En mi habitación, me eché una siesta y tomé el sol en la terraza mientras leía el
Playboy
que me había comprado en un supermercado cercano. A las cuatro asomaron unas nubes que cubrieron poco a poco el cielo hasta que, pasadas las cinco, se desencadenó una tormenta. Llovía a mares. Daba la impresión de que, si no amainaba antes de una hora, la lluvia arrastraría las islas hacia el Polo Sur. Era la primera vez en mi vida que veía tal aguacero. La cortina de agua impedía ver más allá de cinco metros. Las hojas de las palmeras en la playa se agitaban como si hubieran enloquecido, y en un abrir y cerrar de ojos las calzadas se transformaron en ríos. Unos surfistas pasaron corriendo con las tablas de surf a modo de paraguas. Al rato empezó a tronar. Mientras contemplaba los relámpagos que caían en alta mar, frente a la Aloha Tower, un estruendo semejante a una explosión sónica estremeció el cielo. Cerré la puerta de la terraza y me hice un café. Luego pensé en qué prepararía de cena.
Cuando retumbó el segundo trueno, Yuki llamó a la puerta, se coló en mi habitación y, sin apartar los ojos de mí, se apoyó en la pared, junto a la cocina. Le sonreí, pero ella siguió fulminándome con la mirada. Cogí mi taza de café, me llevé a Yuki a la sala de estar y nos sentamos en el sofá. Estaba muy pálida. Quizá le asustaban los truenos. ¿Por qué todas las chicas odian las tormentas y las arañas? Una tormenta no es más que un fenómeno meteorológico estrepitoso y una araña, un pequeño insecto, las más de las veces inofensivo. Cuando el siguiente relámpago iluminó el cielo, Yuki se agarró con ambas manos a mi brazo derecho.
Durante diez minutos contemplamos la tormenta. Yuki no me soltó el brazo. Al cabo de un rato, la tormenta se alejó y escampó la lluvia. Las nubes se disiparon y el sol se mostró en el cielo, próximo a su ocaso. Sólo quedaron charcos que parecían estanques. De las hojas de las palmeras caían gotas que destellaban. En el mar, como si nada hubiera ocurrido, iban y venían olas blancas. Los turistas que se habían refugiado de la lluvia regresaron poco a poco a la playa.
—No debí hacerlo —le dije—. Tenía que haberme negado y haberle pedido que se marchase. Pero estaba cansado y la cabeza no me respondió. Soy un tipo con muchos defectos. Los defectos suelen conducir a errores. Pero aprendo de ellos. Procuro no cometer el mismo error dos veces. Aun así, a veces tropiezo con la misma piedra. ¿Por qué? Es muy fácil: por mi idiotez y porque no soy perfecto. Entonces me doy asco. Y procuro no cometer por tercera vez el mismo error. Aunque sea poco a poco, voy mejorando. Algo es algo.
Yuki no reaccionaba. Sólo me soltó el brazo y se quedó mirando al exterior sin decir una palabra. Quizá ni me había escuchado. Al caer la tarde, empezaron a encenderse las luces blancas de la hilera de farolas que bordeaba la playa. Tras el aguacero, el aire parecía muy limpio y la luz, muy fresca. La torre de radiodifusión se perfilaba sobre el cielo azul oscuro, mientras la luz roja situada en lo alto parpadeaba lenta y rítmicamente, igual que los latidos de un corazón. Fui a la cocina a buscar una cerveza. Mientras me la servía y sacaba también unas
crackers
, me pregunté si realmente estaba progresando. Mucho me temía que no, en absoluto. Había cometido los mismos errores una y otra vez. Pero tampoco le había mentido: ésa era, básicamente, mi actitud ante la vida.
Cuando volví a la sala de estar y me senté al lado de Yuki, ésta seguía contemplando el paisaje en la misma posición: sentada en el sofá, se abrazaba las rodillas con el mentón estirado en un gesto de terquedad.
