—Tienes una gran habilidad para iniciar una conversación.
—Soy un puto encanto —reconocí—. En primer lugar, necesito alguien que me informe de los movimientos de Beaconfield.
—Pues conmigo no cuentes, amigo.Yo sólo lo he visto dos veces. —Esbozó la sonrisa de un conspirador, y su voz cayó una octava—. Además, no es buena idea que el servicio preste demasiada atención al señor de la casa, ¿no te parece? —Exhaló una serie de anillos de humo en tonos verdigris y anaranjado. El viento los arrastró al sur en dirección al muelle, cuyo ajetreo era discernible a pesar de la distancia—. Pero puede que conozca a alguien. ¿Has oído hablar de Mairi la Ojosnegros? Dirige un negocio al norte de la ciudad llamado La Jaula de Terciopelo.
—Un templo de culto, sin duda.
—Puedes apostar la vida en ello, hermano. ¡Alabado sea el Primogénito! —Lanzó una carcajada y me dio una palmada en la espalda—. No, hombre, es una vieja amiga. Cuentan que en tiempos fue la amante del príncipe real. Ahora proporciona carne de primera a nobles y banqueros ricos, y —añadió guiñándome un ojo—, está a buenas con todos los esqueletos que hay metidos en armarios de aquí a Miradin.
—Toda una nigromante.
—Es una mujer de múltiples talentos —admitió—. Le enviaré aviso de que te dispones a visitarla.
—Eso en cuanto al primer favor. El segundo no va a gustarte. Necesito que desaparezcas una temporada.
Recostó la espalda en el pasamano, con el pitillo colgándole del labio.
—Vamos, hombre, no me vengas con ésas.
—Viaja a la costa unos días, o si quieres quedarte en la ciudad ve a visitar a tus amigos asher. Pero mantente lejos de los lugares que sueles visitar.Y no se te ocurra dar ningún concierto.
—No estoy de humor para hacer viajes, amigo.
—Si se trata de dinero...
—No se trata de dinero, amigo, de eso tengo suficiente y no necesito mendigar. —Sus ojos atravesaron la neblina con terca ferocidad—. Eres tú, que no haces más que cagarla, eso es lo único que haces. Eres veneno, todo el mundo que te conoce sale trasquilado, ¿lo sabías? Hasta la última persona. No tengo problemas con nadie, te hago un favor, y ¿qué sucede? —Había mudado su tono de voz, que pasó de la condena a la pesadumbre—. Soy un exiliado en mi propia puta ciudad. —Lanzó un suspiro y dio otra calada. Exhaló una niebla multicolor—. ¿Todo esto tiene que ver con la Hoja?
—Sí.
—Te advertí que era peligroso. ¿Es que nunca prestas atención?
—Probablemente no.
—¿Qué pasa? ¿La ha tomado contigo?
—Estoy bastante seguro de que...
Yancey me interrumpió con un gesto brusco.
—No te molestes, amigo. No quiero ni saberlo.
Probablemente fuese lo mejor.
—Te compensaré.
—Mejor no cuento con ello.
Pasamos un buen rato recostados en la barandilla, pasándonos el pitillo hasta que quedó reducido a la mínima expresión. Al cabo,Yancey rompió el silencio.
—¿Mi madre ha intentado casarte esta vez?
—Esti Ibrahim, creo que se llama.
Aspiró a través de los dientes.
—Prepara el mejor pescado frito de toda Rigus, pero tiene el culo del tamaño del hornillo donde cocina.
—Buen pescado, desde luego —tuve que admitir.
Esbozó una sonrisa torcida al oír eso, y yo debí de imitar el gesto, aunque sólo fuera por cortesía. Pero la charla con Meskie me había descolocado un poco, y me estaba costando lo mío ser buena compañía.
—¿Hablarás con Mairi en mi nombre?
El buen humor del Rimador se esfumó en seguida, y se dio la vuelta hacia mí.
—Ya te he dicho que lo haría, ¿no? Yo cuido de mi gente, y cuando digo que voy a hacer algo es porque lo voy a hacer. Después del almuerzo enviaré a alguien, así podrás ir a visitarla cuando mejor te parezca. —Dio una última calada y lanzó un eructo que proyectó una nube bermellón—. Si no hay nada más que pueda hacer por ti, ¿qué tal si te largas de mi puto balcón? Tengo que pensar dónde dormiré esta noche.
La profesión de Yancey exigía de cierta soltura de lengua, así que supuse que me había ganado la bronca. Para dar más énfasis a la despedida, arrojó la colilla por el balcón. Me pregunté si volveríamos a fumarnos uno. No tenía nada más que hacer ahí, razón por la que bajé la escalera y salí de la casa, asegurándome de no cruzarme en el camino con mamá Dukes. Después de lo de hoy, no pondría tanto empeño en encontrarme pareja.
Otro puente quemado, supuse.
