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Authors: Elspeth Cooper

Tags: #Ciencia ficción, fantástico

Bajo la hiedra (57 page)

BOOK: Bajo la hiedra
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—Sí. No les está resultando fácil. Pensaeca les está mostrando los dientes.

Alderan volcó de nuevo la atención en el pueblo cercano. Las anclas se sumergían en el agua, y las embarcaciones auxiliares llevaban ya a tierra a la primera oleada de guerreros. No encontraron resistencia. Vio un atisbo de movimiento en los bosques y los jardines de árboles frutales que bordeaban el camino que salía de la población. Tal como sucedió en Pensaeca, los norteños se llevarían una sorpresa si avanzaban hacia el interior.

En el cielo estalló el trueno, cuyo puño sacudió el ambiente. En el interior se oyó el llanto de un bebé. Alderan puso ambas manos en la piedra y abarcó con la mente a sus defensores.

«Preparaos.»

Más allá de la red que formaba el escudo, una gaviota planeó en el viento hasta perderse de vista.

«Yo siempre lo estoy.»

«Ten cuidado, Aysha», le advirtió Alderan, cuyas palabras obtuvieron por respuesta una risa y una pincelada de color intenso. El carmesí que la caracterizaba se le antojó más oscuro, latía como un corazón.

Más truenos rompieron con estruendo al norte. Las nubes cargadas de tormenta se agolpaban desde el horizonte hasta el cenit, negro sobre gris en una base de malsano amarillo. La luz se fue apagando. De nuevo el trueno, luego el relámpago unió cielo y tierra como un alambre ardiente y perforó el aire, que olía a sal.

Ya no faltaba mucho. El peso de una voluntad presionaba la mente de Alderan, un dedo que apretaba la burbuja de jabón que envolvía el mundo. El llanto del bebé adoptó una nota más aguda que le perforó el oído. Incluso ese talento sin adiestrar percibía la presión aplicada en el Velo. Y ahí estaba él, el mayor de ellos, supuestamente el más sabio, guardián del Velo durante más de treinta años, sin fuerzas para impedirlo.

El centro de la tormenta borbotó. Las nubes giraron lentamente hasta formar un vórtice y el cielo se combó. Alderan se entregó al canto. Sobre Pensaeca el cielo hinchado pulsó para después contraerse y expandirse rítmicamente, parodia espantosa de un latido de corazón. El trueno sacudió la casa capitular hasta que las ventanas temblaron en las bisagras. Una horrible tumescencia se rompió y los diablillos surgieron de ella. Más de los que hubo la última vez, por varios centenares, amarillo bilis y negro, y rojo como la sangre vieja, hormigueaban sobre el canal batiendo sus alas de murciélago. Millares de ellos, seguidos por más y más.

—Por la diosa —murmuró Masen—. Jamás pensé que volvería a ver algo semejante.

—Ni yo, pero ahí está. Ten valor, viejo amigo. —Alderan extendió la mano para dar una palmada en la espalda de Masen.

Los primeros diablillos se encontraban lo bastante cerca para distinguirlos del resto del enjambre. Rostros aplastados, irreconocibles. Bocas demasiado abiertas, con los dientes muy afilados. En unos instantes alcanzarían el escudo.

—Cuida de Tanith, Masen —pidió Alderan—. Tenemos trabajo por delante.

Su amigo se alejó a paso vivo, pero no lo siguió con la mirada. No se atrevió a quitar los ojos de encima a los demonios. En su interior el canto burbujeaba como las aguas de un manantial, todo frescura y claridad como siempre había hecho, esperando a adoptar la forma que él le había dado. Fácil como respirar, levantó los brazos e invocó el rayo.

