Hans escuchó en silencio. No dijo nada, pero cerró los ojos e imaginó el barco deslizándose por las aguas oscuras, con música y luces rojas, y muchachas vestidas de blanco. Hermann prosiguió:
—Era muy diferente a esto. ¿Quién sabe aquí cosas de esas? Sólo aburrimiento y estudio. Lo más elevado que puede alcanzarse en el alfabeto hebreo. Tú mismo no sabes otra cosa.
Hans calló. Aquel Heilner era una persona extraña. Un soñador, un poeta al que muchas veces había tenido ocasión de admirar. Todos sabían que estudiaba muy poco y apenas prestaba atención a las lecciones. Pero, a pesar de ello, sabía mucho, conocía la manera de dar buenas respuestas y servirse con propiedad de hermosas palabras.
—Ahí tienes a Hornero —exclamó, señalando el libro que estaba sobre la hierba —. En clase lo leemos como si la Odisea fuera un libro de cocina. Dos versos cada hora y luego el estúpido análisis, palabra por palabra, para poder decir, al final de la clase: ¿Ven ustedes que bien compuso el poeta? ¡Acaban de echar una ojeada al secreto de la creación poética! Pero la verdad es que sólo nos detenemos en los participios y en los aoristos, en las particularidades gramaticales y en la composición. Para hacerlo de esa manera, no me importa que Hornero desaparezca del recuerdo de los hombres. ¿Qué nos importa, en realidad, toda esa monserga griega? Si uno de nosotros quisiera tan sólo intentar vivir un poco a lo griego, le echarían inmediatamente del seminario. ¡Y nuestro aposento se llama "Helade"! ¡Pura burla! ¿Por qué no se llama "papelera", "mazmorra" o "sombrero de copa"? Todas esas monsergas clásicas no son más que un embuste.
Escupió al aire.
—¿Has escrito hoy algún verso? —preguntó Hans.
—Sí.
—¿Sobre qué?
—Sobre el lago y el otoño.
—Enséñamelos.
—No están terminados.
—¿Y cuando estén?
—Sí. Entonces sí.
A un tiempo los dos se levantaron y emprendieron lentamente el regreso al convento.
—¿Te has dado cuenta de lo hermoso que es esto? —preguntó Heilner cuando llegaron — . Pórticos, ventanas, arcos, refectorios y cruceros góticos y románticos, ricos y valiosos, llenos de arte y de poesía. ¿Y para quién es todo este en canto? Para tres docenas de arrapiezos que quieren llegar a ser pastores. El Estado tiene de sobra.
Hans estuvo meditando toda la tarde sobre Heilner y sus palabras. ¿Qué clase de persona era? Lo que para Hans eran deseos e inquietudes, no existían siquiera para él. Tenía pensamientos y palabras propias, vivía libre y ardiente, sufriendo dolores singulares y envolviendo en su desprecio a todo lo que le rodeaba. Gustaba la belleza de las viejas columnas y los muros vetustos, conocía el misterioso arte de reflejar su alma en versos y de forjarse una vida propia con su sola fantasía. Era animado y bravío, y hacía diariamente más chistes que Hans en un año. A la vez, era melancólico y parecía gozar de su propia tristeza como de algo valioso y poco habitual que fuera totalmente extraño a su verdadero ser.
