Una vez dentro del bar de los Daevas, ocupé uno de los reservados del fondo y pedí una taza de café. Al cabo de unos minutos entró el Doctor, sacudiéndose el hielo de la gruesa casaca de invierno.Tomó asiento y me entregó bajo mano un fajo de documentos.
—Lo encontré en el fondo falso del escritorio. La trampa consistía en un dardo emponzoñado con veneno de anguila.
—Espero que haya constituido todo un desafío para ti —dije.
No respondió, y empecé a hojear los documentos que me había entregado. Mairi podía ser una zorra traidora, pero sus fuentes eran de fiar. La primera mitad del papeleo la constituían las cuentas de la Hoja, y no era necesario ser contable para comprender que tenía unos números tan rojos como las sábanas de una virgen en su noche de bodas.Ya tenía un móvil.
Pero eso no era lo más interesante. Junto a las cuentas había una correspondencia cruzada entre Beaconfield y varios hombres, a quienes reconocí por ser espías de diversas embajadas extranjeras. Por lo visto, antes de decidirse a asesinar niños, la Hoja había tonteado con la alta traición. Miradin, Nestria, incluso la puta Dren... No había un país en todo el continente al que el pobre Beaconfield no hubiese intentado vender el alma. Ninguno de los tratos había llegado muy lejos: como muchos aficionados en el campo del espionaje, Beaconfield confundía los rumores con la información. De hecho, en las cartas no figuraban más que las negativas educadas de varios agentes de tres al cuarto para contratar los servicios de la Hoja. Su incompetencia no redundaría en su defensa durante un juicio, y su posición como par del reino hacía que cualquier contacto establecido con un emisario extranjero fuera motivo suficiente para ahorcarlo.
Era interesante, pero no tenía relación directa con los asesinatos y sabía que no sería suficiente para el Viejo, teniendo en cuenta lo dura que se la ponía la perspectiva de acabar conmigo. El corazón me latía a toda velocidad, y me esforcé por tranquilizarme.
—¿Eso es todo?
Desde el instante en que se había sentado delante de mí, reparé en que había cierta dureza en el trato de Kendrick, que contrastaba con la amabilidad que me había mostrado durante nuestra primera entrevista. Alcanzó en ese instante un punto álgido, y mi pregunta le dibujó una arruga en el entrecejo que me pareció incongruente en su rostro.
—No, eso no es todo. En absoluto. —Y me tendió un paquete envuelto en papel de estraza.
Deshice el lazo y dejé caer el objeto en mis manos.
Si lo hubiese visto en un estante, o tras un cristal, no habría significado nada. Era una navaja de las que se compran en cualquier tienda de la ciudad, un pedazo de acero afilado plegado en una empuñadura de bronce. Pero al tenerla en la mano no tuve la menor duda de lo que era, y en cuanto toqué el metal sentí que la bilis me subía por la garganta y los testículos se me encogían contra la piel del muslo. Con aquella arma se habían cometido actos de una gran vileza, actos que habían mancillado su propia sustancia. Su contacto con el vacío había salpicado nuestra realidad y dejado a su paso el recuerdo de sus blasfemias. No había que ser un adivino para reconocerlo, ni se necesitaba un nivel adicional de percepción, porque lo sentías en las entrañas, en el alma. Envolví de nuevo el arma y la guardé en la bolsa.
El Doctor también lo había percibido, lo cual no le había satisfecho lo más mínimo.
—No mencionaste nada al respecto.
—No tenía la menor idea.
Se puso en pie.
—Envía el dinero a mi agente, y no vuelvas a ponerte en contacto conmigo. No me gusta trabajar a ciegas.
—No es modo de trabajar —admití.
Seguí ahí sentado mientras se marchaba, y luego pasé un buen rato más a solas. Puede que el Doctor no fuese mi persona favorita, y no le habría hecho más encargos por mucho que él los hubiese aceptado, lo cual no me impidió ver que, de un tiempo a esta parte, había logrado que mucha gente dejase de dirigirme la palabra.
A pesar de todo, tenía lo que necesitaba. No había modo de que el Viejo pudiera ignorar el instrumento de sacrificio mediante el cual Beaconfield había asesinado a dos niños.
Veinte minutos después me encontraba de vuelta en El Conde. La reunión con el Doctor me había llevado menos de una hora. Saludé al entrar, contento por el éxito, esperando los aplausos de la galería. Recordé que Adeline debía de haber salido a hacer la compra, pero supuse que podría celebrar mi éxito con Wren y mi socio.
Pero del muchacho no había ni rastro, y encontré a Adolphus junto al fuego, inexpresivo y con una nota en la mano. Me la tendió sin decir palabra, aunque antes de abrirla ya imaginé de qué se trataba.
Tengo al niño.
No muevas pieza hasta que me ponga en contacto contigo.
Arrugué la nota y maldije mi estupidez.
