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Authors: Daniel Polansky

Tags: #Fantástico, Intriga, Otros

Bajos fondos (42 page)

BOOK: Bajos fondos
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Arriba, en mi cuarto, reparé en un paquete pequeño que había en la cómoda. En la superficie del envoltorio, Adolphus había garabateado: «El mensajero de Grenwald vino estando tú ausente». En otras circunstancias me habría partido de risa.Y pensar que por una vez en toda su puta y fútil existencia mi antiguo mayor había dado la cara por mí, a pesar de que era demasiado tarde para que sirviera de nada. Hice caso omiso y volqué la atención en asuntos más acuciantes.

Saqué el paquete envuelto en papel marrón del baúl que había debajo de mi cama, y luego me senté a la mesa y empecé a deshacerlo. Empleé dos horas inmerso en la bruma de labores tan mecánicas como importantes para preparar el equipo. Tomé un par de dagas arrojadizas y un trozo de alambre fino antes de guardarme en el bolsillo una lata de hollín y bajar la escalera.

Estaba tan volcado en el propósito que tenía entre manos que estuve a punto de tropezar con Adolphus, quien se encontraba al pie de la escalera, invisible casi por la luz tenue y su asombrosa inmovilidad. Bajo la gruesa casaca llevaba puesto un peto de cuero remachado con piezas metálicas, tirante en el pecho, y había recuperado también el casco que servía de perol, cuyo acero estaba mellado tras cinco años de salvarle el pellejo por los pelos. Esto aparte, iba armado hasta los dientes, con dos espadas cortas que le colgaban de ambas caderas y un hacha de doble hoja a la espalda.

—¿Qué coño te has puesto? —pregunté, asombrado.

La ferocidad de sus ojos no me dejó duda alguna de que mi compañero se había tomado muy en serio la elección del atuendo.

—¿No creerías que ibas a ir solo? Ésta no será la primera vez que nos juguemos juntos el pellejo. Vigilaré tu espalda, como siempre.

Me pregunté si estaba ebrio. Le olí el aliento, pero no me lo pareció.

—No tengo tiempo para esto.Tú cuida de Adeline, que yo volveré dentro de unas horas.

—Wren es como un hijo para mí —dijo sin afectación o enardecimiento—. No pienso quedarme sentado junto al fuego cuando su vida corre peligro.

Que el Juramentado nos libre de tales muestras inútiles de nobleza.

—Se agradece la oferta, pero es innecesaria.

Intenté pasar de largo por su lado, pero me aferró el cuello y me inmovilizó contra el pasamano.

—Es que no era una oferta.

Las mechas de pelo cano dominaban una cabeza que había estado cubierta exclusivamente de pelo negro azabache. Observé las arrugas del rostro surcado de marcas de viruela. ¿También yo había envejecido tanto? ¿Tenía ese mismo aspecto ridículo, con las solapas del cuello levantadas como un matón y el acero al costado? Un hombre de mediana edad que jugaba a ser el aventurero de antaño?

Pero no serviría de nada pensar eso.Wren me necesitaba, y si sobrevivía a las seis horas siguientes, siempre estaría a tiempo de dejarme arrastrar por una crisis existencial.

Me quité de encima la mano de Adolphus y reculé un peldaño en la escalera, lo que me proporcionó espacio para maniobrar.

—Eres un gordinflón. Siempre fuiste enorme, pero es que ahora estás gordo. Eres lento y no puedes infiltrarte con sigilo, y ya no podrías matar a un hombre por las buenas, no del modo que yo voy a hacerlo.Tampoco estoy seguro de que en el pasado pudieses hacerlo. No tengo tiempo para halagar tu vanidad. Cada segundo que malgastes conmigo, más probabilidades hay que el muchacho haya muerto, así que apártate de mi puto camino.

Por un instante pensé que me había pasado de la raya y que me arrancaría la cabeza de los hombros. Pero entonces se miró los pies y fue como si lo abandonara toda la energía, como escurrida por un agujero en el fondo de una jarra. Se apartó de la escalera, con la colección de espadas tintineando a sus costados.

