Gair miró la copa que tenía en la mano. Era una muestra ejemplar del buen hacer característico de las islas, el pie y la base tenían una tonalidad púrpura oscuro que se degradaba a amatista y plata en el borde. Quedaba menos de un dedo de brandy, pero estaba llena de recuerdos. Un paseo por el mercado del puerto de Pensaeca para comprar el regalo de Atardecer, mientras Aysha estaba subida a su hombro en forma de azor, riendo de un modo que únicamente él podía escuchar cuando el mercader que le empaquetaba el obsequio preguntó deferente si aquella ave magnífica estaba a la venta. El sabor del vino cuando el viento invernal gemía en el hueco de la chimenea. Recomponer la copa que ella había roto en un arrebato cuando se pelearon por alguna estupidez, y preguntarse más adelante por qué ella siempre la escogía por encima de las demás que componían el juego, cuando todas eran iguales. Le dijo que podía sentir cómo él tejía el canto. Se había convertido en su favorita. Era la copa que en ese momento tenía Gair en la mano.
Apuró el brandy de un trago. El fuerte licor le calentó el estómago. No quedaba más; la botella estaba vacía después de haberle ayudado en lo posible. Le habría gustado tragarse los recuerdos con ese último sorbo, pero seguían allí y poblaban de fantasmas el vacío que tenía en su interior.
Cuando Gair se dio la vuelta para volver a su cuarto, vio a Alderan en la puerta, con una mano en el tirador. No quería que lo molestaran, pero tarde o temprano iba a suceder, así que ¿qué mejor día que aquél? Al menos tendría ocasión de lavarse y afeitarse. Dejó la copa en el escritorio.
A Alderan no se le alteró la expresión cuando lo miró de arriba abajo. La capa de lana azul le colgaba de los hombros a los talones.
—Te sienta bien, muchacho —dijo finalmente.
—Pensé que ella apreciaría el gesto.
—Estoy seguro de que sí.
Gair estiró los bordes del tejido, a pesar de no ser necesario. El corte era perfecto, le encajaba como un guante.
—¿Lo sabías?
—Sí. No te la habías ganado cuando ella te la regaló, por mucho que todos fuéramos ya conscientes de tu potencial. Tienes un don considerable. Ahora creo que te pertenece por derecho.
Gair asintió, sólo una vez. No se había puesto la capa por eso.
—¿Has averiguado algo nuevo?
—Un poco. Que nosotros sepamos, se adueñaron de la mente de Donata, cuyo poder fue utilizado para mantener abierto el portal. Una ilusión de sus colores quedó en el tejido para disimular los propósitos de Savin, para procurarle tiempo. —Alderan lanzó un suspiro y, de pronto, Gair tuvo la impresión de que parecía más cansado—. Hay muchos detalles que desconocemos. Demasiado conocimiento que hemos perdido. Esperaba estar mucho mejor preparado antes de tener que enfrentarnos de nuevo a él.
—¿Y Darin?
—Darin era el ratón que introdujo en nuestra ratonera. Savin no podía acudir a nosotros directamente debido a las salvaguardas, de modo que envió a un agente. Fue puro azar que cayese en manos de Darin.
—¿Cómo?
—Lo llevaba aferrado en el puño cuando lo encontramos. Un cristal cortado y pulido para que se asemejase a una piedra preciosa, probablemente con un encantamiento tejido a su alrededor para asegurarse de que Darin nunca se separara de él. Gracias a ese objeto, Savin estableció vínculos con el joven. Estoy seguro de que podrás imaginar el resto.
La culpa atenazó la conciencia de Gair.
—Darin iba a engarzar la piedra en un anillo para regalárselo a Renna. Un anillo de compromiso. Me pidió que fuera su padrino.
—Lo siento mucho, Gair. Sé que erais muy buenos amigos.
«Y yo estaba tan ensimismado que fui incapaz de darme cuenta de lo que pasaba. El movimiento del caballo, el que se abalanza sobre tus piezas por el flanco, desde el ángulo que menos te esperas.» Apartó la mirada. Pasó un rato hasta que sintió la confianza necesaria para hablar.
—Al menos no llegó a despertar.
—No, supongo que debemos dar las gracias por ello. En cuanto Savin se hizo con el control, creo que Darin sólo supo lo que estaba pasando durante un breve período de tiempo. Cuando el escudo fue destruido, su cuerpo estaba vivo, pero la llama que hacía de él una persona había desaparecido. Al día siguiente su corazón sencillamente dejó de latir.
Una sombra cubrió la expresión de Gair. Echaría de menos la risa pronta del belisthano, su desparpajo. Darin fue el primer amigo que tuvo en la casa capitular, como un hermano para él. Le sorprendió comprobar cuánto le dolía, le sorprendió sentir tanto pesar después de todo por lo que había pasado, quizá porque se había creído inmune a él.
—Tienes razón, Alderan —dijo de pronto—. Acerca de Savin. Considera que todo, incluso las personas, son una herramienta de la que servirse para alcanzar un fin. No son más que las piezas de un tablero de ajedrez que sacrificar cuando resulta necesario.
