Baila, baila, baila (30 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Fantástico, #Drama

BOOK: Baila, baila, baila
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Yuki se encogió de hombros.

—Nunca me lo he encontrado. Simplemente, mientras te miraba, me lo imaginé. —Se enrolló un mechón de aquel cabello liso en el dedo—. Una persona vestida con una piel de carnero. Me pasaba cada vez que te veía en el hotel. Por eso te lo dije. Pero no sé nada de ese hombre.

Reflexioné sobre lo que acababa de decir. Tenía que pensar. Darle cuerda a la cabeza,
raca-raca
.

—Te lo imaginaste… —le dije—. ¿Quieres decir que viste cómo era?

—No sé explicarlo bien… —dijo Yuki—. Pero no, no sé cómo es ese hombre. Son sensaciones. Es como si lo que siente quien lo ha visto, se me transmitiera igual que un soplo de aire. Es algo invisible. Invisible, pero cuando me llega puedo darle una forma.
O algo así como una forma
. Si pudiera enseñártelo tal como lo veo, tú no lo reconocerías. O sea, una forma que sólo yo comprendo. ¿Ves? No sé cómo explicártelo. Pero ¿lo entiendes, más o menos?

—No muy bien —contesté con sinceridad.

Frunciendo el ceño, Yuki mordió una patilla de mis gafas de sol.

—A ver si lo he entendido —dije—: Tú captas mis emociones, o mis cavilaciones, lo que tengo dentro de mí, y puedes visualizarlas, por ejemplo como en un sueño simbólico.

—¿Cavilaciones?

—Cosas en las que he pensado.

—Sí, puede que sí. Cosas en las que has pensado… Pero es más que eso. Esas cosas en las que pensabas han creado algo fuertísimo. Y yo lo que noto es esa fuerza que crean los pensamientos. Creo que soy sensible a ella. Y, en cierta manera, la veo. Pero no es como un sueño. En todo caso, es
un sueño vacío
. Eso es. Un sueño vacío. No hay nadie, no se ve nada. ¡Ya sé! Como cuando pones el contraste de la televisión muy oscuro o muy claro. No ves nada. Pero hay alguien, ¿a que sí? Si fuerzo la vista lo veo: es una persona cubierta con una piel de carnero. No es mala. De hecho, ni siquiera es una persona. Y, sin embargo, no puedes verlo. Estar está ahí, como un dibujo hecho con tinta invisible. Aunque no se vea, está ahí. Se ve sin verse. Es una forma sin forma. —Yuki chasqueó con la lengua—. ¡Menuda explicación tan embrollada!

—No, te estás explicando muy bien.

—¿De verdad?

—Claro que sí —dije yo—. Y creo que entiendo lo que quieres decir. Sólo que me cuesta asimilarlo.

Después de atravesar la ciudad y llegar a la costa de
Tsujidō
, aparqué en una zona de estacionamiento delimitada por una raya blanca al lado de un pinar. Había muy pocos vehículos. Le propuse a Yuki dar un paseo antes de ir a ver a su padre. Hacía una agradable tarde de abril. Corría una suave brisa y, cerca de la orilla, el mar estaba en calma. Mar adentro, pequeñas olas, silenciosas y regulares, iban y venían, como si alguien sacudiera ligeramente una sábana. Los surfistas que, resignados, habían vuelto a tierra firme fumaban sentados en la arena con los bañadores mojados. El humo blanco de una hoguera en la que quemaban desperdicios ascendía casi recto hacia el cielo y, a la izquierda, como un espejismo, se divisaba débilmente la isla de Enoshima. Un gran perro negro recorría la orilla de izquierda a derecha, a un trote uniforme, como si estuviera obsesionado por algo. En alta mar, una bandada de gaviotas sobrevolaba unas barcas dibujando en el cielo remolinos blancos. La primavera también se dejaba sentir en el mar.

De camino a Fujisawa por el paseo que había a lo largo de la playa, nos cruzamos con gente que hacía
footing
y alumnas de instituto en bicicleta. Cuando nos apetecía, nos sentábamos en la arena y contemplábamos el mar.

