Balas de plata (33 page)

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Authors: David Wellington

Tags: #Terror

BOOK: Balas de plata
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La adrenalina le inundó la sangre y la hizo reaccionar. No se preocupó por tener los pies sobre suelo firme, sino que saltó hasta el otro lado de los restos de extracción y pasó por encima de los neumáticos de un camión volcado. Apoyó las manos en tierra, se agarró a todo lo que tenía a mano y avanzó por el costado del montículo, en dirección a las sombras, a los residuos tóxicos.

A su espalda, una bala reventó uno de los neumáticos del camión, y éste se deshinchó con un sonido que fue perdiendo fuerza, como un suspiro. Chey se estremeció y perdió un asidero. Perdió el equilibrio y resbaló. Sus pies no lograron asentarse de nuevo sobre los restos de extracción. Caía, resbalaba, caía a cámara lenta por el costado del montículo. De repente, sí tuvo miedo a caerse dentro del agua. Una vez en ella, sus movimientos serían más lentos, no podría correr. Buscó con las manos y se agarró al retrovisor del camión volcado: una sombra larga y rectangular con esquirlas de cristal que le guiñaban el ojo. Acabó por perder pie y quedó colgando sobre el vacío. El brazo izquierdo, más débil, empezó a sufrir espasmos por el esfuerzo que tenía que hacer para aguantar su propio peso. La mano izquierda se abrió, y Chey quedó colgando de la mano derecha como un péndulo. Pero ese brazo no tardó en ir perdiendo también fuerza.

No oyó que Balfour fuera a por ella, pero sabía que no podía andar lejos.

Capítulo 57

Su brazo se fatigó con alarmante rapidez. No aguantaría su peso durante mucho tiempo. Miró hacia abajo y vio una caída de tres metros hasta el lodo, en el que probablemente habría rocas sumergidas. Meneaba violentamente los pies, en un intento por encontrar algo que allí no existía. Daba golpes y patadas en el costado del camión volcado. Tal vez... tal vez si lograba meterlos por la ventanilla del conductor, que estaba bajada... tal vez entonces podría...

El camión rugió como si volviera a la vida. La joven oyó estruendosas pisadas en lo alto y se dio cuenta de que Balfour se había encaramado sobre el vehículo muerto. Se detuvo de repente cuando el camión empezó a resbalar hacia abajo. En otro tiempo, lo habían arrojado sin más ceremonias al montón, sin hacer ningún esfuerzo para darle equilibrio ni estabilidad. Ahora, tras un largo reposo de muchos inviernos, lo habían molestado y se revolvía en su lecho.

Entre crujidos y chasquidos, como de metal que se despedazara, avanzó varios centímetros. El movimiento bastó para que el cuerpo de Chey se balancease de un lado a otro. La joven se agarró con fuerza al retrovisor, pero sabía que le quedaban tan sólo unos segundos antes de tener que soltarse. La palma y las articulaciones de los dedos ya le ardían. Su mano izquierda se agitaba en el vacío en un intento por encontrar algo a lo que agarrarse.

Un último esfuerzo. No le quedarían fuerzas para otro. Levantó ambas piernas como si estuviera colgada de un trapecio y se dio un fuerte impulso hacia la ventana del camión. Sus pies volaron en la oscuridad y la mitad inferior de su cuerpo les siguió. Su mano se soltó sin previo aviso y estuvo a punto de precipitarse en el vacío, pero logró sujetarse con las piernas a la ventanilla y se deslizó al interior del vehículo como un ratón que desaparece por un agujero.

El camión gimió y volvió a deslizarse, hundiéndose un milímetro cada vez, y las rocas y los escombros rodaban montículo abajo cada vez que se movía. Entonces el camión se detuvo. ¿Podía ser que Balfour aún estuviera encima, aferrándose a él con todas sus fuerzas? Chey estaba segura de que sí.

