Es cierto
, pensé. Creo que incluso llegué a decirlo en voz alta.
Tienes razón. Aquí ya no queda nada. No hay nada que buscar
.
Mis labios se cerraron con firmeza y durante un rato clavé la mirada en la jarrita de salsa de soja que había sobre la barra.
Cuando uno vive solo durante mucho tiempo, suele quedarse mirando fijamente las cosas. De vez en cuando también hablas contigo mismo. Comes en locales concurridos. Sientes un cariño especial por un Subaru de segunda mano. Y poco a poco te vas quedando anticuado.
Salí del local y me dirigí al hotel. A pesar de que me había alejado bastante, no me costó encontrar el camino de regreso. El Dolphin Hotel se divisaba desde cualquier lugar elevado de la zona. Llegué sin problemas, como los Reyes Magos de Oriente llegaron a Belén guiados por la estrella.
Una vez en mi habitación, me di un baño y, mientras me secaba la cabeza, contemplé la ciudad de Sapporo, que se extendía ante mí al otro lado de la ventana. Recordé que, la última vez que me había alojado en el Hotel Delfín, por la ventana se veía una pequeña empresa. No tenía ni idea de a qué se dedicaba, pero los empleados trabajaban afanosamente. Todos los días asistía a la misma escena. ¿Qué habría sido de la empresa? Entre los empleados había una chica muy guapa. ¿Qué habría sido de ella? ¿Y a qué se dedicaban?
Como no tenía nada que hacer, me puse a dar vueltas por la habitación. Luego me senté y vi la tele. Sólo echaban basura. Me sentí como si me estuvieran mostrando vómitos artificiales. Al ser artificiales, no ensucian, pero cuando uno se para a mirarlos, tiene la sensación de que está viendo vómito de verdad. Apagué la tele, me vestí y subí al bar de la vigesimosexta planta. Me acomodé en la barra y pedí un vodka con soda y un poco de limón exprimido. A través de las paredes de cristal se admiraba el paisaje nocturno de Sapporo. Decididamente, todo me recordaba a las ciudades espaciales de
La guerra de las galaxias
. Por lo demás, era un bar tranquilo y agradable, y sabían preparar las copas. El vidrio de las copas también era de buena calidad. Cuando una chocaba con otra, producía un tintineo delicioso. Aparte de mí, había otros tres clientes. Dos hombres de mediana edad bebían whisky sentados a una mesa del fondo, mientras charlaban en voz baja para que no se les oyera. No sé de qué hablarían, pero parecía una conversación importante. Quizá estuviesen pergeñando un plan para asesinar a Darth Vader.
En una mesa situada a mi derecha, una niña de unos doce o trece años, con los auriculares del walkman puestos, se tomaba una bebida con una pajita. Era guapa. Su cabello, largo y de un liso poco natural, caía suavemente y con encanto sobre la mesa; tenía las cejas largas y sus ojos eran diáfanos. La niña tamborileaba con los dedos sobre la mesa al ritmo de lo que escuchaba; de toda su persona, tan sólo esos dedos finos y delicados resultaban un tanto infantiles. Tampoco podía decirse que fuese madura para su edad. Pero algo en ella permitía entrever que todo lo miraba desde lo alto. No con malicia o con agresividad, sino, simplemente, con indiferencia. Como quien admira el paisaje nocturno por una ventana situada en lo más alto de un edificio.
En realidad, sin embargo, la niña no miraba a ningún lado. Daba la impresión de que nada entraba en su campo de visión. Llevaba unos vaqueros azules, unas Converse blancas y una sudadera con el logo de Genesis remangada hasta los codos. Mientras tamborileaba con los dedos, concentrada en la cinta del walkman, de vez en cuando esbozaba con sus pequeños labios vagos fragmentos de palabra.
—Bebe sólo zumo de limón —me dijo el barman, como justificándola—. Está esperando a su madre.
—¡Ah, vaya! —dije, sin comprometerme demasiado.
Desde luego, no es habitual encontrarse a una niña de doce o trece años, sola, a las diez de la noche en el bar de un hotel, escuchando música en un walkman mientras se toma algo. Pero tampoco me resultaba tan extraño como para que el barman tuviera que dar explicaciones. Yo la miraba como podría mirar cualquier otra cosa normal y corriente.
Pedí otro vodka y charlé un poco con el barman. Del tiempo, la ciudad y esas cosas. Luego le solté con toda naturalidad que aquella zona había cambiado bastante. El barman sonrió, un poco desconcertado, y me contó que, antes de trabajar allí, había estado empleado en un hotel de Tokio y apenas conocía nada de Sapporo. Como en ese instante entraron más clientes, la conversación concluyó sin dar mayor fruto.