Eso me recordó a cuando estaba casado. También en aquella época me pasaban estas cosas. Una y otra vez hería a mi mujer. Entonces ella se pasaba horas sin dirigirme la palabra. A mí me parecía que ella era demasiado sensible, que exageraba, pero yo siempre acababa pidiéndole perdón, dándole explicaciones e intentando cerrar la herida. Creía que, de este modo, nuestra relación iba mejorando. Sin embargo, teniendo en cuenta cómo acabó, no debió de haber ninguna mejora.
Mi mujer, por su parte, sólo me hizo daño una vez. Una única vez: el día en que se marchó con otro. La vida de pareja, eso sí que era extraño, pensé. Era como un remolino que te absorbía. Tal y como Dick North había dicho.
Al rato, Yuki me tendió la mano. Yo se la tomé.
—Esto no significa que te haya perdonado —me dijo—. Simplemente quiero hacer las paces contigo. Me parece muy mal lo que has hecho y me duele. ¿Entiendes?
—Sí —contesté.
Luego cenamos. Preparé arroz pilaf con gambas y judías, y una ensalada de huevo cocido, tomate y aceitunas. Yo me serví vino y ella también tomó un poco.
—A veces, cuando te miro, me acuerdo de mi ex —le dije.
—La mujer que te abandonó por otro porque estaba harta de ti —añadió ella.
—Exacto.
Hawai.
Se sucedieron unos cuantos días apacibles. Quizá no paradisiacos, pero sí apacibles. Rechacé con buenos modos la siguiente visita de June: le dije que había pillado un resfriado y tenía fiebre y no paraba de toser (
¡atchís!
, ¿lo ves?), y que por lo tanto no tenía ganas de hacer nada, y volví a darle un billete de diez dólares para el taxi. «Tienes que cuidarte; cuando te hayas recuperado, llámame a este número», me dijo, y con un portaminas que sacó del bolso anotó su número de teléfono en la puerta.
«Bye!»
, se despidió, y se marchó meneando las caderas.
Fuimos varias veces a la casa de la madre de Yuki. Dick y yo nos íbamos a pasear por la playa o nadábamos en la piscina —Dick, por cierto, nadaba bastante bien—, mientras Yuki y su madre charlaban a solas. No tenía ni idea de qué hablaban, porque Yuki no me contaba nada y yo tampoco le preguntaba. Mi cometido se limitaba a alquilar un coche para dejar a la niña en Makaha, charlar con Dick North, nadar, observar a los surfistas, beber cervezas, mear y regresar a Honolulu con Yuki.
En el curso de una de esas visitas, Dick North me recitó un poema de Robert Frost. No comprendí del todo el poema, debido a mis parcos conocimientos del inglés, pero declamaba bastante bien. Ponía sentimiento e imprimía un bello ritmo a su recitado. También tuve ocasión de ver fotos, todavía húmedas, que Ame acababa de revelar. Eran retratos de hawaianos. Eran simples retratos, pero, en sus manos, los rostros de los fotografiados parecían cobrar vida. Sus fotos transmitían intensamente la dócil amabilidad, la vulgaridad, la gélida crueldad y la alegría de vivir de las gentes que pueblan las islas del Sur. Las fotos poseían una gran fuerza al tiempo que emanaban serenidad. Ciertamente, Ame era una gran fotógrafa. «Nada que ver conmigo ni con usted», había dicho Dick North. Tenía razón. No había más que mirar esas fotos.
Al igual que yo cuidaba de Yuki, Dick cuidaba de Ame. Pero lo suyo, por supuesto, era mucho más exigente: hacía la limpieza, lavaba la ropa, cocinaba, iba a la compra —incluso la abastecía de Tampax, como comprobé una vez que fui con él—, declamaba poesía, contaba chistes, apagaba los cigarrillos encendidos, le recordaba que aún no se había cepillado los dientes, archivaba las fotografías e iba confeccionando un catálogo de todas ellas utilizando una máquina de escribir. Y todo lo hacía con un solo brazo. Me parecía asombroso que le quedara tiempo para dedicarse a sus poemas y sus traducciones. Me dio lástima. Aunque, bien pensado, yo no era el más adecuado para compadecerme de él. A cambio de encargarme de Yuki, su padre me pagaba el avión, el hotel e incluso una prostituta. Más o menos estábamos al mismo nivel.
