadie la leería. En cualquier caso, él anotó hasta el argumento de
El proceso
. La verdad es que todo aquello sí empezaba a parecerme kafkiano. Y harto de tanta tontería, comencé a sentirme muy cansado. Pero el Pescador, con toda la paciencia del mundo, me interrogaba y luego transcribía pormenorizadamente mis respuestas. De vez en cuando, no sabía cómo escribir una palabra y pedía ayuda al Literato. No parecía flaquear nunca. Probablemente estuviera agotado, pero no aflojaba. Se detenía hasta en el menor detalle, en busca de resquicios, contradicciones, lapsus. A veces uno de los dos salía para regresar a los cinco o seis minutos. Eran tipos duros.

A las ocho, el Pescador le cedió el turno al Literato. Debía de tener la mano cansada, porque se puso de pie y movió la muñeca, estirándose y girando el cuello. Luego se encendió otro cigarrillo. El Literato también se echó un pitillo antes de entrar en materia. El humo blanco invadía la habitación como en los conciertos de Weather Report. Humo de tabaco y comida basura. Estaba deseando salir de allí y respirar aire puro.

Les dije que quería ir al baño. A la derecha y, luego, al fondo a la izquierda, me indicó el Literato. Oriné con calma, respiré hondo y regresé. Resultó extraño eso de respirar profundamente en un baño y, de hecho, no me hizo sentir mejor. Pero pensé en el asesinato de Mei y me dije que no podía quejarme. Al menos estaba vivo. Al menos podía respirar.

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