—Cuida de Adeline —dije—.Volveré dentro de una o dos horas. —No había la menor certeza de que fuese así, pero tampoco había motivos para mencionarlo. Así las cosas, me adentré en la noche.

CAPÍTULO 46

Me agazapé tras un seto, a veinte metros de la entrada trasera de la mansión de Beaconfield. Me había tiznado con hollín la piel que llevaba al descubierto, y el alambre que me colgaba de las manos relucía a la luz de la luna. Intentaba dar con un modo de evitar que Dunkan tuviese que morir, pero no se me ocurría nada.

No podía dejarlo inconsciente de un golpe. No es tan fácil como se cree popularmente. Eso de dar un golpe contundente y que la víctima despierte horas más tarde con un tremendo dolor de cabeza es una falacia. La mitad del tiempo la gente se mueve y cuesta darles en el lugar adecuado, y entonces te quedas ahí de pie, con cara de bobo. Pero si lo logras, lo más probable es que espabilen a tiempo de causar problemas, y si no lo hacen suele ser porque tienen el cerebro hecho un huevo revuelto y se pasarán el resto de la vida haciéndose encima sus necesidades, lo que en mi opinión no constituye una mejora palpable respecto a la muerte.

Tenía que afinar, porque si la cosa salía bien, probablemente sería la vez que más había arriesgado.

Pero había hecho una promesa a Adeline.

La noche avanzaba, y en cada minuto transcurrido Beaconfield podía decidir el mejor modo de servir a Wren de alimento a la abominación invocada por Brightfellow. El armamento que llevaba en la bolsa me proporcionaba una oportunidad, que se echaría a perder si alguien me veía mientras me preparaba. Maldije al destino por dictar la presencia del sonriente guardia en ese lugar en vez de estar junto al fuego, tomando sorbos de su whisky, pero no había nada que pudiera hacerse.

Cerré brevemente los ojos.

Entonces me incorporé para arrojar un guijarro por encima de la pared exterior, una treta que me permitiría llamar la atención del centinela. Diez metros. Cinco metros. Me situé detrás de él con el alambre tenso entre las manos.

Estrangular es silencioso pero lento, y Dunkan tardó un buen rato en morir. Primero asió el alambre, rascando con los dedos la garganta hinchada. Al cabo de un rato, dejó caer los brazos a los costados y paró de forcejear. Mantuve la presión hasta que su piel adquirió una tonalidad púrpura y se estremeció en un espasmo final. Entonces lo dejé en el suelo, tras la pared, donde nadie pudiera verlo.

«Lo siento, Dunkan. Me habría gustado que las cosas fueran de otro modo.»

Apagué la linterna que permanecía encendida sobre la puerta abierta. Los guardias no tardarían en reparar en la ausencia de luz. Confié en que el asesinato de mi amigo me proporcionase el tiempo necesario.

Me arrastré por el perímetro, distribuyendo lo necesario para que la cosa funcionara. Nadie reparó en mi presencia. La seguridad era muy relajada. Tal vez Beaconfield era tan idiota que ni siquiera había previsto mi llegada. Ése, al menos, era mi deseo.

Después de colocarlo todo, regresé a la puerta trasera y forcé la cerradura, puede que no con la destreza del Doctor, pero no tuve problemas. Empecé a contar mentalmente los segundos en cuanto entré, tras pegar la espalda a la pared, deteniéndome el paso ante el menor ruido. Sospeché de la escasez de defensas. No había patrullas y ni siquiera habían apostado un guardia al pie de la escalera.

Cuando abrí la puerta que daba al despacho de la Hoja, lo encontré de pie ante las amplias ventanas que había tras el escritorio, con un vaso en la mano, observando la nieve que caía. Volvió la cabeza con celeridad. Hubo un instante de pura sorpresa cuando me reconoció. Entonces esbozó una sonrisa, apuró el resto del licor y dejó el vaso en la mesa.

