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Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

Bailén (11 page)

BOOK: Bailén
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—Todo eso es pura fábula —afirmó D. José María con desenfado—. Aborrezco la falsedad y la jactancia, pues soy hombre que se dejaría hacer picadillo antes que decir una palabra contraria a la rigurosa verdad. Por tanto basta de fingidas diplomacias y de tratados que no han existido sino en la cabeza de Vd. En estos momentos seamos soldados, y dejemos a un lado los protocolos. Veremos si ahora, cuando en Bayona se sepa que yo sigo en España y que no pienso en partir a América, se retiran los franceses de nuestro país, porque francamente… Napoleón me conoce.

—Hombre, eso es demasiado fuerte —exclamó el diplomático soltando la risa—. Conque Napoleón…

—No extraño esas risas —dijo muy amoscado el artillero—. ¿Qué ha de hacer quien no conoce el peligro personal; qué ha de hacer un hombre que cuando entraron los franceses a saquear esta casa, se escondió debajo de la cama?

—Yo… —contestó con turbación el marqués—, si penetré en aquel apartado sitio, bien saben todos la causa, que no fue miedo ni mucho menos. En aquel instante me ocupaba mentalmente en buscar los términos más propios de un arreglo y transacción con aquella gente, y como el ruido no me dejaba pensar, busqué la soledad de aquel lugar recogido y pacífico, donde sin estorbo pudiera entregarme a mis sutilísimas disquisiciones. Lo incomprensible es que un militar viejo como Vd. buscase asilo detrás de un armario, mientras los franceses insultaban a las señoras.

—Nada, lo que he dicho siempre —repuso Malespina—. Es inútil esperar que los profanos hagan nunca justicia a las combinaciones de la ciencia. Todo lo ven bajo el aspecto vulgar, y lanzan al público las acusaciones más irreverentes. Hombre de Dios, ¿necesitaré explicar mi conducta? ¿Necesitaré decir que, convencido desde el principio de la imposibilidad de establecer en el patio un campo atrincherado, tuve que retirarme a esta sala, y apoyar mi centro de retaguardia en aquel armario, para operar con el ala derecha? Viendo que se acercaban con ímpetu formidable los franceses, hice un movimiento envolvente sobre mi ala izquierda, y me metí tras el armario, dirigiendo el raso de metales de la terrible arma de fuego que llevaba en mi bolsillo hacia el marco de la puerta, para que la trayectoria fuese directamente al patio. El enemigo, al ver mi actitud, retrocedió lleno de espanto, y he aquí cómo sin efusión de sangre se les obligó a la retirada.

Amaranta no podía contener la risa oyendo la disputa entre su tío y su amigo. Antes de que esta concluyera, entró la marquesa de Leiva y dijo:

—Acaba de llegar la
Gaceta Ministerial de Sevilla
. Creo que hoy trae la noticia de que ha muerto Napoleón.

—¡Jesús! ¿Qué dice Vd.?

—¿Dónde está, dónde está esa
Gaceta
?

Al punto corrieron el marqués y D. José María a la habitación inmediata. La marquesa, que no había parado mientes en mi persona, aunque le hice reverencias muy profundas, acercose a Amaranta, y mostrándole un medallón que en la mano traía, le dijo:

—¿Te gusta? ¿No es verdad que está parecido? El pintor ha hecho un hermoso retrato.

—Está muy bonito y se parece mucho —dijo mi antigua ama—. Veremos qué le parece a ese barbilindo cuando lo vea.

—Es extraño que no haya llegado ya. Su madre me decía que para el 12 pasaría por aquí.

El diplomático y Malespina aparecieron de nuevo, trayendo cada cual una hoja de papel impreso.

—Efectivamente, aquí está en letras de molde —dijo con grandes aspavientos el diplomático preparándose a leer—. Oigan Vds.:
Madrid 6 de Junio. El descontento de las tropas enemigas parece general, y corre muy válida la voz de que en Bayona hay insurrección y de que el Emperador está oculto, añadiendo algunos que herido
.

—Hombre, eso es importantísimo —exclamó Malespina—, aunque no me coge de nuevo, porque ya tenía noticias detalladas de este suceso.

—¿Que los franceses se sublevan contra Napoleón? —dijo la marquesa—. Dios les habrá tocado el corazón.

—Pero oigan Vds. estotra noticia —añadió Malespina—.
Toledo 4. Dícese que cerca de Gallur los franceses han sido derrotados por Palafox, dejando en el campo de batalla 12.000 muertos y un número infinito de heridos. Los españoles les tomaron 48 cañones y 12 águilas
.

