Bajos fondos (33 page)

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Authors: Daniel Polansky

Tags: #Fantástico, Intriga, Otros

BOOK: Bajos fondos
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Al otro lado el ambiente era muy distinto. El oponente de la Hoja estaba solo, a excepción de su segundo, pero no daban precisamente muestras de alegría. El duelista se hallaba sentado en el banco, atento a nada en particular, y en su mirada perdida había cierta dureza. Estaba más próximo a la mediana edad que a la juventud; no era viejo, pero sí demasiado mayor para involucrarse en esa clase de tonterías. Su padrino estaba a su lado. Su abultada barriga exigía más de la cuenta a los botones del chaleco, y a juzgar por cómo movía las manos, estaba nervioso.

No llegué a averiguar por qué luchaban. Una brecha en la etiqueta, la clase de confusas bobadas que empuja a los miembros de la clase alta a derramar sangre. Pensé que debía de ser culpa de Beaconfield, a la gente le gusta exhibir aquello que la hace excepcional, y la Hoja ceñía a la cadera su punto fuerte.

El duque reparó en mí y me saludó con la mano. ¿Haría eso con la suficiente asiduidad para convertirlo en el preludio de nuestro propio enfrentamiento? Menudo cabrón enfermo.

Con el rabillo del ojo observé que el mayordomo de Beaconfield se apartaba de los demás.

—¿Tienes la mercancía? —preguntó a modo de saludo.

—No he caminado hasta aquí para hacer ejercicio —dije, tendiéndole un paquete que contenía unos cuantos ocres de vid del sueño y aliento de hada.

Lo introdujo en el interior del fajín, y después me tendió una bolsa que me pareció más pesada de lo que debía. A los nobles les encanta ir por ahí repartiendo dinero, aunque si Mairi estaba en lo cierto, Beaconfield no tenía suficiente para malgastarlo. Tuckett parecía esperar a que yo hiciera un comentario.

—Espero que aprecies el privilegio que esto supone.Te han invitado a presenciar un espectáculo extraordinario —dijo, cuando comprendió que yo no pensaba abrir la boca.

—Odio tener que ser yo quien te quite la venda de los ojos, Tuckett, pero la muerte no es algo tan extraordinario. Tampoco lo es el asesinato, al menos en el lugar del que provengo.

Aspiró displicente y se dirigió de vuelta a la multitud. Lié un cigarrillo y observé cómo los copos de nieve se fundían sobre la casaca.Transcurrieron unos minutos. El juez se dirigió al centro del prado e hizo un gesto para que ambos padrinos se le acercasen.

—Yo represento al señor Wilkes —dijo el hombre obeso con la suficiente firmeza para no quedar en evidencia.

El segundo de la Hoja no era tan ridículo como podría haber sido. Que yo sepa, el código del duelo no exige que los participantes se ricen el pelo, pero al menos anduvo con paso vivo en lugar de hacerlo con teatral parsimonia.

—Yo hablo en nombre del duque Rojar Calabbra III, lord Beaconfield.

El padrino de Wilkes volvió a hablar, sudando a pesar del frío.

—¿No puede alcanzarse una solución al asunto entre ambos caballeros? Por su parte, mi representado desea admitir que su información fue obtenida por mediación de terceros, y que no es fiel palabra por palabra a la conversación que tuvo lugar.

No alcancé a descifrar del todo la parte legal, pero me pareció que daba un paso hacia una posible reconciliación.

—A mi grupo no le satisfaría nada que no sea ver al caballero retractarse y disculparse pública y sinceramente —replicó, altivo, el segundo de Beaconfield.

Reconciliación que probablemente no se produciría.

El hombre obeso, muy pálido, volvió la vista hacia Wilkes con ojos suplicantes. Su representado no le devolvió la mirada, sino que hizo un gesto negativo con la cabeza. El hombre obeso cerró los ojos y tragó saliva ruidosamente antes de hablar de nuevo.

—En ese caso, el proceso debe continuar.

El juez habló de nuevo.

—Los caballeros se me acercarán con las armas desnudas mirando al suelo. El combate proseguirá a primera sangre.

La Hoja se apartó de la masa de partidarios vestidos con los colores del arco iris y se dirigió hacia el centro del campo.Wilkes se levantó del banco e hizo lo propio. Se situaron a unos metros el uno del otro. Beaconfield sonrió desdeñoso, como era su costumbre. Wilkes permaneció impasible. En contra de lo que me dictaba el sentido común, descubrí que lo apoyaba.

—A mi señal —anunció el juez, apartándose de ambos.

Wilkes se puso en guardia. Beaconfield mantuvo la punta del arma a un lado, con arrogancia.

—Adelante.

Descubrí muy pronto que Quien Aguarda Tras Todas las Cosas es una cruel amante, que no discrimina, como cuando la peste se llevó por delante a ancianos y jóvenes por igual. La guerra subrayó la lección. Fueron años de ver a los recios piqueros dren y a los esclavos de la espada asher morir a causa de certeros proyectiles de artillería que echaban por tierra cualquier ilusión que uno pudiera hacerse respecto a la invulnerabilidad de la carne. Nadie es inmortal. Nadie es tan bueno como para no perder la vida ante un aficionado si no hay suficiente luz o tropieza. Noventa kilos de carne, una osamenta que no es tan resistente como parece... No estamos hechos para la inmortalidad.

