Y Miranda, rindiéndose entre sus brazos, musitó:
—No te rechazaré, Valentine. No te rechazaré.
Grace escribió en su diario:
Me siento como una ardilla en una rueda. Una y otra vez curo las mismas dolencias, a menudo en las mismas personas. Acuden a mí con fiebres, resfriados y gripe, con parásitos intestinales, con tétanos, con malaria, tina y llagas que no se curan nunca. Toman por milagros mis remedios sencillos con epsomita y quinina, pero esto no me satisface. Lo que debo hacer es enseñarles a cambiar sus modos de vida. ¡Esas chozas terribles sin ventilación, dormir con las cabras, beber la misma agua con que se lavan y donde se zambullen sus animales! ¡Y los pobres chiquillos que sufren quemaduras porque nadie vigila las hogueras donde preparan la comida! Acuden a mí y yo les doy medicina y se vuelven a sus sucias chozas y continúan con sus costumbres antihigiénicas, de modo que vuelvo a verlos al cabo de una semana, la misma gente con las mismas dolencias. O quizás algunos ya hayan muerto, al final, a causa de ellas. Y, al parecer, no hay forma de hacerles entender que no basta con venir a que les aplique un tratamiento cuando la dolencia se manifiesta, sino que deben hacer algo en relación con sus condiciones de vida ¡y erradicar las causas de su enfermedad de buen principio!
Grace dejó la pluma y se dio masaje en la nuca. Estaba sentada a la mesa del comedor, escribiendo a la luz de una sibilante lámpara de petróleo. En el exterior, una tierna noche africana abrazaba el río. El aroma del jazmín silvestre llenaba el aire; un búho solitario silbaba lúgubremente.
Se encontraba a solas en el bungalow. Mario se había ido al poblado para asistir a una danza ceremonial y Sheba se hallaba en uno de sus merodeos nocturnos. Mientras miraba las sombras que poblaban todos los rincones, Grace pensó en el montón de ropa que tenía que remendar, en las vendas que había que enrollar, en las cartas que debía escribir a las amistades de Inglaterra, que les debía desde hacía mucho tiempo. Pero eran las diez. Se había levantado al amanecer y se volvería a levantar al cabo de pocas horas para empezar otro largo día.
Cogió la pluma y escribió:
Necesito ayuda desesperadamente. Necesito maestros. No puedo curar la desnutrición ni las enfermedades parasitarias de los africanos si no cambian de vida. Yo sola apenas puedo hacer nada; me es imposible llegar a todos ellos. Tengo que quedarme aquí y atender a la gente que viene a la clínica.
¡Si al menos la hechicera no estuviese cerca! Wachera es mi perdición. Es el principal obstáculo con que tropiezo. Wachera aboga por la conservación de las viejas costumbres. La gente la teme y la respeta; hace todo lo que ella dice. Cuando la medicina de Wachera no logra curarlos, entonces vienen a mí. Pero siempre acuden primero a ella. El sendero que lleva a su choza está trillado. Acuden a ella en busca de filtros de amor, de sortilegios contra la enfermedad. Ella dirige los antiguos ritos religiosos entre los kikuyu. Creen que Wachera es su vínculo directo con Dios y los antepasados. Mientras se permita que Wachera siga con sus tonterías supersticiosas, pocos progresos haré entre la gente de la región.
¡Ojalá Valentine hubiese conseguido hacerla regresar a la otra orilla del río! ¡Y ojalá hubiera insistido! Pero ella vuelve continuamente a ese lugar junto al río, y Val se ha dado por vencido, pensando que no valía la pena molestarse. Se ha acostumbrado a ver la choza cerca de la portería sur del campo de polo, pero para mí esa choza es una burla ¡y un recordatorio constante de mi impotencia!
