—Sí.
—En cambio, si fuera médico o profesor de verdad, no habría botones que pulsar. Siempre sería yo mismo.
—Pero uno siempre actúa, hasta cierto punto —sugerí.
—A veces uno acaba agotado de todo eso. Te entra dolor de cabeza. Dejas de saber quién eres, no sabes dónde acaba el personaje y dónde empieza la persona. La frontera entre mi sombra y yo se diluye.
—Pero eso nos pasa a todos, en menor o mayor medida. No sólo a ti —le dije.
—Sí, lo sé. Todos perdemos la cabeza de vez en cuando. Sólo que, en mí, esa tendencia es muy acusada. ¿Cómo te lo explico? Es algo
fatal
. Y siempre ha sido así. Si te soy franco, te envidio.
—¿A mí? —me sorprendí—. Pero ¿qué dices?
—Pues sí. Me parece que haces siempre lo que te gusta, sin preocuparte de lo que otros opinen de ti. Por decirlo de algún modo, te conservas íntegro. —Levantó un poco el vaso de whisky y miró a través de él—. ¿Sabes? Siempre fui un estudiante modélico. Sacaba buenas notas, era popular, tenía buena presencia. Los profesores y mis padres confiaban en mí. Nunca llegaba tarde y siempre fui el líder de la clase. Para colmo, se me daba bien el deporte: en béisbol, cada vez que bateaba conseguía un extrabase. ¿Entiendes cómo me siento?
Le contesté que no.
—Cada vez que había partido de béisbol me llamaban. Cada vez que organizaban un concurso de oratoria, me elegían para representar al colegio. Hazlo, me decían los profesores. No podía negarme. Lo hacía y vencía. Siempre tenía que presentarme a las elecciones para presidente de la asociación de alumnos. Todos daban por supuesto que sacaría buenas notas, que jugaría bien, que ganaría. Era como si no fuera yo mismo. Porque yo hacía todo eso solamente para no defraudar las expectativas que otros tenían con respecto a mí. Después, en el instituto, más de lo mismo. Tú fuiste a un instituto público, y yo, a uno privado donde principalmente nos preparaban para el examen de ingreso a la universidad pero que tenía un equipo de fútbol muy competitivo. Me seleccionaron, y casi nos clasificamos para el campeonato nacional. Volví a ser un alumno aventajado, excelente deportista y líder en todos los grupos. Todas las chicas del instituto femenino de al lado me iban detrás. Salía con una chica preciosa a la que conocí porque siempre venía a apoyarme durante los partidos. Pero nunca llegamos a nada serio, sólo algunos magreos, ya sabes. Iba a su casa cuando sus padres no estaban, o nos citábamos en la biblioteca, y lo pasábamos bien. En fin, que volví a ser, como te decía, un estudiante ejemplar. Como en las series juveniles del canal NHK. —Gotanda dio otro sorbo al whisky y meneó la cabeza—. En la universidad, las cosas cambiaron un poco. Era la época del movimiento estudiantil, y entré en el
Zenkyōtō
,
**
donde, cómo no, destaqué como líder. Participé en las barricadas, viví con una mujer, fumé marihuana, escuché a Deep Purple. En esa época, todos lo hacíamos. Cuando los antidisturbios entraron en la universidad, pasé un tiempo en el calabozo. Luego me quedé sin nada que hacer y, a propuesta de la mujer con la que vivía, probé suerte en el teatro. Empecé por diversión, pero pronto me interesó de verdad. Aunque era un simple aficionado, me ofrecieron buenos papeles. Me di cuenta de que valía para eso: en mí, la interpretación era algo natural. Al cabo de dos años gozaba ya de cierta fama. Fue la locura: bebía mucho, me acostaba con una mujer tras otra… Pero ¿quién no lo hacía en esa época? Un día me vio alguien de una productora y me propuso trabajar en una película. Me interesó y acepté. El papel, un vulnerable estudiante de instituto, no estaba mal. Enseguida me ofrecieron otro, y también me llamaron de la televisión. El resto ya te lo imaginas. Estaba tan liado que tuve que dejar la compañía teatral; no iba a pasarme la vida haciendo teatro independiente. Yo aspiraba a un mundo más amplio. Y acabé especializándome en papeles de médico y profesor. Salí en dos anuncios: uno de un medicamento para el estómago y otro de café soluble… Ya ves tú: ¡qué mundo más amplio!, ¿eh? —Gotanda lanzó un suspiro. Lo hizo con mucho encanto, como habría dicho cualquier chica, pero no dejaba de ser un suspiro—. ¿Te parece una vida ejemplar?