—Vaya, es la segunda vez que entras en mi despacho sin haber sido invitado.

Cerré la puerta al entrar.

—No, tan sólo la primera. Ayer envié a otro en mi lugar.

—¿Así se comportan los amigos? ¿Aprovechando la hospitalidad para robar correspondencia personal?

—No somos amigos.

Compuso una expresión de lástima.

—No, supongo que no, pero en realidad eso se debe a las circunstancias. Creo que si las cosas hubiesen salido de forma distinta me habrías considerado un tipo muy razonable. Afable, incluso.

Dos minutos y medio.

—No lo creo. Vosotros, los de sangre azul, vais por ahí demasiado tiesos para mi gusto. En el fondo soy una persona muy sencilla.

—Sí, directa y sincera, así es exactamente como te describiría.

Ambos esperábamos a que el otro abandonase las buenas formas. Mentalmente el reloj seguía haciendo tictac.Tres minutos.

La Hoja apoyó una mano en el escritorio.

—Debo confesar que me sorprende tu forma de actuar en esto.

—Admito que es algo directo, pero es que no tengo donde elegir.

—Te ha enviado el Viejo, ¿eh? Me sorprende la lealtad que inspira ese chalado. No será él quien muera de resultas de tu misión suicida.

—No es lealtad, prácticamente tuve que obligarlo a acceder. —La sorpresa cruzó por su rostro—.Y ¿qué te hace estar tan seguro de que no seré yo quien salga de aquí por su propio pie?

Rompió a reír.

—Nadie te acusa de incompetencia, pero... no exageremos tu destreza.

Tres minutos y medio.

—¿Eso fue lo que dijiste a los hombres que enviaste a matarme?

Sus ojos se empañaron momentáneamente, una inesperada muestra de dolor por su parte.

—Fue idea de Brightfellow. Quiso que fuera a por ti desde el principio, y en cuanto Mairi nos puso al corriente de que andabas por ahí husmeando... confié en que podría asustarte un poco, o comprar tu complicidad. Supongo que el Viejo te inspira más miedo que yo.

—En eso no te equivocas —dije—.Ya que lo mencionas, ¿dónde está el practicante?

—Yo tampoco tengo la menor idea de dónde está. No lo he visto desde la fiesta. Supongo que ha emprendido la huida. No muchos tienen agallas para aguantar hasta el final de la partida.

—No muchos, no —admití, dando por sentado que me estaba mintiendo, y que el hechicero estaba escondido en el sótano con sus manos en torno al cuello de Wren.

Beaconfield apoyó la mano en la empuñadura de la espada.

—No somos tan diferentes como pretendes creer. Ambos somos luchadores, nacimos entre los gritos de los hombres y los mares de sangre. No puede haber engaños entre nosotros, ni falsas sentencias sobre la perfección de una estocada o la ingenuidad de un tajo. Es por eso que me dirijo a ti como a un hermano. Los hombres a quienes mataste, mis amigos, no eran ni la pálida sombra de lo que yo soy. Nadie lo es. Jamás ha habido nadie tan bueno como yo, hasta donde se remontan los tiempos en que el primer hombre golpeó al segundo con una roca. Soy una máquina perfecta de matar, el depredador alfa, un artista en la actividad más antigua y noble del hombre.

—¿Has estado ensayando todo eso delante del espejo?

—Cuidado con el tono.

—Os conozco de toda la vida, sois simples matones armados con tres palmos de acero, y lo peor es que creéis que basta con eso para convertiros en hombres. ¿Te consideras especial porque tu mano es un poco más veloz? A diario paso de largo junto a una docena de personas como tú cuando voy a desayunar. Lo único que os diferencia es el precio de tu casaca.

—Entonces, ¿por qué prestas atención a mis palabras, si consideras que mi opinión carece de validez?

