—Todavía no —me dijo—. Aún se demorará un poco.
A las diez, cuando sólo me faltaban por copiar cinco páginas, estaba al límite de mis fuerzas. Pensé que ya no podía escribir más. Y lo dije. El Pescador volvió a llevarme al calabozo. Dormí como una marmota. No había podido cepillarme los dientes ni cambiarme de ropa, pero todo me daba igual.
A la mañana siguiente volví a afeitarme con la maquinilla, bebí café y comí cruasanes. Sólo me quedan cinco páginas, pensé. Las copié en dos horas. Luego firmé y estampé mi dedo pulgar en cada una. El Literato se cercioró de que todo estuviera en orden.
—¿Me van a soltar de una vez por todas?
—Sí, si contesta a un par de preguntas más —dijo el Literato—. No se preocupe, son muy sencillas. Acabo de acordarme de algún detalle que me gustaría aclarar.
Lancé un suspiro.
—Y, por supuesto, tendré que escribirlo en el informe, ¿no?
—Por supuesto —contestó el Literato—. Lo lamento, pero así funciona la administración pública. Los papeles lo son todo. Sin documentos ni sellos no existiría.
Me masajeé las sienes con las yemas de los dedos. Tenía la sensación de que, dentro de mi cabeza, algo, como un objeto, se había endurecido. Había conseguido alojarse de algún modo en mi cabeza y crecía dentro de ella. Y ahora no se podía extraer. «Es demasiado tarde, ¿sabe usted? Si se hubiera dado cuenta un poco antes, habríamos podido extraerlo fácilmente. Lo siento mucho.»
—No se preocupe. No nos llevará mucho tiempo. Enseguida terminaremos.
Estaba contestando con desgana a otra tanda de preguntas triviales, cuando el Pescador volvió a la sala y le dijo al Literato que saliera. Durante un buen rato, los dos hablaron en voz baja en el pasillo. Yo, apoyado en el respaldo, con la cabeza hacia atrás, observaba las humedades negras que habían aflorado en un rincón del techo. Parecían fotografías de vello púbico de cadáveres. Desde allí, en las grietas de la pared, se extendían unos puntos emborronados con los que, si se los seguía, podían trazarse dibujos. ¿Quién sabe?, quizá aquella mancha oscura se había formado con los sudores y olores corporales desprendidos por todos aquellos que habían entrado en aquella horrible sala a lo largo de décadas. Por todos aquellos a quienes habían intentado anularles el ego, despojarles de sus sentimientos, su dignidad y sus principios. Por todos aquellos a quienes habían coaccionado, maltratándolos psicológicamente y sin dejar marcas visibles, arrastrándolos por un laberinto burocrático semejante a un hormiguero para aprovecharse al máximo de su desazón. Por todos aquellos a los que habían privado de la luz del sol y alimentado con comida asquerosa. Sí, quizá aquella mancha húmeda y oscura la había formado el sudor hediondo que habían transpirado todos ellos.
Coloqué las manos sobre la mesa, cerré los ojos y recordé la ciudad de Sapporo bajo la nieve. Recordé el imponente Dolphin Hotel y a la muchacha de la recepción. ¿Qué haría en ese momento? ¿Estaría en el mostrador con aquella radiante sonrisa profesional en los labios? Quería llamarla y hablar con ella. Quería gastarle alguna broma estúpida. Pero ni siquiera sabía cómo se llamaba. Me dije que era muy guapa. Sobre todo, estaba estupenda cuando trabajaba. Era el hada del hotel. Y le gustaba su trabajo, no como a mí. Yo hacía bien mi trabajo, pero jamás había sentido el menor apego o entusiasmo por lo que hacía. Ella, en cambio, amaba su trabajo. Sin embargo, cuando la apartaban de su trabajo, se la veía frágil, insegura, vulnerable. Me dije que, si lo hubiera querido, habría podido acostarme con ella. Pero no lo había hecho.
Quería volver a hablar con ella.
