Bajo las ruedas (13 page)

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Authors: Hermann Hesse

Tags: #Narrativa

BOOK: Bajo las ruedas
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Todos estos viejos principios escolares fueron puestos en práctica contra los dos solitarios. Sólo el éforo, que estaba orgulloso del aplicado hebreo de Hans, hizo un último intento de salvación, y le mandó llamar a su despacho, la estancia más hermosa y pintoresca de la vieja vivienda conventual. El éforo no era hombre áspero, no le faltaba tampoco un juicio aproximado de las cosas y una inteligencia práctica e incluso estaba animado de buena voluntad para sus discípulos, a los que llegaba a tutear en algunas ocasiones. Su falta principal era una fuerte vanidad, que con frecuencia le inducía a fachendosos artificios en la cátedra y que no dejaba de manifestar en todo instante. No soportaba ninguna objeción, ni reconocía ningún error. Por eso tenía un buen trato para los alumnos lacónicos y sin voluntad, pero le eran enojosos los que demostraban gran energía o excesiva fortaleza. En aquella ocasión recibió a Hans Giebenrath con la mejor de sus sonrisas.

—Tome usted asiento —le dijo amigablemente, después de estrechar con fuerza la mano del muchacho—. Quisiera hablar un rato con usted. Pero ¿me permite que le tutee?

—Naturalmente, señor.

—Tú mismo debes haberte dado cuenta, querido Giebenrath, de que has abandonado un poco tus obligaciones, al menos en lo que se refiere al hebreo. Hasta ahora eras uno de nuestros mejores estudiantes de lenguas semíticas, y por eso me duele percibir en ti un súbito retroceso. ¿Acaso has perdido todo el interés que sentías por el hebreo?

—No, señor éforo. Sigue gustándome igual.

—Reflexiona antes de responder. Muy a menudo ocurre lo que te he dicho. ¿Quizá te sientes más inclinado hacia otra asignatura?

—No, señor.

—¿De verdad? Entonces me obligas a buscar otras causas. ¿Puedes darme algún indicio de interés para esa búsqueda?

—No sé... siempre he estudiado mis lecciones con igual interés...

—Es cierto, querido, es cierto. Mas differendum est inter et inter. Has estudiado tus lecciones porque esa era, naturalmente, tu obligación. Pero antes eras más aplicado. Mostrabas mayor interés por las cosas y te preocupabas por progresar en tus estudios. No ceso de preguntarme a qué se debe esa disminución en tu celo. ¿Acaso te sientes enfermo?

—No.

—¿Te duele la cabeza? No pareces tener muy buen aspecto...

—Algunas veces me acomete un fuerte dolor de cabeza.

—¿Es demasiado pesado para ti el trabajo diario?

—¡Oh, no; en absoluto!

—¿O es que te abstraes en lecturas particulares? ¡Sé sincero!

—No, no leo casi nada, señor éforo.

—Entonces no comprendo lo que te ocurre, querido amigo. En alguna parte debe estar la causa. ¿Quieres prometerme que tomarás interés en salvar esta crisis?

Hans colocó su mano en la tendida diestra del poderoso, que le contempló con grave benignidad.

—Así está bien, querido. Y ahora a no ser débil, porque si no es fácil resultar atropellado quedar bajo la rueda.

Apretó la mano de Hans, y éste se retiró hacia la puerta con el aliento cortado. Cuando iba a trasponer el umbral, el éforo volvió a llamarle.

—Algo más, querido Giebenrath. ¿Tienes mucho trato con Heilner, no es verdad?

—Sí; mucho.

—Más que con los otros, según creo. ¿O no?

—Sí. Es mi amigo.

—¿Cómo puede ser? Sois dos naturalezas completamente diferentes.

—No lo sé. Pero puedo asegurar que es mi verdadero y único amigo.

—Debes saber que no siento precisamente un gran afecto por él. Es un espíritu insatisfecho e inquieto; parece inteligente, pero la verdad es que no estudia nada y que no puede ejercer ninguna buena influencia sobre ti. Yo vería con el mayor gusto que, a partir de ahora te mantuvieras un poco más alejado de él... ¿Qué me contestas a eso?

—No puedo hacerlo, señor.

——¿No puedes? ¿Por qué?

—Porque es mi amigo. Yo no puedo abandonarle, con tanta sencillez, en la estacada.

—¡Grr!- —el poderoso carraspeó confundido—. Pero podrías trabar amistad con los demás. Eres el único que se ha dejado influenciar por ese Heilner, y ya estamos viendo las consecuencias. ¿Qué es lo que te mantiene tan ligado a él?

—Ni yo mismo lo sé. Pero nos llevamos muy bien, y sería cobarde, por mi parte abandonarle.

—¡Bien, bien! No te obligo a ello. Pero deseo que pronto te des cuenta por ti mismo de lo que te estoy diciendo. Sería de mi agrado, muy de mi agrado.

Las últimas palabras no tuvieron nada de la suavidad anterior, y Hans transpuso la puerta con la cabeza baja.

