Bajo las ruedas (2 page)

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Authors: Hermann Hesse

Tags: #Narrativa

BOOK: Bajo las ruedas
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—Esta noche —dijo el temido dominador con desacostumbrada ternura— no tienes que trabajar nada. Prométeme que así lo harás. Mañana has de estar completamente despejado. Ve a pasear una hora y luego métete en la cama. La gente joven tiene que tener sus horas de sueño.

Hans sorprendido de aquella ternura que en nada se parecía al aluvión de consejos que aguardaba, salió confuso del edificio escolar. Los grandes tilos de la iglesia resplandecían a los cálidos rayos del sol del mediodía, en la plaza del mercado gorgoteaban y relumbraban ambas fuentes y sobre la línea de tejados sobresalían los montes azulados, destacándose contra el cielo. Para el muchacho fue como si no hubiera visto todo aquello desde hacia mucho tiempo y súbitamente se presentara ante sus ojos con desacostumbraba seducción y belleza. Sintió dolor de cabeza, pero se alegró de pensar que no tenía que estudiar aquella noche.

Despacio atravesó la plaza, pasó por delante del Ayuntamiento y siguió la calle del mercado hasta llegar al puente viejo. Allí anduvo sin rumbo unos breves instantes y luego terminó con acodarse en el amplio antepecho. Durante semanas y meses enteros había pasado cuatro veces al día por el mismo sitio, sin tener una sola mirada para la gótica capilla del puente, ni para el río,- ni para las compuertas, la presa y el molino, ni siquiera para la pradera donde acostumbraba a bañarse la gente o para las orillas boscosas, donde se deslizaba el río verde y manso como un lago y donde los mimbres, puntiagudos y ligeramente curvados, sobresalían del agua.

Su mirada abarcó todo aquello, y a su memoria volvió el recuerdo de los días lejanos. ¿Cuántas veces nadó, remó y pescó en aquel río? ¡Pescar! Casi se había olvidado ya. ¿Pero podía olvidarse una cosa así? Recordó sus protestas del año anterior, cuando le prohibieron la diversión para que dedicara todo su tiempo a las tareas del examen, y no pudo evitar que una sonrisa triste asomara a sus labios. ¡Pescar! ¿No había sido lo más hermoso de sus años escolares? Permanecer largas horas sentado sobre la hierba húmeda, escuchando el continuo rumor de la presa del molino y contemplando las aguas quietas y profundas. Y le pareció volver a ver los juegos de luces que provocaban en el agua un rayo tembloroso de sol, la inclinación de la caña de pescar y el corcho flotando en la corriente. Y sintió de nuevo la excitación y la alegría de la presa, el tirón delator seguido de la satisfacción de tener en las manos el pez plateado y vivo.

Había llegado a pescar algunas carpas; brecas y barbos en abundancia y también comizas delicadas y oscura. Los recuerdos le obligaron a permanecer largo rato contemplando las aguas del río que se deslizaban debajo del puente. Maquinalmente se llevó la mano al bolsillo, sacó un pedazo de pan y lo amasó con los dedos formando pequeña bolas.

Luego las tiró al agua, observando atentamente cómo se hundían y cómo los peces las pillaban entre dos aguas. Primeramente se acercaban los diminutos dorados y los barbos medianos, que arrancaban pequeños trocitos y se los comían, sin dejar de zigzaguear inquietos. Luego llegaban las grandes brecas, lentamente y con precaución, brillando al sol dorado y entre dos aguas sus lomos oscuros y sus fugaces aletas. Parecían detenerse unos instantes, abrían la boca súbitamente y hacían desaparecer en ella la bola de pan. Del agua subía un olor cálido y casi sofocante; un par de nubecillas se reflejaban indecisas en la superficie verdosa, en el molino gemía la sierra circular y la corriente rugía al precipitarse por las dos presas. El muchacho pensó en el domingo de la confirmación, que había tenido lugar hacía poco y durante el cual no pudo apartar de su mente un verbo griego que trataba inútilmente dé recordar desde unos días antes. En los últimos tiempos le había sucedido aquello muchas veces, y en la escuela le seguía aún ocurriendo que pensara en un trabajo o una lección anterior o posterior a la que tenía dispuesta encima de la mesa.