En comparación con el mundo exterior, dentro de la cabina casi se disfrutaba de una cierta calidez. El parabrisas estaba intacto, salvo por una larga grieta en diagonal, y por lo menos la protegía de la gélida brisa. Pero, como consecuencia de ello, el aire que se respiraba dentro llevaba tiempo estancado y olía a moho. En otro tiempo, los asientos del camión habían estado forrados de cuero, pero éste había sucumbido por completo a la putrefacción. Chey estaba tumbada en el techo de la cabina, contemplando los afilados muelles que apuntaban hacia ella desde arriba, cual serpientes enroscadas listas para atacar. Desde el sitio donde se encontraba, el volante, agrietado y con peladuras, el cambio de marchas y los controles se veían raros, pero no tenía tiempo de pensar en ello. Se quedó allí, tumbada, y pugnó por tomar aliento, con la boca abierta, esforzándose por no hacer ruido.

La joven no podría haberse levantado en ese momento, no podría haberse movido de ese lugar, aunque Balfour hubiera entrado en la cabina con el rifle y el cuchillo de plata.

Poco a poco se recuperó. Muy lentamente. El camión había dejado de moverse. Tal vez hubiera alcanzado algo parecido al equilibrio. Oyó una pisada en lo alto, como un ruido metálico. Balfour debía de calzar botas con remaches de acero. El primer paso había sonado casi vacilante, como si el hombre no estuviese seguro del suelo que pisaba. Luego volvió a moverse, cada vez más cerca de ella. La joven sacó de alguna parte la energía necesaria para contener el aliento. Oyó que caminaba justo encima de ella... y que entonces se detenía.

No ocurrió nada. Los pulmones de Chey se quejaron. Soltó aliento y siguió sin ocurrir nada. Balfour no debía de haber visto adonde había ido. Debía de estar buscándola por arriba, tratando de encontrar su rastro. No habría podido verla aunque hubiera estado al lado de la cabina y hubiese mirado dentro. La oscuridad que reinaba en su interior era casi absoluta.

Chey aguardó y escuchó. Y, al fin, oyó que las pisadas se alejaban.

Poco a poco, Chey se relajó, permitió que su cuerpo encontrara una posición más cómoda dentro de la cabina del camión. Por fin se autorizó a sí misma a exhalar el aliento que aún retenía.

Al instante, Balfour fue por ella. Debía de haber estado esperando a que se delatara. La había emboscado. Sus pisadas resonaron sobre el camión y en seguida descendió por el radiador, empleando las varas metálicas a modo de escalerilla. Sus pies aparecieron sobre el parabrisas, y luego las piernas. Se dejó caer sobre el cúmulo de restos de extracción que se hallaba frente al vehículo. La silueta entera de su cuerpo se hizo visible a través del parabrisas. Sacó una linterna y la encendió, y la empleó para iluminar el interior de la cabina. La luz cegó a Chey, que tuvo que levantar las manos para cubrirse los ojos.

Balfour sacó una pistola de uno de los bolsillos de la chaqueta. La joven no tenía manera de saber si las balas serían de plata o de plomo. Daba igual. La había capturado. No tenía ninguna posibilidad de huir de la cabina, no a una velocidad suficiente para escapar de él.

Capítulo 58

—¡Muy bien! —dijo Balfour. Su voz se correspondía con el resto de sus rasgos. Áspera, pero no demasiado grave.

—¿Muy bien qué? —le preguntó Chey.

Le hizo un gesto con el arma para que saliera del camión. Chey le observó el rostro. Su sonrisa había desaparecido. Se había divertido y había capturado a su presa. Ahora se disponía a matarla para poder cobrar la cantidad estipulada en el contrato. Todo había terminado.

Chey empleó brazos y piernas para enderezarse sobre el techo de la cabina. Luego, con súbita inspiración, se abalanzó hacia delante, contra el parabrisas. No pesaba mucho, y tampoco le quedaban muchas fuerzas que pudiera añadir a su empuje, pero fue suficiente.

