Bajo la hiedra (63 page)

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Authors: Elspeth Cooper

Tags: #Ciencia ficción, fantástico

BOOK: Bajo la hiedra
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—De un tiempo a esta parte he visto muchas cosas nuevas —dijo el elfo marino. Su tono de voz se empañó de pesar y cierta desaprobación—. Todo está cambiando.

Tanith apretó los brazos que mantenía cruzados a la altura del pecho. De pronto tenía frío.

—¿Lee tu pueblo el futuro, K’shaa? —preguntó—. ¿Leéis los signos y portentos en el cielo, oís los murmullos que arrastra el viento?

Él inclinó la cabeza y la contempló con sus ojos rasgados.

—Oigo cómo se ciernen las tormentas —admitió—. Huelo el rayo en el vientre del cielo y leo el oleaje. Ésos son los únicos portentos que conozco.

Ella observó a Gair, bañado por la luz de las piras. Tenía los ojos cerrados. Las lágrimas brillaban argénteas al correrle por el rostro.

«Hay tanto dolor en él… ¿Cómo lo soporta?»

—Yo también oigo las tormentas —respondió ella—. Temo que la que se aproxima pueda suponer el fin de todos nosotros.

EPÍLOGO

«Uno.» La luz blanca corre por la hoja cuando Gair gira sobre el talón. «Dos.» Acero contra acero, lluvia de chispas sobre el terreno. «Cubre el espacio con un paso, gira la muñeca.» Más chispas. «Tres. Bascula el peso, equilibrio, invierte la estocada.» Sorchal la evitó por unas pulgadas. «Gira de nuevo. Aférrala a dos manos para compensar la inercia de Arlin, que se ha tirado a fondo.» Las guardas entrechocaron con fuerza, y ambas hojas sirvieron de marco al rostro del tylano. La inercia ayudó a Gair a destrabarse, y la hoja de Arlin se deslizó hacia arriba. «Giro.» Cayó la espada sobre el brazo de Sorchal, que perdió agarre. Gair dio dos rápidos pasos para encarar de nuevo a Arlin. «Marcha. Carga sucia.» Cerró sobre el tylano con el hombro por delante, le estorbó el brazo y le hizo girar la espada para que la perdiera. Cayó con un golpe seco en el polvo. «Hecho.»

Arlin, ceñudo, le propinó un empujón para apartarlo. Gair lo asió de la muñeca y le propinó un empujón en el hombro, tras el cual acabó de espaldas en el suelo.

—Bien hecho —aplaudió Sorchal, secándose el sudor de la frente con el antebrazo.

Gair hizo un gesto de negación.

—Sigo siendo demasiado lento. —Pasaba demasiado tiempo entre golpe y contragolpe, un tiempo precioso en el que todo podía cambiar. Un latido de corazón era una eternidad entre dos espadas. Tenía que ser más rápido—. ¿Una vez más?

Sorchal se encogió de hombros.

—Una vez más.

Arlin, jadeando, rodó sobre el hombro y se incorporó en el suelo. Las manchas de sudor de la camisa se le habían cubierto de tierra. Gair le tendió una mano para ayudarlo. El tylano se la quedó mirando, fruncido el labio.

—¿A qué viene todo esto? —Lanzó un escupitajo que cayó a los pies desnudos de Gair—. ¿Por qué insistes en que sea yo quien venga aquí a diario?

—Porque eres el mejor espadachín de toda la casa capitular —respondió Gair sin apartar el brazo que le ofrecía.

Finalmente, Arlin aceptó su ayuda y Gair tiró de él para ponerlo en pie. Recuperó la espada, limpiando la hoja polvorienta en la pernera.

—Sabes que no me gustas, leahno.

—No tengo que gustarte. Tú limítate a luchar conmigo. ¿Listo?

Arlin mostró los dientes.

—Siempre.

—Por la diosa que me hago viejo para andar cruzando el acero con fieras como él.

Haral secó el sudor de su frente con la toalla que llevaba alrededor del cuello, y se sentó en el banco junto a Alderan. Alderan gruñó pero no apartó la vista del patio, abajo. Tres espadachines entrechocaban el acero, giraban sobre sí, rompían y se trababan de nuevo mientras la luz del sol centelleaba en las espadas. Acero contra acero en la quietud primaveral que reinaba en el ambiente.

—¿Cuánto tiempo lleva hoy? —preguntó.

—Entre tres y tres horas y media. Más o menos lo mismo que ayer.

Y que el otro día, y también el día anterior a ése; lo mismo que cada jornada desde que se celebró el funeral. La preocupación se abrió paso, poco a poco, en el corazón de Alderan.

—Hace que parezca una danza.

—Sin duda. No es el mejor que he visto, pero por los santos que se acerca mucho. Enfrentarse a él supone todo un desafío para cualquiera de los que estamos aquí.

—Necesita descanso. Pasar el luto.

—Tal vez sea ésta la forma que ha escogido de encarar el dolor.

