«Pero ¿qué más me da a mí todo esto?», me entraron ganas de gritar. «Yo estoy de vacaciones. En cuanto se terminen, volveré a mi trabajo de quitanieves. Esta situación extravagante se acabará de un modo natural. Además, yo no tengo nada que ofrecer a su fulgurante talento. Y aunque lo tuviera, lo emplearía en mí mismo. Una simple turbulencia del destino me ha empujado hasta aquí, este lugar absurdo.» Si hubiera sido posible, me habría gustado decirlo a voces, aunque nadie me habría prestado atención. En aquella familia, yo era un figurante.
La nube seguía sobre el horizonte. Tuve la impresión de que, si pasara en barca por debajo de ella, con una vara podría alcanzarla. La gigantesca calavera de un gigantesco homínido se había desprendido de una falla en la Historia y había caído sobre el cielo de Honolulu. Seguramente somos congéneres, le dije a la nube.
Cuando Ame terminó los sándwiches, se acercó a Yuki, metió los dedos entre su cabello y volvió a despeinárselo, esta vez lentamente. Yuki observaba, impávida, la taza de café sobre la mesa.
—Tienes un pelo estupendo —le dijo Ame—. ¡Quién lo tuviera! Siempre brillante y liso. El mío enseguida se enreda. No tiene arreglo. ¿Verdad que sí, princesa? —Y volvió a apoyar la punta de la nariz contra la sien de Yuki.
Dick North recogió las latas vacías de cerveza y el plato. Luego puso música de cámara de Mozart. Me ofreció otra cerveza, pero rehusé.
—Escuchad, me gustaría tener una charla con Yuki a solas —dijo Ame con una voz acre—. Una conversación entre madre e hija. Así que, Dick, ¿por qué no lo llevas a ver la costa? Será sólo una hora.
—Muy bien —dijo el poeta, y se levantó del asiento. Yo lo imité. El poeta le dio un beso a Ame en la frente y se puso un gorro de lona blanca y unas Ray-Ban verdes—. Nosotros nos vamos a dar una vuelta. Vosotras charlad con calma. —Y me cogió por el codo—. Vamos. Le llevaré a una playa fabulosa.
Encogiéndose de hombros, Yuki me lanzó una mirada inexpresiva. Ame sacó el tercer Salem de la cajetilla. El poeta manco y yo las dejamos solas y salimos a aquella sofocante luz vespertina.
Me dirigí con el Lancer hacia la costa. Dick me dijo que con un brazo ortopédico podría conducir, pero que prefería no ponérselo.
—No es natural —me explicó—. No conseguiría adaptarme a él. Seguro que es muy útil, pero no me sentiría cómodo. Me parecería que no soy yo. Por eso intento arreglármelas con un solo brazo. Trato de valerme por mí mismo.
—¿Y cómo lo hace con el pan? —me atreví a preguntarle.
—¿Con el pan? —Tardó en comprender de qué le hablaba—. ¡Ah!, quiere saber cómo corto el pan, ¿es eso? Sí, es lógico que me lo pregunte. Es muy sencillo: lo corto con una sola mano. Sujetando el cuchillo de la forma habitual no funciona. Hay un truco: se sujeta el cuchillo mientras con los dedos se hace presión y, a golpecitos, se va cortando.
Me demostró, moviendo la mano, cómo lo hacía, pero yo no me quedé muy convencido. Además, yo había visto aquellos sándwiches, y estaban cortados con más destreza de la que hubiera mostrado cualquier persona con dos manos.
—Pero sí, se puede hacer —me dijo con una sonrisa—. Me las apaño para casi todo con un solo brazo. No puedo aplaudir, claro, pero sí hacer flexiones y ejercicios en la barra fija. Es cuestión de práctica. ¿Qué creía? ¿Cómo pensaba que cortaba el pan?
—Supuse que utilizaría los pies o alguna otra parte del cuerpo.
Soltó una carcajada.
—Interesante —me dijo—. Tengo que escribir un poema sobre eso. El poema del poeta manco que preparaba sándwiches ayudándose de los pies. Sí, daría para un buen poema.