Le pedí a Lucille Donald que volviera. Dejó de dar las clases bíblicas en enero porque, según dijo, las lluvias habían echado a perder el camino y resultaba muy difícil ir y venir de Kilima Simba. Pero después de secarse el camino, continuó sin venir. Afirma que tiene demasiadas cosas que hacer en su propio rancho para venir aquí y tratar de enseñarles la Biblia a los pocos chiquillos que se toman la molestia de asistir a clase. Además, la Biblia no es lo que necesitan. Le dije a Lucille que… que los niños necesitaban aprender algo más útil, como, por ejemplo, a leer y escribir, a cuidar la salud y cosas así; y luego, en abril, tuvimos aquella discusión. Lucille no ha vuelto desde entonces, y ahora me doy cuenta de que debió de disgustarse más de lo que me pareció en aquel momento, ¡cuando le dije que el cristianismo ocuparía un lugar secundario en mi misión!
Pero quizá tenga que cambiar de idea. La delegación de la sociedad misionera llega la próxima semana de Inglaterra y tengo que estar preparada. No perderé todo aquello por lo que he trabajado. No puedo permitirles que me obliguen a renunciar a mi sueño. Pero se me ha ocurrido un plan que creo que dará resultado. Sin embargo, necesito la cooperación de Lucille…
Grace cerró su diario, volvió a guardarlo en el cajón y se dirigió a la puerta principal. Antes de abrirla, se echó un chal sobre los hombros. La fría oscuridad se hallaba a unos pocos pasos de su galería. Polillas y mariposas revoloteaban alrededor de la solitaria lámpara de parafina que colgaba de una viga. A su derecha, surgían de la selva los ritmos de tambores africanos; a su izquierda, muy por encima de ella, se oían acordes de piano en Bellatu: Rose volvía a tocar, tratando de llenar el silencio entre aquellas paredes.
Grace se sobresaltó.
Algo se movía en el sendero hacia el bungalow.
Mientras cogía el rifle que tenía colgado en el porche, para casos de apuro, Grace intentó ver en la oscuridad, averiguar de qué se trataba.
Al poco, una figura humana se hizo visible. Un hombre que cojeaba. ¡James!
—¡Hola! —dijo él—. Veo que sigues en pie.
Grace se apretó el chal sobre el pecho. James nunca la había visitado por la noche.
—No te entretendré —dijo James, subiendo los escalones—. Ya sé que es tarde, pero volvía a casa después de visitar al oficial de distrito en Nyeri y decidí dejarme caer por la casa y hablar con Valentine. Pero se ha vuelto a ir de safari, así que miré desde lo alto, pensando que tal vez estarías levantada, y vi que tenías la luz encendida. Toma —le ofreció un par de perdices—. Son para ti.
—¡Gracias! Entra, por favor.
Cuando James, tan alto y cubierto de polvo del viaje, llenó su minúscula salita de estar, Grace se dio cuenta súbitamente de lo pequeño y femenino que se veía su bungalow.
—¿Te apetece una taza de té? —preguntó.
James titubeó y, al encender más lámparas, Grace le notó un aire de turbación. Puso la marmita en el fuego para hervir agua y midió tres cucharaditas que echó en la tetera.
—Es la nueva mezcla Condesa de Treverton de Brook Bond. Muy cara, pero Rose me regala paquetes de ella. Siéntate, por favor.
—¿Estás segura de que no te molesto?
Grace se sentó en la segunda silla, cruzó los brazos y vio que James no sólo parecía incómodo, sino que algo le preocupaba.
—No pensaba acostarme todavía —dijo Grace—. Aún tengo que hacer un millón de cosas. Esa visita que le has hecho al oficial de distrito, ¿era oficial?
—Sí. Llegó a mis oídos que algunos tipos de la frontera norte estaban introduciendo ganado aquí desde una zona que está en cuarentena. Si no les echan el guante, conseguirán que la peste bovina se propague por toda la región. ¡Y todo mi rebaño se irá a paseo! De todos modos, ya han salido patrullas. Me imagino que darán con ellos. Oh, antes de que se me olvide —le entregó una alforja de cuero—. De parte de la esposa del oficial de distrito. Dijo que era en agradecimiento por la extracción de un diente.