—Tal vez. —Alderan pensó que deseaba verlo llorar, aullar o beber hasta caer inconsciente. Hacer algo más humano. Cualquier cosa que no tuviera que ver con esa incesante actividad.

Haral le puso la mano en el hombro.

—Todos damos con nuestro propio modo de encarar la pérdida, Alderan —dijo, hosco—. Tú lo lograste, y yo también cuando me llegó el momento. Gair tiene el suyo.

Cuando Haral se puso de pie, Alderan levantó la vista hacia el fornido syfriano.

—Sabes lo que se propone, ¿verdad? —Y mentalmente, añadió: «Se está convirtiendo en un arma, se afila como el acero con la amoladera. Un arma con un único propósito.»

—Sí, lo sé.

—Es peligroso.

—Aún es joven, Alderan. Es joven y está muy dolido.

—No me gusta.

—Sobrevivirá. —Haral se hizo visera con la mano para observar al leahno moverse entre sus oponentes, y murmuró—: Aunque lo lamento por quienquiera que sea que acabe mordido por esa espada.

—Aún no se ha curado. Savin lo matará sin pestañear.

—No tienes la seguridad de que eso vaya a suceder. Me hablaste de lo que hizo Gair con el escudo, de cómo se hizo cargo él de todo su peso. Tú no te preocupes, que es capaz de plantar cara a ese cabrón.

«Pero me preocupo. Más de lo que haya podido hacerlo desde que Savin le invadió la mente.» Cuando Haral se alejó andando, Alderan se volvió hacia el duelo que tenía lugar en el patio de armas, cada vez más preocupado.

El carretero ayudó a Tanith a bajar del carro en un muelle empedrado, y se sonrojó como una puesta de sol bajo el sombrero de fieltro cuando ella le dio sendos besos en las mejillas. Silbó a las mulas y se alejó de vuelta a Pencruik, volviéndose para saludarla. Ella respondió a sus saludos hasta que se perdió de vista.

Así había llegado a su fin. Su último contacto con la casa capitular desapareció en el ajetreo que imperaba en el muelle. Tanith no podía demorar más su partida. Había esperado todo lo posible, pero el
Estrella matutina
partiría con la marea alta y lo haría con ella a bordo. Los estibadores pasaron por su lado, cargando bultos o empujando barriles hacia los transportes de carga amarrados a lo largo del muelle, desnudos los pies sobre el empedrado. Sólo quedaban algunos toneles de agua; un viaje más y el
Estrella
estaría pertrechado para levar el ancla. Ante su mirada un lanchón se apartó del casco del barco elfo, anclado en la bahía, y bogó. Los remos asomaban y se hundían en el agua como las patas de un escarabajo del agua.

A pesar del cielo azul, soplaba un viento frío frente al puerto. Se cubrió mejor con la capa y se dirigió al embarcadero, dispuesta a esperar al lanchón. Junto a la escalera se encontraba Gair. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho, y la capa de maestro le temblaba a la altura de las botas, mecida por el viento. La vio acercarse con una expresión tan neutra como la que lo caracterizaba desde aquella jornada terrible. Entonces se llevó la mano al corazón e hizo una profunda inclinación ante ella, tanto que el cabello le cayó sobre los hombros.

—Mi señora Elindorien.

—Veo que mi secreto ha salido a la luz.

Gair se irguió.

—Me lo contó Alderan. No tenía ni idea de que fueses la hija de la corte blanca.

—Ese título no significa nada fuera de Astolar, como bien sabrás. Aquí en las islas no soy más que una sanadora. Eso es todo cuanto he querido ser. Por favor, no te inclines ante mí.

—¿Ni siquiera cuando seas reina?

—Sobre todo entonces, a menos que toda la corte nos esté mirando. —«No puedo soportar que te inclines ante mí», pensó—. Prométeme que no lo harás.

Los labios de él se curvaron un poco, pero la sonrisa no asomó a sus ojos.

—Lo prometo.

—No quería marcharme sin despedirme, pero no pude encontrarte. —Ni rastro de sus colores. Bien escondido o ausente. Nadie supo dónde encontrarlo, ni siquiera Sorchal.

—Hoy me levanté muy temprano. Lo siento.

Los ojos grises apartaron la vista, fija en los tejados púrpura de Pencruik y en las montañas blanquiazules que se alzaban más allá. Volvieron a mirarla a la cara, luego repararon en el collar que le colgaba del cuello. Extendió un dedo para acariciar las delicadas flores de cristal.

—Es bonito.

—Regalo de despedida de mis estudiantes. Los pendientes son a juego, ¿lo ves? —Se apartó el cabello de la oreja para mostrárselo.

—Van a echarte de menos.

—Yo también los echaré de menos. He disfrutado mucho enseñando aquí.

Pero ¿qué estaba diciendo? Nada. Palabras absurdas, vacías, ruido con el que llenar el espacio que los separaba, en lugar de lo que necesitaba decir. En lugar de lo que quería escuchar. Tanith tocó el brazo de Gair.

—¿Estarás bien?

—Probablemente. —Gair asintió.

—¿Y el escudo?

