Baila, baila, baila (31 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Fantástico, #Drama

BOOK: Baila, baila, baila
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Yo asentí sin demasiado entusiasmo.

—¿Juegas al golf?

—No —contesté.

—¿No te gusta?

—Ni me gusta ni me disgusta. Nunca he jugado.

—No existe eso de «ni me gusta ni me disgusta» —se rió—. Normalmente, a la gente que nunca ha jugado al golf no le gusta. Es así. Puedes ser franco conmigo.

—Sinceramente, no me gusta —admití.

—¿Por qué?

—Me parece un deporte absurdo —le dije—. Ese palo aparatoso, esos coches ridículos, las banderillas, la pomposa vestimenta, zapatos incluidos, la mirada de los golfistas cuando se agachan para examinar la hierba, la postura de las orejas…

—¿La postura de las orejas? —preguntó, perplejo.

—Era una broma. No me haga caso. Es una simple lista de cosas que me desagradan del golf.

Se quedó mirándome con ojos ausentes.

—¿No eres un poco rarito?

—No, no lo soy —respondí—. Soy una persona normal y corriente. Simplemente, hago bromas sin gracia.

Al rato el asistente trajo una bandeja con varios botellines de cervezas y dos vasos. Dejó la bandeja en el porche y sirvió cerveza en los vasos. Luego se marchó, presuroso. Nos sentamos en el porche.

—¡Salud! —dijo Makimura.

Lo imité y di un sorbo a la cerveza. Tenía tanta sed que me supo a gloria. Sin embargo, como tenía que conducir, me dije que sólo bebería una.

Calculé que Makimura tendría unos cuarenta y cinco años. No era alto, pero gracias a su complexión fuerte parecía más corpulento de lo que en realidad era. Pecho robusto, brazos y cuello gruesos. Sobre todo, el cuello. Si lo hubiera tenido un poco más fino, habría pasado por un deportista; pero el fatídico exceso de carnes bajo el mentón y las orejas hablaban de una dejadez prolongada. Uno no se puede deshacer de eso practicando sólo el golf. Y los años no pasan en balde. El Hiraku Makimura que yo había visto hacía tiempo en fotos era un joven esbelto de mirada intensa. No era particularmente guapo, pero llamaba la atención. Tenía el aspecto de un autor joven y prometedor. ¿Cuántos años habían pasado desde entonces? ¿Quince, dieciséis? En su mirada todavía quedaba algo de aquella intensidad. A veces, en función de la luz y el ángulo, resultaba bella y transparente. Llevaba el cabello corto, con alguna cana aquí y allá. El Lacoste color burdeos que vestía le sentaba bien al tono bronceado de su piel. Pero tenía el cuello demasiado grueso, casi una papada, y nada podía disimularlo. En cambio, a Gotanda el Lacoste le habría ido que ni pintado. ¡Ya está bien!, me dije, ¡deja de pensar en Gotanda!

—He oído que te ganas la vida escribiendo —me dijo Hiraku Makimura.

—No, no. Sólo redacto textos para rellenar huecos. Cualquier cosa. Alguien tiene que hacerlo y ese alguien soy yo. Es lo mismo que quitar nieve. Soy un quitanieves cultural.

—Un quitanieves cultural —dijo Makimura. Entonces miró de reojo el palo de golf que había dejado a un lado—. Interesante expresión.

—Me alegro de que lo vea así.

—Pero ¿te gusta escribir? —quiso saber.

—No sabría decirlo. Lo hago bien, ¿o debería decir con eficiencia? Tengo trucos, un
savoir-faire
, una postura, una manera de encarar el trabajo y esas cosas. Si lo pienso así, no me desagrada.

—He ahí una respuesta clara —se admiró.

—Las cosas son sencillas cuando el nivel es bajo.

—Hum. —Luego guardó silencio durante quince segundos—. ¿La expresión quitanieves cultural es tuya?

—Sí, creo que sí —le dije.

—¿Te importa que la use? La encuentro muy interesante. Quitanieves cultural.

—Claro que no, adelante. No tiene que pedirme permiso.

—Describe muy bien cómo me siento a veces —dijo Makimura tocándose el lóbulo de la oreja—. Entonces me pregunto qué sentido tiene escribir. Antes no me pasaba. El mundo era más pequeño. Sabía dónde me encontraba en cada momento. Sabía lo que la gente quería. Los medios de comunicación eran como un pueblecito donde todo el mundo se conocía.