Me pregunté si eso sería cierto o no, y no llegué a ninguna conclusión.
Tras circular un rato por la autopista que bordeaba la costa, aparcamos, compramos seis cervezas frías —que insistió en pagar él—, caminamos hasta una playa un poco apartada, casi vacía, donde nos tumbamos y abrimos un par de latas. Sudábamos tanto que, por más cerveza que uno bebiera, no se emborrachaba.
No era una playa típica de Hawai. En ella crecían árboles feos y raquíticos, la arena era irregular y un tanto áspera. Pero al menos no era turística. En las inmediaciones había aparcadas varias camionetas; en la playa, aquí y allá, se veían algunas familias y, en el mar, una decena de surfistas. La nube craneana no se había movido, y una bandada de gaviotas revoloteaba en círculos, como una lavadora que está centrifugando.
A ratos, charlábamos. Dick North me contó lo mucho que admiraba a Ame. Me dijo que era una artista en el sentido más genuino. Cuando hablaba de Ame, saltaba sin querer del japonés a un inglés parsimonioso. Dijo que en japonés le costaba expresar sus sentimientos.
—Mi noción de la poesía ha cambiado desde que la conozco. Sus fotografías, cómo decirlo…, son poesía al desnudo. Lo que nosotros nos esforzamos por crear escogiendo las palabras y entretejiéndolas, ella lo materializa en un instante mediante fotografías.
Embodiement
. Capta eso que hay en el aire, en la luz, en los resquicios del tiempo, y
embodies
el paisaje espiritual que reside en lo más hondo del ser humano. ¿Entiende lo que quiero decir?
Más o menos, le dije.
—Cuando miro sus fotografías, a veces siento miedo. Todo mi ser y mi existencia se ponen en cuestión. Es abrumador. ¿Conoce la palabra
dissilient
?
Le contesté que no.
—No sé cómo se dice en japonés, pero es algo que revienta y estalla. De pronto, sin previo aviso, el mundo estalla. El tiempo y la luz se vuelven
dissilient
. En una fracción de segundo. Esa mujer es un genio. Nada que ver conmigo ni con usted. Disculpe, lo he ofendido. A usted todavía no lo conozco.
—Tranquilo. Entiendo lo que quiere decir.
—Un genio es un ser excepcional. Haber encontrado a uno, tenerlo ante tus ojos es un lujo. Pero… —se interrumpió y movió la mano hacia fuera, como si estuviera abriendo los brazos—. Pero también es una experiencia muy dura. En ocasiones se parece a una aguja que se clava en mi ego.
Mientras le escuchaba, sin prestar demasiada atención a lo que me decía, contemplaba la nube. En la playa, las olas, encabritadas, rompían con fuerza en la orilla. Cogí un puñado de arena caliente y la dejé deslizar poco a poco entre mis dedos. Lo repetí una y otra vez. Los surfistas esperaban las olas, se desplazaban sobre su cresta y al acabar volvían a ir mar adentro.
—Pero su talento puede más que todo eso. Su genio me lleva a amarla todavía más intensamente —dijo, y chaqueó los dedos—. Es como si estuviera atrapado en un remolino. ¿Sabe?, yo estoy casado, mi mujer también es japonesa. Y tengo hijos. Quiero a mi mujer. La amo de verdad. Todavía ahora. Pero desde el instante en que conocí a Ame, me sentí irremediablemente atraído por ella. No pude resistirme. Me di cuenta de que algo así, un encuentro como ése, sólo te sucede una vez en la vida. Uno lo sabe. Entonces me dije que, si me iba con ella, quizá algún día me arrepentiría. Pero que, si no me iba con ella, mi vida dejaría de tener sentido. ¿Alguna vez le ha ocurrido algo parecido?
Nunca, contesté.
