Baila, baila, baila (18 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Fantástico, #Drama

BOOK: Baila, baila, baila
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—Yuki
*
—me respondió.

—¿Yuki?

—Es mi nombre —dijo—. Me llamo Yuki.

Sacó el walkman del bolsillo y se sumergió en su música. En todo el trayecto hasta el aeropuerto no me miró ni de reojo.

En ese momento supuse que se lo había inventado y me había dicho ese nombre al azar. Me dolió un poco. Luego, sin embargo, supe que se llamaba así. De vez en cuando, sacaba un chicle del bolsillo y se lo metía en la boca. Ni una vez me ofreció. Yo no tenía ganas de mascar chicle, pero me dije que, al menos, por pura cortesía, podía ofrecerme uno. Entre unas cosas y otras, acabé sintiéndome un ser miserable y envejecido. Así que me recosté en el asiento y cerré los ojos.

Recordé la época en la que yo tenía su edad. Por entonces yo también coleccionaba discos. Sencillos de 45 revoluciones.
Hit the Road, Jack
, de Ray Charles;
Travelin’ Man
, de Ricky Nelson;
All Alone Am I
, de Brenda Lee… Así hasta unos cien. Solía escucharlos todos los días hasta aprenderme las letras de memoria. Recordé la letra de
Travelin’ Man
y me puse a cantarla para mis adentros. Para mi sorpresa, la recordaba entera, aunque era una letra bastante absurda, y me salió de un tirón.
China doll down in old Hong-Kong
… Es asombrosa la capacidad de memorizar que uno tiene de joven. Y es que, en realidad, uno siempre se acuerda de las cosas estúpidas.

Nada que ver con las canciones de Talking Heads. Los tiempos cambian,
The tiiimes they are a-chaaangin’

Dejé a Yuki sola en una sala de espera y fui al mostrador de la compañía a pagar los billetes. Pagué los dos con mi tarjeta de crédito, con la idea de echar cuentas más tarde. Quedaba una hora para el embarque, pero la empleada me dijo que probablemente se retrasaría.

—Esté pendiente de los avisos por megafonía —me dijo—. En estos momentos hay muy poca visibilidad.

—¿Cree que mejorará? —le pregunté.

—Eso dice el parte meteorológico, pero no sabemos cuándo —respondió ella un poco harta. Bueno, debía de haber repetido eso unas doscientas veces. Cualquiera acabaría harto en su lugar.

Regresé junto a Yuki y le dije que debido a la nieve el vuelo se retrasaría un poco. Ella me miró de reojo, como diciendo: «¡Mmm!», pero no abrió la boca.

—Por si acaso, vamos a esperar un poco antes de facturar el equipaje. Una vez hecho, es un follón recuperarlo —dije.

Ella puso cara de «Como tú digas», pero siguió sin abrir la boca.

—No nos queda más remedio que quedarnos aquí un rato. Ya sé que es muy aburrido esperar en un aeropuerto… —dije—. Por cierto, ¿has comido?

Ella asintió.

—¿No quieres ir a una cafetería? ¿Te apetece tomar algo? ¿Un café, un chocolate, un té, un zumo, lo que sea? —probé a preguntarle.

Puso cara de «No sé». Era la expresividad en persona.

—Vamos, pues —dije levantándome.

Arrastrando la Samsonite, fuimos a una cafetería. Estaba atestada. Debían de haber retrasado todos los vuelos, porque todo el mundo tenía cara de cansancio. En medio del bullicio, yo pedí un café y un sándwich para mí, y un chocolate caliente para Yuki.

—Dime, ¿cuántos días te alojaste en el hotel? —le pregunté.

—Diez —contestó ella, tras pensar un instante.

—¿Cuándo se fue tu madre?

Se quedó un rato mirando la nieve tras las cristaleras. Luego contestó:

—Hace tres días.

Aquello era como una clase de conversación en inglés para principiantes.

—¿Has estado todo este tiempo de vacaciones?