—Dime, eso que me has contado, ¿lo sientes a menudo? —le pregunté.

—No. Muy de vez en cuando —contestó Yuki—. Me pasa con muy pocas personas. Y, si puedo, intento evitarlo. Si siento algo, intento con todas mis fuerzas no pensar en eso. Cuando me da la impresión de que voy a empezar a sentirlo, intento cerrarme, así no lo noto tan profundamente. Es como cuando estás viendo una película y, al presentir que va a pasar algo que te va a dar miedo, cierras los ojos hasta que pasa del todo.

—Pero ¿por qué lo evitas?

—Porque es horrible —dijo ella—. Hace tiempo, cuando era más pequeña, no me cerraba. Cuando sentía algo lo decía, incluso en la escuela. Pero lo único que conseguía era que todos me despreciaran. Por ejemplo, me daba cuenta de que alguien se iba a lastimar. Entonces se lo decía a mis amigas, y al final fulanita o fulanito se lastimaba. Sucedió varias veces y entonces todos empezaron a tratarme como si fuera un monstruo. De hecho a veces me llamaban «Monstruo». El rumor se extendió por toda la escuela. Lo pasé fatal. Y decidí no volver a decir nada. Siempre me cerraba cuando parecía que iba a ver o a sentir algo.

—Pero conmigo no lo hiciste, ¿verdad?

Se encogió de hombros.

—Ocurrió de pronto y me pilló desprevenida. Me pasó de repente. Fue la primera vez que te vi, en el bar del hotel. Estaba escuchando música…, no sé si era Duran Duran o David Bowie, da igual… Sí, siempre me pasa cuando escucho música: me relaja. Por eso me gusta la música.

—Entonces, ¿eres una especie de adivina? —le pregunté—. Por ejemplo, presientes que alguien se va a lastimar.

—No lo sé. Pero creo que es algo un poco diferente. Yo no adivino nada; sólo siento que hay algo. Cuando va a pasar algo, lo noto. ¿Me entiendes? Por ejemplo, con alguien que va a hacerse daño haciendo ejercicio en una barra fija, noto su distracción o que está demasiado seguro de sí mismo, o que está disfrutando de lo que hace y se deja llevar por la euforia. Yo soy muy sensible a esa especie de olas emocionales. Y las olas se transforman en algo así como trozos, como bolsas de aire. Entonces lo sé, sé que hay un peligro. Y surge esa especie de sueño vacío. Y cuando surge…, ocurre lo que me esperaba. No es una predicción. Es algo más… complicado. Pero sucede. Lo puedo ver. Sin embargo, ahora me lo callo. Porque cuando digo algo, me toman por un monstruo. Me limito a mirar. Siento que tal persona se va a lastimar y se lastima, pero no puedo decirle nada. ¿No te parece horrible? Me odio por eso. Por eso me cierro. Así no me odio a mí misma. —Yuki cogía puñados de arena y los dejaba escurrir entre los dedos—. ¿Existe el hombre carnero? —preguntó.

—Sí —le dije—. Vive en un lugar de ese hotel. Dentro del hotel hay otro hotel. No se ve, pero está allí. Permanece para mí. En él vive el hombre carnero, que conecta distintas cosas para mí. El hombre carnero vela por mí, y es para mí como un operador telefónico, lo controla todo. Sin él, yo no podría conectarme.

—¿Conectarte?

—Sí. Cuando busco algo, cuando deseo algo, quiero conectarme a esa cosa. Entonces él lo conecta.

—No lo entiendo.

También yo empecé a coger arena y a dejarla caer entre los dedos.

—Tampoco yo acabo de entenderlo. Pero eso fue lo que me explicó el hombre carnero.

—¿Siempre ha estado ahí?

—Sí, durante años. Desde que yo era pequeño. Pero hasta hace poco no me di cuenta de que tenía esa forma. El hombre carnero fue adquiriendo una forma definida poco a poco, a medida que yo me hacía mayor, y al mismo tiempo definió la forma del mundo en el que vive. No sé a qué se debe. Quizá sea necesario. A lo mejor surgió esa necesidad porque con los años uno pierde distintas cosas. Supongo que uno necesita ese apoyo para poder vivir. Pero no lo sé. He pensado mucho sobre eso. Pero no sé. A veces me parece extraño, y a veces hasta estúpido.