A partir de aquel instante, volvió a dedicar todos sus esfuerzos a la tarea diaria. De todos modos no fue ya el aplicado de antes, dedicado únicamente a avanzar puestos, sino más bien el alumno medio, esforzado en no perder la ventaja. Sabía que aquello provenía en parte de su recobrada amistad, pero a pesar de eso, no veía en ella un quebranto y un embarazo, sino más bien un valioso tesoro que tenía que guardar contra todo; una vida superior y más cálida, con la que no podía siquiera compararse el estúpido vegetar anterior. Le sucedía lo que a los jóvenes enamorados: se sentía capaz de los mayores heroísmos, pero no del trabajo diario y aburrido, deseaba el éxito y la gloria, pero sin tomar siquiera sobre sí la tarea de alcanzarla. Y así seguía atado al yugo, suspirando y gimiendo por la ansiada libertad. No podía reaccionar igual que Heilner, que estudiaba superficialmente y únicamente se detenía a considerar brevemente lo absolutamente necesario. Como su amigo le absorbía todas las noches las horas de estudio, Hans se veía obligado a levantarse por la mañana una hora antes para luchar con la gramática griega como un enemigo. Con oscuras y palpitantes sensaciones se acercaba a la comprensión del mundo homérico, y en las historias, los nombres y cifras terminaban por ser sucesivamente héroes que le miraban con ojos inmediatos y ardientes, cada cual con su rostro y sus manos, unas rojas, gruesas y ásperas, otras inmóviles, firmes y pétreas, y otras delgadas, cálidas y surcadas por finas venas.

También durante la lectura de los Evangelios en su texto griego, se sorprendía con frecuencia de la realidad y proximidad de las figuras. Especialmente en un pasaje del capítulo sexto de San Marcos, donde Jesús abandona la barca con sus discípulos, y que dice así: "Le reconocieron inmediatamente y corrieron hacia El". Y al conjuro de las palabras, veía Hans cómo el Hijo del Hombre abandonaba la barca y le reconocía inmediatamente, no por su rostro ni por sus vestiduras, sino por la profundidad resplandeciente de sus ojos amorosos y por el ademán cálido y consolador de su diestra. A sus ojos aparecía la ribera de un agitado lago y la proa de una pesada barca, pero sólo duraba unos instantes y luego la imagen se esfumaba como una bocanada de aliento en el aire frío de un amanecer invernal.

De cuando en cuando volvía a ocurrir algo similar; como si de los libros surgiera súbitamente una imagen, una figura o un pedazo cualquiera de historia, espejeara unos instantes ante sus ojos y volviera a desaparecer envuelto en bruma. Hans soportaba aquellas apariciones, pero no podía evitar que le acometiera una gran tensión nerviosa y que durante largo rato todo su ser se transformara completamente, como si la oscura tierra tuviera la transparencia de un cristal o como si Dios le hubiera mirado con fijeza. Aquellos costosos instantes hacían su aparición sin que les evocara, y se esfumaban cuando más placentera era su contemplación. Semejaban peregrinos o amables huéspedes, con los que ni siquiera se atrevía a hablar ni a rogarles que permanecieran más tiempo a su lado, porque tenían en sí algo forastero y divino que le infundía respeto y pavor a un mismo tiempo.

Guardó aquellos sucedidos para sí y no lo comentó con Heilner. En éste se había transformado la antigua melancolía en un espíritu inquieto y desasosegado, que ejercía su crítica en todo lo que le rodeaba: el convento, los maestros, los compañeros, el tiempo, la vida humana y la existencia de Dios. Todo era blanco del aguijón crítico, que su espíritu sarcástico y su insoportable orgullo inyectaban como más feroz veneno. Puesto que seguía hallándose en constante oposición a sus compañeros, trataba de hacer de aquella oposición un aislamiento orgulloso, una especie de isla separada del mar alborotado del resto de los seminaristas y poblada únicamente por Giebenrath y él. Hans se prestaba de buen talante a aquel juego que también le complacía, y de no haber sido por el éforo que le inspiraba un temor oscuro y sordo, habría preferido en toda su esplendidez el placer orgulloso de la soledad. Pero el que había sido anteriormente alumno preferido, no recibía ya más que un trato frío y despectivo, y conforme pasaban los días se iba dando cuenta de lo a disgusto que se hallaba en el Seminario. Había perdido toda ilusión y le aburría hasta la clase de hebreo, que era precisamente la asignatura especial del éforo.

Era asombroso ver cómo unos cuantos meses habían bastado para que los seminaristas dieran un gran cambio. Tanto sus cuerpos como sus almas eran completamente diferentes a cuando entraron en Maulbronn. Muchos habían ganado en altura, y tanto las mangas como los pantalones, que no habían crecido al mismo tiempo, dejaban al descubierto sus muñecas y sus tobillos. Los rostros mostraban en todos sus rasgos la indecisión de la niñez moribunda y la naciente virilidad, y aunque los cuerpos tenían la angulosidad desgarbada de la adolescencia, el estudio de los libros de Moisés había puesto al menos una provisional gravedad de adulto en las frentes tersas. Y los cachetes redondeados se habían convertido también en verdaderas rarezas.