—Hay mucha gente que no llega tan alto —repliqué.
—Sí, reconozco que he tenido suerte. Pero, en el fondo, pienso que nunca he elegido nada por mí mismo, que todo me ha venido dado, que simplemente he interpretado los papeles que me han caído en las manos. Cuando de noche me despierto y pienso en eso, me entra pánico. ¿Quién soy yo? ¿Cómo soy, en esencia? ¿Quién lleva las riendas de mi vida?
Fui incapaz de decir nada. Me dio la impresión de que sería en vano.
—Quizá estoy hablando demasiado de mí mismo.
—No. Puedes hablar todo lo que quieras. No pienso ir contándolo por ahí.
—Eso no me preocupa —siguió Gotanda mirándome a los ojos—. En ningún momento me ha preocupado. He confiado en ti desde el principio. No sé por qué, pero contigo siento que puedo hablar libremente, y no es algo que me ocurra a menudo. Es más, no lo hago con casi nadie. Con mi ex sí que hablaba, con total franqueza. Nos comprendíamos el uno al otro, nos amábamos. Hasta que la gente a nuestro alrededor se metió por medio y lo lió todo. Si nos hubieran dejado a nuestro aire, todavía estaríamos juntos. Por otra parte, ella era una persona muy insegura, criada en una familia muy estricta de la que dependía demasiado. Y yo… Vaya, ya estoy yéndome otra vez por las ramas. En fin, quería decirte que siento que puedo hablar contigo en confianza. Pero creo que estoy dándote la tabarra con toda esta historia.
Le respondí que no.
Después me habló de cuando íbamos al laboratorio. Me contó que allí siempre se ponía muy nervioso. Por un lado, se esforzaba por que el experimento saliera bien. Por otro, tenía que explicárselo todo a las chicas que no lo entendían a la primera. Y a mí me envidiaba porque, entretanto, yo podía trabajar a mi ritmo.
Sin embargo, no me acordaba ni remotamente de lo que yo hacía en la hora del laboratorio. Así que no comprendía por qué me tenía envidia. Sólo recordaba que él lo hacía todo con mucha maña. Y que encendía el mechero Bunsen o manejaba el microscopio con gran elegancia. Todas las chicas seguían sus movimientos como si fueran a presenciar un milagro. Si yo podía despreocuparme era, simplemente, porque él se encargaba de todo lo difícil.
Pero no le conté nada de eso. Sólo lo escuché en silencio.
Poco después se acercó a nuestra mesa un hombre elegante, de unos cuarenta años escasos, seguramente un conocido suyo, que, dándole un golpecito en el hombro, le dijo: «¡Mira a quién tenemos por aquí!». En el brazo llevaba un formidable Rolex, tan resplandeciente que sin querer aparté la vista. Me miró de reojo durante una décima de segundo y luego se olvidó de mí. Lo hizo como quien mira el felpudo a la entrada de una casa, y en esa décima de segundo advirtió que, pese a mi corbata Armani, yo no era un tipo famoso. Charlaron durante un rato. «¿Cómo te va?», «Muy ocupado, la verdad», «A ver si vamos a jugar al golf un día de éstos»… Luego, el hombre del Rolex le dio a Gotanda otro golpecito en el hombro y se despidió con un «¡Venga, hasta pronto!».
