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Authors: Daniel Polansky

Tags: #Fantástico, Intriga, Otros

Bajos fondos (36 page)

BOOK: Bajos fondos
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Me acuclillé junto a él. Su sangre goteaba de mi arma.

—¿Por qué la Hoja está asesinando a esos niños?

Negó con la cabeza y respondió entre toses:

—Que te jodan.

—Responde y me preocuparé de que te atiendan. De otro modo, acabaré lo que he empezado.

—Y una mierda —dijo con voz entrecortada por la respiración trabajosa—. No engañas a nadie.

Tenía razón, por supuesto. Era imposible llevarlo a un médico antes de que su cuerpo perdiese la voluntad de vivir.Tampoco podía jugar con él por la misma razón. Además, en aquel momento no estaba de humor para torturar a nadie.

—Puedo hacer que sea rápido.

Le costó incluso asentir.

—Hazlo.

Una espada de trinchera no es un arma con la que puedas cortar fácilmente, pero bastaría. Hundí la hoja en su pecho. Ahogó un grito y la aferró con las manos en un acto reflejo, cortándose las palmas con el metal. Entonces murió. Arranqué el arma de la caja torácica y me puse en pie.

Hacía tres años que no mataba a nadie. Dar una paliza, claro, pero Labioleporino y compañía seguían vivos y coleando, y si ése no era el caso, no había sido por mi culpa.

Mal asunto.

Había subestimado a la Hoja. Beaconfield había actuado con rapidez y firmeza, y el hecho de que su plan careciera de sutileza había estado a punto de verse compensado por su brutal eficacia. Claro que él también me había subestimado a mí, tal como atestiguaban los cadáveres de sus hombres. Dudé que Beaconfield pudiera permitirse otro ataque, a pesar de lo cual me pareció imprudente volver a El Conde. Me alojaría en uno de los apartamentos que tenía dispersos por toda la ciudad, y mañana sería otro día.

La adrenalina del combate se diluyó poco a poco y mi cuerpo empezó a reconocer las heridas. Me dolía el tobillo, y empecé a sentir un intenso dolor debido a la herida del brazo. Limpié la hoja con un trapo y me dirigí hacia la salida. Brennock era una zona de fábricas, y me pareció poco probable que alguien hubiese oído los gritos, pero no quise esperar a ver si se confirmaban mis sospechas. Salí con sigilo por la puerta. La nevada había cobrado fuerza de nuevo, más intensa que antes, y me adentré en ella, consciente de que la tormenta no tardaría en cubrir las huellas que dejase.

CAPÍTULO 35

A la mañana siguiente desperté en un apartamento de una sola habitación que tenía en la parte más marginal de Offbend. Descubrí que el corte que tenía en el bíceps había adquirido un color muy feo, intenso y lívido. Me puse la ropa y la casaca, intentando evitar el contacto con la herida. Al salir de allí, me di un golpe con el hombro en la pared de una posada de mala muerte y tuve que morderme la lengua para no gritar.

No podía volver así a El Conde, porque en medio día tendrían que amputarme el brazo.Y no quería asustar a Celia más de lo que ya lo había hecho, así que el Aerie también quedaba descartado. En su lugar me dirigí al sur, hacia el puerto y el médico, si es que así se podía llamar a una mujer kirena de avanzada edad que cosía heridas en la trastienda de una sastrería. No hablaba una sola palabra de mi lengua, y su dialecto del hereje no tenía nada que ver con mis escasos conocimientos, de modo que no nos entendíamos, a pesar de lo cual, y de su temperamento irascible, curaba tan bien las heridas como cualquier médico del frente, y era rápida, hábil y discreta.

La nevada nocturna había cesado, aunque tuve la impresión de que había seguido nevando a lo largo de la noche y probablemente volvería a hacerlo en una o dos horas. En el interludio, no obstante, era como si todo el mundo hubiera salido a las calles, que estaban atestadas de parejas que caminaban del brazo y de niños que celebraban las festividades cercanas. Las manifestaciones de que el solsticio de invierno estaba próximo empezaron a ralear a medida que me acercaba a Kirentown, cuyos habitantes no lo celebraban, eso si es que eran conscientes de su existencia.

Doblé por una calle lateral, esperando que el dolor del pecho no fuera una manifestación de la fiebre. El callejón estaba organizado según el instinto comercial de los herejes, una docena de tiendas que dividían el tramo de cien metros de calle. Anunciaban sus mercancías con letreros de vivos colores, cubiertos de caracteres kirenos y pidgin de la lengua de Rigus. Entré en una situada a media altura de la calle, que únicamente se distinguía por el sencillo cartel: una tabla de madera en cuya superficie se leía:V
ESTIDOS
.

Dentro encontré a una abuela ceñuda, antigua como una estatua de piedra, la clase de criatura salida de un pasado remoto cuya juventud parece inverosímil desde un punto de vista teórico, como si hubiera surgido del vientre de su madre hecha un cascajo. Estaba rodeada por todas partes de rollos de telas y cintas de colores, esparcidos sin orden ni concierto. Cualquiera lo bastante insensato para entrar allí con la esperanza de adquirir la mercancía que anunciaba el letrero se hubiera visto superado en seguida por el caos reinante, pero es que la vieja zorra ganaba más que suficiente con sus tratos ilícitos para olvidar la parte tediosa del negocio legal.

