—Manos rápidas —alabó Haral, reculando un paso—. Te enseñó bien.
—¿Lo conoces?
El maestro de armas apoyó la espada de madera en la pared, junto a las demás, y se desempolvó las manos.
—Un poco, de cuando la guerra. ¿Conserva aún ese qatan?
—Sí.
—¿Aún hace que te enfrentes a él armado con un par de cuchillos?
—A veces con un bastón largo, o una lanza rota. Dice que nunca sabes con qué tendrás que defenderte. —Gair tendió la toalla en la barandilla y envainó la espada.
—¡En efecto, así es! —El syfriano esbozó una sonrisa fiera—. La espada se rompe, o te la arrebatan, así que no tienes más remedio que apañártelas con lo que tengas más a mano. Vi a una mujer enfrentarse en una ocasión a un qatan con una cacerola, y menudo ridículo le hizo pasar a ese tipo, al menos durante unos minutos. Muéstrame las manos.
Gair tenía las palmas cubiertas de oscuros surcos de sudor, pero la cicatriz era perfectamente visible. Haral no pareció prestarle la menor atención, tomó primero una mano y luego otra, y con el pulgar acarició los callos de la palma y los dedos.
—Y además tiras con arco. Pero, claro, si eres leahno. Probablemente aprendiste a disparar con el arco de tu padre, ¿eh? A ver qué fuerza tienes en ellas.
Gair estrechó con fuerza las manos de Haral. Le dolían horrores los hombros cuando por fin el syfriano le hizo un gesto para que las soltara. Cuando lo hizo, tuvo que flexionar los dedos para que volviera a circular la sangre por ellos.
—Veo que no te estropearon por completo. ¿Qué tal te las apañas?
—No es perfecto, pero hago lo que puedo. Maestro Haral, ¿cuánto tiempo me has estado observando?
—Hoy cerca de una hora, y puede que media otro día de esta semana, cuando estaba enfrascado en otras labores. —El syfriano inclinó la cabeza para señalar la parte este del patio, donde una hilera de ventanas pestañearon sobre el tejado de un porche—. Ahí están mis habitaciones. Como la gente de la Iglesia, tiendo a levantarme con los gorriones, y observarte me distraía de mi labor con los libros. Con o sin arma, soy capaz de enfrentarme a quien sea y no darle cuartel, pero cuando hay que cuadrar los libros de cuentas de la armería… —Haral negó con la cabeza—. ¡Estoy reñido con la contabilidad!
Se rascó la mejilla, al tiempo que fruncía el entrecejo con expresión especuladora.
—Aún queda más o menos media hora para el desayuno. ¿Quieres entrenarte conmigo un rato?
Una oferta tentadora.
—Gracias, maestro Haral, pero creo que ya he tenido bastante por hoy. A las ocho tengo tutoría con el maestro Brendan y necesito darme un baño.
Haral cabeceó comprensivo.
—Lo dejaremos para otro momento. Hay sitio en mis clases para uno más, si te interesa. Dos veces por semana. No puedo prometerte una experiencia tan variada como la que probablemente estás acostumbrado a disfrutar, pero lograré que aprendas algo que vaya más allá de las rutinas de espada.
—Suena muy bien, gracias.
—A decir verdad, serás tú quien me haga el favor. Un par de mis estudiantes empiezan a pensar que no hay nada que un viejo caballo de batalla como yo pueda enseñarles. Tu presencia hará que espabilen un poco.
—Con tal de alejarme unas horas de los maestros sería capaz de barrer el establo —admitió Gair. Tomó la espada y se colgó la bandolera del hombro.
—De vez en cuando el hombre necesita ejercitar el cuerpo —afirmó Haral—. Vente pasado mañana y me muestras qué más te enseñó Selenas. Será… revelador. —Rompió a reír con estruendo—. ¡Ésta no se la esperan!
VOLAR
D
arin tomó asiento en el banco de enfrente, y dejó la bandeja cargada sobre la mesa, delante de él.
—Tienes el mismo aspecto que un caballo al que han devuelto al establo con el pelaje empapado después haberlo hecho trotar un rato —dijo, alegre.
—Así es como me siento. —Gair sorbió el té.
—¿No has dormido bien?
—No. Hace demasiado calor.
—Echas de menos la helada caricia del invierno leahno, ¿eh? —El belisthano extendió una gruesa capa de mantequilla en una rebanada de pan con especias a la que no tardó en dar un buen bocado—. Con el tiempo te acostumbrarás. En lo que a mí respecta, admito que nunca me ha gustado la nieve. Creo que nací en la latitud equivocada.
Se introdujo el resto del pan en la boca y procedió a untar con mantequilla una segunda rebanada antes de tragar. Gair negó con la cabeza. Tenía un apetito saludable, pero nunca había visto a nadie comer como Darin. Era como si el belisthano inhalara los alimentos.
—Comiendo de ese modo, de verdad que no sé cómo te las apañas para no vomitarlo todo.
—Éramos cuatro hermanos. O comías rápido o te morías de hambre. —Darin inclinó la cabeza hacia la espada apoyada en la pared—. ¿Has estado practicando?
