Bajo el sol de Kenia (85 page)

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Authors: Barbara Wood

Tags: #Novela histórica

BOOK: Bajo el sol de Kenia
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—Así será, Tim. Además, no estaré sola. Tendré a Deborah.

Tim evitó que sus ojos se cruzaran con los de Grace. Deborah era un tema de conversación que le resultaba incómodo. Tal vez si ocho años antes Mona hubiera accedido a casarse con él…

Pero no. Tim no era de los que se casaban. Necesitaba su libertad, necesitaba sus amistades especiales, entre las que no había mujeres. En cuanto a la niña, bueno, Mona opinaba lo mismo, que Deborah era una equivocación y el recordatorio turbador de una noche que ambos preferían olvidar.

—Antes de irme, doctora T. —dijo con voz queda, los ojos clavados en el suelo de lona—, hay algo que quiero decirle. No sé, sencillamente no me siento capaz de irme a Australia sin antes desahogarme. Es algo relacionado con la noche en que mataron al conde.

Grace esperó.

Finalmente Tim alzó los ojos.

—Yo era el tipo de la bicicleta.

Grace lo miró fijamente.

—¡Aunque yo no maté al conde! Pero no era eso lo que quería decirle. Lo que ocurrió fue que no podía dormir aquella noche, así que bajé a tomar una copa y vi al conde en la calzada, subiendo a su coche. Me pregunté qué se traería entre manos. Cuando se hubo ido, salí y vi la bicicleta. Decidí seguirlo. Vi que el coche tomaba la carretera de Kiganjo. Conducía a tanta velocidad, que trabajo me costaba seguirle, de modo que tardé bastante en darle alcance. Vi que el coche estaba parado junto a la carretera, con el motor todavía en marcha. Al acercarme, creí, que el conde se había dormido. Como había bebido tanto…

—Sí, lo recuerdo.

—Me detuve al lado del coche y miré dentro. Entonces pensé que quizá estaba enfermo o algo así. De manera que me apeé de la bicicleta y resbalé por culpa del barro. Por eso había barro en el asiento del pasajero. En cuanto vi la pistola en su mano y la herida de bala en la cabeza, comprendí lo que había sucedido. Quien lo hizo debió de huir momentos antes de mi llegada. No vi a nadie, no oí nada. Y luego, como estaba muy asustado, tiré la bicicleta entre los matorrales cuando se me reventó un neumático y volví corriendo a Bellatu.

—¿Por qué no le dijiste esto a la policía?

—¿De qué hubiera servido? No podía decirles quién lo había hecho. Y me habrían detenido sospechando que era el asesino del conde. Todo el mundo sabía que nos odiábamos.

Miró a Grace y añadió en voz baja:

—Supongo que nunca sabremos quién lo hizo, ¿verdad?

—No, supongo que nunca. Pero me parece que ya no tiene importancia. Casi todos los que tuvieron que ver con ello han muerto. Lo mejor es olvidarlo.

—Entonces le deseo unas buenas noches, doctora T. ¡Mañana por la mañana Geoffrey nos va a llevar de paseo!

Grace le ofreció la mano y Tim la tomó.

—Cuídate, Tim —dijo—. Y buena suerte.

* * *

Geoffrey sabía por experiencia que las mujeres que más se resistían acababan sucumbiendo ante la magia y el hechizo de la selva africana. Tenía incontables clientes que podían atestiguarlo. Así que cuando se dirigía en plena oscuridad hacia la tienda de Mona, recordando su animación durante la cena, cómo le ardían las mejillas, albergaba grandes esperanzas. Y llevaba una botella de champán frío.

Mona no pareció sorprenderse nada al verle en la entrada de su tienda, lo que aumentó todavía más las esperanzas de Geoffrey. Pero el tono de voz de Mona le pilló desprevenido al decirle:

—Me alegro de que hayas venido, Geoff. Tengo algo que decirte.