Los días en que no visitábamos a su madre, íbamos a hacer surf, nadábamos, nos tumbábamos en la arena, íbamos de compras o alquilábamos un coche y recorríamos la isla. De noche salíamos a pasear, íbamos al cine y nos tomábamos una piña colada en el
garden bar
del Halekulani o del Royal Hawaiian. Me tomaba mi tiempo para cocinar. No sólo descansamos, sino que también nos pusimos morenos hasta la punta de los dedos. Yuki se compró un biquini de flores tropicales en la
boutique
del Hilton y cuando se lo ponía parecía que había vivido toda su vida en Hawai. Mejoró muchísimo en el surf, hasta el punto de que incluso cogía olas pequeñitas que yo no era capaz de atrapar. Compramos varias cintas de los Rolling Stones y las escuchábamos todos los días. Cada vez que yo iba a comprar bebidas y dejaba a Yuki sola en la playa, muchos chicos trataban de abordarla. Pero Yuki no sabía inglés, así que los ignoraba olímpicamente. Cuando yo regresaba, todos me decían «perdona» (o algo peor) y se largaban. Ella estaba muy bronceada, llena de vida y guapísima. Relajada, disfrutaba del día a día.
—Dime, ¿los hombres deseáis tanto a las mujeres? —soltó en cierta ocasión, cuando estábamos tumbados en la playa.
—Pues sí. El grado de deseo varía en función del individuo, pero en principio los hombres sienten un deseo físico hacia las mujeres. Más o menos sabes cómo funciona lo del sexo, ¿no?
—Sí, más o menos —contestó secamente.
—Hay algo que se llama la libido —le expliqué—. Te provoca las ganas de acostarte con una mujer. Es algo natural. Para la preservación de la especie…
—Yo no te he preguntado sobre la preservación de la especie. No me hables como si estuviéramos en una clase de ciencia y salud. A mí me interesa lo de
la libido
. ¿Cómo funciona eso?
—Imagínate que eres un pájaro —le dije—. Pongamos que disfrutas volando; te encanta, pero, por diversas circunstancias, sólo puedes volar muy de vez en cuando. En unas ocasiones puedes volar y en otras no, en función del tiempo que hace, la dirección del viento o la estación del año. Sin embargo, cuando pasas mucho tiempo sin poder volar, te sobra la energía y te impacientas, te irritas. Te preguntas por qué no puedes y te pones de mala leche. ¿Lo has sentido alguna vez?
—Sí —dijo ella—. Siempre me siento así.
—Muy bien, veo que lo cazas rápido. Eso es la libido.
—¿Cuándo fue la última vez que volaste? O sea, antes de lo de la chica que papá te pagó…
—A finales del mes pasado —le dije.
—¿Te lo pasaste bien?
Asentí.
—¿Siempre te lo pasas bien?
—No, siempre no —le dije—. Si pones juntos a dos seres imperfectos, las cosas no siempre salen bien. También hay momentos de desengaño. U otros en los que estás disfrutando del vuelo, te despistas y de pronto te estampas contra un árbol.
Yuki se quedó pensativa. Quizá estuviera imaginándose un pájaro volando por el cielo que mira algo de reojo, se distrae y choca contra un árbol. Me preocupé. ¿Realmente había sido una buena explicación? ¿No habría metido la pata al tratar de enseñarle esas cosas a una edad tan delicada como la suya? Pero qué más da, me dije; total, cuando crezca acabará aprendiéndolo por sí sola.