Distraídamente se incorporó y durante unos instantes vaciló sin saber dónde dirigirse. Y casi se asustó al sentir que una mano fuerte se posaba en su hombro y que una amistosa voz masculina le decía:

—¡Dios te guarde, Hans! ¿Me acompañas un trecho?

Era el zapatero Flaig, a quien antes visitaba con bastante frecuencia. Hacía ya mucho tiempo que no se acercaba por su taller. Tanto como el que llevaba estudiando su ya inminente examen. Le acompañó, escuchando sin verdadera atención al beato pietista. Flaig habló del examen, le deseó suerte y trató de infundirle valor, pero todos sus esfuerzos sé encaminaron a demostrarle que la prueba era tan sólo algo exterior y circunstancial. Fracasar no sería una vergüenza, pues podía ocurrirle al mejor, y en el caso de que le sucediera a él, tenía que pensar que Dios había elegido su alma como merecedora de especiales designios y que la conduciría finalmente por el propio camino que le tenía señalado.

Hans no se sentía demasiado propicio a prestar oído a los consejos de su acompañante. Cierto que tenía en gran estima el zapatero, pero eso no le hacía olvidar los muchos chistes que circulaban sobre él y las veces que contra su propia voluntad se había reído con ellos. Aparte de eso, tenía que avergonzarse de su cobardía, pues desde hacía algún tiempo huía casi con temor de la proximidad del zapatero a causa de las sutiles preguntas con que le atormentaba. Porque a partir del momento en que el orgullo de sus propios maestros, y también el suyo propio, le hizo sentirse un poco presuntuoso, el maestro Flaig no dejó de tratarle con un grotesco respeto que no encubría más que el constante deseo de humillarle. Y eso fue causa de que el artesano perdiera gradualmente todo su influjo sobre el alma del muchacho, pues Hans se hallaba en la edad de la obstinación juvenil y repugnaba de los bruscos contactos con su conciencia. En aquel instante andaba con paso lento al lado de su interlocutor, sin sospechar siquiera lo solícito y bondadoso que éste se sentía desde su altura.

En la Kronstrasse tropezaron con el párroco. El zapatero le saludó con un comedimiento casi frío y pretextó una súbita prisa para alejarse, pues el párroco era uno de los que seguían las nuevas tendencias y no creía siquiera en la Resurrección. El religioso se apresuró a trabar conversación con el muchacho:

—¿Qué tal te va? —preguntó—. Debes estar contento de haber llegado al término de tus tareas.

—Sí, estoy satisfecho.

—Procura mantenerte muy sereno. Ya sabes que en ti están depositadas todas nuestras esperanzas. Sobre todo en el latín aguardo de ti unos resultados sorprendentes

—¿Y si fracaso? —preguntó Hans, con temor.

—¿Fracasar? —el pastor se detuvo sorprendido—. Es sencillamente imposible. Sencillamente imposible. ¿Son esos los pensamientos que corresponden a quien se tiene que examinar mañana?

—Sólo pienso que bien podría suceder...

—No puede ser, Hans, no puede ser; puedes estar completamente seguro de ello. Saluda a tu padre de mi parte y procura mantener el valor en todo momento.

Hans le siguió con la mirada. Luego contempló el recodo por donde había desaparecido el zapatero. ¿Qué le había dicho antes de marcharse? El latín no importaba tanto como mantener el corazón en toda su pureza y conservar el temor de Dios. Había hablado mejor que el párroco. Y pensó con amargura que no podría presentarse más delante de él si, por desgracia, salía mal en el examen.

Siguió su camino con una íntima pesadumbre y llegó a su casa. En vez de entrar, se quedó en el jardincillo quebrajoso y descuidado. En un rincón estaba aún el conejar de tablas que construyera años atrás. Por él pasaron varias generaciones sucesivas de conejos, hasta que el otoño anterior se lo quitaron, a causa del examen. No tenía tiempo que perder en inútiles distracciones.