Al marcharse el hombre, Gotanda frunció unos milímetros el ceño y, levantando dos dedos, llamó al camarero para que le trajese la cuenta. Cuando le llevaron la nota, él firmó con bolígrafo sin mirarla siquiera.
—No te preocupes, corre a cuenta de la agencia —me dijo—. Esto no es dinero. Sólo son gastos de representación.
Le di las gracias por haberme invitado.
—No es una invitación. Son gastos de representación —insistió.
Subimos al Mercedes y nos fuimos a tomar una copa a un bar situado en una callejuela del área de Azabu. Sentados en un extremo de la barra, acabamos bebiendo unos cuantos cócteles. Gotanda parecía aguantar bien el alcohol. Yo no le notaba borracho, y tampoco detecté ningún cambio en su voz o en su expresión. Mientras bebía, me habló de un montón de cosas. De la fatuidad de los canales de televisión, de los estúpidos directores de cadena, de famosillos tan vulgares que daban ganas de vomitar, de los críticos de pacotilla que participaban en las tertulias televisivas. Lo contaba con mucha gracias, y salpicado de observaciones mordaces.
Después me pidió que le hablase un poco más de mí. De modo que procedí a resumirle mi vida. Le hablé de la agencia que, tras licenciarme en la universidad, había abierto con un amigo, con el que me había dedicado a la publicidad y la edición. Luego, le comenté que me había casado, después divorciado, y que, aunque profesionalmente me iba bien, debido a ciertas circunstancias dejé el trabajo y me hice redactor
freelance
. No ganaba mucho dinero, pero, total, tampoco tenía tiempo para gastarlo… Vista en retrospectiva, había sido una vida bastante tranquila. No parecía mi vida.
Entretanto, el bar fue llenándose de gente y apenas se podía hablar. Algunos de los clientes, además, no paraban de mirar a Gotanda. «Vamos a mi casa», dijo él levantándose. «Está aquí al lado y tengo el bar bien provisto.»
Su edificio quedaba a dos o tres manzanas del bar. Despidió al chófer para el resto de la noche y entramos. El edificio, impresionante, tenía dos ascensores; para acceder a uno de ellos se necesitaba una llave especial.
—Lo compró la agencia cuando me divorcié —me explicó—. Un actor famoso como yo, expulsado de casa por su mujer y sin un céntimo, no podía meterse en un cuchitril, ¿no te parece? Eso habría acabado con mi reputación. Por supuesto, yo pago el alquiler. De cara a los impuestos, la agencia me cede el apartamento, el alquiler consta como gastos de representación y asunto arreglado.
Su apartamento estaba en la última planta. Tenía una espaciosa sala de estar, dos dormitorios y un cuarto de baño, además de un balcón con vistas a la Torre de Tokio. Estaba amueblado con bastante buen gusto. Era sencillo, pero se veía que había costado un dineral. El parqué de la sala de estar estaba cubierto de alfombras persas de elegantes dibujos. Los amplios sofás no eran ni demasiado duros ni demasiado blandos. Había grandes macetas con plantas ornamentales estratégicamente situadas. Las lámparas, de estilo italiano, eran muy modernas. Por toda decoración, una hilera de platos que parecían de la dinastía Ming en un aparador y alguna
GQ
y revistas de arquitectura sobre la mesa del café. En el piso no se veía ni una mota de polvo. Una asistenta debía de hacer la limpieza todos los días.
—¡Vaya apartamento! —dije yo.
—¿A que parece de película?
Le di la razón y volví a echar un vistazo a mi alrededor.
—Es lo que pasa cuando contratas a un interiorista. Te lo deja como un plató. Ha quedado muy fotogénico. De vez en cuando golpeo la pared para comprobar que no es de cartón piedra. Le falta vida, por decirlo así. Es todo fachada.
—Pues ponle vida tú.
—El problema es que apenas lo piso —dijo en tono inexpresivo.