Antes de que también a ella la asesinaran.
Antes de que también ella desapareciera.
Cuando los dos agentes regresaron a la sala, ninguno de los dos se sentó. Yo había vuelto a observar la mancha de humedad.
—Ya puede marcharse —dijo el Pescador con indiferencia—. Gracias por su colaboración.
—¿Puedo irme? —Apenas podía creérmelo.
—El interrogatorio ha terminado —dijo el Literato.
—Algunas circunstancias han cambiado —dijo el Pescador—. Ya no podemos retenerlo más tiempo, así que puede marcharse. Muchas gracias.
Me puse la chaqueta, que apestaba a tabaco, y me levanté de la silla. Todo lo ocurrido me parecía absurdo, pero yo sólo quería largarme de allí cuanto antes, no fueran a cambiar de parecer. El Literato me acompañó hasta la entrada del edificio.
—Mire, anoche ya sabíamos que usted era inocente —me dijo—. Ya teníamos el resultado de los análisis del laboratorio y el informe del forense. Está usted limpio. Pero nos oculta algo. Llámelo intuición si quiere, pero sabemos que se muerde usted la lengua para no soltarlo. Queríamos apretarle las clavijas para que hablara. Usted sabe quién es esa chica, ¿verdad? Pero por algún motivo no quiere decírnoslo. A nosotros no se nos engaña tan fácilmente. Y esto no es un juego. Una persona ha sido asesinada.
—Disculpe, pero no sé de qué me habla —le dije.
—Es posible que lo hagamos venir otra vez —me advirtió mientras sacaba una caja de fósforos del bolsillo y con uno de ellos empujaba la cutícula de una uña—. Cuando nos proponemos algo, podemos ser muy tercos. La próxima vez lo tendremos tan cogido por los cojones que ni siquiera su abogado podrá ayudarlo.
—¿Mi abogado? —pregunté, extrañado.
Pero el hombre ya había desaparecido dentro del edificio.
Volví a casa en taxi. Llené la bañera y me sumergí un buen rato en el agua caliente. Me cepillé los dientes, me afeité, me lavé la cabeza. Todo el cuerpo me apestaba a tabaco. Había estado en un lugar inmundo.
Al salir del baño, herví coliflor y me la tomé con una cerveza mientras Arthur Prysock cantaba acompañado por Count Basie y su orquesta. Un disco rematadamente bueno. Lo había comprado en 1967, hacía dieciséis años. Durante todos esos años lo había escuchado muchísimas veces. Nunca me cansaba.
Luego me eché una siesta. Fue como si me hubiera ido a algún lado, hubiese dado media vuelta y hubiera desandado el camino. Quizá unos treinta minutos. Al despertarme miré el reloj y vi que todavía era la una. Metí una toalla y un bañador en una bolsa, fui en coche a la piscina cubierta de Sendagaya y nadé durante una hora. Empecé a sentirme otra vez una persona. Me entró algo de hambre. Probé a llamar a Yuki. La encontré en casa. Le dije que la policía por fin me había soltado. Impasible, dijo que se alegraba. Le pregunté si había almorzado. Me contestó que no. Luego me contó que en toda la mañana sólo había comido dos buñuelos rellenos de crema. Sigue alimentándose fatal, me dije. Le propuse pasar a recogerla e ir a comer algo. Aceptó.
Subí al Subaru, rodeé el área del Meiji
Jingū
Gaien, pasé por la avenida, delante de la galería de arte, y de Aoyama
Itchōme
salí al santuario Nogi. Cada día que pasaba, la primavera se hacía más presente. En los dos días que había pasado en la comisaría de Akasaka, la brisa se había vuelto más apacible, el verdor había aumentado y la luz se había hecho cálida y suave. Incluso el ruido de la urbe sonaba ahora dulce como el fliscorno de Art Farmer. El mundo era hermoso y yo tenía hambre. La rigidez alojada en el fondo de mis sienes había desaparecido.