También hacía mucho tiempo que no se detenía siquiera en el jardín. Presentaba un aspecto ruinoso, las piedras del rincón de la pared se habían caído y la pequeña rueda hidráulica de madera estaba resquebrajada y rota al lado de la conducción del agua. Recordó los tiempos en que construyera todo aquello y en la gran alegría que sintió al dar término a la obra. Desde entonces habían transcurrido dos años... toda una eternidad. Cogió la rueda y la acabó de romper, arrojando sus pedazos por encima de la cerca. ¿Para qué la quería? Su época había pasado hacía mucho tiempo y no era de esperar que resucitara de nuevo. En aquel instante le volvió a la memoria el recuerdo de Augusto, el amigo de la escuela que le ayudara a construir la rueda y a acondicionar el pequeño conejar. Recordó las tareas pasadas en el jardincillo, disparando piedras con la honda, cazando los gatos de la vecindad y construyendo cabañas de ramas donde ocultarse de las indiscretas miradas. Y recordó también los nabos amarillos y duros que roían como merienda y que les proporcionaban tanta satisfacción como los más deliciosos manjares.

Pero todo aquello había quedado lejos, muy lejos. Hacía ya un año que Augusto salió de la escuela para convertirse en un aprendiz; mecánico. Desde entonces apenas lo vio más de dos veces. Tampoco él dispondría ya de tiempo…

Las nubes fueron encapotando el cielo del valle, y el sol se hundió tras las montañas. El muchacho sintió por unos instantes la necesidad de echar a correr y lanzar al aire gritos. Pero en vez de hacerlo, se contentó con sacar de la cochera el hacha y hacer astillas la puerta del conejar. Las latas saltaron por el aire, los clavos crujieron y del interior de la jaula salieron despedidas unas briznas de alfalfa que habían quedado allí desde el verano anterior. Y Hans siguió descargando hachazos sobre todo ello, como si a cada golpe hiriera de muerte su añoranza del conejar, de Augusto y de todos sus tiempos infantiles.

—¿Qué estás haciendo? —le preguntó su padre, asomándose a la ventana, al oír los golpes. —Astillas. Fue su única respuesta. Arrojó el hacha sobre el montón de astillas y, sin añadir una palabra más, atravesó el patio y salió a la calle. Se pasó la mano por la frente para limpiarse el sudor, y echó a andar, con paso rápido, hacia el río. En las cercanías de la cervecería estaban amarradas dos balsas. Con ellas se había deslizado muchas veces corriente abajo, en las cálidas tardes de verano, cuando el sol jugueteaba entre los juncos y las aguas exhalaban un olor fresco y grato. Fue tan fuerte el poder del recuerdo, que no pudo resistir la tentación de volver a revivir aquellas horas felices. Saltó sobre los troncos flotantes, se echó en un montón de heno que estaba secándose al sol, y trató de imaginarse que la balsa estaba en camino y que se deslizaba corriente abajo, unas veces lenta y otras apresurada, pasando bajo puentes y salvando presas, atravesando praderas, tierras de labor, pueblos y bosques, al tiempo que pensaba que todo estaba igual que entonces, y que en la orilla le aguardaba un montón de alfalfa para los conejos al lado de sus cañas y sus anzuelos dispuestos para la pesca. No había cambiado nada y en su cabeza no habían hecho presa todavía el dolor y las preocupaciones.

A la hora de la cena regresó, cansado y de mala gana. Su padre estaba bastante excitado por el inminente viaje a Stuttgart, y le preguntó una docena de veces si había empaquetado los libros, si había cepillado el traje negro, si no quería darle un último repaso a la gramática y si se encontraba bien. Hans tuvo una respuesta lacónica para todas las preguntas, comió poco y dio en seguida las buenas noches.

—Buenas noches, Hans. ¡Que duermas bien! ¿Te despierto a las seis, como acordamos? ¿No has olvidado el diccionario?

