El Literato me esperaba con una nueva andanada de preguntas. Quiso que le hablara de la persona que me había llamado la víspera por la noche. ¿Qué relación guardaba conmigo? ¿En qué trabajaba? ¿Para qué me había llamado? ¿Por qué no le devolví la llamada? ¿Por qué estaba tomándome unas vacaciones tan largas? ¿Acaso tenía tanto ahorrado que no necesitaba trabajar? ¿Declaraba impuestos? Cada vez que le respondía, él lo ponía todo por escrito con una bonita caligrafía de imprenta. Me pregunté si ellos creían que aquello les serviría de algo. Tal vez para ellos fuese lo habitual y ni siquiera se plantearan su utilidad. ¡Kafkiano! O tal vez prolongaban aquel absurdo interrogatorio con la intención de agotarme y sonsacarme. Si era así, estaban a punto de conseguirlo. Me sentía tan extenuado y tan harto que ya respondía con sinceridad a todo lo que me preguntaban. Todo me daba igual con tal de terminar pronto.
Pero dieron las once y aquello seguía. Ni siquiera había visos de que fuera a acabar. A las diez, el Pescador salió y volvió a las once. Debía de haberse echado una siesta, porque tenía los ojos un poco enrojecidos. Repasó el informe que el otro había escrito durante su ausencia. Seguidamente, reemplazó al Literato. El Literato trajo tres cafés. Era café soluble. Encima, ya llevaba el azúcar y la leche incorporados. Comida basura.
Estaba hasta las narices.
A las once y media les dije que estaba cansado, que tenía sueño y que me negaba a hablar más.
—¡Vaya! —dijo el Literato, con aire de fastidio, al tiempo que hacía crujir los nudillos con un ruido seco—. Esto es muy importante para la investigación y el tiempo corre en nuestra contra. Sentimos las molestias, pero tenga un poco de paciencia y colabore hasta el final.
—Dudo mucho que todas estas preguntas sirvan de algo —dije yo—. Francamente, me parecen triviales.
—Las cosas triviales pueden resultar decisivas. No es la primera vez que se resuelve un caso gracias a un pequeño detalle. Ni que uno se arrepiente por haber dejado pasar algo fútil. Recuerde que tenemos entre manos un asesinato. Una persona ha matado a otra. Para nosotros es algo muy serio. Lo siento, pero le ruego que tenga un poco de paciencia y coopere. Por otro lado, debe saber que podríamos conseguir una orden de arresto para usted, dada su supuesta implicación en el caso. Pero sólo conseguiríamos complicar las cosas, tanto para usted como para nosotros, ¿no cree? Requiere mucho papeleo. Se vuelve todo más estricto. Así que ¿por qué no lo despachamos todo aquí amistosamente? Si colabora con nosotros, no tomaremos una medida tan contundente.
—Si tiene sueño, le dejaré que se eche una cabezada en la sala de descanso —propuso el Pescador—. Si se tumba y duerme un poco, quizá recuerde más cosas.
Asentí. Me valía cualquier sitio. Lo que fuera salvo aquel cuartucho lleno de humo.
El Pescador me condujo hasta la sala de descanso. Caminamos por un pasillo lúgubre, bajamos unas escaleras aún más lúgubres y volvimos a enfilar otro pasillo, lúgubre como todo en aquella comisaría. La supuesta sala de descanso era un calabozo. Y lo dije.
—Esto a mí me parece una celda —dije yo con una sonrisa sarcástica—. Si la memoria no me falla…
—Es el único sitio disponible. Lo siento —dijo el Pescador.
—Hablo en serio. Me vuelvo a casa —dije yo—. Mañana por la mañana volveré.
—No se preocupe, no lo voy a encerrar —dijo el Pescador—. Será sólo un día. Si no le cierro, un calabozo es una habitación como cualquier otra.
