Baila, baila, baila (8 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Fantástico, #Drama

BOOK: Baila, baila, baila
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—¿Qué quieres decir con un hotel «decente»?

Ella se estiró las solapas de la blusa blanca y volvió a carraspear.

—Pues…, no sé cómo decirlo… ¿Era un hotel de mala nota o un sitio por el estilo? Es que me tiene intrigada lo de ese hotel…

Alcé la vista. Tal y como recordaba, tenía unos ojos bonitos y dulces. Cuando la miré fijamente, volvió a ruborizarse.

—No sé a qué te refieres con lo de que estás
intrigada
, pero el caso es que si me pusiera a hablar del tema tendría para rato. Creo que éste no es el lugar más adecuado para hacerlo. Además, tú debes de estar ocupada…

Ella miró de soslayo a los compañeros que atendían en recepción. Luego se mordió suavemente el labio con sus bonitos dientes. Parecía indecisa, pero al final asintió.

—Entonces, ¿podríamos hablar cuando termine el trabajo?

—¿A qué hora acabas?

—A las ocho. Pero es mejor que no quedemos en el hotel. Son muy estrictos con las normas.

—Si conoces algún sitio en el que se pueda hablar tranquilamente, podríamos quedar allí.

Ella asintió y, tras pensar unos instantes, escribió el nombre de un local y dibujó un mapa sencillo en una hojita de un bloc que había en el mostrador.

—Espéreme ahí. Llegaré a las ocho y media, a lo más tardar —me dijo.

Me guardé la hojita en el bolsillo de la chaqueta.

Esta vez fue ella quien me miró a los ojos.

—Le pido que no se haga ideas raras sobre mí. Es la primera vez que hago algo así, que rompo las normas. Pero le juro que tenía que hacerlo. Ya le contaré por qué.

—No me hago ninguna idea rara, así que no te preocupes —le contesté—. No soy mal tipo. No suelo caer simpático, pero no hago nada que pueda molestar a los demás.

Meditabunda, siguió dando vueltas al bolígrafo, pero no parecía haberme entendido bien. «Hasta después, entonces», dijo. Y tras hacerme una pequeña reverencia protocolaria, regresó a su puesto. Era encantadora, aunque un poco inestable o insegura.

Ya de vuelta en mi habitación, saqué una cerveza de la nevera para acompañar la mitad del sándwich de rosbif que había comprado en un puesto de comida de los grandes almacenes. Ya está, pensé. Con esto por fin me he puesto en acción. Llevo una marcha corta y no sé bien adónde voy, pero las cosas empiezan a moverse. No puedo quejarme.

Fui al baño, me lavé la cara y volví a afeitarme. Todo en silencio, sin canturrear. Me puse loción para después del afeitado y me cepillé los dientes. Luego me miré al espejo, como hacía tiempo que no hacía. No descubrí nada nuevo, y tampoco me dio fuerzas. Era la misma cara de siempre.

A las siete y media salí de mi habitación, me subí a uno de los taxis que había a la entrada del hotel y le enseñé al taxista la nota de la chica. El conductor asintió en silencio y me llevó hasta el local. Estaba a mil yenes de distancia. Era un bar pequeño y acogedor situado en los bajos de un edificio de cinco plantas. Al abrir la puerta, oí que sonaba un viejo y cálido disco de Gerry Mulligan. Era de la época en que Chet Baker y Bob Brookmeyer estaban en el grupo y Mulligan todavía llevaba camisas con botones en las puntas del cuello. Años atrás lo escuchaba a menudo. Estoy hablando de otra época, antes de que ese tal Adam Ant, o como se llame, apareciese.

Adam Ant
, Adam Hormiga.

¡Qué nombres más estúpidos se ponen!

Me senté a la barra y me bebí despacio un J&B rebajado con agua, tomándome mi tiempo, mientras escuchaba los sublimes solos de Gerry Mulligan. Eran las nueve menos cuarto y ella todavía no había aparecido, pero no estaba preocupado. Seguramente la retenía el trabajo. Me sentía cómodo en aquel bar, y ya estaba acostumbrado a matar el tiempo solo. Mientras escuchaba la música, terminé la copa y pedí dos más. Como no había nada que mirar, contemplé el cenicero que tenía delante.

Llegó a las nueve menos cinco.