—Eso es algo en lo que me habría gustado equivocarme. —El anciano exhaló un suspiro—. Nos habría ahorrado a todos un mar de lágrimas.
—¿A cuántos perdimos?
—Veinticuatro en total. Nueve adeptos, Darin incluido. Once aprendices. Brendan, Tivor y Donata.
—Y Aysha.
—Y Aysha.
No había pronunciado su nombre en voz alta desde lo sucedido. Por un instante sintió su presencia allí en el cuarto, como si estuviera mirándolo desde el sofá. El olor que desprendía su piel le alcanzó la nariz, y sus colores dieron vueltas como un torbellino en su mente. Cerró con fuerza los ojos, pero siguió viendo esas imágenes. Sangre oscura. Piel hecha jirones. Todo lo demás que las botellas de brandy no habían sido capaces de borrar. Gair abrió los ojos y vio que la crispación le había hecho cerrar los puños.
—Haré que arda por esto. Por la diosa que yo mismo le prenderé fuego. —Lo dijo con voz ronca. Alderan no abrió la boca, se limitó a mirarlo con pesar—. Asesino de niños. —Gair sintió una tirantez en el pecho y el peso de todo cuanto había reprimido le estranguló la voz—. Niños y niñas, apenas capaces de encender una vela con su talento. Abrió un portal para que todos esos demonios pudieran entrar y dejó que asesinaran a los niños.
«Y a ella. Santa madre, por favor, cuida de ella por mí. Cuida de todos ellos», pensó.
—Mató a mis amigos. Veinticuatro personas que nunca le habían hecho daño, que jamás habían levantado una mano en su contra. Después de lo que ha hecho, no permitiré que salga indemne. No puedo. Acabaré con él.
Un par de manos fuertes lo cogieron de los brazos. La voz de Alderan era grave y feroz.
—Gair, sé cuánto te duele. Quieres castigar a Savin, y yo también. Lo entiendo, créeme. También a mí me arrebató a alguien, y quiero que pague tanto por ello como por lo que ha hecho aquí. Pero hoy no, muchacho. Hoy no. —Apretó levemente ambas manos, lo bastante para que Gair se volviera para mirarlo—. Hay un momento para todo, Gair. Llegará el momento en que deba responder, de eso no me cabe duda, pero hoy tenemos otras cosas que hacer.
Alderan tenía razón. Gair asintió.
—Puedo empezar diciéndote cuánto lo siento —dijo el anciano.
Inclinó de nuevo la cabeza. Gair seguía siendo incapaz de pronunciar una palabra. Alderan lo abrazó con firmeza y él respondió al abrazo. Sintió cierto consuelo en ese gesto tan sencillo, así que lo alargó cuanto pudo.
—La echo de menos.
Era inadecuado, inapropiado, poca cosa. Cuatro palabras no podían hacerle justicia, ni siquiera podían empezar a expresar el sentimiento de pérdida. Los ojos se le empañaron de lágrimas, y se le arrugó la expresión mientras se esforzaba por controlar la emoción.
—Yo también la echo de menos. Aysha y yo no siempre coincidíamos en nuestras opiniones, pero sentía un enorme respeto por ella. Creo que le hiciste mucho bien.
—Creía que lo desaprobabas.
—No tenemos muchas normas en la casa capitular, y es cierto que ésa es una de ellas. Pero esas cosas rara vez esperan a obtener la aprobación de los simples mortales. Ambos contasteis con la aprobación de la diosa, y no hay poder superior.
Gair, más calmado, se irguió y aspiró aire con fuerza.
—Gracias.
Llenó de nuevo de aire los pulmones. Se pasó la mano por el cabello y comprobó que el zirin de plata estuviera en su lugar. Se secó un ojo, por si acaso. Arrinconó los recuerdos tras las paredes que había levantado.
—¿Listo? —preguntó el anciano.
—Tanto como pueda estarlo.
Alderan esbozó una débil sonrisa, amable pero triste.
—Vamos pues a despedirnos, ¿de acuerdo?
La casa capitular contuvo el aliento cuando ambos la atravesaron caminando. Debería haberse oído el ruido de los pasos, los portazos, el rumor de todo aquello que por lo general llenaba el ambiente, pero sólo se escuchó el sonido de sus pies al avanzar. Escaleras, claustros, incluso el patio principal estaban vacíos y en silencio. Atravesaron las puertas y subieron la elevación desde la cual se divisaba la granja y el camino que llevaba a Pencruik. El fondeadero de Pensaeca relució como el peltre, y el viento coronaba sus aguas con palomillas. Una capa de nubes altas y poco densas cubría el cielo azul claro.
Todos los habitantes de la casa capitular formaban en círculo alrededor de las tres piras. El personal de servicio vestía ropa de faena, los maestros y adeptos llevaban puestas las capas, que ondeaban al viento. En cada rostro se leía la solemnidad, incluso los niños más pequeños, que asomaban con timidez entre las piernas de sus padres, eran conscientes de que estaba sucediendo algo importante y guardaban silencio. Gair y Alderan se dirigieron a la cabeza del círculo, donde ardía un brasero. Verenas, el capellán, los esperaba allí con el
Libro de Eador
en la mano y la vestidura blanca ondeando.