—Aguanta. —Tomó sus manos—. No te preocupes por mí, Tanith. Estaré bien. Ahora tienes cosas más importantes en las que pensar. Ocupar el alto trono de tu casa. La corte blanca.

Pasos de pies desnudos en la escalera. K’shaa asomó la cabeza por el borde del embarcadero. Los ojos del color del mar miraron primero a uno, y luego al otro, todo ello sin que se le alterase la expresión.

—Partimos con la pleamar, mi señora.

—Gracias, K’shaa. No tardaré. —Lo había dicho con voz firme, pero su corazón bailaba una giga alrededor de los pulmones. Se volvió hacia Gair, y él le besó las manos.

—Buena suerte y que la diosa te lleve pronto adondequiera que vayas. —Hizo ademán de volverse, pero ella lo cogió del brazo. Por los santos, estaba tenso como un caballo a punto de dar un respingo.

—Espera. Por favor. —Se dejó llevar y lo abrazó—. Te echaré de menos.

Transcurrieron uno o dos segundos antes de que él respondiera al abrazo. Ella lo apretó con más fuerza, cerca, lo bastante para que le alcanzase su olor a cuero y acero, una camisa limpia y el olor de almizcle de la piel cálida que ocultaba.

«Los espíritus me guarden, no puedo soportarlo más.»

—Gracias, Tanith. Gracias por todo. Sé que la ayudaste cuando… —Calló. Tragó saliva con fuerza—. Cuando más te necesitó.

—Desearía haber hecho más. Lo siento tanto.

La dejó marchar y apartó de nuevo la vista. Había en ellos una mirada demasiado turbia para interpretarla.

—Hiciste todo lo posible. Cuídate —dijo al tiempo que le daba un beso en la mejilla. Al volver la cara, los labios de ella rozaron la comisura de los de Gair. No mucho, lo suficiente. Tenía que bastar con eso.

—Recuérdalos. —Tocó los colores de Gair con los suyos, oro y encarnado, los colores del amanecer engarzados en jade.

—Lo haré.

Un ruido al pie de la escalera le recordó que K’shaa seguía esperándola. Había llegado la hora de decir adiós. Dio un paso hacia la escalera, pero se dio la vuelta.

—¿Qué vas a hacer ahora? ¿Adónde irás?

—Lo encontraré. Haré que pague por lo que hizo en este lugar.

—No te pongas en peligro, Gair.

El joven esbozó una media sonrisa.

—Demasiado tarde.

Y se alejó caminando por el muelle. Ella sintió cómo alcanzaba el canto y su figura se fundió en la de un águila encarnada que alzó el vuelo, más y más alto, para después caer sobre un ala y pasar volando sobre ella, tan cerca que le revolvió el cabello. Entonces desapareció, se evaporó en el cielo azul, lejos, más allá de su alcance.

Tuvo que dejarlo marchar. No era para ella y nunca lo había sido. Sólo el tiempo y la distancia convencerían a su tozudo corazón de lo contrario. Tanith se volvió y a punto estuvo de topar con el hombro con un hombre que cruzó por su lado.

—Ah, discúlpeme, señor —dijo, reculando para apartarse de su camino. El hombre la miró con ojos azules, acuosos, perspicaces de pronto. Después sonrió y la perspicacia desapareció.

—Ha sido culpa mía. Sigo tambaleándome después de la travesía en barco. —Se cargó a hombros un bulto—. ¿Podría recomendarme una buena posada?

—El Dragón Rojo es muy popular. —Señaló con la mano—. Siga esa calle y cruce la plaza, no tiene pérdida.

El hombre sonrió para darle las gracias y echó a andar por la calle. Tanith bajó por la escalera y embarcó en el lanchón del
Estrella
, donde la esperaba K’shaa.

—Llegó el momento de regresar a casa, K’shaa —dijo.

El elfo marino la ayudó a moverse por la embarcación hasta la bancada de popa. Acto seguido dirigió un gesto con la cabeza al timonel, que pitó a los remeros del costado de babor para que apartasen a fuerza de remo la embarcación del muelle. Observó la nave distante montada sobre el oleaje hasta la cadena del ancla, tirando de ella como un caballo de carreras tira de las riendas. Ya iba siendo hora de volver al hogar.

Agradecimientos

En el largo camino hasta ver publicado mi libro, he tenido el privilegio de contactar con escritores de todo el mundo y de compartir sus historias. Algunos, como Debbie Bennett, se han convertido en muy buenos amigos. Mi agradecimiento especial para dos de ellos en particular, Greta van der Rol y N. Gemini Sasson, cuya paciencia infinita y entusiasmo me ayudaron a llegar hasta el final.

Desde luego que este libro no sería una realidad sin mi agente, Ian Drury, ni sin mi sabia y maravillosa editora, Jo Fletcher y todo el equipo de Gollancz. Hasta el momento ha sido una experiencia maravillosa, esperemos que continúe durante mucho tiempo.

Pero sobre todo, quiero dar las gracias a mi marido, Rob, quien, cuando yo había perdido la fe en mí misma, creyó en mí por los dos.

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