—Es algo extraño —continuó—. Luché para conseguir una vida tranquila y estable. Una mujer, hijos, una pequeña casa y un oficio. Es un trabajo que me da muchas satisfacciones, aunque los ingresos sean más bien modestos. Escribo poesía y traduzco. Pensaba que, a pesar de haber perdido un brazo en la guerra, la vida me había recompensado con creces. Tardé mucho en lograrlo. Tuve que esforzarme. La paz interior: eso no se consigue así como así. Yo la había alcanzado. Pero… —levantó la mano e hizo como si barriera algo invisible— en un abrir y cerrar de ojos, lo perdí todo. Ya no tengo lugar adonde regresar. No puedo volver a mi casa en Japón. En Estados Unidos ya no hay sitio para mí, he pasado demasiado tiempo fuera del país.
Quería decirle algo para consolarlo, pero no se me ocurrió nada. Simplemente cogía arena y la dejaba caer. Dick se levantó, caminó hasta una paupérrima arboleda a unos metros de distancia, orinó y regresó lentamente.
—Vaya. Es como si me hubiera confesado —se rió—. La verdad es que me apetecía contárselo a alguien. ¿Qué le parece?
No sabía qué decirle. Ya no éramos unos niños. Cada cual elige con quién se acuesta, y las consecuencias de nuestras decisiones, sean remolinos, tornados o tormentas de arena, hay que asumirlas. Dick North me había causado buena impresión, en cierto modo. Me inspiraba también respeto por haberse enfrentado a tantas adversidades con un solo brazo. Pero ¿qué responder a esa pregunta?
—Para empezar, no soy un artista —le dije—. Así que no entiendo muy bien ese tipo de pasión tan imbricada con el arte. Es algo que supera mi imaginación.
Dick se volvió hacia el mar y en su mirada percibí cierta tristeza. Hizo amago de decir algo, pero al final no abrió la boca.
Yo cerré los ojos. Quizá por culpa de la cerveza, sin querer me quedé dormido.
Cuando desperté, el sol se había desplazado y mi rostro estaba ahora bajo la sombra de los árboles. Debido al calor me notaba la cabeza más ligera. Las agujas del reloj marcaban las dos y media. Sacudí la cabeza a derecha e izquierda y me incorporé. Dick North jugaba con un perro en la orilla. Me sentí fatal y deseé que no se hubiera ofendido. Me había quedado dormido en medio de una conversación sobre algo que a él le importaba mucho.
Pero ¿qué podía responderle
?
Volví a coger arena en la mano mientras lo observaba jugar con el chucho. El poeta abrazaba al animal y para ello lo sujetaba por la cabeza. Las olas rompían con estruendo y luego retrocedían con fuerza. El agua, al salpicar, brillaba intensamente. Pensé que me había mostrado demasiado frío con él. No es que no entendiera sus sentimientos. Vivimos en un mundo duro, jodido, ya tengas uno o dos brazos, ya seas poeta o no. Todos cargamos con nuestros problemas. Pero somos adultos. Hemos llegado hasta aquí. Deberíamos evitar hacer preguntas difíciles de contestar a alguien a quien acabamos de conocer. Es una norma de cortesía elemental.
Soy demasiado frío
, concluí. Entonces hice un gesto de negación con la cabeza, aunque eso no sirvió de nada.
Volvimos a la casa en el Lancer. Cuando Dick llamó al timbre, Yuki abrió la puerta con cara de pocos amigos. Ame fumaba sentada en el sofá con las piernas cruzadas y miraba hacia el infinito como si estuviera en plena meditación zen o algo por el estilo. Dick se le acercó y volvió a besarla en la frente.
—¿Habéis terminado de hablar? —le preguntó.
—Mmm —dijo ella con el cigarrillo en la boca. Era una respuesta afirmativa.
—Nosotros hemos estado tumbados en la playa, contemplando los confines del mundo mientras tomábamos el sol —dijo Dick North.
—Tenemos que irnos —me dijo Yuki en tono indiferente.
Estuve de acuerdo con ella. Quería volver ya al mundo real, ruidoso y turístico de Honolulu.
Ame se levantó del sofá.
—Vuelve otra vez por aquí. Me encantará verte —dijo. Luego se acercó a su hija, le acarició suavemente en la mejilla.