Apuró su cerveza, cogió otro botellín y llenó los dos vasos. Yo rehusé, pero no me hizo caso.

—Ahora las cosas han cambiado. Ya no se sabe qué es justo o bueno. A nadie le importa. Por eso simplemente me ocupo de lo que tengo delante. Quito nieve. Como tú dices. —Una vez más, observó la red verde tendida entre los dos pinos. Sobre el césped había treinta o cuarenta bolas de golf blancas.

Tomé un trago de cerveza.

Makimura parecía pensar qué diría a continuación. Se tomaba su tiempo. Pero a él le daba igual, estaba acostumbrado a que todo el mundo estuviese pendiente de lo que iba a decir. Decidí hacer lo mismo. Mientras, me fijé en que no dejaba de manosearse el lóbulo de la oreja. Parecía estar contando un fajo de billetes nuevos.

—Mi hija se ha encariñado contigo —habló por fin—. Y ella no se encariña con cualquiera. En realidad, no lo hace prácticamente con nadie. Conmigo, por ejemplo, apenas habla. Con su madre tampoco, aunque a ella por lo menos la respeta. A mí no. Al contrario, me tiene por un tonto. Pero Yuki no tiene ningún amigo. Hace meses que no va a la escuela. Se encierra en casa y se pasa el día escuchando música a todo volumen. Según el tutor de su clase, es una chica problemática, sobre todo en su relación con los demás. Pero a ti, sin embargo, te ha cogido cariño. ¿Por qué?

—No tengo ni idea —respondí.

—¿Será por cierta afinidad?

—Quizá sea eso.

—¿Qué te parece mi hija?

Reflexioné antes de contestar. Me sentía como ante un examen. Pensé que debía ser sincero.

—Está en una edad complicada. Además, el ambiente familiar no ayuda en absoluto, lo que dificulta mucho las cosas. Nadie se ocupa ni se responsabiliza de ella. No tiene con quién hablar. No hay nadie que la escuche y se siente muy herida. Sus padres son demasiado famosos. Ella es demasiado guapa. Vive con una carga demasiado pesada. Además, hay algo insólito en ella. Quizá sea demasiado sensible, no sé… Digamos que es un poco especial. Pero en el fondo es una buena chica. Si alguien se preocupase por ella, educarla no supondría ningún problema.

—Pero nadie se preocupa.

—Usted lo ha dicho.

El escritor soltó un largo suspiro. Dejó de tocarse la oreja y se observó los dedos.

—Tienes razón, toda la razón. Pero yo no puedo hacer nada. En primer lugar, cuando su madre y yo nos divorciamos, quedó todo bien claro y por escrito: yo no me ocuparía de Yuki. No tuve más remedio que aceptar. Por entonces yo era un mujeriego y no me encontraba en situación de objetar nada. En realidad, para poder ver a Yuki, se supone que debo pedir permiso a Ame. ¡Qué nombres más ridículos! Ame y Yuki… En fin. En segundo lugar, como ya te he dicho, Yuki no siente ningún apego por mí. No me hace el menor caso. Quiero a mi hija. Es mi única hija, ¿cómo no voy a quererla?, pero no veo qué puedo hacer por ella.

Una vez más, posó la mirada en la red verde. Anochecía, y las sombras invadían el jardín. Miré las bolas blancas esparcidas por el césped; era como si alguien hubiera desparramado una cesta llena de huesos.

—Pero no por eso deben quedarse de brazos cruzados. Algo tendrá que cambiar —razoné—. Su madre está hasta los topes de trabajo y viaja continuamente por todo el mundo. ¿Sabe que la dejó sola en un hotel en Sapporo y no se acordó hasta al cabo de tres días? Cuando la acompañé a Tokio, pasó varios días sin salir del apartamento, escuchando rock y comiendo porquerías. No va a la escuela, no tiene amigas… No me gusta meterme donde no me llaman, y odio decir lo que voy a decir, porque no va con mi manera de ser, pero esta situación no es saludable.

—No te lo discutiré. Tienes toda la razón —dijo, y lentamente asintió con la cabeza—. Es exactamente como lo acabas de describir. Por eso quería hablar contigo.