Aquella misma noche dio Heilner una prueba de su naturaleza sorprendente y contradictoria. Uno de sus compañeros, un fanfarrón llamado Otto Wenger le provocó a una pelea. Heilner permaneció unos instantes silencioso, entre despectivo y burlón, pero una bofetada de su contrincante le hizo dejarse llevar por la furia y pronto estuvieron los dos trabados en una pelea violenta que les hizo ir dando tumbos por el aposento, de pared en pared, de silla en silla, para caer, por fin, en el suelo, abrazados furiosamente. Los demás compañeros hicieron corro a su alrededor y les contemplaron con semblantes críticos, sorteando el ovillo que formaban los dos belicosos cuidando de su furia las piernas, las mesas y las lámparas y aguardando el desenlace con alegre emoción. Heilner fue el primero en levantarse, con el rostro crispado y la respiración alterada. Se apartó de su contrincante y pasó la mirada por los espectadores. Tenía los ojos enrojecidos, la camisa rota y un "siete" en la rodilla del pantalón. Wenger se levantó también, dispuesto a precipitarse de nuevo sobre él, pero, con gran sorpresa de todos, Heilner abrió los brazos y exclamó, con sencillez:
—No sigo peleando... ¡Pégame si quieres! Otto Wenger se marchó sin parar de insultarle, y Heilner se apoyó en la cabecera de su cama, metió las manos en los bolsillos y pareció querer acordarse de alguna cosa. Súbitamente comenzaron a brotar lágrimas de sus ojos, una tras otra, cada vez más copiosas. Todos le contemplaron llenos de asombro, pues, sin duda alguna, lo más vergonzoso que podía hacer un seminarista era llorar. Pero él no hizo nada para disimularlo, y ni siquiera abandonó el aposento. Permaneció de pie, apoyado en la cabecera de la cama, con el pálido rostro vuelto hacia la lámpara, sin secarse las lágrimas ni sacarse las manos de los bolsillos. Los demás le rodeaban curiosos y llenos de malicia, silenciosos y emocionados. El primero que se atrevió a romper el silencio fue Hartner:
—¿No te da vergüenza, Heilner?
El aludido miró lentamente a su alrededor, como quien despierta de un sueño hondo.
—¿Avergonzarme...? ¿Ante vosotros? —exclamó luego, despectivamente—. No, no, nunca.
Se pasó la mano por los ojos, sonrió burlonamente, apagó su lámpara y salió del aposento.
Hans Giebenrath, durante toda la escena, había permanecido en su sitio, contemplando únicamente con ojos admirados la extraña actitud del poeta. Un cuarto de hora después se atrevió a ir en busca del desaparecido. Le encontró en uno de los rincones más sombríos del claustro, contemplando ensimismado el crucero oscuro, en la actitud del que medita profundamente. No se movió siquiera cuando Hans se le acercó, ni tampoco pronunció una sola palabra. Transcurrieron unos minutos, largos e interminables. Sin volver la cabeza ni hacer un solo ademán, Heilner preguntó, por fin:
—¿Qué sucede?
Su voz fue helada y cortante.
—Soy yo —respondió Hans, tímidamente.
—¿Qué quieres?
—Nada. '
—Entonces, puedes marcharte otra vez.
Hans se sintió ofendido por el desdén de su compañero e iba a marcharse. Pero Heilner le detuvo.
—¡Aguarda! —exclamó en un tono más afectuoso—. No quise decirte eso.
Ambos se miraron fijamente al rostro. Con seguridad cada cual sintió, en aquel instante, la certeza de que tras aquellas facciones indecisas y casi infantiles se ocultaba un carácter singular, con particularidades bien definidas, y un alma que luchaba y que sufría para encontrar su camino recto.
Heilner extendió lentamente el brazo y apoyó la diestra en la espalda de su compañero. Luego le atrajo hacia sí hasta que sus mejillas casi se tocaron. Y entonces Hans sintió, lleno de asombro y de temor, cómo los labios del otro se posaban levemente sobre los suyos.
El corazón le latió con desacostumbrada precipitación y ardieron sus mejillas. Aquella solitaria reunión en el claustro silencioso y aquel beso súbito le parecieron algo lleno de aventura. Algo nuevo y acaso peligroso. Se le ocurrió pensar lo que habría sucedido en el caso de ser descubiertos. Algo le decía que el beso de su compañero era mucho más vergonzoso y ridículo que el llanto anterior. No acertó a pronunciar palabra, pero una oleada de sangre le subió a la cabeza y le acometieron deseos de huir.