—¿Se lo has contado a alguien?

—No. ¿Quién iba a creerme? Además, tampoco sé bien cómo explicarlo. Es la primera vez que lo hablo con alguien. Me pareció que a ti sí que podía contártelo.

—Para mí también es la primera vez que se lo cuento a alguien. Siempre me lo he callado. Papá y mamá saben algo, aunque yo nunca se lo conté. Desde que me pasó eso en la escuela, pensé que sería mejor no hablarlo con nadie.

—Me alegro de haberlo hablado contigo —le dije.

—Bienvenido al Club de los Monstruos —dijo Yuki mientras jugaba con la arena.

Mientras regresábamos al coche, Yuki me habló de sus problemas en la escuela secundaria.

—No he vuelto desde las vacaciones de verano —me dijo—. No odio estudiar, no. Lo que pasa es que aborrezco ese sitio. No puedo soportarlo. Cuando voy al colegio me pongo enferma y vomito. Vomitaba todos los días. Y cuando vomitaba se metían conmigo. Todos. Hasta los profesores.

—Si yo hubiera sido compañero tuyo en clase, nunca me habría metido con una niña tan guapa como tú.

Yuki contempló el mar.

—Pues quizá se metieran conmigo precisamente por ser guapa. Además, yo soy hija de gente famosa. Cuando eres hija de famosos, una de dos: o te tratan muy bien o no paran de meterse contigo. A mí me pasa lo segundo. Nunca consigo llevarme bien con nadie. Por eso soy así, tan cerrada, pero también tímida. Cuando tengo miedo soy una presa fácil. Se meten conmigo de mala manera, es muy desagradable. Me hacen cosas muy humillantes. Cosas impensables. Es que…

La tomé de la mano.

—Tranquila —le dije—. Olvida todas esas tonterías. No tienes por qué ir si no quieres. Te entiendo perfectamente. Es un lugar espantoso. Siempre hay algún imbécil que va de chulo. Y profesores de pacotilla que se lo tienen muy creído. A decir verdad, el ochenta por ciento de los profesores son sádicos o incompetentes. O unos sádicos incompetentes. Van acumulando estrés y luego se desquitan con los alumnos. Hay cientos de pequeñas normas absurdas. Se crea un sistema en el que se aplasta la personalidad del individuo y sólo los idiotas sin una pizca de imaginación sacan buenas notas. Antes era así. Imagino que seguirá siéndolo. Esas cosas nunca cambian.

—¿En serio piensas eso?

—Claro. Podría pasarme una hora hablando de lo absurda que es la escuela.

—Pero la enseñanza secundaria es obligatoria.

—Eso es algo que se le ha ocurrido a otra persona, no a ti. Nadie tiene la obligación de ir a un sitio a que lo maltraten. Tienes derecho a odiarlo. Puedes decirlo en voz alta:
¡Lo odio!

—Pero ¿y qué voy a hacer? ¿Seguir así siempre?

—A tu edad yo también me preguntaba si tendría que seguir así toda la vida. Pero no. Sales adelante. Y si en algún momento las cosas no salen bien, ya se te ocurrirá algo. Cuando crezcas un poco más te enamorarás. Te comprarán tu primer sujetador. También cambiará tu manera de ver las cosas.

—Pareces tonto, de verdad —soltó de pronto—. Ahora todas las chicas de trece años llevan sujetador. Parece que vayas con medio siglo de retraso.

—¿Ah, sí? —dije yo.

—Sí —dijo ella y lo aseveró una vez más—: eres tonto de remate.

—Quizá —dije.

Yuki echó a andar delante de mí hacia el coche sin añadir nada más.

24

Ya había anochecido cuando llegamos a casa del padre de Yuki, cerca de la costa. Era un viejo caserón rodeado de un jardín lleno de árboles. En él se observaban vestigios de la época en la que
Shōnan
era una zona residencial junto al mar. Todo estaba tranquilo y silencioso en el atardecer de primavera. Aquí y allá eclosionaban los capullos de los cerezos, y pronto les llegaría el turno a los magnolios. En los sutiles cambios que cada día se producían en las tonalidades y olores se podía percibir el tránsito de las estaciones. Todavía existían lugares así.

