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Authors: Daniel Polansky

Tags: #Fantástico, Intriga, Otros

Bajos fondos (39 page)

BOOK: Bajos fondos
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—¿Afonso Cadamost?

Respondió sin despegar el cráneo de la mesa.

—Que te jodan.

Puse una moneda de plata en la mesa.

El sonido metálico lo empujó a levantar la vista. El tono moreno propio de su taza se había alterado hasta convertirse en un gris enfermizo, y la piel le colgaba fofa. Una dentadura podrida constituye la marca más común de un adicto al wyrm, y a pesar de ser consciente de ello me inquietó la tonalidad verde oscuro que dejó al descubierto su sonrisa. Pero sus ojos eran más perturbadores, puntos oscuros, diabólicos, en mitad de un iris blancuzco.

Me senté frente a él en una silla, procurando no pensar en el trasero que se había sentado ahí antes.

—Hay un par de cosas que debo averiguar —dije.

Se llevó la moneda de plata a la dentadura, y me preocupó que los dientes debilitados pudieran quebrarse al morder el metal. Pero no sucedió, se encogió de hombros y guardó la moneda en el bolsillo.

—¿Sí?

—Sé que formaste parte de la operación Acceso.

El miedo es lo último que pierde un adicto. Por lo visto, Afonso aún conservaba la cordura necesaria para que mi referencia lo preocupara.

—¿Qué sabes tú de eso? —preguntó, humedeciéndose los labios. La saliva se deslizó por la cadena de llagas que le desfiguraba la mitad inferior de la cara.

Me planteé mentirle, pero al final opté por no hacerlo: al cabo de veinte minutos ni siquiera recordaría la conversación, y nadie prestaría oídos a las palabras de un degenerado como él, por mucho que hablara.

—Mi unidad se encontraba a las afueras de Donknacht antes del armisticio. Nos encargaron la misión de escoltar a un colega tuyo. —Tendría que haber añadido que no nos lucimos, pero eso no tenía por qué saberlo—. Me refiero al hechicero Adelweid.

—Adelweid —repitió lentamente, como quien se esfuerza en recordar.

—Fuisteis compañeros de clase en la Academia.

—Sé a quién te refieres —replicó Cadamost, de malos modos—. ¿Con quién coño te crees que hablas?

Pues obviamente con un drogadicto. Cadamost dio una chupada a la pipa para tranquilizarse, lo que sirvió de poco para hacerme cambiar de opinión.

—Recuerdo a Adelweid —empezó de nuevo—. Él fue el principio, ¿sabes? El principio de todo. Un día encontró un diario en el archivo... La Corona tiene montañas de ese material de mierda, documentos que ha ido confiscando a lo largo de los años pero que nunca se ha molestado en inspeccionar. El tiempo lo había borrado en parte, escrito con una letra peculiar, pero lo que quedaba... —Movió los ojos de un lado a otro como una liebre asustada—. ¿Dices que estuviste ahí hasta el final?

—Fui teniente en la infantería de la capital. Fuimos los primeros en entrar en Donknacht, aunque vosotros los habíais ablandado bastante cuando llegamos allí.

—Sí, supongo que sí. ¿Viste a... uno?

—Vi a uno. —No me costó suponer a qué se refería.

—¿De dónde crees que salió?

—¿De otro mundo? No lo sé. La metafísica nunca fue mi fuerte.

—No de otro mundo, ni siquiera de éste; de la ausencia de materia que media entre unos y otros; de la nada que separa a los universos. De un espacio en el que no penetra la luz... Fue de ahí de donde ella salió.

—¿Ella? —pregunté.

—Ella —confirmó—. Danzaba en la oscuridad cuando la llamé, un vals infinito en plena eternidad. Esperando a un pretendiente.

Apreté con fuerza los dientes, superado por el asco.

—¿Cómo la invocaste?

El aliento le hedía a carroña, era fétido y antinatural.