También Hans había cambiado. En altura y delgadez se parecía a Heilner, y a juzgar por su apariencia se había dicho que era uno de los mayores del Seminario. Los rasgos infantiles de su rostro se habían endurecido, los ojos estaban hundidos profundamente en sus cuencas y sus mejillas tenían una palidez enfermiza. Los brazos y la espalda eran delgados y huesudos, y sólo sus manos habían conservado la pálida esbeltez de antaño.

Cuanto menos satisfecho estaba con sus propias tareas en la escuela, más se alejaba del resto de sus compañeros para ponerse bajo la áspera influencia de Heilner. Por su disminuida aplicación y su lucha por el primer puesto, la soberbia no le sentaba bien. Pero nunca toleró que le hicieran notar lo que él ya intuía dolorosamente. Mantenía aún algún trato con Hartner y Otto Wenger, pero cuando este último ironizó un día a costa de su petulancia, Hans se olvidó de todos sus prejuicios y le respondió con un puñetazo. Siguió una furiosa pelea. Wenger era un cobarde, pero era muy fácil terminar con un enemigo más débil, y no tardó en acorralar a Hans contra la pared. Heilner no estaba presente y los demás contemplaban la pelea con aire, indiferente y se alegraban del castigo del orgulloso. Este no tardó en caer al suelo. Sangraba por la nariz y le dolían todas las costillas. La vergüenza, la ira y el dolor le mantuvieron despierto toda la noche. Calló a su amigo lo sucedido, pero a partir de entonces se hizo ,más estrecha la amistad con él y apenas cambió una sola palabra con los demás compañeros de internado.

Hacia la primavera, bajo la influencia de los mediodías lluviosos, los domingos nublados y las largas oscuridades, tuvieron lugar nuevas configuraciones y nuevos movimientos en la vida del convento. El aposento "Acrópolis", entre cuyos moradores se contaban dos flautistas y un buen pianista, organizó dos veladas musicales; en el aposento "Germania" se estableció una asociación de lecturas dramáticas y algunos jóvenes piadosos establecieron un círculo bíblico, dedicado cada noche a la lectura e interpretación de unos capítulos de la Biblia.

Heilner quiso inscribirse como miembro de la asociación de lectura del "Germania" y no fue admitido. Ardió de indignación, y como venganza intentó una aproximación al círculo bíblico. Tampoco allí quisieron admitirle, a pesar de ello logró abrirse paso y llenar a la pequeña hermandad de querellas y de tropiezos causados por sus osados discursos y sus irreverentes alusiones. Pronto sintió cansancio de aquellas bromas, pero siguió manteniendo durante algún tiempo aquel tono bíblico irónico. Pero aquella vez no le prestaron, sin embargo, mucha atención, ya que la promoción estaba enteramente arropada por un espíritu emprendedor y de fundación, que no se distraía en pequeñeces.

El que más dio que hablar aquellos días, fue un "espartano" ingenioso y bromista a quien apodaban Dunstan. Al contrario de Heilner y Giebenrath, halló un modo original de causar sensación y al mismo tiempo crearse una fama de la que hasta entonces había crecido entre sus condiscípulos.

Una mañana, cuando los alumnos salieron de sus dormitorios, hallaron clavado en la puerta de la sala de aseo un papel, en el cual, bajo el título de "Seis epigramas de Esparta", se ponían de manifiesto las locuras, las amistades y enemistades de un elegido grupo de condiscípulos, escritas en dísticos llenos de burla y de ironía. También la pareja de Giebenrath y Heilner tenía su parte, en la que no faltaban las alusiones al orgullo y la petulancia. Una ráfaga de emoción, conmovió a las almas adolescentes de los seminaristas, y por espacio de media hora se apretujaron ante la puerta del cuarto de aseo como ante un teatro, ruidosos y alborotados como un enjambre de abejas.

Al siguiente día apareció la puerta cubierta de epigramas y aleluyas, con respuestas, adhesiones y nuevos ataques, sin que el promotor del escándalo hubiera sido tan poco listo de participar nuevamente. Había cumplido su objetivo de prender la mecha y apartaba luego las manos para no abrasarse. Casi todos los alumnos se dividieron durante varios días en una feroz lucha de epigramas, y fue de .ver cómo cada cual se pasaba día y noche meditando el dístico más punzante, hasta el punto de ser Lucius el único a quien le importaban poco aquellas cosas, y seguía estudiando como antes. Al final terminó por enterarse un maestro de todo aquello y prohibió la continuación del regocijante juego.

Pero el inteligente Dunstan no dormía sobre sus laureles, sino que había preparado entretanto su principal golpe. Sacó el primer número de un periódico, reproducido en tamaño diminuto, y para el que había estado reuniendo material hacía varias semanas. Llevaba el título de "Puerco espín" y era eminentemente humorístico. Un diálogo fiel entre el autor del Libro de Josué y un seminarista de Maul-bronn era el artículo fuerte del primer número. La hoja fue distribuida gratuitamente y cada aposento recibió dos ejemplares, acompañados de la octavilla que anuncia su aparición dos veces a la semana y su futuro coste de cinco pfennigs destinados a una caja de diversiones.

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