Baila, baila, baila (5 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Fantástico, #Drama

BOOK: Baila, baila, baila
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Sólo pretendo que se comprenda en qué consiste mi oficio. A qué clase de desgaste me enfrento.

Ese fotógrafo y yo habíamos trabajado juntos en varias ocasiones. Hacemos buenas migas. Ambos somos profesionales: como esos encargados de deshacerse de los cadáveres que se presentan en el lugar de autos con guantes blancos impolutos, una gran máscara en la cara y zapatillas de deporte inmaculadas. Desempeñamos nuestro trabajo con desenvoltura y agilidad. No hablamos más de la cuenta y sentimos un respeto mutuo. Ambos sabemos que realizamos ese aburrido trabajo para ganarnos la vida. Sin embargo, ya que tenemos que hacerlo, lo hacemos bien. En ese sentido, somos profesionales. A la tercera noche, había terminado el artículo.

El cuarto día lo habíamos dejado libre, por si surgían imprevistos. Como ya no teníamos nada que hacer, nos fuimos a las afueras en un coche alquilado y pasamos el día haciendo esquí de fondo. De noche cocinamos
nabe
*
y bebimos distendidos. Fue un día de relax. Le entregué el texto al fotógrafo. A partir de ahí, otra persona se encargaría del trabajo posterior de edición. Antes de acostarme llamé a información y pedí el teléfono del Dolphin Hotel. Me lo dieron sin tardanza. Me acomodé sobre la cama y solté un suspiro de alivio. Al menos ya sabía que el Hotel Delfín seguía abierto. La verdad, no me hubiera extrañado que hubiese quebrado. Tras respirar hondo una vez más, llamé. Alguien atendió al instante, como si esperara la llamada. Ese detalle me escamó un poco. Demasiada eficiencia.

La que atendió la llamada era una chica joven. ¿Una chica? Pero ¿qué narices…? Al Hotel Delfín no le pegaba nada que hubiera una joven en recepción.

—Dolphin Hotel, ¿en qué puedo ayudarle? —dijo ella.

Extrañado, pedí que me confirmara la dirección. Era la misma de siempre. Debían de haber contratado a una nueva empleada. Bien pensado, tampoco era como para preocuparse.

—Quiero reservar una habitación —dije.

—Muy bien. Espere un momento, por favor. Ahora mismo le paso al encargado de las reservas —dijo ella en tono alegre y resuelto.

¿El encargado de las reservas? Eso volvió a escamarme. ¿Qué narices le había ocurrido al Hotel Delfín?

—Buenas noches. Soy el encargado de las reservas. —Parecía también un hombre joven. Una voz cordial y vivaz. Sin lugar a dudas, la voz de un profesional del negocio hotelero.

Reservé una habitación individual para tres noches. Le di mi nombre y mi número de teléfono de Tokio.

—Perfecto. Una habitación individual para tres noches a partir de mañana —corroboró el empleado.

Como no se me ocurrió nada más que decirle, le di las gracias y, aturdido, colgué. Tras colgar, mi aturdimiento aumentó y me quedé un rato observando fijamente el teléfono, pensando que a lo mejor alguien llamaría para darme una explicación. Pero no hubo explicaciones. En fin, que sea lo que tenga que ser, pensé resignado. Al día siguiente se aclararía todo. No quedaba más remedio que ir hasta allí. Después de todo, estaba obligado a ir. No veía otra opción.

Llamé a la recepción del hotel en el que me alojaba para que me diesen el horario de trenes hacia Sapporo. Por la mañana partía un expreso a una buena hora. Luego llamé al servicio de habitaciones para que me trajesen hielo y una botella mediana de whisky, que me bebí mientras veía una de esas películas que suelen poner en la televisión a medianoche. Un western en el que salía Clint Eastwood. No se rió ni una vez. Ni siquiera esbozó una sonrisa o una mueca forzada. Yo sonreí en varias ocasiones, pero él no perdió la compostura. Terminada la película, y prácticamente vaciada la botella de whisky, apagué la luz y dormí como un tronco hasta la mañana siguiente. No soñé.

Desde la ventana del tren sólo se veía un paisaje cubierto de nieve. El cielo estaba completamente despejado y, si uno miraba un rato por las ventanillas, acababan escociéndole los ojos. Ningún otro pasajero contemplaba el paisaje. Todos sabían que sólo verían nieve.

Como no había desayunado, antes de las doce fui al vagón restaurante y almorcé. Comí una tortilla francesa acompañada de una cerveza. Frente a mí se había sentado un hombre de unos cincuenta años, trajeado y con corbata, que bebía, cómo no, una cerveza y comía un sándwich de jamón. Tenía pinta de ingeniero y, de hecho, lo era. Se dirigió a mí y se presentó como ingeniero encargado del mantenimiento de aeronaves en las Fuerzas Armadas de Autodefensa. Luego me dio una clase sobre las incursiones de bombarderos y cazas soviéticos en el espacio aéreo nipón. La ilegalidad de esas violaciones del espacio aéreo parecía traerle sin cuidado. Lo que sí le preocupaba, en cambio, era la autonomía del F-4 Phantom. Me explicó cuánto consumía en un despegue de emergencia. Era un derroche de combustible, dijo. «Si los fabricara una empresa de aeronáutica japonesa, saldrían mucho más económicos. Nosotros podríamos fabricar un caza más económico y con las mismas prestaciones.»