—¿De qué se trata? —preguntó él, descorchando la botella. Cuando le ofreció una copa a Mona, ella dijo que no.

—He vendido la plantación, Geoffrey.

Geoffrey la miró y luego, aturdido, se sentó.

—¡No lo dices en serio! ¿Toda?

—Hasta la última de las dos mil hectáreas.

—¡Dios mío, creía que nunca ibas a venderla! ¿Qué te hizo cambiar de parecer?

Mona apartó la mirada. Había aplazado hasta ahora el momento de darle la noticia porque sabía que acabarían discutiendo. Pero casi no quedaba tiempo y tenía que decírselo.

Sin embargo, no podía decirle la verdad. Que había decidido vender la plantación de café a causa de un niño pequeño.

Tras encontrar a Deborah y Christopher Mathenge en el dormitorio de sus padres, Mona había llorado como nunca. Se había acostado y finalmente había desahogado todas las lágrimas y todo el dolor que llevaba dentro desde la noche en que muriera David. Y luego, al serenarse, una vez derramadas todas las lágrimas, afrontó la fría realidad y comprendió que no podía seguir viviendo en Bellatu y ver cómo aquel niño crecía hasta convertirse en un segundo David.

Y había sacado la conclusión de que tenía que irse de Kenia para siempre, volver la espalda al país donde había nacido, el único país que conocía, y encontrar un lugar nuevo en otra parte.

—Sabes que la plantación tiene dificultades para mantenerse a flote, Geoff. Después de perder la cosecha en 1953, después de que la mayoría de mis trabajadores se fueran durante lo del Mau-mau, y después del año lluvioso de 1956, cuando las lluvias duraron demasiado y las bayas se pudrieron en los árboles… bueno, sencillamente no he podido rehacerme. Así que le vendí la plantación a un asiático que se llama Singh. Estoy segura de que hará algo provechoso con ella.

—¡No puedo creerlo! ¡Asiáticos viviendo en Bellatu!

—La casa no se la vendí. Me la he quedado. Después de todo, la casa es la herencia de Deborah.

—Hiciste bien. Y te diré algo más, Mona. Me alegra que hayas vendido la plantación. Ahora podrás venir a trabajar para mí. Voy a abrir una oficina muy elegante en Nairobi, y necesito a alguien que me la lleve.

—¡Oh, Geoffrey! —exclamó Mona, volviéndose para mirarle cara a cara—. ¡Qué locura! ¡Turistas! ¡En Kenia! ¡Te ha dado una insolación! ¿De veras crees que la gente querrá venir aquí de vacaciones? ¿Es que no ves hacia dónde se encamina Kenia? ¡De vuelta a la jungla y a las chozas de barro! ¡En cuanto se declare la independencia, este país se desintegrará, se hundirá en la anarquía, y tu piel blanca no valdrá ni seis peniques!

Geoffrey la miró con fijeza, sorprendido al principio por su arranque, pero finalmente comprendió lo que Mona decía. Hablando lentamente dijo:

—¿Qué quieres decir con eso de que mi piel blanca no valdrá ni seis peniques? ¿Dónde estarás tú?

Mona tomó asiento en el borde de la cama y se miró las manos.

—Me voy a Australia con Tim.

—¡Qué! —Geoffrey se levantó de un salto—. ¡No lo dirás en serio!

—Hablo en serio, Geoff. Alice me ha pedido que vaya a vivir con ella. Tim lo decidió hace ya meses. No queremos seguir viviendo en Kenia.

—¡No puedo creerlo! —gritó Geoffrey—. ¡Te vas a escapar con ese… ese maricón!

—¡No eres justo, Geoffrey!

—¿Es a causa de Deborah? Al fin y al cabo, todo el mundo sabe que es hija suya.

—No, no es por Deborah. No vamos a casarnos ni nada parecido. Los tres sencillamente viviremos y trabajaremos juntos, criando ovejas. Ya he terminado con los hombres y los maridos y toda esa monserga. Seremos sencillamente una familia que vive en paz. Es lo que queremos Tim y yo. Sé que te cuesta creerlo, Geoffrey, pero Deborah no significa nada para mí. De hecho, no voy a llevarla conmigo. He dispuesto que viva con la tía Grace.