—Me oxidaré si lo dejo. —A Gair le crujió la mandíbula al ahogar un bostezo—. Por los santos, qué ganas tengo de tumbarme.
—¿Los maestros aún te hacen trabajar duro?
—Podría decirse así. Aún no he tenido un solo día libre. Demuestra esto, escúdate de esto otro… Ayer Coran me arrojó pescado.
Darin estuvo a punto de escupir el té en la mesa.
—¿Pescado? —exclamó.
—Caballa, para ser exactos. Dijo que quería ver cómo reaccionaba ante lo inesperado.
A simple vista, Coran parecía blando, pero tras aquellos ojos centelleantes y la boca de capullo de rosa se ocultaba la mente del fino acero de Yelda. Las abrasadoras bolas de fuego no sorprendieron a Gair, que se protegió de ellas para desviarlas con relativa soltura, igual que la tormenta de hielo que las siguió, aunque algunas astillas habían agujereado su tejido antes de que pudiera sacudírselas. Coran permaneció a un lado, con las manos cogidas a la espalda y cierta diversión en el rostro redondo. Su sonrisa continuó inmutable cuando se inició el bombardeo de peces.
La caballa fue una ilusión, asombrosamente real, pues el pescado coleó y boqueó con fuerza en el patio, golpeando el escudo de Gair. Estuvo a punto de perder el control del mismo cuando se le desencajó la mandíbula, pero se las ingenió para asir el borde cuando se desenhebró al contacto con el suelo. Darin lanzó una risotada cuando se lo contó a posteriori.
—Eso es lo que entiendo yo por algo inesperado: ¡un aluvión de pescado llovido del cielo azul!
—Es un hombre profundamente malvado.
—¡Mejor tú que yo! No es que se me dé bien tejer escudos. —Darin hurtó el último higo del plato de Gair.
—¡Eh, si quieres un higo ve por uno!
—Robártelo es más rápido. Me encantan. ¿Jugaremos a ajedrez después de la cena?
—Siempre y cuando pueda tenerme en pie, sí, por supuesto. Esta vez intentaré que la partida vaya más allá de los veintitrés movimientos.
—¿Quieres apostar por ello?
Gair cortó el aire con las manos.
—Nada de apuestas.
—¿Por qué? ¿Porque no apuestas o porque crees que podrías perder?
—Por ambas cosas. Sólo juego por la gloria, gracias.
—Si es gloria lo que buscas, te sugiero que empieces a ganar algunas partidas.
«Finalmente te tengo para mí.» Sin carraspeos ni saludos previos, la voz de Aysha sonó en la mente de Gair, imperiosa como el sonido de las trompetas. «Ven a mi estudio, y date prisa. Quinta planta, ala oeste.» La voz desapareció.
—Cualquiera diría que te han dado un buen azote —dijo Darin.
—¿Siempre es tan directa la maestra Aysha?
—Por lo general, sí. —El belisthano cogió la taza de té—. Entiendo que por fin te ha convocado para acudir a su presencia.
—Creí que esta mañana tenía clase con el maestro Brendan, pero por lo visto no es así.
—Verás, tarde o temprano ella pone a prueba a todos los nuevos estudiantes. Me sorprende que haya tardado tanto en encontrarte un hueco.
—¿A prueba de qué? —quiso saber Gair, aunque supuso cuál sería la respuesta. Apuró su propia taza y apiló los platos en la bandeja.
—¿No lo sabes? Es una cambiaformas. Se dice que busca a alguien que sea como ella. Se pasa el tiempo sobrevolando las islas transformada en gaviota o algo así, porque supongo que se siente sola.
—¿Te puso a prueba?
—Me echó un vistazo y llegó a la conclusión de que ni siquiera valía la pena molestarse. —Darin rió—. No te preocupes, es muy poco probable que tengas ese don. Según parece es muy extraordinario. Lleva aquí quince años y no ha encontrado a otro como ella.
Gair dejó lentamente la taza en la bandeja. Si dependiera de él no se lo diría a nadie. Lo mantendría en secreto, lo atesoraría, lo guardaría para sí y sería lo único que nadie pudiera arrebatarle. Volar era su forma de huir. Si no llega a ser por ella nunca se lo habría revelado a los demás maestros.
—La maestra Aysha fue una de los seis que me sometieron a pruebas en mi primer día.
Darin tardó un instante en comprender. Cuando lo hizo, la taza cayó sobre el mantel con tal fuerza que se derramó el té en la mano.
—Por el fuego del infierno —jadeó con los ojos redondos como tortas—. ¿Puedes…? Sangre y piedras. ¿Cuánto hace que lo sabes?
—Unos diez años. Darin…
—¿Cómo es? Tiene que ser increíble hacer algo así. ¿Podrías mostrármelo?
—Otro día, si quieres. Verás, ahora debo irme.