Adolphus y yo hacíamos planes en un rincón cuando entró Adeline, rolliza y rubicunda, inmersa en los preparativos del banquete con motivo del solsticio de invierno que se disponía a cocinar. Si sólo hubiera dependido de mí, lo más probable es que hubiese logrado disimular, pero no se comparte cama con alguien durante una década sin adquirir la capacidad de intuir su talante. Por otro lado, Adolphus no era precisamente un maestro consumado del engaño.
—¿Qué pasa?
Ambos cruzamos la clase de mirada que precede a las malas noticias, pero no despegamos los labios.
Adeline me clavó los ojos con tal dureza que habría sido la envidia de más de un juez.
—¿Dónde está Wren?
Se me abrió un agujero en la boca del estómago y me precipité por él, tropezando con la mentira.
—Se quedó en el Aerie.
—No mencionaste que hoy visitarías al Crane.
—Tampoco te informo cada vez que voy de vientre, y sin embargo el orinal no me acusaría de tenerlo abandonado.
Hubo una explosión de movimiento, más veloz de lo que hubiese creído posible en ella, y se me puso delante. Alzó un poco más de lo habitual el tono de voz, pero lo mantuvo firme.
—Deja de mentirme. No soy estúpida. ¿Dónde está?
Tragué saliva ruidosamente e incliné la cabeza hacia Adolphus, quien sacó la nota del bolsillo para luego ofrecérsela.
No estoy seguro de qué esperaba. Supongo que pensé que reaccionaría de algún modo. A pesar del tono suave y la dulzura de su carácter, a pesar de que permitía a Adolphus comportarse como un tirano de opereta, Adeline no era precisamente una mujer débil. No reparé en lo que había supuesto la llegada de Wren para una mujer sin hijos.
Leyó la misiva sin que se le alterase la expresión. Luego se volvió hacia mí con incredulidad en la mirada.
—¿Cómo ha podido pasar algo así?
Aún no estaba enfadada. Sólo confundida.
—Supongo que me siguió al salir de la taberna.Ya lo hizo en una ocasión, pero pensé que había logrado convencerlo de que no volviera a hacerlo. No estoy seguro. No lo vi.
Me dio un golpe en la cara con el puño cerrado.
—Estúpido. Eres un estúpido. —Levantó de nuevo la mano, que finalmente dejó caer—. Estúpido.
No respondí.
—Júrame que lo encontrarás.
—Haré lo que pueda.
Negó con la cabeza y aferró la solapa de mi casaca con ira y los ojos desmesuradamente abiertos.
—No, júramelo, júrame que lo traerás de vuelta a casa sano y salvo.
Tenía la garganta tan seca que hablé atropelladamente.
—Lo juro. —Tengo por norma no prometer nada que no pueda cumplir. Quise retirar aquellas palabras en cuanto las hube pronunciado.
Adeline me soltó. Se fundió en un abrazo con Adolphus, perdida ya la compostura. Él le dio suaves palmadas en la espalda.
Hice ademán de retirarme.
—Volveré dentro de una hora.
—¿No irás a...? —Adolphus no terminó la frase.
—Aún no. Antes hay algo que debo hacer.
¿De qué iba a servir asesinar a un miembro de la nobleza sin poner al corriente a las autoridades de su papel en todo lo sucedido? Tenía que ver al Viejo.
Abrí la puerta de Black House como si siguiera siendo el primer agente del servicio, en lugar de ser un muerto de hambre. Debí de actuar con bastante aplomo, porque el tipo que estaba de guardia en la entrada me dejó entrar sin más. Desde allí me abrí paso por el laberíntico edificio, nada sorprendido al descubrir que recordaba perfectamente el camino.
La oficina del Viejo se encontraba en el centro de Black House, en el corazón de un entramado de oficinas que eran como gotas de agua, con feas alfombras en el suelo. Entré sin llamar, pero se había enterado de algún modo de mi presencia allí, y lo encontré cómodamente sentado en la silla, dueño y señor del espacio que habitaba. No había un solo papel en el escritorio de madera al cual se sentaba, ni libros ni nada; el único adorno era un cuenco lleno de caramelos.
—Un día antes de la fecha —dije, sentándome delante de él y arrojando la documentación sobre el escritorio.
Cayó con un golpe seco. El Viejo levantó la vista hacia mí, luego miró el informe y volvió a mirarme. Tomó los documentos y se acomodó en la silla para hojearlo todo con agónica lentitud. Finalmente, devolvió los documentos a la superficie de la mesa.
—Es una lectura interesante. Por desgracia, no es la información que te encargué obtener. Por tu bien espero que esto no sea todo lo que tienes que ofrecerme.
Guardaba la cuchilla en la bolsa. Lo único que tenía que hacer era dejarla en la mesa y salir andando, libre de aquel peso que llevaba a cuestas, al menos hasta la próxima vez que quisieran algo de mí. La fuerza del vacío hacía vibrar la cuchilla, era tan válida como una confesión firmada. Pero con la desaparición del muchacho aquello quedaba descartado; un pilluelo más o menos no era algo que importara al Viejo, quien no habría dado por él ni una pestaña, ni el recorte de una uña del pie.