Geoffrey se había quedado sin habla. De pronto se encontraba ante una mujer a la que no conocía, a la que no quería conocer. Finalmente, con voz apagada, dijo:

—Pienso que es monstruoso.

—Piensa lo que quieras, Geoff…

—¡Maldita sea, Mona! ¿Cómo puedes abandonarla así? ¡Tu propia hija! ¿Qué clase de madre eres?

—No me vengas con sermones sobre el deber y las responsabilidades, Geoffrey Donald. Párate a pensar, siquiera un minuto, en qué clase de marido eres tú. ¡Pero si toda la colonia está enterada de tus escapadas con tus clientes femeninas y las esposas de tus clientes masculinos! Antes eras un hombre honorable, Geoffrey. ¿Qué pasó?

—No lo sé —dijo él en voz baja—. No sé qué es lo que nos ha pasado. Todos hemos cambiado.

Se acercó a la puerta de la tienda, la botella de champán en la mano, y se detuvo para mirar a Mona. Habían crecido juntos; él le había dado a Mona su primer beso. Sus cartas le habían ayudado a soportar la soledad en Palestina. ¿Qué error habían cometido? ¿Qué desvío erróneo en el camino los había conducido a esa situación?

—Buenas noches —dijo, sintiéndose desdichado, y se fue.

Mona lo observó, vio su silueta fundiéndose con la oscuridad de la noche, hasta que sólo quedó el ruido de sus pasos, que luego también se apagaron.

Se aferró al poste de la tienda y escuchó el rugir de los leones en la selva cercana. Parecían tan solitarios, tan tristes, como si intentaran encontrarse los unos a los otros. Mona contempló Kenia, su hogar, y pensó en el pequeño tren, ahora una curiosidad de museo, que en cierta ocasión avanzara en una noche como ésa mientras la asustada condesa daba a luz en uno de los vagones.

Finalmente, cerró los ojos y susurró un
«kwa heri»
a Kenia, un adiós.

Capítulo 55

Mamá Wachera observó a la bestia con cautela.

Aunque ahora ronroneaba inofensivamente, momentos antes rugía y levantaba una nube de tierra. Era enorme y amenazadora, y mamá Wachera no se fiaba de ella.

—Ven, mamá —dijo el doctor Mwai, abriéndole la portezuela del automóvil—. Tendrás el honor de viajar en el asiento delantero.

Christopher y Sarah ya estaban sentados detrás, a ambos lados de su madre.

Mamá Wachera miró el rostro sonriente de aquel africano que vestía un traje europeo y llevaba reloj y anillos de oro. Sabía que debía tenerle respeto. Era un sanador como ella misma, lo que llamaban «médico», pero en nada se parecía a los sanadores de antaño. ¿Dónde estaban su calabaza mágica, su saco de preguntas, su bastón sagrado, adornado con orejas de cabra? ¿Por qué no se cubría con el tocado ceremonial? ¿Dónde estaba la pintura ritual en la cara y los brazos? ¿Conocía las canciones y los bailes sagrados? Sin poder evitarlo, la hechicera sentía un ligero desprecio por aquel hombre.

—¡No temas, mamá! —dijo Wanjiru alegremente desde dentro del automóvil—. No te hará daño.

¿Temer? Wachera no había tenido ningún miedo en toda su vida.

Adoptó una postura digna y se acercó al vehículo ronroneante. Durante unos momentos el pasado y el presente se encontraron cuando el cuerpo pequeño y oscuro de mamá Wachera, con las cuentas y pellejos tradicionales, cruzó la portezuela abierta. Luego se encontró dentro y se puso a mirar estoicamente por el parabrisas.