La propietaria me hizo un gesto para que la acompañase a la trastienda. Era un cuarto diminuto y sucio, con un taburete giratorio en el centro. Las paredes estaban cubiertas de estantes de productos médicos, emplastos, frascos y toda clase de ingredientes para practicar la alquimia. La mayoría eran prácticamente inútiles, pero, después de todo, el éxito de la medicina reside en buena parte en la ilusión, y los herejes aún le dan más peso.

Me senté en el taburete y empecé a desvestirme ante los ojos atentos de la anciana. Una vez me hube quitado la camisa, me asió el brazo, no con fuerza, pero con menos delicadeza de la que hubiera preferido, teniendo en cuenta el dolor que sentía en el costado izquierdo. Me inspeccionó la herida y parloteó en su lengua extranjera, indescifrables y ásperas sus palabras.

—¿Qué quieres que haga? Tienes razón, debí preverlo. De hecho, Beaconfield me lo advirtió. Pensé que necesitaría más tiempo para decidirse.

Empezó a remover los frascos de los estantes, inspeccionando botellines sin etiqueta de un modo que no hizo maravillas para aumentar mi confianza en ella. Escogió uno y vertió el contenido en una cacerola de aspecto extraño antes de ponerla sobre el hornillo de hierro que calentaba la estancia. Esperamos a que hirviera, un rato que la matrona pasó mirándome con los ojos muy abiertos y mascullando una perorata incomprensible. Sacó un frasquito de un pliegue de la túnica y lo sacudió ante mis ojos.

—Probablemente no debería. Por norma, y nunca me la salto, jamás tomo opiáceos antes del almuerzo.

Volvió a tenderme el frasco y reanudó su sonsonete.

Exhalé un suspiro y le hice un gesto para que procediera.

—Lo dejo a cargo de tu conciencia.

Vertió una gota del frasco en la punta de mi lengua. Tenía un sabor acre y desagradable. Luego lo devolvió al bolsillo de la túnica, antes de empuñar una cuchilla cuya hoja limpió con un trapo.

La cabeza me daba vueltas y me costaba concentrarme. Me señaló el brazo. Intenté pensar en algo ingenioso, pero no di con nada que valiera la pena.

—Hazlo —dije.

Con pulso firme me echó el hombro hacia atrás y repasó con la cuchilla el absceso que se había formado donde me había herido el hombre de la Hoja. Me mordí la lengua hasta hacerla sangrar.

La abuela pasó a volcarse en la siguiente fase de la labor sin mostrar la menor compasión. Mientras rebuscaba sin orden ni concierto en un rincón, tomé la lamentable decisión de inspeccionar la herida reabierta, con el predecible efecto para mi tracto digestivo. Al ver que me ponía verde, se apresuró a arrearme una bofetada en la mejilla, señalándome a la cara con un dedo y pronunciando un torrente de palabras incomprensibles. Aparté la vista de la laceración, y ella volvió al hornillo y vertió el contenido de la cacerola en una taza de estaño.

Se acercó de nuevo al taburete, y la expresión de sus ojos bastó para darme a entender que lo siguiente no iba a ser precisamente divertido. Me aferré a la parte inferior del asiento con tanta fuerza como me lo permitió el cuerpo, y asentí una vez, rápidamente. Levantó la taza.

Entonces grité, pura manifestación de dolor cuando vertió el aceite hirviendo en la herida, un calor intenso que me quemó el músculo lacerado. Respiré hondo mientras me lloraban los ojos.

—¿No era mejor romperme el frasco directamente en el brazo?

Me ignoró, esperando a que se endureciera la capa de aquel líquido. Al cabo de un instante, cogió una especie de buril y empezó a rascar el exceso de resina.

—Eres una puta de mierda —dije—. Por la polla colgante de Sakra, cómo te odio.

Era impensable que no hubiese oído peores insultos en los años en que había proporcionado ayuda médica a los criminales, pero, si lo hizo, no dio muestras de entenderme. El dolor cedió el paso a una lejana sensación de calor, y permanecí sentado en silencio mientras sacaba una aguja y empezaba a coserme la herida. Fuera lo que fuese que había en la botella, me pareció absolutamente asombroso, tanto que apenas fui consciente de su presencia allí. Al cabo de unos minutos, inclinó la cabeza con curiosidad y farfulló algo cuyo tono sonó a pregunta.

—Ya te lo he dicho. La Hoja Sonriente me lo hizo. Tendrías que sentirte orgullosa. No soy un matón de tres al cuarto que ha venido aquí tras perder una pelea. Gente importante pretende asesinarme.

Esbozó una sonrisa torcida y se pasó el pulgar por la garganta, gesto universal para el asesinato, pues el mal es la lengua materna del ser humano.