Estaba demasiado agotado para discutir. Me di por vencido. Efectivamente, un calabozo abierto es como una habitación. El caso era que estaba exhausto y me moría de sueño. No hubiera soportado más preguntas. Sin chistar, entré y me tumbé en el rígido catre. Como en los viejos tiempos. El colchón húmedo, la manta de baratillo y el olor a letrina. Deprimente.
—No cierro con llave —dijo el Pescador antes de ajustar la puerta. Se oyó un frío ruido metálico.
Suspiré y me cubrí con la manta. Oí unos ronquidos procedentes de alguna parte. Se oían muy lejanos y, al mismo tiempo, muy cerca de mí. Daba la impresión de que la Tierra se hubiera dividido en varios estratos llenos de desesperación y ese ruido procediera del estrato contiguo. Era un sonido inalcanzable pero real y que suscitaba melancolía.
Mei, dije para mis adentros. Pensé en ti anoche. No sé si en ese momento aún estabas viva o ya habías muerto, pero me acordé de ti. De cuando nos acostamos. De cuando te desnudé lentamente. Fue nuestra pequeña reunión de antiguos alumnos. Me sentí relajado, como si los tornillos que sujetan el mundo se hubieran aflojado. Hacía mucho tiempo que no experimentaba algo así. Pero ¿sabes, Mei?, ahora ya no puedo hacer nada por ti. Y no sabes cuánto lo lamento. Tú sabes que nuestras vidas son muy frágiles. No puedo mezclar a Gotanda en un escándalo. Eso arruinaría su imagen y su reputación. Si corriera el rumor de que se acuesta con prostitutas y lo llamaran a declarar en un caso de homicidio, su imagen en ese mundo hecho de imágenes se derrumbaría. Imágenes aborrecibles de un mundo aborrecible. Pero él confió en mí, confió como uno confía en un amigo. Por eso yo también debo tratarlo como a un amigo. Es una cuestión de lealtad. Mei, Mei la Cabra, me alegro inmensamente de haber estado contigo. Fue maravilloso. Como un cuento infantil. No creo que eso te sirva de consuelo, pero nunca te olvidaré. Esa noche los dos quitamos nieve hasta la madrugada. Nieve sensual. Hicimos el amor en ese mundo de imágenes a cuenta de los gastos de representación. Winnie the Pooh y Mei la Cabra. Imagino que fue muy doloroso morir estrangulada. Supongo que no querías morir. Tal vez. Pero nada puedo hacer por ti. Sinceramente, no sé si lo que estoy haciendo es lo más correcto. Con todo, no me queda más remedio. Así vivo yo. Así son las cosas. Me morderé los labios y no diré nada. Buenas noches, Mei la Cabra. Por lo menos, ya nunca tendrás que volver a despertarte. No tendrás que volver a morir.
Buenas noches, dije.
Buenasnoches
, repitió el eco.
¡Cucú!, dijo Mei.
Al día siguiente las cosas siguieron igual. Por la mañana volvimos a reunirnos los tres en la misma sala, tomamos un café espantoso y comimos unos cruasanes pasables en silencio. Luego el Literato me dejó una maquinilla de afeitar eléctrica. Aunque a mí las maquinillas eléctricas no me entusiasman, no tuve más remedio que afeitarme con ella. Como no tenía cepillo de dientes, me enjuagué bien la boca. Entonces se reanudó el interrogatorio. Me preguntaron todo lo imaginable. Una tortura legal. Las horas transcurrieron con mucha parsimonia, lentas como un caracol, hasta el mediodía.
—Bueno, hasta aquí hemos llegado —dijo entonces el Pescador, y dejó el bolígrafo sobre la mesa.
Los dos agentes liberaron simultáneamente un suspiro, como si se hubieran puesto de acuerdo. También yo suspiré. Me pregunté si sólo habían pretendido ganar tiempo, pero era evidente que no podían retenerme más. No conseguirían una orden de arresto sólo por haber encontrado una tarjeta de visita en el billetero de la víctima. Aunque yo no tuviera coartada. Pese a todo, tal vez me tendrían en el punto de mira hasta que los resultados de los análisis de las huellas dactilares y de la autopsia apuntara a otro sospechoso.