Entonces yo le dije que, en la sociedad capitalista, el derroche es la mayor virtud. Comprándole cazas Phantom a Estados Unidos y despilfarrando combustible con despegues de emergencia, Japón contribuía al aceleramiento de la economía mundial, lo cual a su vez provocaba un crecimiento del capitalismo. Si se dejase de derrochar de golpe, se produciría una Gran Depresión y la economía mundial se iría a pique. Añadí que el derroche era el combustible de las contradicciones, que las contradicciones revitalizaban la economía y que esa revitalización producía aún más derroche.

Tras reflexionar unos instantes, el hombre me contestó que quizá tuviera razón, pero que debido a que de pequeño había vivido la guerra y la consiguiente extrema escasez, le costaba forjarse una imagen real del funcionamiento de la sociedad actual.

«Nuestra generación es distinta de la suya y no estamos familiarizados con esos temas tan complicados, ¿sabe?», dijo el hombre con una sonrisa amarga.

Tampoco yo estaba familiarizado con nada, pero como no me apetecía prolongar la conversación, no le llevé la contraria. Y es que, efectivamente, no domino esas materias. Simplemente las capto, veo cómo son, lo cual es muy diferente. Al final, al terminar la tortilla me despedí y me levanté del asiento.

En el tren hacia Sapporo me eché una siesta de unos treinta minutos y leí la biografía de Jack London que me había comprado en una librería cercana a la estación de Hakodate. Comparada con la azarosa vida de Jack London, mi vida era apacible como la de una ardilla que, encaramada en lo alto de un nogal, hiberna con una nuez por almohada en espera de la primavera. Al menos así me lo pareció durante un tiempo. ¿Quién leería sobre la sosegada y poco agitada vida y muerte de un empleado de la Biblioteca Municipal de Kawasaki? En definitiva: lo que buscamos es una compensación de lo que no tenemos.

Al llegar a la estación de Sapporo decidí pasear hasta el Hotel Delfín. Hacía una agradable tarde sin viento, y llevaba un bolso bandolera por todo equipaje. Un manto de nieve cubría hasta el menor rincón de la ciudad. Hacía mucho frío y la gente caminaba con pequeños pasos, prestando atención a dónde pisaba. Las estudiantes de mejillas sonrosadas de un instituto femenino exhalaban su aliento blanco. Tan blanco y espeso era que daba la impresión de que se podría garabatear sobre él. Paseé con calma mientras contemplaba el paisaje urbano. Hacía cuatro años y medio que no pisaba Sapporo, pero me dio la impresión de que había transcurrido mucho más tiempo.

Más o menos a mitad de camino entré en una cafetería para fumarme un cigarrillo y tomarme un café bien caliente y cargado con unas gotas de brandy. A mi alrededor se desarrollaba la actividad cotidiana propia de cualquier ciudad: una pareja charlaba en voz baja, dos hombres de negocios repasaban cuentas delante de unos documentos extendidos sobre la mesa, y un grupo de estudiantes hablaba de ir a esquiar y del nuevo elepé de Police. Son escenas que se repiten a diario en cualquier ciudad japonesa. Los escenarios son los mismos que uno encontraría en cualquier cafetería de Yokohama o de Fukuoka. Y sin embargo, o tal vez precisamente porque son idénticos en cualquier parte, allí sentado, tomando café, sentí una intensa y abrasadora soledad. Estaba solo, y me sentía un completo forastero. No pertenecía a esa ciudad ni formaba parte de su vida diaria.

También es cierto que no pertenezco a ninguna cafetería de Tokio. Pero en las cafeterías de Tokio nunca he sentido esa intensa soledad. Puedo tomarme un café, leer y pasar el tiempo sin más, porque formo parte de la vida cotidiana de la ciudad, sin necesidad de mayores reflexiones.

En la ciudad de Sapporo, en cambio, me sentía terriblemente solo, como si me hubieran abandonado en una isla situada en los confines de la Tierra. El paisaje era el mismo de siempre. Podía encontrarlo en cualquier parte. Pero cuando le quitaba la máscara, me encontraba con un panorama que no guardaba relación con ninguno de los lugares que yo conocía. Se parecía… pero era distinto. Como si fuera otro planeta. El idioma, la ropa y los semblantes eran los mismos, pero algo decisivo variaba. En ese otro planeta, ciertas funciones no eran válidas, pero para saber cuáles eran válidas y cuáles no, no quedaba más remedio que ir probándolas una por una. Y si metía la pata, todos descubrirían que procedía de otro planeta. Todos se levantarían y me señalarían con el dedo:
¡Eres distinto! ¡Eres distinto eres distinto eres distinto!

En eso pensaba mientras me tomaba el café. Un delirio.