Dicho lo cual, nunca he conocido a alguien como Beaconfield. Ni antes ni después. Era más veloz de lo que yo creía posible en un ser humano, rápido como el rayo que cae del éter. Luchaba con un arma pesada, a medio camino del estoque y la espada de hoja larga, pero la esgrimía como si fuera una cuchilla. Su técnica y serenidad eran asombrosas. Ningún movimiento era gratuito, no malgastaba un átomo de energía.

Wilkes era competente, mucho, y no sólo en lo relacionado con el estilo arcaico y formal del duelo. Había matado antes, tal vez durante la guerra, puede que en uno de esos insignificantes careos de los que tanto disfrutan los nobles en lugar de hacer lo que deben, así que no era ajeno al derramamiento de sangre. Me pregunté si yo podría con él, y pensé que quizá sí, si tenía un poco de suerte o si mi estilo lograba sorprenderlo.

Pero su oponente lo superaba con creces, tanto que incluso resultaba embarazoso. Mientras veía a la Hoja jugar con él, me pregunté en nombre de Maletus qué podría haber hecho que el pobre desgraciado estuviese ahí, bregando a espada con Beaconfield. Qué absurda ofensa al honor había llevado a un desenlace tan estúpido.

En plena refriega, la Hoja levantó la vista y nuestras miradas se cruzaron, un gesto superficial que podría haberle costado la vida a cualquiera. A Wilkes no se le escapó el gesto, empeñó todas sus fuerzas en el ataque, cerró distancias y la punta del arma fue en busca de la carne. La Hoja neutralizó los ataques, los tajos y las estocadas, con un instinto que parecía sobrenatural.

Entonces lord Beaconfield me guiñó un ojo y atacó, un golpe tan rápido que fui incapaz de seguirlo, y Wilkes acabó con un agujero en el pecho, que se quedó mirando antes de soltar su propia arma y caer al suelo.

Admito que me había preguntado, de vez en cuando desde el momento en que lo conocí, hasta qué punto la reputación de la Hoja Sonriente dependía de rumores y chismorreos. No perdería más tiempo. Es importante conocer tus propias limitaciones, no dejarse cegar por el orgullo o el optimismo en lo que respecta a tus posibilidades. Yo nunca sería guapo, jamás tumbaría a Adolphus en una riña cuerpo a cuerpo, ni tocaría el tambor mejor que Yancey. Nunca me rehabilitaría a ojos del Viejo, nunca disfrutaría de la riqueza necesaria para empezar una nueva vida, nunca encontraría la forma de salir de la parte baja de la ciudad.

Y nunca, jamás, sería capaz de vencer a lord Beaconfield en un combate limpio. Desenvainar el arma contra él era un suicidio, tan cierto como ingerir leche de viuda.

Supuse que Wilkes se lo habría buscado. Nunca es buena idea andar por ahí enemistándose con gente en cuyo apodo figura la palabra «hoja». Aun así, la modesta reunión no se mostró entusiasta con el resultado. El golpe de gracia de Beaconfield fue inconveniente. Una cosa es que un duelista muera de infección, de resultas de una herida en el estómago, y otra dar deliberadamente un golpe mortífero. Existía un código de conducta al respecto, y la «primera sangre» no acostumbra a ser también la última. Por supuesto, los hombres de la Hoja rindieron el homenaje de rigor, mucho aplauso y eso, pero el resto de los presentes no se apresuró a elogiar al vencedor. Un médico accedió al prado, seguido de cerca por el padrino de Wilkes, pero no podían albergar esperanzas al respecto, y si lo hicieron no tardaron en verse arruinadas. A cincuenta pasos vi que la herida era mortal.

La Hoja había vuelto a sentarse en su banco de madera, rodeado por su séquito de cortesanos que se deshacían en felicitaciones ante aquella matanza ritual. Se había desabrochado la camisa, y los copos de nieve se le acumulaban en el pelo oscuro. Aparte del rubor, poco había en él que mostrara que había tomado parte en algún tipo de disputa física: el muy cabrón ni siquiera sudaba. Reía por algo que no alcancé a distinguir mientras me fui acercando.

Lo saludé inclinando la cabeza, y me sorprendió lo distinto que era en presencia de sus lacayos.

—Me alegra que hayas tenido ocasión de presenciarlo. No respondiste a mi invitación, y no estaba seguro de si vendrías.

—En todos los aspectos estoy al servicio de mi señor.

Los aduladores interpretaron lo dicho como una muestra de servilismo hacia a su líder, pero el duque me había calado lo bastante bien para reconocer mi sarcasmo. Se levantó para sacudirse de encima a los parásitos que lo rodeaban.

—Camina conmigo.