Me bebí cuatro vodkas con soda. Sentía que habría podido seguir bebiendo sin límite, y por lo tanto lo dejé en cuatro y firmé la cuenta. Cuando me levanté y me alejé de la barra, la niña seguía sentada a la mesa escuchando su walkman. Su madre todavía no había llegado y el hielo del zumo se había derretido por completo, aunque a la niña eso no parecía preocuparle demasiado. Al levantarme, alzó la vista y me miró. Lo hizo durante dos o tres segundos y luego me sonrió ligeramente. Aunque a lo mejor sólo le habían temblado un poco los labios. A mí, sin embargo, me pareció una sonrisa. Aunque pueda resultar extraño, lo cierto es que por un instante sentí una sacudida en el corazón. Tenía la sensación de que la niña me había elegido. Nunca había experimentado una agitación tan extraña. Y sentí como si mi cuerpo levitara cinco o seis centímetros por encima del suelo.
Todavía confuso, bajé en ascensor hasta la decimoquinta planta y volví a mi habitación. ¿Por qué estoy tan aturdido?, pensé. Tan sólo me ha sonreído una niña de unos doce años. Podría ser mi hija…
Genesis
…, otro nombre estúpido para un grupo.
Sin embargo, el hecho de que llevara esa palabra en la sudadera me pareció tremendamente simbólico.
La génesis
.
Pero ¿por qué tienen que ponerse los grupos de rock nombres tan grandilocuentes?, me pregunté.
Me tumbé en la cama sin descalzarme y, con los ojos cerrados, intenté recordarla. El walkman. Los dedos blancos tamborileando sobre la mesa.
Genesis
. Hielo derretido.
La génesis
.
Así, inmóvil y con los ojos cerrados, sentí cómo el alcohol circulaba lentamente por mis entrañas. Me desaté los cordones de las botas, me desnudé y me metí en la cama. Me notaba mucho más cansado y ebrio de lo que imaginaba. Esperé a que, a mi lado, la chica me dijese: «¡Eh! ¿No te estarás pasando con la bebida?». Pero nadie me dijo nada. Estaba solo.
La génesis
.
Estiré el brazo y apagué la luz. A oscuras, de repente pensé que quizá esa noche soñaría con el Hotel Delfín. Pero al final no soñé con nada. A la mañana siguiente, al despertar, me sentí irremediablemente vacío. Nada de nada, pensé. Ni sueño ni hotel. Estoy haciendo lo equivocado en el lugar equivocado.
Las botas, que había arrojado la víspera al pie de la cama, parecían dos cachorros extenuados tirados al borde de un camino.
En el exterior, nubes bajas y oscuras cubrían un cielo gélido. Parecía que en cualquier momento empezaría a nevar. Al verlo, se me quitaron las ganas de hacer nada. Las agujas del reloj marcaban las siete y cinco. Encendí la tele con el mando y vi las noticias desde la cama. La presentadora hablaba de las próximas elecciones. Unos quince minutos después, me obligué a levantarme y fui al baño, donde me lavé la cara y me afeité. Para espabilarme, me puse a tararear la obertura de
Las bodas de Fígaro
. De pronto, dudé; tal vez estaba tarareando la obertura de
La flauta mágica
. Cuanto más lo pensaba, más parecidas se me antojaban. Presentí que no iba a ser un buen día. Al afeitarme me corté en el mentón y, mientras me vestía, se me cayó un botón del puño de la camisa.
Cuando fui a desayunar, volví a encontrarme con la niña a la que había visto la noche anterior en el bar. Estaba con una mujer que debía de ser su madre. Esta vez no llevaba los auriculares. Y al igual que la noche anterior, vestía la sudadera de Genesis y bebía té con pinta de estar muy aburrida. Apenas había tocado el bollo y los huevos revueltos. Su supuesta madre era una mujer menuda de poco más de cuarenta años. Llevaba el cabello recogido por detrás y vestía un jersey de cachemira beis sobre una blusa blanca. Sus cejas eran idénticas a las de su hija. Tenía una nariz fina y elegante, y había algo cautivador en el ademán fatigado con que untaba la mantequilla sobre las tostadas. Hacía gala de un porte que sólo adquieren las mujeres acostumbradas a ser el centro de atención.
Cuando pasé al lado de su mesa, la niña levantó de pronto los ojos y me miró. Y volvió a sonreírme. Esta vez fue una sonrisa en toda regla, no como la de la noche anterior. No había error.
Mientras desayunaba, a solas, intenté pensar en algo, pero aquella sonrisa me impedía concentrarme. Todo lo que me venía a la cabeza se quedaba dando vueltas, inútilmente, así que me limité a desayunar con la mente en blanco y la mirada posada en el pimentero.
No tenía nada que hacer. Nada que
debiera
o
quisiera
hacer. Me había desplazado ex profeso hasta el Hotel Delfín para alojarme allí. Puesto que esa proposición fundamental que era el Hotel Delfín había desaparecido, no sabía qué hacer. Estaba atascado.
Al final bajé al vestíbulo, me senté en uno de aquellos estupendos sofás y empecé a planear lo que haría ese día. Pero no había ningún plan. No me apetecía salir a ver la ciudad ni ir a ningún sitio en particular. Pensé en entretenerme yendo al cine, pero no había ninguna película que me apeteciera ver y, al mismo tiempo, la idea de viajar hasta Sapporo para pasar el rato metido en un cine me parecía ridícula. ¿Qué podía hacer?
Nada.