—Eso me pregunto yo. —Debían de haber pasado cinco minutos. ¡Por la polla colgante de Sakra!, ¿a qué estaba esperando? Si Beaconfield no fuese un megalómano declarado, yo ya estaría tieso y conste que no me hacía ilusiones al respecto—. ¿Por qué lo hiciste? —pregunté entonces—. Entiendo cuál es la secuencia de los sucesos, pero querría verlos con cierta perspectiva.

—¿Qué puedo decir? Necesitaba dinero, ellos lo tenían, o pensé que así era. Nunca ardí en deseos de traicionar a mi patria. Como dices tú, a veces las cosas simplemente suceden.

Contaba, desesperado, los segundos.

—No me importa tu patético empeño de convertirte en espía. ¿Cómo te involucraste con Brightfellow? ¿Cuándo empezasteis a secuestrar niños?

Me miró con una expresión a medio camino entre la curiosidad y el asombro, y comprendí con horror que no era fingida.

—¿Qué niños?

El suelo explotó bajo nuestros pies, y de resultas de la explosión me vi arrojado contra la pared.

Sospecho que la historia del combate de masas nunca ha contado con un cuerpo de logística tan incompetente como el que tuve que aguantar durante toda la guerra. Por espacio de cinco años hicimos un esfuerzo por apañarnos sin los suministros más elementales: vendas, clavos, hollín. A los dos días de entrar en Donknacht, el flujo de suministros era imparable. Sillas para los caballos muertos, armaduras que nadie tenía ni puta idea de cómo ponerse, cajas de calcetines de lana, como si la guerra hubiera multiplicado nuestro número de extremidades, en lugar de reducirlo. Cuando me licencié, tenía tantas cosas, que podía montar una tienda de ultramarinos, además de algo que no suele encontrarse en esa clase de negocios: casi doce kilos de pólvora, acompañada por los elementos necesarios para detonarla.

Utilicé una parte mientras vestía aún el gabán gris. Otra la usé para hacerme un nombre una vez abandonado el servicio de la Corona. Con el resto quise mostrar a la Hoja Sonriente las exquisiteces de la guerra moderna.

La explosión nos arrojó a extremos opuestos de la estancia, pero yo había contado con ella y me las apañé para levantarme primero. Saqué una daga de la bota y caí sobre Beaconfield con toda la velocidad de la que fui capaz. Lo encontré tirado en un rincón, aturdido pero consciente. Eso no era buena cosa. Había contado con que la explosión lo dejase fuera de juego el tiempo suficiente para poder asegurarme de que dejara de ser una amenaza. Cambié la forma en que empuñaba el arma y me arrojé sobre él. Espabiló y reaccionó con extraordinaria velocidad, apartándose de la trayectoria de mi estocada y tirando del arma que ceñía al costado.

Era más fuerte de lo que había pensado, y eso que sabía que era duro de pelar. No sólo era diestro con la espada, eso, por supuesto, ya lo sabía, sino que era todo un guerrero, la clase de hombre que ataca estando herido, que no recula a pesar del dolor o el aturdimiento. Tenía nervio, aunque nadie lo hubiera dicho a juzgar por su modo de vestir. Supuse que eso merece la pena ser recordado, por mucho que no compense todo lo demás. Intenté hundirle la nuez de un puñetazo, pero me lo impidió con su asombrosa agilidad.

No sé cómo habría acabado la pelea de haberla librado sin la intervención de otros factores, pero no soy muy partidario del juego limpio. La segunda bomba estalló, esta vez justo debajo de nosotros, momento en que mi vi mirando al techo, y hubo un resplandor tan intenso que no sólo me cegó, sino que me aturdió. Al cabo, la luz empezó a perder intensidad, pero no el zumbido que tenía en los oídos. Me los tapé con las manos. No sangraba, lo cual no quería decir nada; en la guerra tuve ocasión de conocer casos de personas que ensordecieron sin que hubiese rastro de heridas. Grité hasta desgañitarme, pero fue como si el sonido se perdiera por el camino.

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