Grace miró el contenido de la alforja; parecía una chiquilla el día de Navidad.
—¡Bendita sea! —exclamó, sacando una lata de galletas variadas, un budín de ciruelas y varios tarros de compotas y miel.
Guardó los obsequios y, al devolverle la alforja, observó su expresión preocupada.
—¿Ocurre algo, James?
James miró la chimenea fría y oscura y permaneció pensativo durante unos momentos. Luego dijo:
—Algunos de mis hombres han enfermado de disentería, y se me ha terminado el aceite de hígado de bacalao. Me preguntaba si…
Grace se levantó y fue adonde tenía el armario lleno de medicamentos. Volvió con una botella y la dejó sobre la mesa entre las dos sillas Morris.
—Todo lo que tengo es tuyo, James.
—Gracias —dijo él, y volvió a guardar silencio.
Escucharon la noche durante unos minutos y Grace se preguntó cuál sería el verdadero motivo de la visita. Finalmente James dijo:
—¿Cómo anda la clínica?
—Vamos arreglándonos. Pero el problema es la enseñanza. He escrito tantas cartas pidiendo que vengan enfermeras y maestros a trabajar en los poblados. En su lugar, me mandan un equipo de inspección. Pero, ¿sabes, James? —dijo, inclinándose hacia él—, se me ha ocurrido un plan. Me preguntaba si Lucille me ayudaría mientras los de la sociedad estén aquí. Quizá dando clase cuando se presenten. Historias de la Biblia, cosas así. Sería una ayuda, desde luego. ¿Qué te parece? ¿Se lo pido?
James la miró cara a cara y Grace adivinó la respuesta antes de que la pronunciase.
—Lucille no te ayudará.
—¿Por qué no?
—Porque ella fue quien envió la carta de queja a la sociedad misionera.
Grace lo miró fijamente. James apartó los ojos y dijo:
—Lo supe esta mañana. Ella me lo dijo.
La noche pareció acercarse más, reptando, como si tratara de atisbar por las ventanas del bungalow. Las adelfas crujieron; luego se oyeron las risitas nerviosas de las hienas que andaban en busca de desperdicios. Finalmente la marmita silbó y Grace fue a sacarla del fuego. Echó la mitad del agua caliente en la tetera, luego se detuvo, dejó la marmita sobre la mesa y volvió a entrar en la salita.
—¿Por qué, James? —susurró—. ¿Por qué lo hizo?
—Me temo que en realidad no lo sé. Me llevé una sorpresa tan grande como la tuya. No me explico qué es realmente lo que le ha pasado a Lucille —miró a Grace con expresión de infelicidad—. Hace diez años, cuando nos casamos y la traje al África Oriental, la idea de vivir aquí parecía entusiasmarla tanto. Pero, verás, ella y su madre estaban tan unidas. El padre murió cuando Lucille era pequeña, y no tiene hermanos ni hermanas. Cuando la conocí, ella y su madre vivían en el piso de una pequeña tienda, y, como te digo, estaban muy unidas. Hubo escenas desagradables cuando nos fuimos. Lucille y su madre se separaron enfadadas. La señora Rogers no quería que su hija fuera la esposa de un colonizador.
James sacó una pipa del bolsillo de la camisa, la llenó y encendió como si se tratara de un ritual, luego continuó:
—De modo que decidimos que lo mejor sería traer a su madre aquí cuando estuviéramos instalados. El África Oriental es un buen sitio para pasar la jubilación, siempre y cuando se tenga una casa como es debido y se viva cómodamente. Empezamos a ahorrar y a trazar planes. La señora Rogers viviría con nosotros en Kilima Simba. Creo que ese sueño fue lo que permitió a Lucille soportar la conmoción que le causó su nueva vida. Y al principio fue una conmoción, no te quepa duda. Se pasó varios días llorando después de ver el rancho. Pero luego comenzó a escribirse con su madre y a enviarle folletos sobre el protectorado, y a su madre empezó a gustarle la idea. Iba a reunirse con nosotros este año.