Los días que siguieron a la pequeña escena no se diferenciaron en nada a los anteriores. La población juvenil del seminario se había ido acostumbrando a la vida en común. Se conocían los unos a los otros, cada cual tenía de los demás una determinada idea y opinión, y se habían establecido infinidad de amistades entre todos ellos. Había parejas que aprendían juntos los vocablos hebreos, otras que dibujaban en compañía, que paseaban por los alrededores o leían a Schiller. Había excelentes latinistas y malos matemáticos que elegían como amigos a malos latinistas y buenos matemáticos, para aprovechar juntos los frutos de la tarea común. Otras amistades, en cambio, se fundamentaban en una especie de contrato entre ambas partes o en la más absoluta comunidad de bienes. Así el feliz poseedor de un jamón buscaba la amistad del campesino, que tenía llenos de manzanas los cajones de su armario. O el que había recibido golosinas de su casa procuraba trabar conocimiento con el que conocía a fondo los secretos de la sintaxis hebrea.
También existían las parejas desiguales. Por una de éstas era tenida la que componían Hermann Heilner y Hans Giebenrath, el superficial y el concienzudo, el poeta y el prosaico. Pronto se contó a los dos como sensatos y talentosos, pero Heilner se esforzó en todo momento por dar la sensación brillante de un genio, mientras Hans no pasó de demostrar su aplicación.
Pero todas esas circunstancias e intereses personales no distraían a los alumnos del empeño en sus estudios. La asignatura más difícil era el hebreo. La antigua y singular lengua de Jehová, semejante a un árbol duro y seco, pero vivo al mismo tiempo, crecía nudosa, heterogénea y enigmática, ante los ojos de los muchachos, sorprendiéndolos con sus flores coloridas y olorosas entre las ramas secas y retorcidas. En esas ramas, que con el tronco y las raíces servían de refugio a espíritus milenarios, recelosos o llenos de amistad, a fantásticos dragones, a consejas sencillas e ingenuas, a graves cabezas de anciano al lado del encrespado pelo de un efebo, de la muchacha de ojos serenos o la robusta matrona. Lo que habían intuido, lejano y nebuloso, en la Biblia de Lutero, velado por las nieblas del Viejo Testamento, tomó voz y carne en el lenguaje puro y áspero. Así, al menos le parecía a Heilner, que maldecía cada día y a cada hora el Pentateuco, a pesar que encontrara en sus páginas más vida y más alma que muchos otros estudiantes aplicados que se sabían todos los vocablos y no hacían ni una falta en la lectura.
También el Nuevo Testamento gustaba al poeta. Era más tenue, claro y penetrante, y su lenguaje, aunque menos antiguo, profundo y rico, tenía la suavidad de lo selecto y parecía estar henchido de un espíritu de ensueño.
Y la Odisea, de cuyos versos sonoros, poderosos y medidos, semejantes al brazo redondo y alabastrino de una ninfa, surgía el presentimiento y la noción de una vida periclitada, de contornos claros y realidades felices, tan pronto fuertes y poderosos, casi inmediatos, como lejanos e imprecisos, envueltos en una etérea fantasía o un bello sueño.
Hans se dio cuenta, con asombro, de que para su amigo todas las cosas tenían un aspecto diferente. Para Heilner no existía nada abstracto, nada que no pudiera imaginarse e iluminar con los más vivos colores de su fantasía. Cuando eso no le era posible, abandonaba con desgana lo que tenía entre manos y se sumía en una especie de místico ensueño. Pero a pesar de ello, la amistad entre ambos era firme, aunque en muchos aspectos pareciera sorprendente. Para Heilner era un deleite y un lujo, una comodidad o también un capricho. En cambio, para Hans era, a veces, un tesoro guardado con orgullo y otras, un lastre que sobrellevar con mucho esfuerzo. Hasta entonces Hans había dedicado las primeras horas de la noche al estudio. Pero Hermann tomó la costumbre de pasar todo aquel tiempo charlando con él. Hans se echaba a temblar en cuanto lo veía acercarse, y redoblaba sus esfuerzos en las horas obligatorias de trabajo, repasando las lecciones del día y poniendo en limpio los ejercicios con una prisa febril que le permitiera recuperar el tiempo perdido. Pero mucho más penoso fue cuando Heilner comenzó a combatir su aplicación con burlas y alusiones más o menos encubiertas.