—Lo siento —se disculpó—, cosas del trabajo. De repente aquello se llenó de clientes y la persona que tenía que sustituirme no llegaba.

—No importa. No te preocupes —le dije—. Total, me daba igual matar el tiempo aquí que en otro lugar.

Propuso que nos sentáramos al fondo del local. Cogí mi copa y nos cambiamos de sitio. Cuando ella se quitó los guantes de piel, la bufanda a cuadros y la gabardina gris, y se quedó con un fino jersey de color amarillo y una falda de lana verde, me di cuenta de que tenía el pecho más grande de lo que parecía. Llevaba unos elegantes pendientes de oro. Pidió un
bloody mary
.

En cuanto le trajeron la bebida, tomó un sorbo. Le pregunté si había cenado. Me contestó que todavía no, pero que no tenía demasiada hambre, había comido algo a las cuatro. Di un sorbo a mi whisky y ella se tomó otro trago de su
bloody mary
. Debía de haber venido corriendo, porque se pasó medio minuto sin decir nada, recobrando el aliento. Mientras esperaba a que se relajara, yo cogía puñados de frutos secos, los inspeccionaba y los mordisqueaba.

Al final, soltó lentamente un suspiro larguísimo. Luego irguió la cabeza y me miró inquieta, como si también a ella le hubiera parecido demasiado largo.

—¿Un día duro? —le pregunté.

—Sí. Bastante. Todavía no me he adaptado del todo al trabajo y como el hotel, como quien dice, acaba de abrir, los de arriba también andan nerviosísimos.

Puso las manos sobre la mesa y entrelazó los dedos. En el meñique de la mano derecha llevaba un pequeño anillo de plata, corriente y sin adorno alguno. Los dos nos quedamos mirando el anillo un instante.

—Con respecto a lo del antiguo Dolphin Hotel —siguió—, ¿no andará usted recabando información o algo así?

—¿Información? —me sorprendí—. ¿Por qué?

—Sólo preguntaba —dijo ella.

Guardé silencio. Ella dirigió la mirada hacia un punto fijo de la pared mientras se mordía el labio.

—Al parecer, el hotel se ha visto envuelto en algún lío y los directivos están alarmados. Especulación, o algo por el estilo, con medios de comunicación de por medio… ¿Entiende? Si se escribiera sobre el asunto, el hotel podría verse en apuros. La imagen del establecimiento saldría perjudicada, ¿no cree?

—¿Se ha publicado ya algo en la prensa?

—Sí, en un semanario. Acusaron a la empresa de corrupción y de utilizar a la
yakuza
o a miembros de la derecha radical para echar a aquellos que se negaban a marcharse del terreno.

—¿Y el antiguo Dolphin Hotel tiene que ver con eso?

La chica se encogió ligeramente de hombros y dio otro sorbo al
bloody mary
.

—Imagino que sí. Por eso el encargado de recepción se puso nervioso cuando mencionaste el nombre del hotel. ¿No te pareció que estaba nervioso? Pero la verdad es que desconozco los detalles. Una vez oí decir que al Dolphin Hotel le pusieron ese nombre porque guarda alguna relación con el antiguo hotel.

—¿A quién se lo oíste?

—A uno de los de negro.

—¿Los de negro?

—Los jefes, que siempre visten de negro.

—¡Ah! —dije—. Aparte de eso, ¿has oído algo más sobre el Dolphin Hotel?

La chica negó con la cabeza y empezó a toquetearse el anillo del meñique con los dedos de la otra mano.

—Tengo miedo —murmuró—. Me muero de miedo. Tanto que no sé qué hacer.

—¿De qué tienes miedo? ¿De que salga en alguna revista?

Sacudió brevemente la cabeza y se quedó un rato con los labios apoyados contra el borde de la copa. Parecía inquieta por no saber cómo explicarlo.

—No es eso. Que aparezcan cosas en una revista no me incumbe, ¿no te parece? Eso sólo le quita el sueño a los jefes. Yo hablo de otra cosa. Del hotel en sí. Y es que en ese hotel pasan cosas extrañas. Anormales…

En ese punto se calló. Yo apuré el whisky y pedí otro más y, de paso, un segundo
bloody mary
para ella.

—¿Anormales…? —inquirí—. ¿Lo dices por algo en concreto?