—Me encantaría, créeme, pero no puedes entrar en el dormitorio de un noble y hundirle una cuchilla en el gaznate.

A esa altura de la conversación, la anciana había perdido el interés y volvió a concentrarse en coserme la herida. Disfruté de un rato agradable, sumido en una nube de narcótico, tan anestesiado que ni siquiera reparé en que había terminado hasta que me sacudió con fuerza del hombro, amenazándome con deshacer la labor que acababa de terminar.

Aparté su mano de un manotazo, y tuve ocasión de apreciar su destreza con la aguja. Era un trabajo de primera clase, como de costumbre.

—Gracias —dije—. Espero no volver a verte durante una temporada.

Masculló algo que sugirió su escasa fe en mis habilidades proféticas, y después me mostró cinco dedos.

—¿Es que te has vuelto loca? ¡Por esa cantidad podrían coserme de nuevo un brazo cercenado!

Entornó los ojos y bajó dos dedos.

—Eso es más apropiado. —Dejé tres ocres en la mesa, y ella los recogió y los guardó rápidamente en la túnica. Cogí la camisa y la casaca y aproveché para vestirme mientras abandonaba el lugar—. Como siempre, hables la lengua que hables, si alguien se entera de esta visita necesitarás buscarte a uno que sea más diestro con el escalpelo que tú.

No respondió, pero no hablaría. Para cuando desaparecieron los efectos de la anestesia, me encontraba a mitad de camino a la parte baja de la ciudad. Había empezado a nevar otra vez.

CAPÍTULO 36

Al regresar a El Conde tuve que soportar cómo Adolphus intentaba fingir que no le preocupaba mi paradero.Tensó los hombros al verme entrar, pero luego volvió a limpiar la barra con poco más que un gruñido. Me senté en un taburete.

—¿Todo bien? —preguntó, fingiendo que no le interesaba.

—Mejor imposible —respondí—. Se me hizo tarde y no quise volver con la que estaba cayendo.

Quedó claro que no me creyó.

—Esto llegó para ti mientras estabas fuera. —Me tendió un par de sobres y esperó mientras yo rompía el lacre.

La primera misiva estaba escrita con letra apretada en papel color crema. Era de Celia.

Mis esfuerzos han rendido fruto. Encontrarás pruebas de los crímenes de la Hoja en un cajón oculto del escritorio de su despacho, bajo un fondo falso. Buena suerte.

C.

A pesar de su brevedad, tuve que leerlo dos veces para asegurarme de haberlo entendido. Entonces la guardé, intentando contener la sonrisa. Casi había olvidado la ayuda prometida por Celia, porque esas cosas rara vez se anuncian, y nunca se ejecutan lo bastante rápido para que realmente sean de ayuda. Pero si estaba en lo cierto, entonces tenía una pista real que poder mostrar a Black House. Me puse a pensar en la mansión de Beaconfield y las maquinaciones que serían necesarias para lograr colarse allí.

Wren entró a toda prisa procedente de la cocina, tan en sintonía con el lugar que era capaz de percibir el momento de mi llegada. Lo cual era estupendo, porque había alguien con quien tenía que ponerme en contacto y no tenía intención de caminar.

—Tienes que llevar un mensaje.

No mudó la expresión, pero me había dado pruebas suficientes de su memoria de elefante para no necesitar que diera muestra de prestar atención.

—Toma Pritt Street, al este hasta que pases el muelle, en dirección a Alledtown pero antes de alcanzar el enclave asher. —Escribí el nombre de la calle y el número de la puerta—. Di a la mujer de la entrada que tienes que hablar con Mort el Pez, y te dejará entrar. Di a Mort que necesito ver al Doctor. Dile que es urgente, y dile que el Doctor agradecerá hacerme un hueco.

—¡No olvides el abrigo! —añadió Adolphus, aunque el muchacho ya se disponía a recogerlo. Wren se lo echó al hombro y abandonó el local para salir a la nieve.

—Es capaz de ver por sí solo que hace mal tiempo —dije cuando se hubo marchado.

—No quiero que se resfríe.

—Que haga poco tiempo que lo conoces no quiere decir que sea un crío de tres meses.

Adolphus se encogió de hombros y dio unos golpecitos con el dedo a la otra carta.

—El aristócrata pasó a primera hora de la mañana preguntando por ti. Quería que te entregase esto. Si tienes más negocios con ése, mejor los haces fuera de mi taberna.

—Guiscard no es tan malo.

—Yo no confiaría en él.

—Y no lo hago, tan sólo lo utilizo. —Leí la nota—.Y parece serme de utilidad.

Afonso Cadamost pasa la mayor parte de las horas de vigilia en un fumadero de wyrm que hay en Tolk Street, bajo el letrero de una linterna gris.Tenías razón, aún lo vigilamos.

A Guiscard le faltaba más de un hervor si ignoraba que Black House vigilaba a casi todo el mundo. Miré a Adolphus.

—¿Vas a prepararme el desayuno, o no?

Puso los ojos en blanco, pero entró en la cocina llamando a Adeline.

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