La primera bola de fuego alcanzó la vanguardia de los demonios. Fragmentos renegridos llovieron sobre el escudo, acentuados por los gañidos de los heridos al precipitarse a plomo en tierra. Una humareda verde, untosa, tiñó el ambiente. Al cabo de unos segundos, otra bola de fuego pasó con un susurro antes de alcanzar la segunda línea, y a ella se sumó otra casi de inmediato, procedente del flanco contrario. Los demonios saltaron por los aires hechos despojos, pero los huecos que dejaron los caídos en el enjambre no tardaron en ser cubiertos por otros. Alcanzaron el escudo y se vieron rechazados, dispuestos a arremeter de nuevo. Descargas actínicas pasaron de maestro en maestro a través del escudo abovedado. Las garras buscaron algo a lo que aferrarse. Las mandíbulas en forma de cuña se cerraban sobre los defensores a quienes las garras eran incapaces de alcanzar.

Alderan reculó un paso y recorrió el tejido hasta donde se encontraban los otros maestros. Percibió uno o dos tirones, pero no tuvo tiempo de remendarlos. Según el plan trazado aguantarían o cederían. Si cedían, otros ocuparían su puesto, y si los otros caían, siempre podía recurrir a los adeptos.

«¡Cargad el escudo!»

La fuerza del tejido rugió en su interior. Todas las resonancias, una tras otra, se multiplicaron en él, extendiéndose hacia afuera en un latido de corazón capaz de abarcar la totalidad de la casa capitular.

«¡Ahora!»

El escudo se convirtió en un destello de plata. Los demonios ardieron.

34

ESCUDOS

P
iedra fría debajo. Las manos en las sienes. Olor a quemado en el ambiente. Cuando Gair abrió los ojos, una luz intensa le fulminó la mirada.

—¡Madre santa! —gritó, cerrando de nuevo los ojos con fuerza.

—Relájate, Gair. —La voz de Tanith, muy cerca. Se arriesgó a mirar. Ella estaba inclinada sobre él, y su canto le erizó el vello del dorso de los brazos—. Dentro de unos minutos estarás perfectamente.

El canto se atenuó cuando lo ayudó a incorporarse y apoyar la espalda en la muralla. Sobre él, los relámpagos suturaban el cielo tormentoso más allá de una bóveda levemente perlada.

—¿Qué pasa? —Tuvo que levantar la voz para imponerla al ruido que invadía el ambiente.

Tanith lo rodeó para sentarse a su lado, de espaldas a la muralla. Los mechones de pelo cobrizo habían escapado a la trenza y flotaban alrededor de su cara, formando un halo.

—Savin intentó apoderarse de tu mente, desde el interior. Cuando te atacó junto a Cinco Hermanas, te dejó un recuerdo en la cabeza, una llave que le serviría para introducirse en ella siempre que quisiera. Hemos logrado destruirla.

—¿Y todo esto? —Con un gesto de la mano abarcó el ruido y el humo.

—Mientras estaba en tu mente, Savin invocó demonios para atacar la casa capitular. Hasta el momento el escudo aguanta el embate, pero los hay a millares.

Gair lanzó un juramento, se puso en pie y, al mirar más allá de la muralla, se encontró una escena de pesadilla. Los cuerpos cubiertos de escamas se apilaban unos sobre otros, prietos contra una barrera invisible que trazaba una curva sobre la casa capitular, como un enorme cuenco de cristal vuelto del revés. Algunos estaban quemados y supuraban una pegajosa sustancia amarillenta que manchaba la barrera. Cada pocos segundos, el escudo emitía un resplandor plateado, opaco, entre un coro de gañidos.

Giró sobre los talones. Los maestros se repartían cada pocos pasos alrededor del tejado para mantener el escudo. El sudor les perlaba la frente. Tenían las manos crispadas sobre la muralla, presionando con una intensidad que se reflejaba en el blanco de los nudillos. Algunos apretaban los dientes, o tenían la vista fija debido a su gran concentración. Gair notaba cierta presión en la cabeza. Era el peso de toda su labor.

—¿Cuánto tiempo? —preguntó.

Tanith miró al cielo y al pálido sol que había tras el margen de la tormenta.

—Dos horas, tal vez algo más.

—¿De dónde salen?