La casa del señor Makimura estaba rodeada por una alta valla de madera con una puerta con tejadillo de estilo antiguo. Sólo el letrero que rezaba «Makimura» en caracteres negros era nuevo. Poco después de llamar al timbre, un joven de unos veinticinco años, alto y con el pelo corto, abrió y nos invitó a entrar. Era un tipo amable. Parecía que ya había visto a Yuki en otras ocasiones. Tenía la misma risa afable que Gotanda, aunque la del actor resultaba mucho más refinada. Mientras nos guiaba por el jardín, se presentó como el asistente del señor Makimura.

—Hago de chófer, entrego sus manuscritos, investigo para él, lo acompaño a jugar al golf como
caddy
, juego con él al mahjong, viajo con él al extranjero… En fin, soy su factótum —me explicó con entusiasmo, pese a que yo no le había preguntado nada—, lo que en otros tiempos era un aprendiz que vivía y servía en la casa de su maestro.

—Ajá —fue mi único comentario.

Por un momento pensé que Yuki le soltaría: «Pareces tonto», pero, para mi sorpresa, no abrió la boca. Al parecer, cuando quería, sabía ser discreta.

Makimura jugaba al golf en la parte trasera del jardín. Apuntaba al centro de una red verde extendida entre dos troncos de pino y golpeaba la pelota. El palo cortaba el aire con un silbido agudo. Ése era uno de los sonidos que más detestaba en el mundo. Me parecía patético. ¿Por qué? Muy sencillo: por mis prejuicios. Le tengo un odio irracional a ese deporte llamado golf.

Cuando aparecimos, se volvió hacia nosotros y dejó el palo en el suelo. Luego cogió una toalla, se secó el sudor de la cara y le dijo a Yuki: «¡Mira quién ha venido!». Ella fingió no haberlo oído. Apartó la mirada, sacó un chicle del bolsillo de la cazadora, se lo metió en la boca y se puso a mascarlo ruidosamente. Con el envoltorio hizo una bola que tiró dentro de una maceta.

—Al menos podrías decir hola —dijo Makimura.

—Hola —saludó Yuki con desapego. Luego se perdió por el jardín con las manos metidas en los bolsillos.

—¡Eh! ¡Tráenos unas cervezas! —le pidió Makimura al asistente en un tono desabrido. El asistente respondió «Enseguida» en voz alta y clara y corrió al interior de la casa. Makimura carraspeó con fuerza, escupió en el suelo y volvió a secarse el sudor de la cara. Luego se pasó un rato observando el punto blanco que había en medio de la red verde, como si yo no existiera. Entretanto, yo miraba abstraído unas piedras decorativas cubiertas de musgo.

Aquel ambiente me resultaba artificial y, en cierta medida, absurdo. No veía nada malo en ello. Sólo me dio la sensación de haber aterrizado en un escenario donde se desarrollaba una elaborada parodia protagonizada por el escritor y su aprendiz. Por malo que fuera el guión, me dije que Gotanda habría actuado mucho mejor y con más encanto.

—Me han dicho que has estado cuidando de Yuki —dijo.

—No ha sido nada. Sólo le hice compañía durante el vuelo. Por cierto, tengo que darle las gracias por lo de la policía. Fue un alivio.

—Ah, sí. No tiene importancia. En todo caso, sólo he saldado la deuda. Además, mi hija no suele pedirme nada. Fue un placer ayudarle. Odio a la policía. En los sesenta me las hicieron pasar canutas. Yo estaba en las inmediaciones del Parlamento cuando murió Michiko Kanba,
*
hace ya una eternidad. En esa época… —Se interrumpió, dobló la cintura, cogió el palo de golf y empezó a darse golpecitos en el pie. Se volvió hacia mí, escrutó mi rostro, miró hacia mis pies y volvió a mirarme a la cara, como si buscara una correlación entre la cara y los pies—… En esa época sabíamos qué era justo y qué no lo era —concluyó.

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