—¿Por qué me miras así? —preguntó.
—Es que estoy celoso de tus clases de natación —le dije.
Ella inclinó un poco la cabeza y sonrió.
—¡Mira que eres raro! —dijo.
—No soy raro —contesté—. Sólo me siento un poco confuso. Necesito poner la cabeza en orden.
Ella se acercó a mí y apoyó la mano en mi frente.
—Bueno, no parece que tengas fiebre —dijo—. Duerme y descansa. ¡Felices sueños!
Yo quería que se quedase mi lado. Que estuviera junto a mí mientras yo dormía. Pero era absurdo, así que no le dije nada. Observé cómo se ponía la chaqueta y se marchaba. Al salir se cruzó con el simio gris, que volvió a entrar en la habitación martillo en mano. Quise hacerle entrar en razón: «Tranquilo, que voy a dormir de todos modos». Pero no conseguí hablar. Y recibí otro golpe.
«¿Qué le sigue al 25?», preguntó alguien. «El 71», respondí. «Está dormido», dijo el simio gris. Normal, pensé. Con el porrazo que me has dado, ¿cómo no voy a estar dormido? Mejor dicho, en coma. Y se hizo la oscuridad.
El nudo, pensé.
Eran las nueve de la noche y estaba cenando solo. A las ocho me había despertado de un sueño profundo. Abrí los ojos de súbito, con la misma brusquedad con que me había quedado dormido. No hubo transición entre el sueño y la vigilia. Cuando abrí los ojos, ya me encontraba perfectamente despierto. Mi cerebro funcionaba con total normalidad. Ya no me dolía el golpe que me había propinado el simio gris en la cabeza. No me sentía atontado ni tenía frío. Lo recordaba todo con claridad. Incluso se me había abierto el apetito; de hecho, tenía un hambre voraz. Así pues, fui al local cercano al hotel en el que había entrado la primera noche y pedí algunos platillos para picar. Pescado asado, verduras guisadas, cangrejo, patatas… El local estaba lleno, como la otra vez. El mismo jaleo. Humos y olores colmaban el ambiente. Todo quisque hablaba a voces.
Necesito poner las ideas en orden, pensé.
¿El nudo?, me interrogué en medio de aquel caos. Y decidí decirlo en voz baja: Yo busco, el hombre carnero conecta.
No lograba entender del todo qué había querido decir. Era demasiado metafórico. Aunque quizá fuera algo que sólo se podía expresar de forma metafórica. Porque lo que estaba claro era que el hombre carnero no utilizaba metáforas para divertirse a mi costa. Seguramente era el único modo en que podía expresarlo.
Me había dicho que, a través de su mundo, gracias a su cuadro de distribución, las cosas estaban conectadas. Pero ahora algunas conexiones estaban generando confusión. ¿Y por qué? Porque yo ya no sabía lo que quería. De modo que el nudo dejó de funcionar como es debido y yo me sentía confuso.
Bebí un trago y posé la mirada en el cenicero que tenía delante.
¿Qué habrá sido de Kiki? En el sueño yo había percibido su presencia. Ella me llamaba. Me necesitaba. Por eso había ido hasta el Hotel Delfín. Pero ahora su voz no llegaba a mis oídos. Su mensaje se había interrumpido. Como si hubieran desenchufado el cable.
¿Por qué tienen que ser las cosas tan equívocas?
Tal vez porque la conexión está alterada. Tengo que aclarar de una vez por todas qué es lo que busco, pensé. Recabar la ayuda del hombre carnero y restablecer una por una todas las conexiones. No me queda más remedio que ser paciente, deshacer los nudos y volver a conectar cada hilo. Recomponer la situación. ¿Por dónde empiezo? No encuentro el punto de partida. Estoy anclado al pie de un alto muro. La pared que me rodea es resbaladiza como la superficie de un espejo. No hay nada a lo que echar la mano. Nada a lo que agarrarse. Estoy perdido.