Tuve un mal presentimiento. El caballo estaba muerto y los tambores indios habían enmudecido. Todo estaba demasiado silencioso. Me rasqué la sien.

—Me preguntaba —dijo— si podrías ocuparte de Yuki. Pasar dos o tres horas al día con ella. Asegurarte de que está bien y llevarla a comer algo decente. Sólo eso. Te pagaría. Serías como un profesor particular, pero sin enseñar. No sé cuánto ganas, pero podría pagarte lo mismo. Y el resto del tiempo podrías hacer lo que quisieras. Sólo quiero que pases unas horas al día con Yuki. No es mal negocio, ¿no? Ya he hablado de este asunto con Ame, que está ahora en Hawai, y ella también opina que es una buena idea. Ella, a su manera, también quiere a Yuki. Sólo es… diferente. Tiene un gran talento, pero a veces pierde el mundo de vista. Se olvida de todos los que la rodean. Para las cosas prácticas y concretas, es un completo desastre. Tiene problemas hasta para sumar y restar.

Sonreí, escéptico.

—¿No cree que, por encima de todo, lo que necesita Yuki es el cariño de sus padres, la certeza de que alguien la quiere con toda su alma y de manera desinteresada? Y eso sólo pueden dárselo sus padres. Los dos, usted y su madre, tienen que meterse en la cabeza que eso es lo principal. En segundo lugar, una chica de trece años necesita amigas de su edad, compañeras con las que intimar y hablar de todo sin tapujos. Yo soy un hombre y tengo ya treinta y cuatro años. Además, ustedes no me conocen de nada. Yuki tiene trece años, es casi una adulta. Es muy guapa y emocionalmente inestable. ¿Van a dejar a una chica como ella en manos de un hombre al que no conocen de nada? ¿Acaso saben algo de mí? Hasta hace unas horas estuve retenido por la policía por un caso de homicidio. ¿Qué pasaría si yo fuera el asesino?

—¿La mataste tú?

—¡Pero qué dice! —Suspiré. Padre e hija me habían preguntado lo mismo—. Yo no he matado a nadie.

—Entonces no veo dónde está el problema. Confío plenamente en ti. Si me dices que tú no la has matado, es que no la has matado.

—Pero ¿por qué se fía de mí? ¿Le basta sólo con mi palabra?

—Salta a la vista que no eres de los que van por ahí asesinando a gente. Ni violando —y añadió—: Además, confío en la intuición de Yuki. Siempre ha tenido una gran intuición, tanto que a veces hasta resulta incómodo. Tiene algo de médium. Cuando está conmigo, a veces siente cosas que yo no veo. ¿Entiendes lo que quiero decir?

—Más o menos —dije.

—Creo que eso lo ha heredado de su madre. Ese carácter raro y excéntrico. Sólo que la madre lo enfoca hacia el arte. Es lo que la gente llama talento. Yuki, en cambio, todavía no ha encontrado nada en que volcarlo. Desborda talento, pero no lo aplica a ningún fin. Como cuando el agua rebosa de un cubo. Yo no tengo nada de eso. Por eso ninguna de las dos quiere saber nada de mí. Y, la verdad, cuando viví con ellas acabé harto, hasta el punto de que ahora no me apetece tener cerca a ninguna mujer. No creo que te hagas una idea de lo que es vivir con Ame y Yuki. ¡Lluvia y Nieve! Absurdo. ¡Todo un parte meteorológico! Eso sí, las quiero a las dos. Llamo por teléfono a Ame de vez en cuando, pero ni se me pasa por la cabeza volver con ella otra vez. Fue un infierno. Si alguna vez tuve talento como escritor, que lo tuve, desapareció por completo por culpa de esa vida. No bromeo. Por otra parte, también pienso que, para haber perdido el talento, me las he apañado bastante bien. Soy un quitanieves. Ese quitanieves eficaz del que me has hablado. Una expresión fantástica. ¿Por dónde íbamos?

—Hablábamos de si puede confiar o no en mí.