—Hombre, magnífica victoria —exclamó el diplomático— ¿Pero qué dice aquí? ¡Oh, esta sí que es gorda!
Reus 8 de Junio. Aquí se habla de la muerte de Josef
[5]
Napoleón, de los varios partidos que dividen la Francia y de la sublevación del Rosellón. Si estas
noticias salen ciertas, podemos asegurar que llegó ya el día de la venganza y de la libertad de España
.

—Vienen muy satisfactorios estos dos números de la
Gaceta
—dijo Amaranta.

—Ya sabía yo todo eso —afirmó con aplomo el marqués—. ¡Pero que veo, santos cielos! Este sí que es notición. Oigan todos, oiga Vd., Sr. D. José María:
Valencia 10 de Junio. El ejército de Duhesme ha sido derrotado. Corren voces de que el castillo de Figueras está en nuestro poder; se repite la noticia del levantamiento del Rosellón y de la indignación con que ha visto toda la Francia la conducta de su Emperador con la España
.

Los sueltos que oí leer en aquella ocasión pueden verse en la
Gaceta Ministerial de Sevilla
, periódico oficial de la Junta Suprema. En sus breves columnas se insertaban diariamente despachos y noticias que remitían de todas partes. Dictábalas el entusiasmo y las devoraba la credulidad, y como nadie las discutía, el efecto era inmenso. Según la
Gaceta Ministerial
, todos los días era derrotado un ejército francés, y todos los días ocurría en Francia una insurrección para destronar al azotador de Europa. ¡Ah!, entonces corrían unas bolas, junto a las cuales son flor de cantueso las equivocaciones del moderno telégrafo.

—Oigan Vds. —exclamó la marquesa, que había tomado el periódico de manos del marqués—; esta sí que es noticia extraordinaria. Y no digan Vds. que la sabían, porque hasta ahora no se ha hablado en España ni en el mundo de semejante cosa. Atención:
Cádiz 14. Corre muy válida la voz de que la Francia está dividida en tres partidos: borbónico, republicano y bonapartista
. También dice que han desembarcado en Rosas 11.000 hombres con armas que vienen de Mallorca.

—¡Tres partidos! —exclamó el diplomático mirando a D. José María.

—¡Tres partidos! Ya lo sabía.

—¡Y yo también!… Pero corro a comunicar esta nueva a nuestros amigos —dijo el marqués levantándose.

—Aguarda —le indicó su hermana—. No olvides que esta tarde tienes que pasar por allí.

—¡Otra vez! —exclamó el diplomático—. Si no hay quien la haga salir. Le he prometido, le he rogado, le he amenazado, le he dicho mil finezas y ternuras, y nada, no quiere salir. ¿Por qué no vais vosotras?

—Sí, esta tarde iremos —afirmó detenidamente la marquesa—. Es preciso hacerla salir; porque sin ella no podemos volver a Madrid.

—¡Oh!, picarón… ya sabemos el secreto —dijo Malespina dirigiéndose con maliciosa expresión al marqués—. Ayer me hablaron del caso en varias tertulias… Ya sabía yo que había Vd. sido un terrible seductor… ¿Pero ahora salimos con eso?

—Amigo, es preciso reparar de algún modo los extravíos de una borrascosa juventud. Ya sabe usted que hasta hace quince años me llamaban el
azote de las familias
. Pero ya pasaron aquellos tiempos, y ahora…

—¿De modo que no vas esta tarde?

—Francamente —dijo el marqués—, en estos días me gusta salir a la calle lo menos posible. Suele haber tumultos… ¡la gente anda tan excitada!… ¡Qué susto me llevé la otra tarde en el barrio de San Lorenzo!… y como a causa de la gota no puedo correr…

—Y como en la calle no se encuentran camas para esconderse debajo de ellas… Vamos, vamos, señor marqués, y leeremos a los amigos estas estupendas novedades.

Salieron la artillería y la diplomacia, y como la marquesa había salido de la habitación un momento antes, quedamos solos otra vez Amaranta y yo.

—Sigue contando —me dijo—. Y ese señor tendero con quien servías, ¿ha venido contigo a Córdoba?

—No señora, yo no he vuelto más a aquella casa. Salí de Madrid acompañando al Sr. de Santorcaz.

—¡Santorcaz! —exclamó la dama, poniéndose encarnada y después pálida como una difunta—. ¿Quién? ¿Quién has dicho?

—D. Luis de Santorcaz, señora, un caballero castellano que ha venido ahora de Francia.