El caso es que ya habíamos terminado. Volvería a casa. Nada más llegar, me tomaría un baño, me cepillaría los dientes y me afeitaría como es debido. Me tomaría un café decente. Comería algo decente.
—¡Hala! —dijo el Pescador enderezando la espalda y dándose un par de golpecillos en la tripa—. Habrá que ir a comer, ¿no?
—Parece que el interrogatorio se ha terminado, así que yo me marcho —dije.
—Me temo que no será posible —dijo el Pescador con voz titubeante.
—¿Por qué?
—Necesitamos que firme su declaración.
—Muy bien, muy bien. Firmaré.
—Pero antes tiene que leerla atentamente para comprobar que no hay errores. Es muy importante.
Leí la pila de treinta o cuarenta folios de la transcripción. Mientras lo hacía no pude evitar pensar que, dentro de doscientos años, aquel escrito podría servir para documentar nuestra época. Era riguroso y detallado hasta lo enfermizo. Leyéndolo, cualquiera se haría una imagen perfecta de la vida de un hombre soltero de treinta y cuatro años en una ciudad. Aunque no representaba al hombre medio, cuando menos era hijo de mi época. Sin embargo, en la sala de interrogatorios de una comisaría, su lectura resultaba soporífera. Para animarme, pensaba que tras aquello ya habría terminado y podría irme a casa. Al acabar, coloqué bien los papeles dándoles unos golpecitos contra la mesa.
—Ya está —les dije—. Perfecto. No tengo nada que objetar. ¿Dónde firmo?
El Pescador miró al Literato mientras le daba vueltas al bolígrafo. El Literato cogió la cajetilla de Hope, sacó un cigarrillo, se lo llevó a la boca, lo encendió y, ceñudo, contempló el humo. Tuve un mal presentimiento. El caballo agonizaba mientras los tambores indios resonaban a lo lejos.
—No es tan sencillo —dijo el Literato muy lentamente, como un profesional que le explicara algo a un novato—. Este documento que aquí ve, ¿sabe?, no sirve de nada si no está escrito de su propio puño y letra.
—¿De mi puño y letra?
—Tiene usted que transcribirlo entero. Con su letra. Si no, legalmente no tiene validez alguna.
Eché un vistazo al montón de folios. Quería cabrearme, gritarles que aquello no podía ser. Golpear la mesa y decirles que no tenían derecho a hacerme eso, que yo era un ciudadano amparado por la Ley. Quería levantarme y regresar de inmediato a casa. Sabía que, con la Ley en la mano, no podrían impedírmelo. Pero estaba demasiado cansado. Ni siquiera me veía con ánimos de protestar. Haría lo que ellos quisieran. Me parecía que así todo sería más fácil.
Me estoy doblegando
, pensé.
Estoy cansado y me estoy doblegando
. Antes yo no era así. Antes me cabreaba mucho. En cambio, me habrían importado un pito la comida basura, el humo del tabaco y la maquinilla eléctrica. Los años no pasan en balde. Uno se vuelve débil.
—No —dije—. Estoy cansado. Me marcho. Estoy en mi derecho. Nadie puede impedírmelo.
El Literato emitió un ruido indescifrable, una especie de bostezo que parecía un gruñido. El Pescador golpeaba el bolígrafo contra la mesa mientras miraba hacia el techo. Lo hacía cambiando de ritmo:
toc-toc-toc, toc; toc-toc, toc-toc, toc
.
—Está poniéndonos las cosas muy difíciles —dijo el Pescador secamente—. Pero de acuerdo. Si insiste, pediremos la orden de arresto y lo retendremos aquí para investigarle a fondo. Le aseguro que no va a gustarle. Pero, claro, para nosotros será más sencillo —se volvió hacia su compañero—, ¿no te parece?
—Sí, eso lo agilizaría todo. Muy bien. Adelante —dijo el Literato.