—No he ido al colegio en todo este tiempo. Así que déjame en paz —me soltó. Entonces sacó el walkman del bolsillo y se colocó los auriculares en los oídos.

Apuré el café y me puse a leer el periódico. Últimamente no hacía más que irritar a las mujeres. ¿Sería simplemente que tenía mala suerte o había algún motivo más oscuro que se me escapaba?

Lo más probable, concluí, era que se debía a la mala suerte. Al terminar de leer el periódico, saqué de mi bolsa de viaje una edición de bolsillo de
El ruido y la furia
de Faulkner. Cuando uno llega a cierto agotamiento mental, lo mejor es meterse en una obra de Faulkner o de Philip K. Dick. Entonces, o leo alguna de sus novelas, o no leo nada.

En todo ese rato, Yuki fue una vez al baño. También le cambió las pilas al walkman. Media hora después, por los altavoces informaron de que el vuelo con destino a Haneda saldría con cuatro horas de retraso. Para entonces creían que el tiempo habría mejorado. Estupendo, cuatro horas más de espera.

No había más remedio que aguantarse. Además, me lo habían advertido desde un principio. Me dije que debía adoptar una actitud más positiva y optimista.
The power of positive thinking
. Así que pensé de manera positiva durante cinco minutos y se me ocurrió una buena idea. Tal vez funcionase, tal vez. Pero sería mucho mejor que quedarse de brazos cruzados en medio de aquel bullicio y de aquella pestilencia a tabaco. Le dije a Yuki que esperase un momento y me fui hasta el mostrador de la compañía de alquiler de vehículos. Les dije que quería alquilar un coche. La empleada hizo rápidamente los trámites. Me dieron un Corolla Sprinter, con estéreo entre otros equipamientos. Luego me llevaron en un microbús hasta las oficinas de la compañía, que quedaban a diez minutos del aeropuerto, y me entregaron las llaves del coche. Era un Corolla blanco, sin estrenar, con neumáticos de invierno. Subí al coche y regresé al aeropuerto. Me dirigí entonces a la cafetería y le dije a Yuki que nos íbamos a dar un paseo de unas tres horas.

—Pero ¿no ves que está nevando muchísimo? ¡No veremos nada! —dijo—. Además, ¿adónde piensas ir?

—A ningún sitio en concreto. Sólo quiero conducir —le contesté—. Pero también podemos escuchar música a todo volumen. ¿No te apetece? Pondremos lo que tú quieras. Tanto walkman es malo para los oídos.

Ella torció el cuello, indecisa. Pero cuando me levanté y le dije «¡Venga, vamos!», también se levantó y me siguió.

Cargué con la maleta y, tras colocarla en el maletero, tomé la carretera y conduje despacio, sin rumbo fijo, bajo aquella nevada incesante. Yuki sacó una casete de su bolso bandolera, la metió en el equipo de música y lo puso en marcha. David Bowie y su
China Girl
. Luego Phil Collins. Starship. Thomas Dolby. Tom Petty & The Heartbreakers. Hall & Oates. Thompson Twins. Iggy Pop. Bananarama. Típica música de adolescentes. Los Rolling Stones tocaron
Going to a Go-Go
.

—Ésta me la sé —le dije—. Es muy vieja. The Miracles, Smokey Robinson & The Miracles. De cuando yo tenía quince o dieciséis años.

—¿Ah, sí? —dijo Yuki con indiferencia.

Yo me puse a tararear
Goin’ to a Go-Go
.

Luego vinieron Paul McCartney y Michael Jackson con
Say say say
. Había muy poco tráfico en la carretera. De hecho, no se veía un coche. Los limpiaparabrisas apenas lograban apartar los copos de nieve del vidrio. La temperatura en el interior del vehículo era agradable, y el rock and roll hacía que uno se sintiera bien. Hasta con Duran Duran. Relajado y cantando de vez en cuando lo que sonaba en la cinta, seguí sin desviarme de aquella carretera recta. Yuki también parecía estar a gusto. Cuando terminó la cinta de noventa minutos, ella se fijó en una casete que yo había alquilado en el momento en que recogí el coche.