—Los ha invocado Savin. No puede acercarse a las islas directamente, de modo que envía a esas criaturas. —Masen asomó por detrás de Tanith. Le puso la mano en hombro, y en sus ojos había una pregunta. Ella asintió y le apretó la mano—. Hay otros mundos aparte de éste, leahno, si sabes dónde mirar. Savin descubrió el de esos demonios hace mucho tiempo.

Gair lanzó de nuevo un juramento. Aún reverberaba en su cabeza el eco de lo que le había hecho Tanith, fuera lo que fuese. No pensaba con claridad. El griterío de los demonios le rascaba el cerebro como cuando las uñas arañan una superficie de pizarra. Se llevó las manos a la cabeza.

—Debes relajarte, Gair. —De nuevo la voz de Tanith, tranquilizadora como un bálsamo—. Siéntate un momento. Intenta no rechazar el escudo.

No pudo sino pronunciar más juramentos. Era imposible articular pensamientos coherentes. El escudo le llenó la mente, presionando hacia afuera, a pesar de la presión del peso que ejercía el tejido defensivo sobre la casa capitular. Entonces, tan repentina y silenciosamente como el estallido de una burbuja, desapareció. Jadeó falto de aire y deseó de inmediato no haberlo hecho. No se atrevió a imaginar qué olor imperaría en el ambiente.

—¿Mejor? —le preguntó Tanith, tocándole el brazo.

Gair asintió. A pesar de la desconexión que caracterizaba sus pensamientos, era soportable.

—¿Aguanta aún el escudo? —preguntó.

—Sí, al menos hasta el momento.

—¿Por cuánto tiempo podrán mantenerlo?

—En teoría, indefinidamente —respondió Masen—. Pero tarde o temprano la gente tendrá que comer y descansar, y no hay suficientes maestros para reemplazar a todo el mundo de golpe. Aunque organicemos turnos, se habrán cansado antes de que Savin se quede sin diablillos. Antes de que llegue el final, Alderan tendrá que recurrir a los adeptos más capacitados.

—Puedo ayudar. Soy lo bastante fuerte.

—No, no lo eres, Gair. —Tanith negó con la cabeza—. Si te encontraras bien, serías una ayuda inestimable, pero ahora mismo es demasiado peligroso. Ese escudo que tienes en la cabeza es lo único que te mantiene a salvo.

—¿A salvo de qué? Dijiste que habíamos destruido lo que Savin había dejado a su paso.

—Así es, pero necesitas tiempo para recuperarte. Recuerda que sufriste daños serios. Tuve que sellar la parte dañada de tu cerebro para que tuvieras tiempo de curarte. Ese escudo te mantiene aislado del canto.

Si escuchaba podía oír el canto en su interior. Giraba incansable en respuesta al imponente tejido que lo rodeaba, pero de algún modo estaba enmudecido. Era como si estuviera muy lejos. Más como un recuerdo del canto que como el canto propiamente dicho.

—¿Durante cuánto tiempo, Tanith? ¿Cuánto más?

Ella guardó silencio un instante, dándole a entender que no iba a gustarle lo que dijera.

—Semanas. Probablemente meses. —Aspiró aire con fuerza—. Es posible que para siempre.

Antes de encontrar las palabras necesarias para protestar, ella le había cogido los brazos con una fuerza sorprendente.

—Gair, lo siento pero no sé cuánto tiempo llevará. No sé con cuánta rapidez puedes curarte. —La preocupación y un pánico fugaz tiñeron sus ojos—. Con el tiempo el escudo se encogerá mientras tu mente restaure el orden, pero ese proceso se producirá a su propio ritmo. No puedo acelerarlo. Es imposible que alguien organice todos esos recuerdos fragmentados. Lo único que puedo hacer es proporcionar a tu cerebro un rincón tranquilo donde trabajar.

El temor lo atenazó con su tacto húmedo. Quizá no pudiese recurrir jamás al canto, por mucho que lo sintiera como una llama tras el cristal. Tal vez nunca volvería a volar. No. Eso no. Paseó los ojos por el cielo turbulento, pero no alcanzó a verla. No soportaría no poder volar.