—Como quieran —dije yo—. Pero mientras no se dicte la orden de arresto no pueden obligarme a quedarme. Yo me voy a casa, así que cuando la consigan ya vendrán a buscarme. Me da igual lo que hagan. Me largo.
—Podemos retenerlo provisionalmente hasta que dicten la orden —amenazó el Literato—. Lo dice la Ley.
Pensé pedirles un ejemplar de la Ley de enjuiciamiento criminal para que me señalasen dónde ponía eso. Estaban tirándose un farol, pero no me quedaban fuerzas para replicar.
—De acuerdo —me rendí—. Lo escribiré. A cambio, déjenme llamar por teléfono.
El Pescador me alcanzó el aparato. Yo volví a llamar a Yuki.
—Todavía estoy en la comisaría —le informé—. Me da la impresión de que voy a quedarme hasta que anochezca, así que hoy tampoco creo que podamos vernos. Lo siento.
—¿Pero cómo puede ser? —se sorprendió.
—Parezco idiota —le dije, adelantándome a ella.
—Tú no estás bien del coco —soltó. Hay muchas maneras de decir las cosas.
—¿Qué haces? —le pregunté.
—Nada especial —me contestó—. Sólo matar el tiempo. Escucho música tumbada en la cama, leo revistas o lo que sea y como pasteles. Esas cosas.
—Vale —dije yo—. En cuanto salga, te llamo.
—Eso si te dejan salir —dijo Yuki sin la menor expresividad.
También ahora los dos policías permanecieron atentos a la conversación. Pero no pareció que sacaran nada en claro.
—Bueno, ya es hora de comer —dijo el Pescador.
Trajeron
soba
.
*
Los fideos eran tan largos y estaban tan pasados que con sólo agarrarlos con los palillos ya se rompían. Parecía dieta blanda para enfermos. Y olía a enfermedad incurable. Sin embargo, los dos comían con ganas, así que no me quejé. Al terminar, el Literato trajo otra vez té tibio.
La tarde discurrió tan lentamente como un río lleno de cieno. El tictac del reloj era lo único que se oía en la sala. A veces, resonaba el timbre de un teléfono procedente de la habitación contigua. Yo simplemente escribía y escribía. Los dos agentes descansaban por turnos. De vez en cuando, ambos salían al pasillo y charlaban en voz baja. Yo, sentado a la mesa en silencio, no paraba de mover el bolígrafo. Copiaba de pe a pa aquel informe estúpido. «Alrededor de las seis y cuarto me dispuse a cenar. Primero saqué el
konnyaku
de la nevera…» Puro desgaste.
Me dije que había capitulado. Hacían de mí lo que querían y yo no replicaba. El problema era que las dudas me corroían y me quitaban la fe en mí mismo. Por eso no me imponía. ¿Estaba haciendo lo correcto? ¿No debía cooperar en la investigación y confesarlo todo en vez de encubrir a Gotanda? Estaba mintiendo, y eso me desazonaba, aunque lo hiciera por un amigo. Podía tratar de convencerme a mí mismo. Decirme que, hiciera lo que hiciese, no lograría devolverle a Mei la vida. Podía justificarme diciéndome muchas cosas. Pero no podía rebelarme.
Así pues, copiaba en silencio. Al atardecer había transcrito veinte páginas. Escribir en letra pequeña durante horas era duro. Poco a poco la muñeca y los dedos, sobre todo el dedo corazón, empezaron a dolerme. Me pesaban los codos. A veces me despistaba y entonces me equivocaba. Cada vez que me ocurría, tenía que tachar la palabra, empaparme el pulgar en tinta y estamparlo encima de la línea. Empecé a deprimirme.
Cuando trajeron la cena, apenas tenía apetito. El té me revolvió el estómago. Cuando fui al baño me miré en el espejo y vi que tenía un aspecto horrible.
—¿Todavía no tienen nada? —le pregunté al Pescador—. ¿Los resultados de la autopsia, los análisis de las huellas o los objetos hallados en la habitación?