Gair recogió la bandeja y se dirigió a una de las portezuelas. El belisthano se apresuró a seguirlo, e intentó hacerle preguntas, terminarse el té sin derramar una gota y mantener el paso largo de Gair, todo a un tiempo. Fue necesario darle un codazo poco sutil en las costillas para que hablara en voz baja cuando alguien estaba lo bastante cerca para oírlo. Mientras hicieron cola para devolver las bandejas, Darin cargó el peso del cuerpo ora en un pie, ora en otro, igual que un crío que aguarda su turno para entrar en el retrete, mordiéndose el labio debido a la tensión de contener la necesidad que tenía de preguntar. En cuanto se cerraron las puertas del refectorio, dio rienda suelta a su indignación.
—¡No puedo creer que no me lo contaras!
—Darin, sólo hace dos semanas que nos conocemos, y los maestros me han estado exprimiendo el jugo a diario. ¿Cuándo hemos tenido un rato para hablar? No es más que un talento, como silbar o cantar.
—No es más que un talento. Resulta que puedes convertirte en cualquier animal de la verde tierra de la diosa, ¿y dices que no es más que un talento? —Darin rió, incrédulo. Luego negó con la cabeza, se pasó la mano por el cabello y, finalmente, puso los brazos en jarras mientras clavaba en Gair una mirada acusadora—. No puedo creer que no me lo contaras.
—Lo siento, pero no es precisamente algo que puedas soltar en plena conversación al cabo de dos minutos de que te presenten a alguien. Encantado de conocerte; ah, por cierto, soy un… —Dos adeptos pasaron por su lado de camino al desayuno. Gair hizo una pausa hasta que las puertas del refectorio se hubieron cerrado tras ellos—. Soy un cambiaformas. Pero ahora que estás al corriente, ¿podrías guardarme el secreto? No quiero dar a nadie otra excusa para mirarme.
—¿Es ése el motivo de que te expulsaran de la casa materna?
—No. No creo que llegaran siquiera a sospecharlo.
—Entonces, ¿eres como ella? Ya sabes, gaviotas y esas cosas.
—De hecho, creo que ella prefiere el cernícalo, pero sí. Darin…
—¿Cuál es tu animal? ¿Sólo hay una forma que adoptes, o muchas? ¿Es doloroso?
Gair levantó ambas manos para contener el aluvión de preguntas.
—¡Calma, calma! Sí, más de una forma, pero las aves se me dan mejor. Al menos por el momento. No, no duele a menos que te hagas un lío con el cambio; si eso pasa te mareas o te quedas aturdido un par de minutos. Si hay algo más que quieras saber, tendrás que preguntármelo más tarde. Y ahora, por favor, ¿crees que podrías guardarme el secreto?
—De acuerdo, deja de arrugar el entrecejo. —Darin puso los ojos en blanco y se llevó la mano derecha al corazón—. Palabra de honor que no diré nada.
—Gracias. Te lo agradezco.
—¿Cuánto? ¿Lo bastante para hacerme una redacción?
—Dejaré que ganes al ajedrez. ¿Qué te parecería eso?
Una amplia sonrisa partió en dos el rostro del belisthano.
—Pero si ya lo hago. Tú prométeme que algún día me lo mostrarás. ¡Y pronto!
—Hecho, pero no en mitad del refectorio.
—De acuerdo. —Darin empujó a Gair en dirección a la escalera—. Ahora vete. Las habitaciones de los maestros están en el extremo opuesto de la casa capitular, y te aseguro que si llegas tarde te arrancará las plumas.
Cinco tramos de escalera después, Gair llegó frente a las dependencias de Aysha, preguntándose por qué una mujer que no podía caminar sin la ayuda de unos bastones tenía su despacho en una planta alta. Después de comprobar que no tuviera migas en la pechera de la camisa, llamó a la puerta.
—Está abierto.
Entró. El lugar superó casi todas sus expectativas. Las habitaciones de Aysha eran ventiladas, lujosamente artesonadas con madera dorada dispuesta a intervalos con pequeños y elaborados mosaicos de colores vivos. Alfombras qilim y pieles de carnero suavizaban los pasos. A la izquierda había una mesa de comedor y sillas de asiento curvo y respaldo acolchado, con cuero del color de la mantequilla. A la derecha, un par de sofás tapizados con damasco flanqueaban un hogar de mármol blanco en el que docenas de velas apagadas se apiñaban como feligreses en los peldaños de una capilla. Distribuidos a su alrededor había guijarros y pedazos de madera cubierta de sal, pulida su superficie por la arena y el oleaje.
—Te has tomado tu tiempo.
Aysha permanecía sentada al escritorio, junto a un par de altas puertas glaseadas, recortada su silueta por el azul claro del cielo. Su expresión era inescrutable, pero su voz dio a entender a Gair todo cuanto necesitaba saber. Se inclinó ante ella.
—Discúlpame, maestra Aysha. Procuraré ser puntual en el futuro.
—Noble propósito.
Asentó con fuerza los bastones de ébano y se impulsó para ponerse en pie, vuelta en dirección a la entrada. Gair se apresuró a abrirle la puerta, permitiendo que lo precediera al balcón.
—¿Qué otras formas puedes adoptar, aparte del águila encarnada?
—Pájaros, la mayoría. Debo de tener facilidad para ello. —Cerró las puertas cuando salieron—. ¿Maestra Aysha? Esta mañana debía acudir a una lección impartida por el maestro Brendan.