Gotanda puso un elepé en el tocadiscos Bang & Olufsen y bajó la aguja. Los altavoces eran unos viejos JBL P88, espléndidos, fruto de una época en la que los altavoces todavía emitían un sonido decente, antes de que esos enervantes monitores de estudio se extendieran por todo el mundo. El disco era un viejo elepé de Bob Cooper.
—¿Qué te apetece? —me preguntó.
—Lo mismo que tomes tú.
Fue a la cocina y volvió con una bandeja con una botella de vodka y tónicas, además de una cubitera con hielo y tres limones partidos por la mitad. Mientras escuchábamos aquel jazz limpio y fresco de la Costa Oeste, nos bebimos unos
vodka tonic
con un chorrito de limón exprimido. Me di cuenta de que, efectivamente, al apartamento le faltaba vida. No sabría decir por qué. Era un lugar aséptico, pero a mí me parecía confortable. Me relajé y disfruté de la copa instalado en el cómodo sofá.
—Pues de todas las posibilidades, así es como he acabado —dijo Gotanda alzando la copa y mirando a través de ella la lámpara del techo—. Podría haberme hecho médico. En la universidad estudié magisterio. Pero las cosas han ido así. Es curioso. Tenía toda la baraja delante de mí. Podía escoger la carta que mejor me pareciera. Creía que con cualquiera me iría bien, y confiaba en mis posibilidades. Tanto que, al final, no elegí ninguna.
—Yo ni siquiera he visto una sola carta —le dije con franqueza.
Él me miró con los ojos entornados y luego sonrió. Debió de pensar que era una broma. Se sirvió otra copa, le exprimió limón y lanzó la cáscara a una papelera.
—Hasta mi matrimonio fue cosa del azar. Mi mujer y yo coincidimos en el rodaje de una película y trabamos amistad. Cuando filmábamos en exteriores, nos íbamos de copas o alquilábamos un coche para salir de paseo. Al acabar el rodaje, quedamos varias veces. Todos pensaban que éramos la pareja ideal y que deberíamos casarnos. Al final, siguiendo la corriente, nos casamos. No sé si te das cuenta, pero la verdad es que el mundo del cine es diminuto. Casi como vivir en una casucha al fondo de un callejón. No sólo ves la ropa sucia del vecino, sino que también, una vez que empieza a correr un rumor, es imparable. Con todo, yo la quería de verdad. Ella es una de las cosas más decentes con que me he topado en esta vida. Me di cuenta después de casarme. E intenté hacerla mía de verdad. Pero no sirvió de nada. Cuando trato seriamente de elegir algo, se me escapa de las manos. Si me viene dado, me sale a las mil maravillas. Pero cuando es algo que deseo, se me escurre entre los dedos.
Me quedé callado. No sabía qué decir.
—No veo sólo los aspectos malos —aclaró—. Todavía la amo. A veces pienso en lo maravilloso que sería si yo dejara de ser actor y ella de ser actriz y pudiéramos vivir juntos en paz. No necesitaría un apartamento moderno ni un Maserati. No necesitaría nada. Me conformaría con un trabajo digno y un pequeño hogar. Hijos. Ir con los amigos al salir del trabajo, beber una copa y quejarme. Y, al volver a casa, tenerla a ella. Con el sueldo me compraría un Civic o un Subaru. Cuanto más lo pienso, más claro tengo que ésa es la vida que deseo. Me bastaría con tenerla a ella. Pero es inútil. Ella desea otra cosa. Toda su familia ha depositado sus esperanzas en ella. La madre está volcada en organizar la vida de su hija artista, y el padre sólo vive para el dinero. El hermano mayor se dedica a la administración de empresas; el hermano menor está siempre metiéndose en problemas, lo cual les sale caro, y la hermana ha empezado a hacer carrera como cantante. La criaron para convertirla en una actriz, y ahora es una esclava de la imagen que fabricaron para ella. Nada que ver conmigo o contigo. No comprende el mundo real. Sin embargo, es toda corazón. Un alma pura. Pero no funcionó. No tiene remedio. ¿Sabes qué? El mes pasado me acosté con ella.