Me tomé unas cuantas copas, pagué la cuenta y salí del local. Grandes copos de nieve caían despacio, revoloteando. Todavía no nevaba mucho, pero los ruidos de la ciudad sonaban distintos. Para despejarme, rodeé la manzana. ¿Por dónde empiezo?, me pregunté mientras caminaba mirándome los pies. Es inútil. No sé qué quiero. Ni siquiera sé adónde dirigirme. Estoy oxidado. Oxidado y agarrotado. Cuando estoy solo, como ahora, siento que me voy perdiendo a mí mismo. El caso es que por algo tendré que empezar. ¿Qué tal la chica de recepción?, pensé. Me cae bien. Siento que nuestros corazones comparten algo. Además, estoy convencido de que si me lo propongo podría acostarme con ella. Pero ¿daría resultado? ¿Podré empezar a partir de ahí? Puede que no me conduzca a ninguna parte. Quizá sólo me pierda aún más. Porque recuerda que no sabes lo que buscas. Y mientras no consiga saberlo, haré daño a mucha gente, como me dijo mi ex mujer.
Decidí dar una segunda vuelta a la manzana. Seguía nevando en silencio. Los copos caían sobre mi abrigo, permanecían allí unos instantes y luego desaparecían. Yo intentaba poner orden en mi mente. Los demás transeúntes pasaban a mi lado exhalando su aliento blanco hacia la oscuridad nocturna. Hacía tanto frío que la cara me dolía. Pero seguí pensando, dando la segunda vuelta a la manzana en el sentido de las agujas del reloj. Las palabras de mi ex mujer se me habían metido en la mente como una maldición. Con todo, era cierto. Tenía razón: de seguir así, seguramente nunca dejaría de herir y perder a todos los que se relacionasen conmigo.
«Regresa a la Luna», me había dicho la última chica con la que estuve, antes de marcharse. No, no antes de marcharse, sino antes de regresar. Porque ella había regresado a ese gran mundo llamado realidad.
Kiki, pensé, ella sería un buen punto de partida. Pero sus mensajes se habían desvanecido como el humo.
¿Por dónde empezar?
Cerré los ojos, tratando de buscar una respuesta. Pero dentro de mi cabeza no había nadie. Ni el hombre carnero, ni las gaviotas, ni el simio gris. Estaba vacía. Sólo quedaba yo, sentado en una vasta habitación vacía. Nadie contestaba. Y yo envejecía y me marchitaba en aquella habitación. No bailaba. Un espectáculo deprimente.
No conseguía leer el nombre de la estación.
DATOS INSUFICIENTES
,
RESPUESTA DENEGADA
.
PULSE LA TECLA DE CANCELACIÓN
.
La respuesta, no obstante, llegó al día siguiente por la tarde. Como siempre de súbito, sin previo aviso. Igual que los golpes del simio gris.
Por extraño que parezca —aunque tal vez no fuera tan extraño—, esa noche me acosté a las doce y me dormí al instante. Cuando me desperté, eran las ocho de la mañana. Mis horas de sueño seguían un patrón disparatado, pero al menos me había despertado a las ocho, como si hubiera completado ya todo un ciclo. Me sentía bien. Incluso tenía hambre, de modo que fui otra vez al Dunkin’ Donuts, donde me tomé dos cafés y dos bollos, para luego dar un paseo sin rumbo fijo. Sobre el pavimento helado los copos de nieve caían en silencio como una lluvia de infinitas plumas. El cielo seguía encapotado. El día no estaba como para ir de paseo. Pero al caminar noté que se me despejaba la mente. La abrumadora opresión que había experimentado durante los últimos días desapareció y, por otra parte, me agradaba notar aquel intenso frío en la piel. ¿Qué me habrá pasado?, me sorprendí. ¿Cómo puedo sentirme tan bien, cuando nada se ha resuelto todavía?