—¿Qué es? —preguntó.

—Viejos éxitos —le contesté. Me había entretenido escuchándola cuando volvía al aeropuerto.

—Ponla —dijo ella.

—No sé si te gustará. Son canciones antiguas —le dije.

—Da igual. Llevo diez días escuchando la misma cinta.

Puse la cinta. Primero sonó
Wonderful World
, de Sam Cooke.
«Don’t no much about history…»
Una canción cojonuda. Sam Cooke… Lo mataron a tiros cuando yo estaba en tercero de secundaria. Luego sonó
Oh, Boy!
, de Buddy Holly. También murió. En un accidente de avión.
Beyond the Sea
, de Bobby Darin. También estaba muerto.
Hound Dog
, de Elvis. Elvis también murió, de sobredosis. Todos estaban muertos. Después, Chuck Berry.
Sweet Little Sixteen
. Y
Summertime Blues
, de Eddie Cochran. The Everly Brothers con
Wake Up Little Susie
.

Cuando me sabía la letra, yo también cantaba.

—Te las sabes todas —se sorprendió Yuki.

—Sí. Cuando tenía tu edad, no paraba de escuchar música, como haces tú —dije—. Me pasaba el día entero pegado a la radio y, con el dinero que me daban en casa, me compraba discos. Rock and roll. Creía que era lo mejor del mundo. Sólo con escucharlo me sentía feliz.

—¿Y ahora?

—Ahora sigo escuchando música. Me gustan algunas canciones. Pero no tanto como para aprenderme las letras. Ya no me emocionan.

—¿Por qué? —inquirió Yuki.

—¿Que por qué?

—Sí, dímelo.

—Supongo que porque no es fácil encontrar cosas buenas de verdad —dije—. Lo auténticamente bueno no abunda. Sucede así con todo. Con los libros, con las películas… Con el rock pasa igual. Si escuchas la radio durante una hora, encontrarás como mucho una buena canción. El resto no es más que basura producida en serie. Sólo que antes no le daba tantas vueltas a nada. Disfrutaba escuchando cualquier cosa. Era joven, tenía todo el tiempo del mundo y estaba enamorado. Cualquier chorrada, cualquier insignificancia, me emocionaba. ¿Entiendes lo que te quiero decir?

—Más o menos —dijo Yuki.

Como estaba sonando
Come Go With Me
, de The Del-Vikings, coreé la canción un rato.

—¿No te aburre? —le pregunté.

—No. No está mal —dijo ella.

—Sí, no está mal —repetí yo.

—¿Ahora ya no estás enamorado? —me preguntó Yuki.

Me paré a pensarlo un instante.

—Es algo complicado —contesté—. ¿A ti te gusta algún chico?

—No —se apresuró a decir—. Pero odio a unos cuantos…

—Lo entiendo —dije yo.

—Es más divertido escuchar música.

—Eso también lo entiendo.

—¿De verdad? —dijo Yuki, y me miró entornando los párpados, como si no me creyese.

—Sí. A eso ahora le llaman evadirse de la realidad. Pero no tiene nada de malo. Cada uno hace con su vida lo que quiere. Si tienes claro lo que deseas, debes vivir tu vida a tu manera. No importa lo que digan los demás. Que se pudran y se los coma un cocodrilo. Así pensaba cuando tenía tu edad, y sigo pensando lo mismo. Tal vez porque no he madurado, o tal vez porque siempre he tenido razón. Aún no lo sé.

Sugar Shack
, de Jimmy Gilmer. Me puse a silbarla. A la izquierda, se extendía una llanura cubierta de nieve.
«Just a little shack made out of wood. Espresso coffee tastes mighty good…»
Un buen tema, de 1964.

—Oye, ¿no te han dicho que eres un poco rarito? —dijo Yuki.