¡Eso es! ¿Por qué no vas al peluquero?, se me ocurrió de repente. Bien pensado, en Tokio siempre andaba ocupado y nunca tenía tiempo de ir. Ya hacía casi un mes y medio que no me cortaba el pelo. Era una buena idea. Sana y provechosa. Estaba ocioso, ¿por qué no ir al peluquero? Tenía lógica. Era, en cualquier caso, una opción muy respetable.
Decidí ir a la barbería del hotel, un local pulcro y agradable. Aunque iba con la esperanza de que el establecimiento estuviese lleno y me obligaran a esperar, lo encontré vacío, pues era un día laborable por la mañana. De las paredes de color gris azulado colgaba algún óleo y de fondo, muy bajo, sonaba el
Jacques Loussier Plays Bach
. Era la primera vez en mi vida que entraba en una barbería como ésa. A aquello ni siquiera se le podía llamar barbería. Como nos descuidemos, van a empezar a poner canto gregoriano en los lavabos públicos y a
Ryūichi
Sakamoto en las salas de espera de las oficinas de las agencias tributarias. Me cortó el pelo un peluquero joven, de poco más de veinte años. Tampoco él conocía demasiado bien Sapporo. Cuando le conté que, años atrás, había otro hotelito con el mismo nombre en aquel mismo sitio, no se sorprendió demasiado. Parecía que le importaba un comino. Se quedó impertérrito. Encima, vestía una camiseta Men’s Bigi. Pero el tío era bastante competente y salí de allí satisfecho.
Después de cortarme el pelo, volví al vestíbulo y pensé de nuevo qué haría. Sólo habían pasado cuarenta y cinco minutos.
No se me ocurría nada.
Me quedé un rato ensimismado, sentado en un sofá, mirando a mi alrededor. En recepción estaba la chica de gafas de la víspera. Cuando nuestras miradas se encontraban, me pareció que se ponía un poco tensa. ¿La alteraría mi presencia? No lo sé. En éstas, el reloj marcó las once, una hora en la que ya se puede pensar en almorzar. Salí del hotel y di una vuelta con la intención de comer algo. Sin embargo, no tenía mucha hambre y ningún local me resultaba tentador. Al final entré en uno al azar y pedí un plato de espaguetis y una ensalada. También me tomé una cerveza. Parecía que iba a nevar de un momento a otro. Las nubes, inmóviles, cubrían pesadamente la ciudad, como el país flotante que aparece en
Los viajes de Gulliver
. Parecían teñirlo todo de gris. El tenedor, la ensalada, la cerveza, todo era gris. En días así no suelen ocurrírseme buenas ideas.
Tomé un taxi y me dirigí al centro de la ciudad; había decidido pasar el rato comprando algunas cosas en unos grandes almacenes. Me compré zapatos y calcetines, pilas eléctricas de repuesto, y un cepillo de dientes y un cortaúñas de viaje. Luego me compré un sándwich para la cena y una botellita de brandy. En realidad, no necesitaba nada. Lo hice sólo para matar el tiempo. Y sólo habían pasado dos horas.
A continuación di un paseo por una avenida, miré escaparates y, cuando me cansé, entré en una cafetería y seguí leyendo la biografía de Jack London delante de una taza de café. Y por fin anocheció. El día había transcurrido como si hubiera visto una larga y aburrida película. Malgastar el tiempo también puede ser agotador.
De vuelta en el hotel, alguien me llamó por mi nombre cuando pasaba por delante de recepción. Era la chica de gafas. Me llamó y, al acercarme a ella, me llevó lejos de la recepción, a una zona del mostrador donde se ocupaban del alquiler de coches, pero, aparte de un montón de panfletos al lado de un letrero, no había ningún encargado.
Durante un buen rato me miró como si se dispusiera a decirme algo, pero sin saber muy bien qué, mientras no paraba de darle vueltas a un bolígrafo que tenía en la mano. A todas luces se sentía confusa, perdida, avergonzada.
—Siento tener que pedirle esto, pero ¿podría fingir que me está pidiendo información sobre un coche de alquiler? —me dijo, y miró de reojo hacia recepción—. Las normas establecen que no se puede hablar en privado con los clientes.
—Por supuesto —dije yo—. Yo te pregunto cuánto cuesta alquilar un coche y tú me respondes. No es una conversación privada.
Ella se ruborizó ligeramente.
—Lo siento. En este hotel son muy estrictos con las normas.
Sonreí.
—Esas gafas te sientan de maravilla.
—¿Disculpe?
—Esas gafas te quedan de maravilla. Estás muy guapa —le dije.
Ella se tocó la montura con un dedo y carraspeó. Debía de ser de las que enseguida se ponen nerviosas.
—La verdad es que quería preguntarle algo —dijo, recuperando la compostura—, algo personal.
Me hubiera gustado acariciarle la cabeza para tranquilizarla, pero me quedé callado y la miré.
—Es sobre el hotel del que me habló usted ayer —prosiguió en voz baja—. El que tenía el mismo nombre que éste… ¿Cómo era el hotel? ¿Era un hotel decente?
Cogí un folleto sobre alquiler de coches y fingí que lo leía.