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Authors: Daniel Polansky

Tags: #Fantástico, Intriga, Otros

Bajos fondos (44 page)

BOOK: Bajos fondos
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—Sí.

—¿Recuerdas aquel día antes de marcharte a la guerra?

—Sí.

—¿Te acuerdas de lo que me dijiste?

—Sí.

—Supongo que estabas equivocado. Nos parecemos más de lo que crees.

—No, Celia —dije, levantando en alto su collar, el que había llevado puesto desde que nos conocimos, el que había utilizado para vincular aquella abominación a su alma, el que había aprovechado para robarle cuando, apenas un instante antes, me había salvado la vida al interponer su cuerpo—. No nos parecemos en nada.

Se llevó ambas manos al cuello.

—¿Cómo... ? ¿Cómo lo has...?

—Ahora voy a llevarme a Wren —dije, recogiéndolo de la silla y cargándomelo sobre el hombro. Mantuve el collar entre ambos. Fue como si se retorciera en mi mano. También desprendía un extraño calor.

—Está sano, no está infectado. Está perfectamente —tartamudeó, los ojos, abiertos como platos clavados en el collar—. Tienes que dejar eso, no entiendes qué es, debes...

Partí en dos el abalorio.

—Demasiada sangre, Celia. Demasiada sangre.

Se quedó lívida. Un silbido grave llenó el ambiente, y una corriente de aire abrió con violencia las contraventanas. Nos quedamos mirándonos a los ojos. Tuve la impresión de que quería decirme algo, pero no lo hizo.

Gracias al Juramentado por las bendiciones que nos da.

Sentí su cercanía y corrí hacia la escalera con un nudo en el estómago de puro terror. La cosa se materializó en la pared, detrás de Celia, que me dedicó una última mirada. En sus ojos había una luz lúgubre, y una condena.

No todo requiere una descripción. Basta con decir que lo que sucedió a continuación fue terrible.

CAPÍTULO 49

Unos días después, estaba sentado en lo alto de una de las casas de Mac el Niño, más o menos a una manzana del Aerie, observando cómo Rigus lamentaba la muerte de la Grulla Azul. Su cadáver, conservado y vestido cuidadosamente con su mejor túnica, una que nunca le había visto llevar puesta, permanecía tumbado en un pedestal dorado en lo alto de una tarima. Sentada en el podio se hallaba la flor y nata de la élite comercial y aristocrática de la ciudad, unas pocas docenas de nobles a quienes el maestro seguramente no conocía de nada. La tarima estaba protegida por diversas medidas de seguridad, y no me refiero a la guardia, sino a soldados con alabardas prestas que contemplaban a la multitud en busca del menor indicio de disturbios. Alrededor, la práctica totalidad de los habitantes de la parte baja de la ciudad había acudido a presentar sus respetos.

Hacía un frío terrible, pero desde aquella última noche no había vuelto a nevar. Lo que quedaba era la mezcla sucia de tierra, aguanieve y mierda que sucede en las ciudades a las intensas nevadas. Mac y yo nos pasábamos un cigarrillo, añadiendo notas de grafito a un cielo ya de por sí gris. Aquella última partida de vid del sueño me había salido bastante insulsa, y si las cosas no mejoraban tendría que buscarme otro proveedor.

En la tarima, el patriarca alababa las virtudes del fallecido. Al menos eso di por sentado que hacía, puesto que no había recuperado del todo el oído, y entre eso y el murmullo grave del gentío tenía dificultades para distinguir las palabras. Mac no me pareció muy impresionado. Dudé que me estuviera perdiendo algo interesante.

—Tú lo conocías, ¿verdad? —preguntó Mac.

A nuestra espalda, dos de sus prostitutas fumaban cigarrillos y sollozaban, satisfechas ante la oportunidad de dar rienda suelta a su sentido innato del melodrama.

—Sí.

—¿Qué tal era?

—Bastante alto —respondí.

Yancey debía de estar por ahí, en alguna parte, rodeado por el sudoroso gentío reunido con motivo de la ceremonia. Una vez hubo terminado todo, le envié un mensaje diciéndole que podía abandonar su escondite. Respondió que quedábamos en paz, pero no creo que fuera sincero. No obstante, tuvo razón cuando dijo aquello en el tejado: pasaría mucho tiempo antes de que volvieran a invitarme a almorzar en casa de su madre.

Visto a posteriori, no creo que la Hoja hubiese llegado a hacerle daño. Había malinterpretado a Beaconfield. De hecho, había malinterpretado a un montón de gente. El Viejo limpió el follón, y si llegó a averiguar que había quitado de en medio al tipo equivocado, lo cierto es que no le importó, supongo que porque debió de guardárselo para utilizarlo en mi contra si la situación llegaba a exigirlo. En lo que a él concernía, todo aquel asunto quedaba zanjado. Los asesinatos de la parte baja de la ciudad cesaron, y un famoso pero irrelevante miembro de la nobleza había sufrido un desafortunado accidente tras estallar la caldera de la mansión donde residía. Lord Beaconfield era el último descendiente de su familia, y, en contraste con la rutilante fiesta celebrada apenas unos días antes, su funeral no congregó más que a unas pocas personas. Su innegable celebridad no había hecho de él alguien querido, y aparte de sus acreedores, pocos lloraron su muerte.

Wren se encontraba apoyado en la barandilla. Si hubiese dependido de él se habría sumado al resto de la ciudad y estaría ahí abajo, pero desde su regreso Adeline no se había mostrado muy partidaria de dejarlo a su aire. Si recordaba algo de su propio secuestro, o del tiempo que pasó presa del hechizo de Brightfellow, nunca me lo mencionó. Era un pillo con temple, y con el tiempo lo superaría.