—Claro que sí —respondió, un tanto molesta—, pero es difícil de explicar. Por eso no se lo he comentado a nadie. Lo que noté fue algo muy concreto, pero cuando lo intento describir, me da la impresión de que esa concreción se va diluyendo. Por eso no sé ni cómo empezar.

—¿Es como un sueño que parece real?

—No, tampoco. Cuando has soñado algo, con el paso del tiempo la sensación de realidad va desapareciendo. Pero con
esto
no pasa lo mismo. Siempre es igual, independientemente del tiempo. Siempre, siempre, siempre es real. Está ahí, tal cual, en todo momento. Salta de pronto ante mis ojos.

Me quedé callado.

—Está bien. Intentaré contártelo —dijo ella. Bebió un trago y se limpió los labios con una servilleta de papel—. Fue en enero, principios de enero, poco después de Fin de Año. Ese día me tocaba el turno de tarde; no suele tocarme, pero ese día no había gente para sustituirme y no me quedó más remedio, y el caso es que acababa a las doce de la noche. Cuando terminamos a esas horas, como ya no hay trenes, la empresa llama a taxis para que nos lleven a casa por orden. Acabé antes de las doce, me cambié de ropa y subí hasta la decimosexta planta en el ascensor de los empleados. Fui a esa planta, la decimosexta, donde está la sala de descanso para el personal, porque me había dejado olvidado un libro. Podría haberlo recogido al día siguiente, pero había empezado a leerlo y a la chica que iba a volver conmigo en taxi todavía le faltaba un poco para acabar. En la decimosexta, además de las habitaciones para clientes, hay esa salita destinada a los empleados, un cuarto donde descansar un rato, o tomarse un té, a la que voy de vez en cuando.

»Cuando llegué a la planta, se abrieron las puertas del ascensor y salí al pasillo, como siempre. No estaba pensando en nada. A todo el mundo le ocurre, ¿no? Cuando estás acostumbrada a algo o vas a menudo a cierto lugar, te mueves como un autómata, ¿verdad? Yo di un paso hacia delante, con toda naturalidad… Bueno, seguro que pensaba en algo, pero no recuerdo en qué… El caso es que estaba de pie en el pasillo, con las manos en los bolsillos del abrigo, y de pronto todo estaba negro a mi alrededor. Oscuro como boca de lobo. Me di la vuelta, sobresaltada, pero las puertas del ascensor se habían cerrado. Supuse que habría habido un apagón. Pero era imposible. Para empezar, el hotel cuenta con un generador eléctrico que, en caso de apagón, entraría en funcionamiento de manera automática y de inmediato. Al instante, seguro. Lo sé porque hicimos varios simulacros. Por lo tanto, en principio, el apagón queda descartado. En segundo lugar, aunque el generador estuviera averiado, están las luces de emergencia del pasillo, que permanecen siempre encendidas. Siempre tiene que haber una luz verde. Es así, ocurra lo que ocurra.

»Sin embargo, ese día el pasillo estaba negro. Las únicas luces eran las del indicador de la planta encima del ascensor, unos números digitales en rojo, y el botón de llamada. Por supuesto, le di al botón. Pero el ascensor iba hacia abajo y no volvía. Resignada, decidí inspeccionar la zona. Tenía miedo, por supuesto, pero al mismo tiempo empecé a agobiarme por todo el problema que eso representaba, ¿lo entiendes?

Negué con la cabeza.

—Pues porque, si de pronto se va la luz, quiere decir que existe algún problema en el funcionamiento del hotel, ¿no? A nivel eléctrico, estructural o lo que sea, lo cual provocaría un gran embrollo: tendríamos que sacrificar días festivos, aumentaría el número de simulacros, los jefes andarían con los nervios a flor de piel… Justo cuando empezaba a aclimatarme…

Le dije que la entendía.

—Cuanto más pensaba en los problemas que traería, más me cabreaba. El cabreo pudo más que el miedo, así que decidí ir a ver qué pasaba. Avancé dos, tres pasos. Lentamente. Y noté algo raro: mis pasos no sonaban como siempre. La sensación al pisar la alfombra no era la de siempre. Era más áspera. Yo soy muy sensible para esas cosas, así que no cabía duda. Además, también el aire era distinto. No sé cómo describirlo… Como estancado, y olía a moho. No tenía nada que ver con el aire de antes. El hotel tiene un excelente sistema de climatización. No se trata de un aire normal, sino de un
buen
aire que se distribuye por todo el edificio. Un aire natural, no como ese que hay en otros hoteles, que reseca la nariz. Era impensable tal peste a moho. Aquel aire era, en pocas palabras, aire viejo; de hace décadas. Olía como cuando, de pequeña, iba a casa de mis abuelos en el campo y abríamos el viejo granero. Como si muchos objetos antiguos hubieran permanecido encerrados y sin tocar durante una eternidad.