Segundos después de pulsar el timbre del interfono, bajó Yuki. Se había puesto una sudadera de David Bowie bajo una cazadora de cuero marrón. Del hombro llevaba colgada un bolso bandolera de lona con chapas de Stray Cats, Steely Dan y Culture Club. Extraña combinación, pero qué importaba.
—¿Qué? ¿Te lo pasaste bien con los maderos? —me preguntó.
—Fue espantoso —dije—. Tanto como las canciones de Boy George.
—¿Ah, sí? —replicó, impasible.
—La próxima vez te voy a comprar una chapa de Elvis Presley, para que la cambies por ésa —dije señalando la chapa de Culture Club.
—Eres un tío raro —me dijo ella. Efectivamente, había muchas maneras de decirlo.
Primero la llevé a un restaurante donde los dos comimos un sándwich de pan integral con rosbif y una ensalada acompañados de un buen vaso de leche fresca. Yo, en vez de leche, pedí café. El sándwich estaba delicioso: la salsa era ligera; la carne, tierna y aderezada con auténtica mostaza de rábano picante. Infundía vitalidad. Era comida.
—¿Adónde vamos ahora? —le pregunté a Yuki.
—A
Tsujidō
*
—contestó ella.
—De acuerdo —dije—. Vayamos allí. Pero ¿por qué
Tsujidō
?
—Porque allí vive mi padre. Me ha dicho que quiere conocerte.
—¿A mí?
—No es tan mal tipo como lo pintan.
Meneé la cabeza, mientras tomaba un sorbo de mi segundo café.
—Yo nunca he dicho que sea mal tipo. Pero ¿por qué querría tu padre conocerme? ¿Le has hablado de mí?
—Sí. Lo telefoneé y le conté que me habías acompañado desde
Hokkaidō
y que te habían detenido y no te dejaban marchar. Papá pidió a un abogado conocido suyo que fuera a la policía para ver qué podía hacer por ti. Mi padre tiene contactos en todas partes. Lo soluciona todo rápidamente.
—Ahora lo entiendo —dije, atando cabos.
—¿Sirvió de algo?
—Claro que sirvió.
—Papá dijo que la policía no tenía derecho a retenerte así. Que si no querías quedarte, podías marcharte libremente. Lo dice la ley.
—Yo ya lo sabía —le confesé.
—Entonces, ¿por qué no te fuiste?
—Es un poco complicado —respondí tras pensarlo un instante—. Puede que me estuviera castigando a mí mismo.
—Lo tuyo no es normal —soltó ella con la mejilla apoyada sobre la mano. Hay muchas maneras de decirlo, sí.
Fuimos en el Subaru hasta
Tsujidō
. Era bastante tarde y apenas había tráfico. Yuki sacó varias cintas que llevaba en la bandolera. Toda una selección, desde
Exodus
de Bob Marley hasta
Mr. Roboto
de los Styx. Había cosas interesantes y cosas espantosas. Igual que en el paisaje que desfilaba a toda velocidad a ambos lados de la carretera. Yuki escuchaba la música arrellanada en el asiento, sin abrir la boca. Cogió mis gafas de sol, que estaban sobre el salpicadero, se las puso y, a medio camino, se fumó un Virginia Slims. Yo también guardaba silencio, concentrado en la conducción. Cambiaba de marcha cuando el coche me lo pedía y prestaba atención a cada señal de tráfico.