—No hablamos de una furcia callejera que se te cuelga del brazo tras cruzar la mirada. Sino de una dama, remilgada y decorosa, como una de esas putas que ves paseando por la capital. No se limitó a abrirse de piernas para mí ante el menor gesto por mi parte. ¡Tuve que cortejarla! —Dio una chupada a la pipa y me tosió en la cara.

—¿A qué te refieres con que tuviste que cortejarla?

—Pero ¿tú qué eres? ¿Uno de esos maricas que se postran en los baños públicos para chupar pollas a través de un agujero en la pared? ¿Es que nunca has estado con una mujer? Le susurras palabras dulces, le dices lo hermosa que es. Cuando llega el momento, le regalas algo especial, una prueba de tu amor.

—¿Qué clase de prueba?

—Ahí está la trampa, ¿verdad? Ella no veía como nosotros lo hacemos, para ella todos los seres humanos son iguales. Necesitaba algo mío para recordarme, algo especial, algo que fuera parte de mí.

—¿Y qué escogiste?

—Un brazalete que me regaló mi madre cuando partí de Miradin.

Pensé que se trataba de un recuerdo poco halagüeño para Afonso, que no ahondó en él.

—Lo arrojé al vacío, y cuando me fue devuelto vibraba con su canto, canturreaba de día y de noche. Fue lo que nos unió. Era preciosa y fiel. El amor que me tenía era tan infinito como el mar negro donde nadaba. Pero era una amante celosa, fácil de enojar. La prueba de mi amor nos unía. —Esbozó una sonrisa feroz—. Sin ella, se habría enojado mucho. Mucho.

En el pasado, recuerdo que pensé que la negativa de Adelweid de separarse de la joya obedecía a la vanidad. Eso podía explicar la afición de Brightfellow por la joyería, aunque el mal gusto era una explicación igual de satisfactoria.

—Esas... cosas —dije—. Puedes invocarlas, pero ¿no pueden permanecer aquí?

—Era demasiado perfecta, no diluida por la escoria de nuestra realidad. Tomaba del amor que sentía por ella la fuerza que necesitaba para cruzar.

Eso contrastaba con lo que yo había presenciado. La criatura de Adelweid se disipó una vez hubo llevado a cabo su labor.

—Había otro estudiante en la Academia, contigo, un tal Brightfellow, Johnathan Brightfellow.

Cadamost se rascó con la uña sucia la piel cuarteada del cuero cabelludo.

—Claro que lo recuerdo. Era algo mayor que el resto de nosotros. Provenía de una de esas bonitas provincias del norte.

—¿Qué más recuerdas?

—Tenía mal genio. Seguía a todas partes a una joven; uno de los muchachos hizo un comentario respecto a ella, y él perdió los nervios y le golpeó la cabeza contra la pared antes de que alguien pudiera obrar una salvaguarda. —Cadamost se esforzó por sacudirse la degradación, pues el simple hecho de recordar era para él como correr una maratón—. No tenía mucho talento, quizá porque empezó a aprender de mayor. Pero era listo, más de lo que crees, más de lo que aparentaba.

—Y tomó parte en la operación Acceso.

—Sí, participó en ella. La mayoría de nosotros lo hizo, cualquiera que tuviese talento y la cabeza sobre los hombros. Era obvio adónde nos llevaría, toda la promesa que encerraba.Ver lo que saldría cuando forzaras la jaula, echar un vistazo al fondo, a lo más hondo, la nada que hace el todo. No se trataba de la guerra, aunque dejamos que lo creyeran, pero no tenía nada que ver con eso. Eran dioses, y querían cuidar de nosotros, hablarnos, tocarnos, amarnos.

—¿Qué fue de ella? —pregunté, a pesar de que ya lo sabía.