—Eso es una esclavitud —dijo una vez—, no haces el trabajo a gusto y voluntariamente, sino sólo por temor a los maestros, a tus padres. ¿Qué importa, por lo tanto, que seas primero o segundo? Yo soy el número veinte y no me creo más tonto que otros más aplicados.
Hans se horrorizó también al contemplar por vez primera cómo Heilner trataba sus libros de estudio. Una vez dejó los suyos en el aula, y como deseaba preparar la próxima lección de geografía, pidió a su amigo que le prestara el atlas. No tuvo que hojearlo dos veces para darse cuenta de la poca seriedad que Heilner ponía en aquellas cosas. La costa occidental de la Península Ibérica estaba contorneada con lápiz y convertida en un grotesco perfil, donde la nariz llegaba de Oporto a Lisboa, mientras el cabo de San Vicente formaba la punta de una barba cerrada. Así estaban todas las hojas e incluso el dorso de los mapas aparecían pintarrajeados con caricaturas y monigotes, acompañados de versos festivos y abundantes manchas de tinta. A Hans, que acostumbraba conservar sus libros con el fervor de verdaderas reliquias, aquellas osadías le parecieron mitad profanaciones, mitad actos vandálicos, pero siempre teñidos de cierto heroísmo.
Parecía que el buen Giebenrath no era para su amigo más que un juguete favorito, una especie de gato doméstico con el que se divertía a ratos. A Hans mismo se le ocurría muchas veces ese pensamiento. Pero la verdad era que Heilner acudía a él porque le necesitaba. Tenía menester de alguien que escuchara con recogido silencio sus peroratas encendidas y revolucionarias sobre la escuela y la vida, y también que le consolara en sus frecuentes horas de melancolía. Como todas las naturalezas semejantes a la suya, el joven poeta acostumbraba a caer en una melancolía casi coqueta, cuyas causas no eran más que las propias inquietudes de la adolescencia, agudizadas por su temperamento hipersensible y su carácter voluble. Tenía también la necesidad enfermiza de sentirse consolado y compadecido. De niño había sido el preferido de sus padres, y mientras no estuviera maduro para el amor de una mujer, se servía de los consuelos y afectuosidades de un amigo fiel.
Con frecuencia acudía, al anochecer, al lado de Hans. Le apartaba de su trabajo y le obligaba a seguirle en sus paseos sin rumbo por el claustro y los dormitorios. En el frío pórtico o en el oratorio envuelto en tinieblas, seguían paseando arriba y abajo o se sentaban en el antepecho de una ventana. Heilner daba rienda suelta a sus lamentos, que, al modo de todos los líricos y jóvenes lectores de Heine, estaban envueltos en la niebla de su tristeza un poco infantil, que Hans no alcanzaba a comprender, pero que no por eso dejaba de impresionarle. Cuando hacia mal tiempo, el sensitivo poeta llegaba al paroxismo de la lamentación y el dolor, y su tristeza alcanzaba entonces contrapunto al anochecer, cuando las nubes panzudas y oscuras enturbiaban el cielo otoñal y detrás de ellos, contemplándoles a través de los tristes cendales y el encaje gótico de las ventanas, asomaba la luz pálida de la luna. Entonces Heilner caía en una borrachera de melancolía que no tardaba en convertirse en un desatado torrente de sollozos, suspiros, palabras y versos, que anegaban al inocente Hans.