—¿Qué ocurrió?
—Murió, de pronto, inesperadamente. Sólo tenía cincuenta años. Lucille se llevó un disgusto tremendo. De eso hace sólo dos años y como todavía estábamos en guerra, le resultó imposible volver a casa para el entierro. Creo que fue entonces cuando empezó a cambiar.
—¿A cambiar? ¿Cómo?
—De forma imperceptible, tanto, que hasta ahora no me había dado cuenta. Sacó la vieja Biblia de la familia y empezó a leerla por las noches. Luego se relacionó con los metodistas de Karatina. Cuando se enteró de que la hermana de Valentine iba a fundar una misión aquí le entró una especie de éxtasis.
—Entiendo —dijo Grace, levantándose y volviendo a la cocina. Después de llenar la taza de té y dársela, dijo con voz tranquila—: ¿Te dijo lo que escribió en la carta a la sociedad?
—No —James removió su té pensativamente, observando las vueltas que daba la cucharilla—. Ahora pienso que cometí un error trayendo a Lucille al África Oriental. Sólo tenía diecinueve años y yo, veintidós. Y era una chica bastante romántica. Cuando finalmente llegamos a Kilima Simba, la decepción la dejó sin habla.
—A muchas esposas, y también a muchos esposos, les ocurre lo mismo. Se llevan una sorpresa la primera vez que ven su nuevo país.
—Debería habérmelo imaginado. Yo nací aquí, me crié aquí. Debería haber comprendido que esta vida era muy diferente de la que ella llevaba en Inglaterra —James dejó la taza y se quedó de pie junto a la chimenea. Su aire normalmente tranquilo aparecía alterado por gestos bruscos y en su cuerpo se notaba una tensión apenas contenida—. Si supieras cómo lamento todo esto, Grace.
—Y yo que creía caerle bien a Lucille —dijo Grace.
—Y así es —dijo James. Luego, en voz más baja, añadió—: Nos caes bien a los dos.
Grace no se sintió con ánimos de mirarle, no quiso permitirse sucumbir ante su tono, ante la presencia masculina que llenaba su casa. De repente se sintió enfadada y triste al mismo tiempo, y confundida por la traición de una amiga.
—¿Qué debo hacer cuando llegue la delegación?
—Me gustaría ayudarte.
Ella meneó la cabeza.
—Me temo que no hay nada que tú puedas hacer. Me equivoqué al pensar en engañarles. Las personas de Suffolk contribuyen a lo que ellas creen que es un ministerio cristiano. Tienen derecho a saber adonde va a parar su dinero —se levantó y cuadró los hombros—. Sencillamente tendré que buscar una forma de apaciguarlas, o de convencerlas del valor de lo que trato de hacer aquí; o incluso puede que tenga que idear algún modo de arreglármelas sin ellas. No lo sé.
James dio un paso hacia ella y se miraron.
—Grace, dime que esto no perjudicará nuestra amistad.
Grace sintió un nudo en la garganta.
—Nada del mundo podría perjudicarla, James.
—Seguirás visitándonos en el rancho, ¿verdad?
Pero Grace titubeó.
James dio media vuelta y descargó un puñetazo en la palma de la mano.
—¿Cómo es posible que las cosas se hayan estropeado así? Creía que Lucille era feliz. Parecía serlo —con el cuerpo tenso, empezó a recorrer la minúscula salita de un lado a otro—. Se ha portado tan bien con el rancho y los niños. En diez años no se ha quejado nunca —se detuvo repentinamente y miró a Grace con expresión de dolor—. Lucille es una mujer buena y no sé qué haría sin ella. Pero… esta mañana me puse furioso, fuera de mí, cuando me dijo lo de la carta. Me puse a gritar y dije algunas cosas desagradables. No quería decirlas, pero sólo podía pensar en… —bajó la voz—. Grace, tú eres una de las mejores cosas que nos han ocurrido a este país y a mí. Lo único que podía pensar era que si Lucille había echado a perder nuestra amistad…