Regresé a El Conde y perdí el resto de la tarde recuperando sueño atrasado. Me marché en torno a las seis, después de enviar a Wren con un encargo sin importancia, para asegurarme de que no me siguiera. Mi último encuentro con Crispin había tenido lugar en la frontera entre el antagonismo y la intimidad que no requiere de un espectador, y me pareció probable que ésta tomara el mismo derrotero, sobre todo teniendo en cuenta que Crispin probablemente me haría lustrarle los zapatos a cambio de la información que había descubierto. El Juramentado sabía que sería así.
El paseo hasta Herm Bridge supuso un inesperado rato en silencio, media hora que se me hizo corta a la cada vez más poca luz del anochecer. Era la época del año en que vale la pena ser consciente de hasta el último rayo de luz solar y de la brisa cálida, porque el calor no tarda en sumergirse en el implacable invierno. Durante unos minutos, lo sucedido los últimos dos días quedó medio olvidado en lo profundo de mi mente.
Supongo que el final forma parte de la propia naturaleza del ensimismamiento.
Un cadáver no se parece a ninguna otra cosa, y a pesar de que el anochecer emborronaba el paisaje, tuve la certeza de que el que yacía tendido al pie del cruce pertenecía a Crispin. Eché a correr, consciente de que era inútil, de que lo que había atacado a Crispin no se habría limitado a dejarlo malherido.
Lo encontré terriblemente mutilado, tenía el rostro magullado y la nariz aguileña hinchada y cubierta de sangre y pus. Un ojo hundido en la cuenca, envuelto en una sustancia blanca, y el brillo del iris era apenas visible en su interior. El rostro estaba congelado en una horrible mueca, y en algún momento durante su tortura se había mordido buena parte de la carne de la mejilla.
Estaba oscuro, pero no tanto, y Herm Bridge no es un callejón sino una vía principal de paso. Alguien no tardaría en tropezar con el cadáver. Me arrodillé junto a él, e intenté no pensar en la época en que me invitó a la mansión familiar para pasar el solsticio de invierno, con la excéntrica de su madre y la solterona de la hermana tocando todo el día el piano, mientras nosotros bebíamos ponche de ron hasta perder la conciencia junto al fuego de la chimenea. Hundí la mano en el bolsillo de la casaca. Nada. Un registro rápido del resto de su ropa dio el mismo resultado. Me dije que no podía fiarme del hedor, que no llevaba muerto lo bastante para descomponerse, que el frío lo mantendría entero un rato más, y que necesitaba concentrarme en mi labor. Él habría hecho lo mismo, actuar según el procedimiento habitual.
Finalmente tuve la brillante idea de comprobar sus manos, y tras unos instantes de frustración mientras intentaba abrirle el puño crispado, encontré la hoja medio rota de papel que Crispin aferraba en la mano, tal vez para impedir que su atacante la encontrara o quizá como una especie de talismán que yo jamás comprendería.
Era un documento oficial. En el encabezamiento figuraba un código burocrático, seguido de una advertencia a quienes pudieran leerlo sin la debida autorización. Debajo, con el encabezamiento «Practicantes, operación Acceso», figuraba un listado de nombres, junto a los cuales había una palabra que describía su estado: activo, inactivo, difunto. No me sorprendió ver que abundaban los fallecidos. Repasé el pie del documento, y sentí que se me cortaba la respiración: el último de los nombres incluidos en la lista, justo sobre el punto donde se había roto el papel, era el de un tal Johnathan Brightfellow.
Así que Beaconfield estaba detrás, después de todo. Menuda manera de mierda de ver confirmadas mis sospechas.
Hice otra cosa entonces, algo que apenas pensé incluso mientras lo hacía, algo zafio y sucio y que sólo podía justificar la necesidad. Tendí la mano hacia la garganta de Crispin y le arranqué el ojo, símbolo de su autoridad oficial, y me guardé la piedra preciosa en el bolsillo. La gélida supondría que su asesino se lo había robado, y aunque aún no sabía bien cómo, tuve la sensación de que me sería de utilidad.
Hice un esfuerzo por ponerme en pie, y contemplé de nuevo el cuerpo destrozado de Crispin. Sentí que debía decir algo, pero no sabía muy bien qué. Al cabo, introduje el papel en mi bolsa y me alejé. La nostalgia es cosa de débiles, y la venganza no envía heraldos. Crispin tendría su alabanza cuando me encarase a la Hoja.
Eché a andar a paso vivo en dirección a la calle principal, y me detuve delante de una finca a medio construir que bordeaba el río. Después de asegurarme de que no había nadie a la vista, forcé un listón de madera. Una vez me introduje en el interior, a oscuras, pegué la espalda a una pared.
Al cabo de un rato, un grupo de obreros topó con el cadáver de Crispin. Pasaron unos instantes gritándose unos a otros, diciéndose cosas que no alcancé a oír, luego uno echó a correr y regresó no mucho después con un par de guardias que hollaron más si cabe la escena del crimen antes de largarse a comunicar lo sucedido a Black House. Aproveché la oportunidad para caminar una manzana y comprar una botella de licor, para luego colarme de nuevo en mi escondite.