»Me volví hacia el ascensor, pero esta vez el botón y el número indicador de la planta en que estaba el ascensor también se habían apagado. No se veía nada. Nada funcionaba. Me quedé helada. Es lógico, ¿no te parece? Estar a oscuras da miedo, pero es que, además, todo a mi alrededor estaba demasiado silencioso. Todo había enmudecido. Ni el menor ruido. Muy extraño, ¿no? Si se produjera un apagón y todo quedase a oscuras, la gente empezaría a gritar. El hotel estaba completo, y sin duda se habría armado un buen jaleo. Y, sin embargo, el silencio era sepulcral. Me quedé petrificada.

Trajeron las bebidas. Los dos tomamos un trago. Ella dejó la copa sobre la mesa y se tocó las gafas. Yo aguardaba en silencio a que continuase.

—¿Me sigues?

—Sí, más o menos —asentí—. Subiste a la decimosexta planta y todo estaba oscuro. Olía raro. Estaba demasiado silencioso. Todo muy extraño.

Ella soltó un suspiro.

—Modestia aparte, no soy una cobarde. Es más, para ser chica soy más bien valiente. No me pongo a gritar cuando se apagan las luces de golpe, como hacen otras. Miedo sí tengo, pero no dejo que me domine. Por eso decidí comprobar qué sucedía, y empecé a avanzar por el pasillo a tientas.

—¿En qué dirección?

—Hacia la derecha —dijo ella, y acto seguido levantó la mano derecha y se cercioró de que había ido en esa dirección—. Sí, avancé hacia la derecha. Despacio. El pasillo seguía todo recto y, tras avanzar un trecho, torcía a la derecha. Al fondo vislumbré una luz tenue, muy débil. Parecía la luz de una vela muy lejana. Imaginé que alguien habría encontrado una vela y la habría encendido. Decidí acercarme y descubrí que la luz de la vela se colaba por la rendija de una puerta entreabierta. Una puerta rara, que yo nunca había visto; en todo caso, en el hotel no había puertas así. La cuestión es que de allí salía luz. Me quedé inmóvil delante de la puerta, sin saber qué hacer. No sabía si había alguien dentro; no quería encontrarme con ninguna persona rara, y aquella puerta no me sonaba de nada. Probé a llamar a la puerta con unos golpecitos. Sin embargo, sonaron mucho más fuerte de lo que había previsto, porque todo estaba en silencio. Pero nadie respondía. Esperé unos diez segundos, plantada delante de la puerta sin saber qué hacer. De pronto se oyó un ruido seco procedente del interior. Era como si alguien que vistiese prendas pesadas se levantase del suelo. También se oyeron pasos. Muy lentos.
Ras…, ras…, ras
… Como cuando se camina arrastrando las zapatillas. Paso a paso, se acercaba a la puerta. —La chica se quedó mirando al vacío, como recordando el ruido. Luego sacudió la cabeza—. En el momento en que oí ese ruido, me quedé aterrada. Me dio la sensación de que no eran pasos humanos. Me lo decía mi intuición, no podía basarme en nada concreto. Por primera vez supe qué es que se te hiele la sangre en las venas. Se me heló, pero de verdad. No es una figura retórica. Cogí y puse pies en polvorosa. Debí de caerme una o dos veces, porque luego vi que tenía carreras en las medias, pero de eso no me acuerdo. Sólo recuerdo que eché a correr despavorida. Mientras corría sólo pensaba en qué iba a hacer si el ascensor seguía averiado. Por suerte, funcionaba con normalidad. Los botones y el indicador de la planta estaban iluminados. El ascensor estaba en la planta baja y, cuando pulsé el botón, empezó a subir, aunque lentísimo. Subía con una parsimonia increíble. Segunda planta…, tercera planta…, cuarta… Yo pensaba «¡vamos, vamos!» y rezaba para que llegase enseguida, pero nada. Tardó una eternidad. ¡Parecía ir lento adrede!

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