Lo cierto, sin embargo, era que estaba muy solo. Nada me ataba a nadie. El problema era mío. Estoy intentando recuperarme a mí mismo, me decía, pero no estoy atado a nadie.

¿Cuándo había sido la última vez que había amado de verdad a alguien?

Hacía una eternidad. En algún momento entre una era glaciar y otra. Muchísimo tiempo, en cualquier caso. En un pretérito histórico. Por ejemplo, el jurásico o una de esas épocas. Todo había desaparecido: los dinosaurios, los mamuts, los smilodones…, las bombas de gas lanzadas en el parque Miyashita de Tokio. Y entonces llegó el capitalismo avanzado. Me habían dejado solo en medio de esa sociedad.

Pagué la cuenta y me fui. Sin pensar en nada más, me dirigí hacia el Hotel Delfín.

Como no recordaba exactamente dónde estaba, dudaba si sabría encontrarlo, pero no estaba especialmente preocupado. Enseguida di con él.

Se había transformado en un colosal edificio de veintiséis plantas. Modernas líneas curvas al estilo Bauhaus, grandes cristaleras y acero inoxidable resplandeciente, una serie de postes alineados a lo largo del soportal de la entrada, con sus banderas ondeantes, un aparcacoches con un uniforme impecable dirigiendo con gestos a un taxi, un ascensor de cristal que conducía directamente al restaurante de la última planta… ¿A quién podía pasarle inadvertido? Bajo los relieves de delfines esculpidos en los pilares de mármol de la entrada, leí:

DOLPHIN HOTEL

Durante largos segundos permanecí inmóvil, boquiabierto, mirando atentamente el hotel. Después exhalé un suspiro tan largo y hondo que, si se hubiera prolongado en línea recta, habría llegado hasta la Luna.
Me había quedado estupefacto
, por decirlo de algún modo.

5

Como no podía quedarme allí plantado eternamente, decidí acercarme. La dirección y el nombre del hotel eran correctos. Tenía una reserva. Sólo me faltaba entrar.

Tras subir la ligera pendiente del soportal, entré por una puerta giratoria tan limpia que relucía. El vestíbulo era amplio como un pabellón de deportes y el techo sobrepasaba el primer piso. En lo alto, un panel de vidrio filtraba la resplandeciente luz del sol. En el vestíbulo había lujosos sofás de gran tamaño y, en medio, un derroche de macetas con plantas ornamentales. Al fondo del vestíbulo había un magnífico salón de té de esos que, cuando pides un bocadillo, te sirven en una gran bandeja de plata cuatro pequeños sándwiches de excelente jamón del tamaño de una tarjeta de presentación, con patatas y pepinillos colocados de manera artística; y si le añadías un café, el precio equivalía al de un almuerzo de una familia compuesta por cuatro personas.

Una de las paredes estaba decorada con un óleo de casi cinco metros cuadrados que parecía representar algún humedal de
Hokkaidō
. No tenía demasiado valor artístico, pero sin duda era un cuadro grande y vistoso. Debía de haber algún congreso, algo organizado para profesionales, porque el vestíbulo estaba atestado. Sentados en los sofás, un grupo de hombres de mediana edad, bien vestidos, asentía y soltaba magnánimas carcajadas. Todos tenían el mismo modo de proyectar el mentón hacia delante e idéntica manera de cruzar las piernas. Pensé que quizá habría algún evento, un encuentro de médicos o profesores universitarios. También, aunque tal vez hubiesen acudido al mismo evento, había un grupo de mujeres jóvenes elegantemente ataviadas. La mitad de ellas llevaban kimono y la otra mitad, vestidos. También había algunos extranjeros con aspecto de hombres de negocios. Iban trajeados, con corbatas discretas y maletines, y parecían esperar a alguien.

En otras palabras, el nuevo Hotel Delfín iba viento en popa.

Habían invertido abundante capital en él y ahora estaban recogiendo los frutos. Yo sabía cómo se construían los hoteles de esa clase. En cierta ocasión había trabajado para una revista publicitaria de una cadena hotelera. Cuando se construye un hotel así, se estudia hasta el menor detalle. Un grupo de profesionales se reúne y, mediante ordenadores, almacena toda la información y hace cálculos exhaustivos. Prevén hasta la cantidad y el precio del papel higiénico que se va a necesitar. Contratan a unos cuantos estudiantes para que averigüen el número de transeúntes que pasa por cada calle de Sapporo. Para tener una idea del número de bodas, también investigan el número de hombres y mujeres en edad núbil de la ciudad. Es decir, que lo investigan absolutamente todo. Así, el riesgo empresarial va reduciéndose poco a poco. Tras elaborar un plan con toda calma y cuidado, compran el solar. Después de reclutar personal, empiezan a anunciarse a bombo y platillo. Están dispuestos a poner dinero —con la certeza de que ese capital se recuperará en algún momento—, e invierten cuanto haga falta. Estamos hablando de un gran negocio.

Sólo grandes consorcios compuestos por varias empresas pueden embarcarse en negocios de ese alcance, puesto que, por muchos riesgos que se eliminen, siempre habrá imprevistos, y los únicos que pueden asumir tal riesgo son las grandes corporaciones.

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