Tuve tiempo de pasar sentado veinte minutos mientras la gélida reaccionaba ante el asesinato de uno de sus compañeros con una eficacia impresionante. Cuando aparecieron, lo hicieron con fuerza, toda una manada, diez o doce, y no pararon de llegar más y de relevarse unos a otros a lo largo de las horas siguientes. Se arremolinaron en torno al cadáver de Crispin como hormigas, buscando pruebas e interrogando a los testigos, siguiendo procedimientos reducidos a lo irrelevante por el hecho de que el asesinato de Crispin no tenía precedentes en la historia de la ciudad. Hubo un momento en que me pareció ver a Guiscard, de pie junto al cadáver de su socio, hablando animadamente con otro agente, pero había un montón de agentes de la gélida revoloteando con sus guardapolvos grises, y tal vez no era él.
Fui alternando tragos de la botella de licor con esporádicas visitas al aliento de hada, del que cada vez tenía menos. Eran casi las once cuando dieron por concluida la inspección de la zona y cargaron el cadáver de Crispin en el carro fúnebre. Su madre y su hermana habían fallecido hacía unos años, y me pregunté quién se encargaría del funeral, o de la monstruosa mansión donde se había educado. Costaba imaginarla cerrada, con las antigüedades que contenía subastadas y el título otorgado a cualquier recaudador de impuestos que tuviera dinero suficiente para comprarlo.
Salí de la casa abandonada cuando la calle quedó vacía de agentes y transeúntes, y eché a caminar de vuelta a El Conde, mientras la desesperación se imponía a todo mi esfuerzo por narcotizarme.
Desperté a la mañana siguiente con la almohada empapada a conciencia en un líquido que deseé que no fuera restos de vómito. Me sacudí el sueño, me rasqué la nariz y encontré una costra de sangre. Nada de vómito, únicamente las secuelas de una dura noche de aliento de hada. No estaba seguro si eso era mejor o peor.
Lancé un denso escupitajo en el orinal, al que siguieron otros desechos. Luego abrí la ventana y lo vacié en el callejón, torciendo el gesto ante la helada corriente que entró en el cuarto. Una oscura nube flotaba sobre el contorno urbano, devorando la luz de forma que incluso costaba calcular la hora.Vi a lo largo de la calle algunos desdichados que no tenían más remedio que cubrirse hasta las orejas y bregar con el vendaval.
Me lavé la cara con agua de la jofaina. Estaba fría y llevaba allí desde ayer o anteayer. El reflejo de mi espejo de mano reveló las pupilas irritadas, con las venas muy hinchadas.
Tenía un aspecto de mierda, fiel reflejo de mi estado de ánimo. Esperaba que no fuese demasiado tarde para tomar café con huevos.
Abajo encontré el salón vacío. El mal tiempo mantenía en sus casas a los parroquianos, y Adolphus y su mujer estaban ocupados en la parte trasera. Una vez sentado a la barra, saqué del bolsillo el documento que había recuperado del cadáver de Crispin y repasé los nombres de todos los practicantes que allí figuraban, con la esperanza de recuperar algún recuerdo.
Pero no recordé nada. A excepción de Brightfellow, cuyo apellido no era tan común como para que tuviera un doble suelto por ahí. Nunca había oído hablar del resto.Volqué la atención en la segunda columna. De los otros doce nombres que figuraban en la lista, ocho habían fallecido y tres seguían en activo. Cuesta sonsacar información a los muertos, y no se me pasaba por la cabeza que nadie al servicio de la Corona quisiera hablar conmigo acerca de un experimento clasificado que habían liberado sobre la faz del planeta hacía una década. Por tanto, sólo me quedaba un candidato, un tal Afonso Cadamost, quien a juzgar por el nombre debía de ser de extracción miradna.
La ayuda de Celia había resultado muy valiosa, crucial incluso, pero hubo cosas que no pudo contarme. Necesitaba saber exactamente a qué me enfrentaba, la naturaleza de la horrenda criatura de Brightfellow y cómo hacerle frente. Para ese fin tenía que hablar con alguien que hubiera metido las manos en la masa, y estaba convencido de que Cadamost aún no se las había lavado.
Hasta ahí perfecto, claro que no tenía la menor idea de cómo hablar con él. Podía recurrir a mis contactos, pero lo más probable era que no sirviese de gran cosa. No tenía por qué residir en Rigus, podía incluso haber muerto, porque que el gobierno no sepa algo no quiere decir que no haya sucedido; como muestra, un botón: el gobierno no sabía nada de mi negocio.
Pensaba en ello cuando entró Adolphus, ceniciento el rostro, tembloroso, preparándose para liberar a su alma de la noticia terrible. Aquello empezaba a convertirse en un ritual matutino bastante desagradable.
—No pasa nada, ya me he enterado.
—¿Lo de Crispin?
Asentí.
Pareció extrañado, pero a la extrañeza siguió el alivio, aunque su rostro no tardó en componer una expresión de disculpa. Adolphus era muy expresivo.
—Lo siento —se limitó a decir. Su honestidad me pareció mucho más valiosa que cualquier comentario elocuente.