—Los demás eran unos cobardes. No entendían nada, ni querían hacerlo.Yo sabía lo que ella quería, sabía que lo quería y quise dárselo. Por eso me temieron y me la arrebataron. —Se acarició la muñeca y extravió la mirada más allá de las paredes, como si su obsesión pudiera revelarse en la distancia—. Siento su presencia ahí fuera, en algún lugar. ¡Ellos la mantienen apartada de mí! —Esto último lo dijo entre toses, y expulsó una sustancia de un color indefinido que podía ser sangre.

—¿Y el resto de los practicantes? ¿Conservan aún sus símbolos?

—A mí me separaron de él por mi talento. Supongo que a los demás les permitieron quedarse con los suyos. Al menos aún los conservaban cuando me expulsaron del ejército. —Sus ojos se redujeron a sendas rendijas en el rostro demacrado—. ¿Por qué? ¿A qué viene todo esto, si puede saberse?

—Gracias por tu ayuda —respondí, y puse otra moneda de plata en la mesa.

Bastó con verla para borrar sus preocupaciones.

—Eres un buen tipo. Ayudar a un compañero veterano te ennoblece. Hay un lugar en Chinvat para ti, ¡no me cabe la menor duda! —Rió mientras echaba mano del cuenco.

—Ten cuidado con la próxima ronda —le advertí mientras me abotonaba la casaca—. Preferiría que la mía no fuese la moneda responsable de tu muerte.

Aunque de camino a la salida comprendí que, en realidad, no me importaba.

CAPÍTULO 40

Recogí a Wren y pasamos el resto de la mañana en mi sastre habitual, ultimando el traje que me pondría en la fiesta de Brightfellow. La nevada no daba su brazo a torcer. Llevaba treinta de mis treinta y cinco años viviendo en Rigus, un lugar que sólo había abandonado para hacer la guerra a los dren, y en todo ese tiempo jamás había visto algo semejante. Las calles estaban desiertas, el bullicio de la ciudad se había apagado hasta convertirse en silencio pastoral, y se habían cancelado las festividades con motivo del solsticio de invierno.

Cuando llegamos a la torre deseé haber tomado un carruaje, aunque la inclemencia del tiempo eliminaba al menos la primera barrera de entrada al Aerie, pues la nieve extendía un manto sobre el laberinto.Wren se detuvo en la pendiente.

—No sabía que veníamos aquí —dijo.

—Será un momento. Quiero poner al día a Celia de lo que está pasando.

—Saluda al Crane de mi parte si lo ves.

—¿No vas a entrar conmigo?

—Esperaré aquí.

Caían sobre nosotros oleadas de esquirlas de hielo. Puse la mano en su hombro.

—Olvida lo del cuerno.Ya me encargué de resolverlo.

Se apartó.

—Esperaré aquí.

—Tu orgullo te llevará a la tumba. Supéralo y entra conmigo en la puta torre.

—No —dijo sin alterarse.

Y hasta ahí llegó mi voluntad de debatir el asunto.

—Si pierdes un dedo por congelación, no esperes muestras de compasión. —El portero del Aerie me abrió sin hacer un solo comentario. No había vuelto a hablar desde que el Crane cayó enfermo. De pronto sentí cierta nostalgia de sus pétreas respuestas.

Celia me esperaba en la planta superior, tomando té junto a la chimenea, envuelto su rostro claro por el vapor de la infusión.

—Hoy no esperábamos verte por aquí.

—Pensé pasarme a ver qué tal estabais. ¿Cómo se encuentra el maestro?

—Mejor. Esta mañana incluso se ha levantado un rato. Tomó el desayuno y estuvo contemplando la nevada.

—Me alegra oír eso —dije—. Quería decirte que recibí tu nota. Esta noche haré una visita a lord Beaconfield, y echaré un vistazo a lo que averiguaste. Si todo sale bien, a lo largo del día de mañana pondré a Black House al corriente.

Arrugó el entrecejo, confundida, o tal vez decepcionada.

—Pensé que habíamos acordado que este asunto es demasiado importante para que la ley se entrometa. Pensé que habíamos acordado que tú mismo te encargarías de resolverlo.