Yuki me daba envidia. Tenía trece años y su mirada percibía la frescura de las cosas. La música, el paisaje, las personas. Nada que ver con mi mirada. Hacía mucho tiempo, yo también había tenido trece años, pero entonces el mundo era más simple. Tenías que esforzarte para conseguir algo, las palabras tenían significado, y las cosas, belleza. Pero yo no era feliz. Me gustaba estar solo, me sentía bien cuando lo estaba, pero pocas veces me dejaban a mis anchas. Me sentía aprisionado por dos marcos inquebrantables, el hogar y el colegio, que me exasperaban. Me enamoré de una chica pero, claro, aquello nunca funcionó. Y es que ni siquiera sabía qué significaba el amor. Apenas era capaz de cruzar cuatro palabras con ella. Era un chaval introvertido y torpe. Quería rebelarme contra lo que me imponían los profesores y mis padres, pero no sabía cómo. Me encontraba en el polo opuesto a Gotanda, ducho en todo. Aun así, yo sabía ver la frescura de las cosas. Era algo estupendo. Los olores olían como tenían que oler, las lágrimas eran tibias y auténticas, las chicas, de ensueño, y el rock and roll, eterno. La oscuridad de los cines resultaba dulce e íntima; las noches de verano, profundas y sensuales. Aquellos días de exasperación los viví rodeado de música, películas y libros. Me aprendía de memoria las letras de Sam Cooke y Ricky Nelson. Construía mi propio mundo. Así fueron mis trece años. Y Gotanda estaba en la misma clase de laboratorio que yo. Bajo la atenta mirada de las chicas, rascaba una cerilla y con un elegante gesto encendía el mechero bunsen. ¡Fuosh!
¿Cómo podía envidiarme Gotanda?
No lo entendía.
—Oye —le dije a Yuki—, ¿por qué no me hablas del hombre de la piel de carnero? ¿Dónde te lo encontraste? ¿Y cómo sabes que lo vi?
Ella se volvió hacia mí, se quitó las gafas de sol y las devolvió al salpicadero. Luego se encogió ligeramente de hombros.
—Vale. Pero antes tienes que contestarme a una pregunta.
—De acuerdo —le dije.
Después de tararear una canción de Phil Collins triste y oscura como una mañana de resaca, Yuki cogió otra vez las gafas de sol y se puso a juguetear con las patillas.
—¿Te acuerdas de lo que me dijiste en
Hokkaidō
? Eso de que era más guapa que cualquier chica con la que hubieras salido nunca…
—Sí, me acuerdo —respondí.
—¿Iba en serio o era por piropearme? Dime la verdad.
—Es verdad. No te mentía —dije yo.
—¿Y con cuántas chicas has salido hasta hoy?
—Ni me acuerdo.
—¿Doscientas?
—Qué dices —contesté riéndome—. No tengo tanto éxito. He ligado, pero no tanto. Como mucho habré salido con unas quince.
—¿Sólo quince?
—Pues sí. Mi vida es bastante deplorable. Oscura, húmeda, angosta.
Yuki pareció meditar sobre eso, sin acabar de comprenderlo. Era lógico. Todavía era muy joven.
—Así que quince —dijo ella.
—Más o menos —dije yo. Y una vez más repasé rápidamente aquellos modestos treinta y cuatro años—. Quizá, como mucho, unas veinte.
—Vale, veinte —dijo Yuki resignada—. Bueno, pero yo soy más guapa que todas ellas, ¿no?
—Sí —contesté.
—Entonces, ¿a ti no te gustaban las chicas guapas? —preguntó mientras se encendía el segundo cigarrillo. De repente, en un cruce, divisé a un policía, y se lo quité de la boca y lo tiré por la ventanilla.
—Claro que sí, y he salido con algunas —le dije—. Pero tú eres más guapa que cualquiera de ellas. De verdad. Mira, no sé si me entenderás, pero eres guapa de un modo diferente al de las demás chicas. Y, por favor, no fumes dentro del coche. Podrían verte desde fuera y, además, el coche apesta. Ya te dije que las chicas que fuman demasiado acaban teniendo problemas con la menstruación.
—No seas pesado —se quejó Yuki.
—Ahora háblame de lo del hombre con la piel de carnero —le pedí.
—Lo del hombre carnero, ¿no?
—¿Cómo sabes su nombre?
—Me lo dijiste por teléfono. Dijiste «hombre carnero».
—¿Ah, sí? —Había un atasco y tuve que esperar dos veces a que el semáforo se pusiera en verde—. Háblame de él. ¿Dónde te lo encontraste?