La ocasión era tan monumental —¡mamá Wachera iba a Nairobi en automóvil!— que gentes del poblado y del otro lado del río y de la misión habían acudido a despedirla. Era el Día de la Independencia y los Mathenge iban a asistir a las ceremonias en el estadio de la Uhuru. A los que acudieron a despedirle no les pasó por alto la importancia del hecho: que su querida y venerada hechicera fuese testigo del nacimiento de Kenia. Cuando el coche empezó a moverse, todos prorrumpieron en vítores y corrieron tras él, gritando y agitando las manos.

Al notar que el automóvil se ponía en marcha, el primer impulso de Wachera fue agarrarse al borde del asiento. Pero, como habría sido indigno mostrar miedo ante otras personas, permaneció sentada tranquilamente con las manos en el regazo. Su expresión se mantuvo serena mientras árboles y chozas pasaban velozmente, pero el corazón le latía con violencia al ver que el mundo se movía mientras ella se encontraba sentada.

—Todo irá bien, mamá —le había dicho Wanjiru, intentando tranquilizarla—. El doctor Mwai tiene un Mercedes y conduce muy bien.

Esas palabras no significaron nada para Wachera, que había anunciado su intención de ir a pie hasta Nairobi.

—¡Pero tardarías semanas en llegar! —había exclamado Wanjiru—. En el coche son sólo tres horas.

Aun así, Wachera no estaba segura de que fuese decente. Andar era honorable; era lo que hacían los antepasados. Viajar sobre ruedas era una costumbre de los
wazungu
y, por ende, no podía ser africana ni respetable.

Pero no tenía elección. Si quería ir al estadio y ver cómo arriaban la bandera británica, tendría que viajar en el coche del doctor Mwai.

Pensó en sus nietos, que viajaban en el asiento de atrás, excitadísimos a causa de la emoción. Aunque Christopher y Sarah habían viajado en camiones de transporte del ejército, para ellos nada podía compararse con la emoción de viajar en un «Benzi». Sarah, de ocho años, apenas podía estarse quieta, con su vestido y sus zapatos nuevos. Christopher iba sentado cerca de la ventanilla y saludaba a todo el mundo con la mano, la sonrisa tan radiante como la camisa blanca que llevaba con sus pantalones largos. Por ellos había accedido mamá Wachera a ir en el Benzi del doctor Mwai. Y ahora estaba contenta porque oía su charla y sus risitas en el asiento de atrás, y eso la ayudaba a vencer el temor que le producía ir en un automóvil. La hechicera vivía para sus dos nietos. Eran todo lo que tenía y hubiese sido capaz de hacer cualquier cosa por ellos.

Pasaron por delante del gran campo vallado donde, hacía incontables cosechas, se alzaba la higuera sagrada y donde la anciana Wachera había construido su nuevo hogar, mucho antes de la llegada del hombre blanco. El bwana había desbrozado el campo para aquel juego que se jugaba montado a caballo, pero ahora estaba olvidado desde hacía años. Mamá Wachera se sintió satisfecha al ver que el vengativo Ngai había llenado el campo de malezas, plantas rastreras y hierba muerta.

El Benzi pasó por delante de la entrada de hierro de la misión y en un abrir y cerrar de ojos desaparecieron los decenios. Wachera vio la selva tal como era en su niñez, y vio la primera choza pequeña de la memsaab Daktari, que consistía sólo en cuatro postes y un techo de paja. Ahora había edificios de piedra, muy grandes, y senderos asfaltados, y la selva se había esfumado hacía mucho tiempo.

Al principio no había querido que sus nietos asistiesen a aquella escuela —cuya propietaria y directora era una Treverton— pero Wanjiru la había convencido con sus argumentos y finalmente había matriculado a Christopher y Sarah en la escuela de la misión blanca. Wanjiru le había recordado a su suegra que ella misma, Wanjiru, había ido a la misma escuela cuando era niña. ¿Y acaso no había estudiado en ella también David, convirtiéndose así en un hombre culto? Además, todos los maestros y todos los alumnos eran africanos.

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