—Por desgracia, asesinar a un noble no ha dejado de ser un crimen. Además, no me serviría de nada con la gélida, a menos que pueda demostrar cuál fue el motivo del asesinato. Eso sin olvidar que enfrentarse a la Hoja es algo que prefiero poner en manos de alguien cuya vida no me resulte tan valiosa como la propia. Black House se encargará de todo. Con las pruebas que ponga en sus manos, tendrán suficiente para interrogarlo. Luego será cuestión de tiempo.

—¿Y si la Hoja se te adelanta?

—Ya lo ha hecho. Aprovecharé para actuar mientras se lame las heridas.

Acarició su collar con los dedos, pero no respondió.

—Traeré al muchacho cuando todo esto termine, así los cuatro podremos construir un castillo de nieve, como cuando éramos pequeños.

Se volvió hacia mí.

—¿El muchacho?

—Wren.

Se produjo otra larga pausa, y después volvió a esbozar una sonrisa.

—Wren —dijo—. Claro, por supuesto. —Me dio unas palmadas en el brazo—. Esperaré impaciente.

Bajé la escalera con algo de prisa. A saber qué mosca le había picado, pero no podía permitir que Wren siguiera esperando bajo la tormenta. Adeline me mataría si le pasaba algo.

CAPÍTULO 41

Cuatro horas después bajé de un carruaje ante una alfombra de terciopelo rojo. Dos guardias con librea flanqueaban la puerta principal de la mansión de Beaconfield, firmes e inmóviles a pesar del frío. Era la primera vez que entraba por la puerta principal, y me sentía muy importante.

En la antesala, armado con un pergamino, un sirviente custodiaba el acceso a las delicias que ofrecía el salón principal. Se inclinó ante mí, deferente, saludo que mi pose de miembro de la nobleza no me permitió devolver debido a lo envarado que iba. Di mi nombre con displicencia, dispuesto a esperar a que repasara la lista de invitados.

La Hoja se habría sentido intrigado cuando solicité formar parte de la lista de invitados después de haberme enviado a esa gente para asesinarme, y sucede que a menudo basta con la curiosidad para obtener una reacción por parte de un noble, desesperados como están por hallar cualquier cosa que rompa con su monótona rutina hedonista y libertina. Si no bastaba con su instinto para el melodrama, quizá lo compensaría el interés propio. Aunque me había forzado a emprender una guerra abierta, no pensé que tuviera el temple necesario para mantenerla mucho tiempo. Confiaría en que mi mensaje apuntara a un posible deseo por mi parte de reconciliarnos, y estaría atento al menor indicio de tregua.

Dicho todo esto, uno de los diversos puntos débiles de mi plan era el hecho de no haber sido invitado a la fiesta de celebración del solsticio de invierno que celebraba lord Beaconfield. Disfrutaría de un gélido paseo de vuelta a casa si aquello me fallaba.

Pero no lo hizo. El portero me invitó a entrar con un gesto. Pasé junto a él y avancé a lo largo del pasillo.

Podían decirse muchas cosas acerca de la Hoja, pero sabía organizar una velada.

Una cubierta hecha con filigrana de plata ocultaba el techo, lo que daba la impresión de que nos hallábamos en el vientre de una bestia inmensa. Alhajas de cristal y piedras semipreciosas colgaban de la filigrana y llamaban la atención con su mañoso diseño.Vistas con mayor atención, la tercera parte de ellas estaban envueltas en papel satinado de diversos colores. El suelo estaba cubierto de copos falsos de nieve, pero estaban tan bien hechos que casi parecían de verdad. En mitad de la sala había una escultura de hielo de Sakra de tres metros de alto que tendía la mano a los que asistían a la fiesta. La escultura estaba rellena de una especie de luz líquida que iluminaba toda la sala, se reflejaba en los adornos y sumergía a todo el mundo en un chispeante arco iris de color.

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