Yo le di las gracias a Dick North por las cervezas y todo lo demás. Él me contestó «De nada» con una gran sonrisa.
Cuando abrí la puerta del Lancer a Yuki para que subiera, Ame me cogió por el codo y me atrajo hacia ella.
—Disculpa, quisiera hablar un momento contigo —dijo.
Caminamos el uno junto al otro hacia un parquecillo cercano. En el centro se alzaba una sencilla estructura de barras para que jugasen los niños. Ame se apoyó en ella, se llevó otro cigarrillo a la boca y, tras lograr prender un fósforo, lo encendió.
—Eres una buena persona —me dijo—. Por eso sé que te puedo pedir un favor: trae a la niña de vez en cuando. Nos sabes hasta qué punto la quiero. Mientras esté aquí, me gustaría verla a menudo, ¿entiendes? Quiero charlar más con ella y conocernos mejor. Creo que podríamos llegar a ser buenas amigas. Me gustaría que nuestra relación fuera más intensa que la de madre e hija —dijo, y se me quedó mirando con fijeza.
No sabía qué contestarle.
—Ése es un problema suyo y de Yuki —dije por fin.
—Por supuesto —me dijo.
—La traeré siempre que ella quiera venir a verla —seguí—. O si usted, que es su madre, me pide que la traiga. Y poco más puedo añadir. La amistad es algo espontáneo, no necesita que intervengan terceras personas. Usted acaba de decir… —la miré y vi que estaba pensativa— que quiere ser amiga de la niña. Me parece muy bien. Pero, mire, por encima todo, le guste o no, usted es su madre. Y Yuki, a sus trece años, todavía necesita una madre. Alguien que la quiera de manera incondicional, alguien que la abrace en las noches oscuras y difíciles… En fin, compréndame, yo no soy de la familia, sino alguien completamente ajeno, y por lo tanto puedo estar equivocado, pero lo que ella necesita no es una amiga para un rato, sino un mundo que la acepte tal como es. Ésa es mi opinión.
—No lo entiendes —replicó.
—Es verdad. No lo entiendo, pero ella todavía es una niña y se siente herida. Alguien tiene que protegerla. No es tarea fácil, pero alguien tiene que hacerla. Y es usted quien debe asumir esa responsabilidad, ¿me entiende?
Como era de esperar, no me entendió.
—No te estoy pidiendo —dijo— que me la traigas todos los días. Basta con que venga cuando a ella le apetezca. Yo también la telefonearé a menudo. No quiero perderla. Tengo la sensación de que, si seguimos así, ella crecerá y se alejará cada vez más de mí. Lo que deseo es crear un vínculo emocional con ella. Un lazo. Es posible que no haya sido una buena madre. Pero es que tengo un montón de cosas que hacer antes que ejercer de madre. Es inevitable. Yuki también debería comprenderlo. Por eso quiero que nuestro vínculo vaya más allá de la relación entre madre e hija. Querría ser una amiga de su misma sangre, por así decirlo.
Solté un suspiro y negué con la cabeza. Pero no sirvió de nada.
De regreso escuchamos en silencio la música que emitían en la radio. De vez en cuando, yo silbaba bajito. Yuki miraba el paisaje con la cabeza ladeada. Conduje así unos quince minutos, hasta que tuve un presentimiento. Pasó por mi cabeza a toda velocidad sin hacer el menor ruido, como una bala. En el presentimiento, en letra pequeña, estaba escrito: «Será mejor que pares en algún lado».
Eso hice. Detuve el Lancer en un aparcamiento situado junto a una playa y le pregunté a Yuki si se encontraba mal. Si le ocurría algo, si quería tomar un refresco. Pero Yuki permanecía callada. Era un silencio elocuente, sugestivo. Yo, también callado, seguí con la mirada el rumbo que tomaba aquel silencio. Con el tiempo, uno aprende a esperar con paciencia a que esos indicios, todo eso que sólo está sugerido, cobren forma y se hagan realidad. Igual que cuando uno espera a que la pintura se seque.