El escudo despidió un resplandor argénteo. Las criaturas de Savin arremetieron de nuevo, incesantes como el oleaje.

—Algo habrá que pueda hacer, aparte de quedarme aquí de brazos cruzados —murmuró Gair.

—Lo mejor que puedes hacer es encontrar un lugar donde descansar —sugirió Tanith en voz baja.

—No puedo descansar con esto. —Señaló el escudo y torció el gesto cuando descargó su fuerza al dar contra él los demonios—. Puedo sentirlo, Tanith. No puedo tocarlo, pero él sí puede tocarme a mí. Debo encontrar algo que hacer. ¿Dónde está Aysha?

—Afuera, en alguna parte. Ella es nuestros ojos y oídos sobre la isla. Gair, por favor, escúchame: tienes que descansar.

Se volvió con intención de echar a andar por la muralla, pero tuvo que parar porque le temblaban las rodillas. Masen lo cogió del codo.

—Haz caso de la dama. Sabe lo que se dice.

—No puedo quedarme de brazos cruzados, Masen. —Se soltó el brazo—. Gracias, Tanith, gracias por todo lo que has hecho, pero no puedo seguir aquí.

—¡Gair, espera! —Le tomó la mano e intentó detenerlo—. ¿Siempre eres tan tozudo? Por favor, no te has recuperado del todo.

—Ya he descansado bastante. —Levantó la mano de ella y le dio un beso en el dorso—. Cuídate. Quizá la casa capitular necesite de ti más tarde.

Ella hizo un gesto de exasperación. Gair se dirigió a la escalera, a pesar de que sus músculos protestaron ante el esfuerzo exigido. Superó la primera incomodidad, puesto que no tenía tiempo para ocuparse de ello. Aún tenía una espada que empuñar si llegaba a ser necesario.

Los adeptos atestaban el patio. La mayoría permanecía de pie en silencio, vuelto el rostro hacia los demonios que llovían sobre el escudo y el resplandor que éste despedía. Algunos mantenían la cabeza gacha, y Gair oyó más de una plegaria cuando se introdujo entre ellos en dirección a la puerta principal. En el vestíbulo una mano le tiró de la manga. Pertenecía a Sorchal, cuya otra mano descansaba en el puño de la espada ropera que ceñía a la cintura.

—Pensé que te habrían destinado en el escudo —dijo.

—Así sería si estuviera en condiciones de ayudarlos, pero Tanith opina de otro modo. —Gair se señaló la cabeza—. ¿Y tú? ¿No estás fuera con los demás adeptos?

El elethrainiano esbozó una sonrisa feroz.

—¡No soy un gran talento! Yo allí sería de tanta utilidad como pueda serlo una rueda cuadrada en un carro. Me gustaría encontrar un modo de atacar a esas cosas. Me ponen de los nervios.

—Tal vez lo hay —sugirió Gair—. ¿Por qué no te encargas de que Haral abra el armero? Reúne a todo el mundo que sepa distinguir la punta del puño de una espada y que no sea necesario en alguna otra parte. Que se equipen. Quizá recurramos a ellos para proteger a los maestros si cede el escudo.

Una luz iluminó los ojos de Sorchal.

—No sería la primera vez que pido a una dama que baile conmigo, así que no me costará demasiado pedirle un baile a la Muerte. ¿Adónde vas?

—A hacer lo mismo que tú y prepararme para luchar.

Sorchal se alejó en busca del armero, mientras Gair entraba en el edificio. El vestíbulo principal estaba vacío y un eco saludaba sus pasos a medida que subía la escalera y recorría la silenciosa galería hasta llegar a su cuarto. A pesar de estar entre paredes, acusó la carga y descarga del escudo. Aguijoneaba donde el canto debería de ser como un bálsamo en una rodilla despellejada. Cuando salió de nuevo al pasillo espada en mano, vio a Darin algo despistado en el umbral que daba a su cuarto.

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