La Hoja era un pez demasiado gordo para hacerlo desaparecer en Black House y que nadie volviera a verlo. Si iban a por él, tendrían que hacerlo con el respaldo de un proceso presuntamente legal, semanas de comparecencias y discusiones jurídicas. Di por sentado que Beaconfield no mantendría con vida a Wren a lo largo de semejante proceso. Suponiendo, por supuesto, que el Viejo actuase en su contra, lo cual dudaba mucho. Lo más probable era que utilizase la información que yo le había proporcionado para chantajear a Beaconfield, interrogarlo y devolverlo a las calles al servicio de Black House: el duque valía mucho más metido en su bolsillo que colgando de una soga.
La única oportunidad que tenía de recuperar sano y salvo al muchacho era conservar las riendas, y eso equivalía a hacer bien mi jugada, darle lo suficiente para actuar contra el duque, sin revelar mi mano y que el Viejo se aprovechara de mi jugada.Tomé un dulce del cuenco, desenvolviendo lentamente el papel y metiéndome el caramelo en la boca.
—Eso no es más que el móvil, por supuesto. Doy por sentado que Guiscard te habló de la relación de la Hoja con la operación Acceso. —La inesperada voluntariedad del agente nunca me olió bien, pero no fue hasta que me vi sentado ante su jefe que decidí manifestar mis sospechas en voz alta. Tocaba de oído, y me agradó ver cómo la sorpresa quebraba fugazmente la perfecta compostura del Viejo—. Después de no encontrar interesados en sus servicios ilícitos, la Hoja puso en marcha su plan B. Alguien, probablemente Brightfellow, contrató a un kireno para ejecutar el secuestro. Cuando eso se torció, decidieron eliminarlo y encargarse de todo personalmente. Puedo continuar si quieres. Sé que ha pasado mucho tiempo desde la última vez que desempeñaste una labor policial.
La expresión del Viejo recuperó su cordial oquedad. Luego negó con la cabeza, contrariado por las malas noticias que estaba a punto de darme.
—No es suficiente. Ni mucho menos. Puede que sea culpa mía.Tal vez no he logrado motivarte lo necesario. Quizá debí enviar a alguien a esa taberna tuya para hacer una amable visita a tus amigos.
Dejé pasar el comentario sin responder.
—Puede que no sea suficiente para un arresto, pero sí lo es para que estemos seguros.
—¿Qué sugieres?
—Yo me encargaré. No será necesario hacerlo por el cauce oficial.
Silbó con desaprobación.
—Mucha sangre, mucho lío. ¿Qué aspecto tendrá?
—Eres de operaciones especiales, así que tendrá el aspecto que me pidas que tenga. No finjas que desapruebas la idea de quitar de circulación a un noble, un aliado del príncipe real. Te estoy haciendo un favor, y tú lo sabes. —Me incliné sobre el escritorio, estrechando la distancia que nos separaba—. A menos que quieras esperar a que la Hoja y la mascota de su hechicero completen el ritual.
Los ojos del Viejo eran azules como un atardecer de verano.
—¿Me propones ponerte de nuevo al servicio de la Corona?
Comprendí que me estaba azuzando, pero maldita sea si no estaba más que dispuesto a morder el anzuelo.
—Una propuesta curiosa. Lord Beaconfield y yo tenemos una discusión y mañana te despiertas con un problema menos que resolver.
—¿Y a qué viene tanta prisa por asumir la responsabilidad del fallecimiento del duque?
—Me aburro con facilidad. ¿Qué importancia tiene? Yo me encargaré.
Juntó ambas manos ante el rostro, tan viva como falsa estampa de una intensa concentración. Al cabo de quince segundos de silencio incómodo, extendió las palmas boca arriba y se recostó en la silla.
—A diario se producen accidentes —dijo.
Eché a andar. Cuando abrí la puerta, me volví sin más hacia el Viejo.
—Debes saber que será necesario hacer limpieza. Será rápido, pero haré ruido.
—Tú mismo lo has dicho: somos de operaciones especiales.
—Cuando me encargue de ti, lo haré con el silencio que reina en una capilla.
Rió desconcertado, desilusionado quizá por mi mala conducta.
—¡Qué carácter! No llegarás a cumplir mi edad si no disfrutas un poco de la vida.
Sin responder, cerré la puerta del despacho donde vivía aquel hombre malvado.
Regresé a El Conde, y lo hice a media carrera a través de una capa de nieve que llegaba a la altura de la rodilla. El frío implacable me consumía poco a poco. Recordaba, no sin esfuerzo, una época de cielos despejados, o cubiertos por nubes que no vomitaban hielo.
Al llegar vi que la taberna había cerrado sus puertas para el resto de la jornada. Con aquel tiempo no habríamos tenido muchos clientes. El salón estaba desierto, probablemente encontraría a Adolphus cuidando de su esposa en la cocina, pero no tenía tiempo para ir a buscarlo. No planeaba actuar contra la Hoja hasta que anocheciese, pero necesitaba hasta el último minuto para prepararme.