Amaranta parecía experimentar una conmoción profunda. Para disimularla se levantó fingiendo buscar algo, dio media vuelta, sentose de nuevo, después se puso la mano sobre los ojos, y finalmente, rompió una flor de trapo que tenía entre sus manos.

—¿Qué estabas diciendo, que no te oí…? —me preguntó.

—Que el Sr. de Santorcaz…

—Deja a ese hombre… no hables de lo que no me interesa. ¿Conque antes decías que los tenderos de la calle de la Sal martirizaban a la joven…?

—Sí señora, mucho. Aquello me desgarraba el corazón —contesté sin cuidarme de disimular los tiernos sentimientos de mi alma.

—Era natural que te interesaras por la desgracia.

—Es que yo había conocido a Inés antes de que fuera a aquella casa. La había conocido cuando estaba con su tío el buen D. Celestino del Malvar. Nos conocíamos los dos, señora, y como ella era tan buena, y yo también… porque yo era muy bueno… En fin, señora, yo no puedo ocultar a usía la verdad.

—Dímela de una vez.

Dejándome llevar de la impetuosa pena que pugnaba por desbordarse en mi afligido pecho, y olvidando toda consideración, todo tacto, toda prudencia, con el acento de la verdad y de un dolor inmenso, dije lo siguiente, sin reflexión ni cálculo alguno:

—Señora, Inés y yo éramos novios… Yo la amo, yo la adoro… ella también…

Amaranta se levantó rápidamente, y en su semblante observé señales de repentina cólera. Mandándome callar, después de decirme que era un desvergonzado y un truhán, agitó con inquieta mano una campanilla.

¡Altos cielos! ¡Por qué no os hundisteis sobre mí! Entró un criado, y Amaranta le mandó que me pusiera al instante en la puerta de la calle.

- XII -

El criado, cumplidor de la ignominiosa orden, era un segundo mayordomo llamado Román, que desde su niñez servía en la casa. Desde que le conocí en el Escorial, aquel hombre me había inspirado inexplicable antipatía, y digo esto y además le nombro, para que mis lectores le tengan presente, por si casualmente figurase después un poco en los raros sucesos de esta historia.

¿Será preciso que hable de mis tormentos morales en los días siguientes a aquel suceso? ¡Dios mío! Voy a aburrir a mis lectores, abusando de la gentil cortesía que les movió a fijar sus ojos en estas relaciones. No, más vale que devore en silencio mis penas y les hable de otros asuntos, que así alcanzaré la doble ventaja de proporcionarles útil entretenimiento, y de calmar mis pesares, adormeciéndoles con el beleño de patriótico entusiasmo.

En Córdoba reinaba gran impaciencia por la tardanza del ejército de Castaños. Entonces, como ahora y como siempre, los profanos en el arte de la guerra arreglaban fácilmente las cuestiones más arduas, charlando en cafés y en tertulias, y para ellos era muy fácil, como lo es hoy, organizar ejércitos, ganar batallas, sitiar plazas y coger prisionero a medio mundo. A los profanos se unían los bullangueros y voceadores que entonces ¡santo Dios!, pululaban tanto como en nuestros felices días, y entre aquellos y estos y el torpe vulgo, armaban tal algazara, que no sé cómo las Juntas y los generales podían resistirla.

Principiaron a hacerse comentarios muy diversos sobre la lentitud con que Castaños organizaba sus tropas; unos aseguraban que tenía miedo; otros que estaba decidido a dar la batalla, pero que seguro de perderla, tenía tomadas sus medidas para retirarse a Cádiz y huir a América con lo más granado de sus tropas; otros, en fin, se atrevieron a más, y pronunciaron la palabra
traidor
. Esta palabra no era entonces palabra, era un puñal: víctimas de ella fueron Solano en Cádiz, Filangieri en Galicia, Cevallos en Valladolid, Ordóñez en Palencia, el conde del Águila en Sevilla, Trujillo en Granada, Torre del Fresno en Badajoz, el barón de Albalat en Valencia. Inútil era decir a los impacientes de Córdoba que un ejército no se instruye, arma y equipa en cuatro días: nada de esto entendían. Aunque al través del tiempo nos parezca lo contrario, entonces se chillaba mucho, y también había quien tomara muy a pechos los asuntos de la guerra sólo por el simple placer de meter ruido, y también para hacerse notar. Todos los días oíamos decir: «mañana viene el ejército» o «ya ha salido de Utrera, ya está en Carmona…». Pero pasaban días y el ejército no venía.

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