Hice lo que ordenaba y me situé a su lado mientras paseábamos por un estrecho camino empedrado que nacía al pie de la fuente. El cielo blanco no atravesaba ni con su luz ni con su calor las desnudas ramas de los árboles. La nieve caía con fuerza, y no haría más que empeorar.

Beaconfield estuvo callado hasta que nos alejamos de los demás, momento en que se adelantó un paso y se volvió hacia mí.

—He estado pensando en nuestra última conversación.

—Me halaga saber que tengo un lugar en los pensamientos de mi señor.

—Tus palabras me perturbaron.

—¿Cómo?

—Y aún más lo hicieron las acciones en mi contra que emprendiste después.

—¿Y qué cambios en mi comportamiento satisfarían a mi señor?

—Corta el rollo. No me parece gracioso —dijo, irguiéndose como un gallo, ya con un muerto en su haber ese día—. Quiero que pongas fin a tu investigación. Di a tus superiores lo que sea necesario para librarme de ellos y te recompensaré. Tengo influencia en la corte, y también dinero.

—No, no lo tenéis.

Su rostro, ruborizado por el reciente ejercicio, se puso lívido, y respondió con torpeza, menos presto con la lengua que con su arma.

—Tengo otras formas de satisfacer mis deudas.

—Malgastáis mucha saliva para alguien cuya mano está presuntamente surtida de triunfos.

Sonrió un poco, y eso me recordó que había algo en él que no encajaba del todo en el arquetipo que a veces personificaba.

—Me he apresurado. —Tragó saliva con dificultad; la humildad le era desconocida—. He tomado algunas decisiones equivocadas, pero no permitiré que Black House se aproveche de ellas para acabar conmigo. Las cosas no han llegado demasiado lejos, aún no es tarde para el perdón.

Pensé en el cuerpo roto de Tara, y en Crispin tendido en el fango de la parte baja de la ciudad.

—Os lo dije la última vez, Beaconfield. El perdón no existe.

—Eso me hace desdichado —dijo, engallándose ante mí—.Y dispones de pruebas suficientes para saber cómo acaban quienes se granjean mi desagrado.

Como si hubiera sido capaz de olvidar la parte de la mañana en que había asesinado a un hombre para darme una lección.

—Veo que tienes el apellido adecuado —dije, prescindiendo ya del trato formal—, pero no pienso prestarme a ello, ni acordar una hora y un día para que me asesines. No he conseguido la reputación que tengo acuchillando nobles en prados de hierba recortada, porque cuando lo hago, es al amparo de la oscuridad, en la calle, sin un séquito de cortesanos que me aplauda o un reglamento que me permita seguir un procedimiento. —Esbocé una sonrisa amarga, desnudos los dientes, contento de prescindir del disimulo, feliz de poner sobre la mesa el odio que sentía por ese monstruoso petimetre—. Si estás pensando en ir a por mí será mejor que empieces a pensar como un criminal, y también te recomiendo que pongas tus asuntos en orden. —Giré sobre los talones, pues no quería darle la oportunidad de decir la última palabra.

Pero de todos modos la dijo:

—¡Saluda de mi parte a Wilkes cuando lo veas!

«Tú vas a verlo antes, hijo de puta —pensé mientras me dirigía al este, de vuelta a la ciudad—.Tú vas a verlo antes.»

CAPÍTULO 33

Caminaba a buen paso por Alledtown cuando vi con el rabillo del ojo el horrendo abrigo de lana de Wren agachado tras un carro lleno de manzanas. Me pregunté si me habría esperado a la salida del parque, pero no me pareció probable. Debía de haberme seguido desde que salí de El Conde, todo el camino desde la parte baja de la ciudad, a través del parque y, ahora, de vuelta a la ciudad. No era una empresa fácil. Es más, si alguien llega a preguntarme si lo hubiera creído posible, habría respondido que no.

Pero cuando superé la sorpresa inicial, me puse furioso, me cabreó de mala manera que ese crío insensato me siguiera los pasos con Crowley, Beaconfield y sólo Sakra sabía quién más haciendo lo posible para poner fin a mi existencia.

Torcí por una calle lateral, que recorrí hasta la puerta trasera de una taberna. Luego me escondí tras unas cajas y apoyé la espalda en la piedra, subiéndome las solapas de la casaca para que me cubrieran la mitad de la cara. Dejé a las sombras a cargo del resto.

Obviamente, cuando llegó a esa altura, Wren no me localizaba, y asomó por detrás de las cajas con mayor descuido del que debería. Antes de que se planteara comprobar el escondite que había escogido, lo inmovilicé doblándole los brazos a la espalda y levantándolo del suelo.

Soltó una retahíla de maldiciones y forcejeó como loco para poner de nuevo los pies en el suelo, pero no era más que un crío. Le di un par de sacudidas y apreté las manos hasta que cedió un poco. Entonces lo arrojé de espaldas al barro.

Se puso en pie y se protegió la cara con los puños crispados. Tenía fuego en la mirada. Tendría que decir a Adolphus que las tardes que había pasado enseñando al muchacho a pelear no habían caído en saco roto.

—¿Así es como te has propuesto ayudarme? ¿Ignorando mis órdenes cuando te da la real gana?

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