No estaba tan seguro acerca de la parte baja de la ciudad. Se habló de convertir el Aerie en una clínica gratuita, pero ya veríamos en qué acababa eso. El Crane no tenía familia, y, puesto que Celia había muerto, no quedaba nadie dispuesto a cuidar de la propiedad. Costaba imaginar que el gobierno dispusiera de la finca de un modo que fuese ventajoso para la población. Sea como fuere, la parte baja de la ciudad echaría de menos a su protector.

En lo referente a las salvaguardas, habría que esperar al verano para ver qué pasaba. No todos los años arrastraban la peste, y los cuidados y esfuerzos sanitarios de la ciudad habían mejorado sustancialmente desde que la epidemia me convirtió en huérfano.

Pero hubo noches en que no me bastó con la vid del sueño, noches en que despertaba bañado en sudor, pensando en los carros que habían enviado para que recogiéramos a los muertos, y los cadáveres en descomposición amontonados en ellos. En noches así, sacaba una botella de whisky de la alacena, me sentaba ante el fuego y bebía hasta que era incapaz de recordar el porqué. No podía hacer mucho más.

—Yo me voy —me despedí.

Mac asintió mientras se volvía lentamente para contemplar la ceremonia. Wren levantó la vista hacia mí cuando pasé por su lado.

—Si dejo que te pierdas de vista, ¿me prometes no dejarte matar?

Rió y bajó atropelladamente la escalera. No habría problema. Más adelante, cuando me pareciese que había llegado el momento, le proporcionaría el adiestramiento que exigía su talento. Pero no en la Academia: nunca tendría a un gusano del gobierno susurrándole consejos al oído. Aún quedaban practicantes sueltos por ahí, no vinculados a la Corona. Alguno encontraría dispuesto a servirle de profesor.

El camino de vuelta a casa se me antojó más largo de lo habitual, y no sólo porque la nieve fangosa me empapó las botas. Ya no tendría ningún motivo para regresar al Aerie. Mis días de recorrer aquel laberinto de piedra habían terminado. De hecho, habría sido mejor para todos que no hubiesen vuelto.

No había mucho movimiento en El Conde cuando entré. Adeline estaba ocupada, preparando las comidas, y Adolphus se apoyaba en la barra, echando raíces hasta el sótano, con una sonrisa cansada en el rostro. Me saludó con la mano y yo respondí al gesto. No cruzamos una palabra.

Tomé asiento en una mesa situada al fondo, y Adolphus se acercó con una jarra de cerveza. Esperé a que la taberna se llenara de parroquianos, tomando sorbos de la jarra hasta apurarla. Aunque no me había servido de gran cosa, levanté la mano para pedir otra.

AGRADECIMIENTOS

Son muchos los que me ayudaron a terminar el libro, y otros tantos que me ayudan en general. Algunas de estas personas son:

Chris Kepner, se la jugó por mí cuando (y no exagero) nadie más estaba interesado.

Robert Bloom, fue decisivo a la hora de convertir la novela que tienes en tus manos en algo realmente dotado de sentido, en lugar de algo que, en cierto modo, lo intentaba.

Oliver Johnson, a quien agradezco su ayuda y consejos, y obviamente que haya publicado el libro.

Sahtiya Logan, sin cuyos ánimos y temprana ayuda aún estaría trabajando de nueve a cinco.

David Polansky, Michael Polansky y Peter Backof, quienes tuvieron la amabilidad de opinar sobre un manuscrito mal editado que incluía una escena de sexo extraordinariamente gratuita. En los tres casos, los comentarios fueron mucho más allá.

John Lingan, cuya amabilidad lo llevó a dar una especie de opinión acerca de un manuscrito mal editado.También tiene esposa e hijo, y lo incluyo aquí.

Dan Stack, cuya destreza con la cámara compensó mis deficiencias como modelo, y a quien, por así decirlo, debo un par de miles de dólares.

Marisa Polansky, mi mayor seguidora, una princesa con el corazón de un león.

A los Polansky de Boston, incluso a Ben, a pesar de su incapacidad para devolver una llamada telefónica.

A los Mottola en general, con mis disculpas por haberme perdido dos celebraciones de Acción de Gracias; sobre todo a mi tío Frank y a la tía Marlene, quienes me acogieron durante una semana, lo que no les agradecí adecuadamente.Y también a mi tía Connie, alias Mamá n.º 2.

Robert Ricketts, cuyo consejo en asuntos médicos fue menos crítico de lo que supone, pero cuyos años de amistad han sido un regalo incomparable. En realidad, es él quien tendría que agradecerme el hecho de haberlo introducido en el texto.

Michael Rubin, el caballero más dulce y amable que he conocido, con mis disculpas por no haber sido capaz de incluir en la narración a un enano judío y mal hablado.Tal vez en la secuela.

A Will Crain (el Crane), en general por ser «el» hombre.

Alex Cameron, que no es lo anterior, lo que no le resta valor alguno, supongo, quizá.

Lisa Stockdale, heredera de Edward
el Negro
,
Hindoo
Stuart y T. E. Lawrence, y una amiga fiel y querida.

Alissa Piasetski, por los consejos.

John Grega, paladín de la virtud y la sabiduría, y por compartir conmigo una parte de ambas.

Kirsten Kopranos, R.I.P.

Julie,Tim y el resto de la gente de Snaprag.

Envictus, cuya ayuda fue tan insensata como decisiva.

A todos los que me alojaron durante mis diversos viajes. Espero recuperaros algún día.

A muchas otras personas, con mis disculpas por no haberlas mencionado por el nombre.

Por último, pero definitivamente no menos importante, a Martina.

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