—Sin embargo, con el paso de los años la probabilidad de que salga bien va aumentando —proseguí—. Le coges el truco. Aprendes a prever el tiempo que hará y en qué dirección soplará el viento. Por otro lado, la libido va disminuyendo con la edad. Así son las cosas.
—Patético —dijo Yuki mientras negaba con la cabeza.
—Pues sí.
Hawai.
¿Cuántos días llevaba ya en la isla? Había perdido la noción del tiempo. A ayer le seguía hoy, y a hoy le seguía mañana. El sol ascendía y se hundía, la luna ascendía y se hundía, la marea subía y bajaba. Saqué mi agenda y, calendario en mano, calculé que habían pasado ya diez días desde nuestra llegada. Abril se aproximaba a su fin. El mes que me había tomado de vacaciones había terminado.
¿Qué me pasa?, me pregunté. Se me han aflojado las clavijas. Estoy completamente relajado. Son días de surf y piña colada. En sí, eso no tiene nada de malo. Pero se supone que debía buscar a Kiki. Ahí empezó todo. Pero empecé a tirar del hilo y todo ha desembocado en esto. Aparecieron, uno tras otro, extraños personajes y las cosas tomaron otro rumbo. Gracias a eso ahora escucho a los Kalapana mientras saboreo una bebida tropical a la sombra de una palmera. Pero en algún momento tendré que retomar mi camino. Mei ha muerto. La han asesinado. La policía vino a verme. Cierto, ¿qué habrá ocurrido con la investigación? ¿Habrán averiguado el Literato y el Pescador algo sobre su identidad? ¿Y qué estará haciendo Gotanda? Parecía cansado, perdido. Desde que nos vimos, ¿habrá querido hablar conmigo? Lo dejamos todo a medias. No puedo permitir que quede así. Es hora de regresar a Japón.
Sin embargo, por más que me lo decía, no era capaz de mover el trasero. Para mí, como para Yuki, esos días eran un ansiado paréntesis que me permitían liberarme de todo el estrés, y yo lo necesitaba tanto como ella. Enfrascado en el agradable día a día, apenas pensaba en nada. Tomaba el sol, nadaba, bebía cerveza y conducía por la isla mientras escuchaba a los Rolling Stones y a Bruce Springsteen. Paseaba por la playa iluminada por la luna y tomaba copas en bares de hotel.
Era consciente de que no podía seguir así eternamente. Pero no lograba ponerme en marcha. Y, cuando veía a Yuki tan relajada, era incapaz de decirle: «¡Venga, ponte en marcha otra vez!». Era la excusa perfecta.
Transcurrieron cuatro días más. Ya llevábamos allí dos semanas.
Una tarde, Yuki y yo íbamos en coche por el centro de la ciudad. Aunque el tráfico era denso, no teníamos prisa alguna, de modo que nos dedicábamos a contemplar la estampa urbana: salas de cine porno, tiendas de ropa de beneficencia, una tienda de ropa vietnamita que vendía telas para
áo dài
, restaurantes chinos, librerías de lance y tiendas de discos de segunda mano… Los comercios se sucedían uno tras otro. Delante de una tienda, dos ancianos habían sacado una mesa y sillas y echaban una partida de
go
. El mismo
downtown
de Honolulu de siempre. En ciertas esquinas, quietos, de pie, había hombres de ojos vidriosos. Era un barrio pintoresco, lleno de establecimientos buenos y baratos donde comer. Pero no era el lugar más apropiado para que una chica anduviese sola.
A medida que nos alejábamos del centro en dirección al puerto, aumentaron el número de almacenes y oficinas de empresas de importación y exportación. Las calles eran cada vez más inhóspitas. La gente tomaba el autobús a la salida del trabajo para volver deprisa a casa y las cafeterías encendían sus neones, en los que siempre faltaba alguna letra.
Entonces Yuki dijo que quería volver a ver
E.T
.
Le propuse ir después de cenar.
Luego ella empezó a hablarme de
E.T
. Ojalá fueras como E.T., decía. Y me tocó suavemente la frente con el índice.