Al cabo de una hora regresé al hotel. En el mostrador estaba la chica de recepción, junto a otra empleada que atendía a un cliente. Ella estaba hablando por teléfono. Esbozaba una sonrisa profesional con el auricular pegado a la oreja mientras le daba vueltas al bolígrafo que tenía entre los dedos. Al verla, me entraron ganas de charlar con ella. De cualquier trivialidad. Me acerqué y esperé a que terminara de hablar. Ella me miraba de reojo con recelo, pero sin dejar de esbozar aquella agradable sonrisa de manual.
—¿Qué desea? —me preguntó educadamente tras colgar el teléfono.
Carraspeé antes de contestar:
—He oído que anoche dos chicas murieron devoradas por un cocodrilo en las clases de natación del barrio. ¿Es cierto? —le solté con expresión seria.
—No sé. ¿Usted qué cree? —me contestó, todavía con esa sonrisa semejante a una minuciosa flor artificial. Sin embargo, al mirarla a los ojos, vi que estaba enfadada. Tenía las mejillas un poco coloradas y las aletas de la nariz tensas—. Lo lamento, pero no he oído nada al respecto. ¿No será un malentendido?
—Por lo que me han contado, el cocodrilo era enorme, del tamaño de una ranchera Volvo, y cayó de repente del techo, rompiendo el tragaluz, engulló a las dos chicas de un bocado, se comió medio cocotero de postre y luego huyó. ¿Lo habrán capturado ya? Porque si todavía no lo han capturado, me parece a mí que salir a la calle…
—Lo siento mucho —me interrumpió ella sin cambiar de expresión—, pero ¿ha considerado la posibilidad de telefonear a la policía? Ellos podrán atenderle y le informarán mejor. O, si quiere, tiene un puesto de policía cerca de aquí. Basta con que salga, doble a la derecha y siga todo recto.
—Gracias, lo haré —le respondí—. «¡Y que la fuerza te acompañe!»
—De nada —dijo ella con frialdad, y se tocó la montura de las gafas.
Poco después de haber vuelto a mi habitación, me llamó por teléfono.
—¿A ti qué pasa? —Su tono calmo apenas lograba disimular su enfado—. ¿No te he dicho que no me vengas con cosas raras mientras trabajo? Me pone mala que me hagan algo así cuando trabajo.
—Lo siento —me disculpé—. Sólo quería charlar contigo. Quería oír tu voz. Quizá haya sido una broma tonta. No quería molestarte. Tal vez no haya sido muy buena idea, pero…
—Me pongo nerviosa. Te lo he dicho, ¿no? Me pongo muy nerviosa cuando trabajo. Así que no quiero que me molestes. Me prometiste que no te pondrías a mirarme ni esas cosas, ¿recuerdas?
—No te miraba fijamente. Sólo te hablaba.
—Pues en adelante tampoco me hables de ese modo. Por favor.
—De acuerdo. No me dirigiré a ti. No te miraré ni te hablaré. Te lo prometo. Me quedaré quieto como un pedazo de granito y me portaré bien. Por cierto, ¿estás libre esta noche? ¿O era hoy el día que tenías clase de alpinismo?
—¿Alpinismo? —preguntó, y lanzó un suspiro—. ¿Es una broma? Alpinismo, dice. —Y soltó un
ja, ja, ja
monótono y serio, como si leyera letras escritas en una pared. Luego colgó.
Me quedé esperando media hora, pero no volvió a llamar. Decididamente, estaba enojada. A veces la gente no comprende mi sentido del humor. Y a veces no me comprenden cuando hablo en serio. Como no se me ocurría nada mejor que hacer, decidí salir a dar otra vuelta. Con un poco de suerte, quizá toparía con algo. Tal vez con algo nuevo. Mejor moverse que estar sin hacer nada. Que la fuerza me acompañe, me dije.