—¡Hum! —fue mi respuesta.

—¿Estás casado?

—Lo estuve.

—¿Te divorciaste?

—Sí.

—¿Por qué?

—Mi mujer me abandonó.

—¿En serio?

—En serio. Se enamoró de otro y se marchó con él.

—Lo siento —dijo ella.

—Gracias —contesté.

—De todas formas, creo que entiendo a tu mujer.

—¿Por qué? —le pregunté.

Se encogió de hombros y permaneció en silencio. La verdad es que yo tampoco quería saberlo.

—Oye, ¿quieres un chicle? —me ofreció Yuki.

—No, muchas gracias —dije.

Roto el hielo, comenzamos a cantar a dúo el coro de fondo de
Surfin USA
, de los Beach Boys. Era el trozo de
«inside, outside, USA»,
muy fácil. Y nos divertimos. Atacamos también el estribillo de
Help Me, Rhonda
. Todavía tenía remedio. Aún no me había convertido en el señor Scrooge. Mientras, la nevada empezó a remitir y llegamos al aeropuerto. Aparqué y dejé las llaves en la zona de alquiler de automóviles. Media hora después de haber facturado, embarcamos. Al final el avión despegó con cinco horas de retraso. Nada más elevarse el avión, a Yuki la venció el sueño. Dormida, estaba preciosa. Su rostro era bello como una delicada escultura hecha de algún material irreal. De una belleza tan frágil que, si alguien lo tocase, a buen seguro lo quebraría. La azafata que pasaba con las bebidas se quedó deslumbrada cuando la vio. Luego me dirigió una sonrisa, que yo le devolví. Pedí un
gin tonic
. Mientras me lo tomaba, pensé en Kiki. Recordé una y otra vez la escena en la que ella y Gotanda hacían el amor. La cámara giraba ciento ochenta grados. Allí estaba Kiki. «¿Qué significa esto?», decía.

Quésignificaesto
, reverberó mi pensamiento.

16

Tras aterrizar y recoger el equipaje, le pregunté a Yuki dónde vivía.

—En Hakone
*
—me contestó.

—Eso queda lejos —le dije. Eran más de las ocho de la noche y, aunque cogiéramos un taxi, llegar hasta Hakone era una paliza—. ¿No tienes a nadie conocido en Tokio? ¿Algún familiar, algún amigo?

—No, pero tenemos un piso pequeño en Akasaka. Mamá lo usa cuando viene a Tokio. Puedo quedarme allí. Ahora no hay nadie.

—¿No tienes más familia, aparte de tu madre?

—No —contestó Yuki—, sólo somos mamá y yo.

Lo cierto es que se trataba de una familia bastante peculiar, pero aquello tampoco era de mi incumbencia.

—Vamos primero en taxi a mi casa. Luego cenamos juntos en alguna parte y te llevo en coche al piso de Akasaka. ¿Te parece bien?

—Me da igual —dijo ella.

Tomamos un taxi y fuimos a mi apartamento, en Shibuya. Le pedí a Yuki que me esperara abajo, en el portal, mientras yo subía al piso, dejaba el equipaje y me ponía ropa cómoda y de lo más corriente: unas zapatillas de deporte, un jersey y una cazadora de cuero. Luego fuimos en el Subaru a un restaurante italiano que quedaba a unos quince minutos de allí y cenamos. Yo, raviolis y ensalada; ella, espinacas y espaguetis con almejas. También compartimos un plato de pescaditos rebozados. Aunque los platos eran abundantes, Yuki debía de tener un hambre canina, porque se zampó un tiramisú de postre. Yo pedí un
espresso
. Me dijo que todo estaba muy bueno.

Le expliqué que era un experto en descubrir los mejores restaurantes. Yuki me escuchaba en silencio.

—Se me da bien —dije—. ¿Sabías que en Francia hay cerdos que van por ahí gruñendo en busca de trufas enterradas? Pues yo hago lo mismo.

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