—Eso es. Yo confío en la intuición de Yuki. Por lo tanto, confío en ti. Tú también puedes confiar en mí. No soy mala persona. A veces escribo cosas penosas, pero puedes confiar en mí. —Volvió a carraspear y escupió sobre la tierra—. Dime, ¿no te interesa mi propuesta? Entiendo perfectamente lo que me dices: sin duda ese papel les compete a los padres. Pero comprenderás que no es un caso corriente. Como te he dicho, no veo otra solución. Eres el único al que podríamos pedírselo.

Me quedé mirando la espuma de mi cerveza. No sabía qué hacer. Era una familia rara: tres excéntricos y Viernes, el aprendiz. Parecían la familia Robinson de
Perdidos en el espacio
.

—No me importa quedar con ella de vez en cuando —contesté—. Pero todos los días no puedo. Tengo cosas que hacer y no me gusta ver a nadie por obligación. Quedo con alguien cuando me apetece. No quiero ninguna clase de remuneración. Ahora mismo no necesito dinero, y lo que gaste con Yuki será más o menos lo mismo que si salgo con amigos. Sólo lo aceptaré con esas condiciones. Le tengo mucho cariño y me lo paso bien cuando quedamos. Pero no asumo ninguna responsabilidad. Porque, evidentemente, si le pasase algo, la responsabilidad última recaería en ustedes. Como quiero que quede claro, no puedo aceptar dinero.

Hiraku Makimura asintió varias veces. La carne por debajo de las orejas tembló. Decididamente, necesitaba un cambio de vida más radical. Pero seguramente no era capaz. Si hubiera sido capaz, lo habría hecho hacía tiempo.

—Te comprendo. Y lo que dices me parece muy sensato —replicó—. No pretendo cargarte la responsabilidad a ti. Si te pido esto es porque eres mi única opción. Del dinero ya hablaremos. Yo nunca olvido mis deudas, siempre devuelvo los favores. Pero puede que tengas razón. Lo dejo en tus manos. Haz lo que quieras. Pero, recuérdalo, si necesitas dinero, contacta conmigo o con Ame. No te cortes. A los dos nos sobra.

Yo no dije nada.

—Veo que eres bastante terco —me dijo.

—No soy terco. Sólo trato de vivir con cierta coherencia, y que mi manera de pensar se ajuste a ella.

—Coherencia. —Volvió a tocarse el lóbulo—. Esas cosas ya no tienen mucho sentido hoy en día. Eso se acabó, como los amplificadores de válvulas artesanales. Ahora ya nadie pierde el tiempo fabricándose uno: vas a una tienda de audio y te compras un amplificador de transistores nuevo, es más barato y suena mejor. Si se te estropea, te lo arreglan en un pispás. Y cuando compras uno nuevo, por el viejo te hacen descuento. La coherencia ya ha pasado de moda. Si uno piensa así, se queda anticuado y los demás acaban aborreciéndole. Ahora, con dinero lo compras todo. Incluso la manera de pensar. Compras algo, lo enchufas. Sólo tienes que insertar A en B y ya puedes usarlo. Cuando está viejo, lo reemplazas por otro.

—Una sociedad capitalista altamente desarrollada —resumí.

Makimura me dio la razón y volvió a guardar silencio.

Había oscurecido por completo. Un perro ladraba nervioso en las proximidades. Alguien tocaba a trompicones una sonata para piano de Mozart. Makimura, sentado en el porche, bebía cerveza, caviloso. Pensé que, desde que había vuelto a Tokio, sólo me había topado con personajes poco comunes: Gotanda, las dos prostitutas de lujo —una de las cuales había muerto—, la pareja de agentes de policía, Hiraku Makimura y Viernes, el aprendiz. Mientras contemplaba el jardín, tuve la impresión de que las sombras empezaban a diluir la realidad, a absorberla. Las cosas perdían su forma, se mezclaban, perdían su sentido y se sumían en un caos que lo abarcaba todo. Los finos dedos de Gotanda acariciando la espalda de Kiki, Sapporo bajo la nieve, Mei la Cabra y su «¡cucú!», la regla de plástico con la que el policía se golpeaba la palma de la mano, el hombre carnero esperándome al fondo de aquel oscuro pasillo… Todo se desintegraba para volver a unirse. ¿Será que estoy cansado?, dudaba. No lo estaba. La realidad se fundía para convertirse en un caos esférico, como si fuera otro cuerpo celeste. Los ladridos del perro, las notas del piano. Alguien decía algo. Alguien me decía algo.

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