Cada pira era alta como un hombre y relucía con una capa de aceite. En lo alto, los cuerpos envueltos en lino compartían el anonimato. ¿Cuál le pertenecía? Gair no supo decirlo. Las mortajas no arrojaban la menor pista respecto al sexo del cadáver. Sin embargo, resultó inquietantemente fácil distinguir los bultos correspondientes a los más jóvenes.
Gair apenas escuchó a Verenas recitar la misa de difuntos. Acompañó a los demás en las respuestas, se arrodilló para recibir la bendición, pero tenía la cabeza en otra parte. En su mente surcaba el cielo, sentía en las plumas la caricia del aire frágil mientras volaba y otra águila respondía a cada uno de sus movimientos.
Cuando del último «que así sea» no quedó ni el eco, Alderan acercó una antorcha al brasero. Tardó un momento en prender y la llama se movió zarandeada de un lado a otro. Entonces el anciano se volvió y le ofreció la antorcha. Gair se concentró en los colores de Aysha, vibrantes como las vidrieras de una capilla cuando les da el sol. Cerca de las piras se respiraba el embriagador aroma del aceite aromatizado. Toda esa madera joven necesitaba cierta ayuda para prender, de modo que habían vertido bastante. Le llenó los pulmones y le dificultó la respiración.
«Ve con la diosa,
carianh
.»
Entonces aplicó la antorcha a la pira. Al cabo de unos instantes las llamas se alzaron en el aire y el calor le alcanzó el rostro con la fuerza de un golpe.
«
Carianh
.» Amor mío. Quiso habérselo dicho más a menudo. Debió de hacerlo cada vez que esa palabra se hizo un eco en su corazón, cuando ella le leía poesía gimraeliana a la luz del fuego. Cuando yacían tumbados en silencio cogidos de la mano. Cada vez.
Hubo un chisporroteo y se alzó una columna de fuego. Gair extendió los brazos y recurrió al canto. La melodía acudió procedente de algún rincón más allá del calor del fuego, penetrante como el filo de un arma. Era el sonido del herrero del cielo, desde el lugar donde se forjaban las estrellas. Copos de plata aparecieron en el infierno que tenía ante sí, y luego se extendieron a las piras contiguas. Poco a poco esa tonalidad plateada se vio sustituida por el naranja y dorado, y luego el plata se volvió acero, se volvió azul.
El calor le hizo apartarse, un paso, luego otro, todo ello sin abandonar el contacto que había establecido con el canto. Haría que la llama fuese tan pura como fuera posible, procuraría que los fallecidos de la casa capitular fuesen conducidos al cielo sin la tacha del humo y la ceniza. Eso era todo lo que podía hacer por ellos. Por ella. Finalmente dejó que las lágrimas le rodaran por las mejillas.
Tanith observaba desde la distancia, envuelta en la capa. No había vuelto a ver al leahno desde aquel día. Él no había abierto la puerta ni a ella ni a ninguna otra persona, y Tanith no quiso entrometerse en su dolor, por mucho que pensase que necesitaba de su capacidad curativa. Lo vio entero. Vestido con ropa limpia y el pelo cepillado, pero sus ojos lo traicionaban: grises como pedernal, distantes como el mar del Norte. El control que ejercía del canto era tan firme como de costumbre, aunque la astolana seguía sin tener idea de cómo había logrado escudarse a sí mismo de todo el daño que Savin le había hecho en la mente. Lo había visto en persona, y el recuerdo bastaba para hacerla temblar de los pies a la cabeza. Mucho temía que llegase el día en que Gair cedería bajo todo ese peso.
Si al menos hubiese logrado llegar junto a Aysha a tiempo de salvarla… Eso lo habría ayudado. Pero no era posible volver hacia atrás en el tiempo. Lo hecho, hecho estaba. Se acarició la reciente cicatriz que le discurría por el antebrazo, una marca que conservaría siempre sin importar cuántas veces pudiera sanarla. Era el recordatorio de su fracaso. Debió esforzarse más. Debió enfrentarse a los demonios para que la devorasen a ella en su lugar, haber hecho todo lo necesario para evitar que aquella herida arrebatase a Gair el corazón.
Tanith cerró los ojos en un esfuerzo por contener las lágrimas.
—Extraño ritual —dijo K’shaa—. Nosotros entregamos al mar a nuestros muertos, no al fuego.
Ella abrió de nuevo los ojos y citó la ceremonia de sepultura de los elfos marinos, aunque su voz se vio levemente sacudida por el temblor.
—Nacimos del agua, y al agua regresamos. Que nuestro hermano marino sea confiado al agua y llevado de vuelta al hogar junto a Madre, hasta que nos lo devuelva el oleaje.
K’shaa inclinó la cabeza. El viento le sacudió las largas trenzas.
—Bien dicho. Dime, ¿siempre hacéis así las cosas? —Abarcó con un gesto las llamas azuladas que se alzaban al cielo.
—No. Es la primera vez que lo veo. Creo que se trata de algo nuevo.