Caminé durante una hora, pero lo único que conseguí fue tiritar de frío. Todavía nevaba. A las doce y media entré en un McDonald’s y me tomé una hamburguesa con queso, patatas fritas y una Coca-Cola. No me apetecían nada, pero, no sé por qué, a veces como esas cosas aunque no tenga ganas. Creo que mi cuerpo me pide periódicamente comida basura.
Después de salir del McDonald’s, caminé otra media hora. No sucedió nada. La nevada arreció. Me subí la cremallera de la chaqueta de caza hasta bien arriba y me envolví en la bufanda por encima de la nariz. Aun así, tenía frío. Me entraron unas ganas terribles de mear. Eso me pasaba por beber Coca-Cola en un día tan frío. Di una vuelta en busca de algún sitio donde hubiera un lavabo. Al otro lado de la calle vi un cine. Estaba bastante destartalado, pero supuse que tendría uno. Me dije que, además, después de mear no estaría mal entrar en calor viendo una película. Después de todo, si algo me sobraba era tiempo. Curioso por saber qué echarían, me acerqué a mirar la cartelera. Había sesión doble con dos películas japonesas; una de ellas resultó ser
Amor no correspondido
. Era la película en la que salía mi antiguo colega de clase. Vaya, vaya, pensé.
Después de una buena meada, compré un café caliente en un puesto y entré a ver la película. Tal como imaginaba, apenas había un alma en la sala a oscuras, pero se estaba calentito. Me senté en una butaca y me dispuse a ver la película mientras me tomaba el café. Aunque hacía una media hora que había empezado, no me costó nada entender el argumento. Era como me lo había imaginado. Mi ex colega era un profesor de biología guapo y de piernas largas. La protagonista se enamoraba de él. Como era de esperar, estaba loquita por sus huesos. Por supuesto, un chico del club de kendo estaba enamorado de ella. El argumento era tan poco original que sentí que tenía un
déjà-vu
. Hasta yo podía escribir un guión como ése.
No obstante, tuve que admitir que mi compañero (utilizaba un imponente nombre artístico, porque su verdadero nombre,
Ryōichi
Gotanda, no era lo bastante atractivo para el público femenino) interpretaba en esta ocasión un papel un poco más complicado de lo habitual. Además de ser guapo y afable, arrastraba una herida del pasado. Resulta que años atrás había participado en el movimiento estudiantil, etcétera, etcétera, había dejado embarazada a una chica, etcétera, etcétera, y la había abandonado: una herida bastante manida, aunque, bueno, mejor que nada. A veces metían
flashbacks
con la maña de un mono que lanzara arcilla contra un muro. Insertaban imágenes documentales de la lucha estudiantil en el auditorio Yasuda. Pensé en gritar a media voz: «¡Nada que objetar!»,
*
pero me pareció una tontería.
El caso es que Gotanda interpretaba a ese personaje que arrastraba esa herida. Y lo hacía con bastante convicción. Pero la película era un bodrio y el director no tenía ni una pizca de talento. Los diálogos eran tan pueriles que daban vergüenza y se sucedían sin cesar escenas absurdas y, sin venir a cuento, primeros planos de la actriz protagonista. Así que, por más que él se esforzaba en interpretar dignamente su papel, apenas destacaba por encima del resto. Empecé a sentir lástima por él. Sin embargo, también tuve la sensación de que, en cierto sentido, él siempre había llevado una vida así de lastimosa.
En cierto momento había una escena de cama. Una mañana de domingo, Gotanda está haciendo el amor con una mujer en su piso, cuando la protagonista viene a traerle galletitas caseras. ¡Dios mío, era idéntico al guión que yo había imaginado! Gotanda se comportaba con amabilidad y galantería hasta en la cama, tal como yo había supuesto. Una escena de sexo filmada con buen gusto. Unas axilas que debían de oler de maravilla. El cabello alborotado de una forma muy sexy. Él acariciaba la espalda desnuda de la mujer. Después la cámara se desplazaba ciento ochenta grados y enfocaba el rostro de ella.