—No; no he olvidado el diccionario. ¡Buenas noches!

Permaneció despierto mucho rato en su cuarto, con la luz apagada y los ojos muy abiertos. Hasta entonces había sido aquél el único beneficio que le reportara el examen: la habitación pequeña y arreglada, de la que era único dueño y en la que no le estorbaba nadie. En ella había pasado muchas horas acodado sobre los libros, luchando con la fatiga, el dolor de cabeza y el sueño, tratando de comprender a César y a Jenofonte, a las gramáticas, a los diccionarios y a las matemáticas. En ella habían transcurrido también aquellas horas que fueron para él más valiosas que todos los jolgorios y regocijos de muchacho, aquel par de horas pasadas como en un sueño, sorprendentes y llenas de orgullo, de embriaguez y ansias de victoria, en las que había soñado y anhelado una naturaleza superior que le alzara sobre el resto del mundo circundante. En ella llegó a adquirir la convicción de que verdaderamente era algo diferente y superior a sus compañeros de colegio, rollizos y perezosos, y de que, al contrario de ellos, estaba destinado a alcanzar una altura que ningún otro podía pensar. Respiró hondamente al recordar aquello. Se durmió vestido y la mano leve y maternal del sueño calmó el oleaje de su inquieto corazón infantil y alisó las diminutas arrugas que surcaban su frente. Fue algo inaudito. A pesar de lo temprano de la hora, el propio rector se tomó la molestia de presentarse en la estación. El señor Giebenrath iba enfundado en su oscura gabardina de viaje y la excitación, la alegría y el orgullo que sentía, apenas le dejaban estarse quieto. Pataleaba, nervioso, alrededor del rector y de Hans, y correspondía, sonriente, a los cumplidos del jefe de estación y los empleados del ferrocarril, que deseaban mucha suerte a su hijo, sin dejar de pasarse la maleta de una mano a otra. Su equipaje era tan voluminoso, que más parecía estar a punto de partir hacia América que a Stuttgart con billete de ida y vuelta. En cambio su hijo parecía sereno a pesar del temor oculto que le apretaba con mano de hierro la garganta.

Llegó el tren y se detuvo unos minutos. El andén se pobló de ruido y de gritos. Giebenrath y su hijo subieron a uno de los últimos vagones. El rector hizo un amable gesto de despedida, el padre encendió un cigarro, y el tren echó a andar. Pronto desapareció la pequeña ciudad en la lejanía del valle, y el río se perdió en unos recodos de los montes. El viaje fue un tormento para padre e hijo.

La llegada a Stuttgart reanimó súbitamente al padre, que comenzó a mostrarse alegre, afable y casi cortés. Se dejó llevar por la deliciosa impresión del provinciano que por breves días visita la capital, y su locuacidad y buen humor contrastaron grandemente con el sombrío de su hijo. Hans estaba silencioso y lleno de temor. Una íntima congoja le asaltó a la sola contemplación de la ciudad, y pareció como si, al poner el pie en ella, hubiera perdido su propio ser. Los rostros desconocidos, las casas altas, opulentas y casi desafiantes, las largas y fatigosas calles, los tranvías de caballos y el ruido de las calles, le intimidaron y le hicieron daño. Se alojaron en casa de una tía, y las grandes habitaciones destartaladas, la azucarada amabilidad y locuacidad de la tía, las largas charlas sin sentido y los prolongados cumplidos, terminaron de desanimar al muchacho. Desorientado y perdido, recorrió una a una todas las habitaciones, contemplando con fingida atención los muebles grandes y suntuosos, las cortinas valiosas y las gruesas alfombras, el reloj de pared, los cuadros que llenaban el comedor, o la calle rumorosa a través de los cristales de las ventanas. Y todo aquello contribuyó a hacerle tan penosa la estancia en la ciudad que, a las pocas horas de su llegada, le parecía que había transcurrido una eternidad desde la salida de su casa y que había olvidado completamente lo aprendido a costa de tan grandes esfuerzos.

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