El camión chirrió cuando el metal se desgarró del metal. Las soldaduras se rompieron, los remaches salieron disparados como balas. El cuerpo de varias toneladas del camión sufrió una violenta sacudida. Las rocas quebradas que se hallaban entre los restos de extracción rodaron hacia abajo, empujadas por la enorme masa, y el camión avanzó un poco más, como si se moviera sobre raíles. Balfour miró con ojos desorbitados y disparó a través del parabrisas. Chey no vio adonde había ido a parar la bala. Al cabo de un segundo, el camión resbaló hacia abajo con gran estruendo, cobró velocidad y golpeó a Balfour. Se lo llevó por delante en su caída y lo precipitó a las aguas con un ruidoso chapuzón, con un sonido grave y prolongado de metal que se pliega sobre sí mismo.

El parabrisas se convirtió en el suelo de la cabina. Chéy estaba tumbada sobre él y gemía de dolor. La caída la había herido, pero no lo suficiente como para que le importase. No había podido matarla. Se frotó la frente y abrió los ojos.

Balfour la miraba bajo el agua, iluminado por su linterna. Había perdido la gorra y su escaso cabello flotaba entre las burbujas plateadas que surgían de su boca. La joven fue incapaz de ver si estaba vivo o muerto. Tenía los ojos abiertos, muy abiertos.

Entonces, el hombre golpeó el parabrisas con las palmas de ambas manos, pegó en el cristal a la vez que su boca se abría y se llenaba de aguas tóxicas. Chey chilló cuando vio que los músculos faciales del hombre se congestionaban, porque se estaba ahogando delante de sus ojos. Había quedado atrapado por el peso del camión y era incapaz de escapar. Sus músculos perdieron toda fuerza, sus manos flotaron inertes y, finalmente, al cabo de un rato que se hizo demasiado largo, sus ojos dejaron de mirar.

Chey no hizo ningún gesto para salvarlo.

Las gélidas aguas se colaban por el orificio de bala que Balfour había abierto en el parabrisas y por la ventanilla abierta. Subían por su cuerpo, le empapaban la ropa. El hedor salobre del lodo impregnaba el poco aire que quedaba en la cabina. Chey se puso en pie de un salto para no hundirse y logró volver a salir por la ventanilla abierta, momentos antes de que el agua acabara de entrar por ella y llenase la cabina por completo.

Una vez fuera, dio patadas y manoteó, luchando por salir de allí. Haciendo todo el ruido del mundo, logró trepar hasta la orilla y se tumbó en ésta, dolorida, medio helada, segura de que la historia no había terminado. Bobby aún andaba por allí. Tenía que ponerse en pie. Tenía que correr.

Por el motivo que fuese, el brazo le dolía. No recordaba haberse caído sobre él cuando el camión se había zambullido en las aguas. Pensó que estaría bien echarle una ojeada.

«Dentro de un segundo», se dijo a sí misma. Levantó la mirada hacia las estrellas. Al cabo de un segundo se pondría en marcha, se incorporaría y empezaría a caminar. Tan sólo un segundo.

En lo alto, la aurora boreal titilaba y ondeaba como un cortinaje al viento. Era tan bella... fulgores verdosos, cual cascadas de luz pura, centelleaban en lo alto. Era difícil apartar la mirada. Chey no quería.

Tenía que hacerlo, pero pensó que podía permitirse un segundo. Tan sólo un segundo para mirar, para contemplar por última vez algo hermoso. Al cabo de un instante, debería...

El brazo le dolía de verdad. Era un dolor ácido, que la corroía. Era veneno que le corría por la sangre. Era... era...

Cuando logró bajar la vista, vio la sangre que le manaba de una herida en el bíceps y le cubría el mono de manchas negras en la oscuridad. Tenía un agujero pequeño, perfectamente redondo en el tejido.

«Oh no», pensó Chey. No. Balfour le había disparado antes de morir. La joven había creído que la bala no había alcanzado su objetivo. No podía haberle dado... habría tenido que sentirla. ¿Acaso no habría tenido que sentirla? A menos que los sobresaltos y el terror le hubieran vertido tanta adrenalina en la sangre que hubiera llegado al punto de no sentir nada.

Sí, desde luego, era una herida de bala. Y Balfour se la había disparado con una pistola. Eso significaba que la bala podía ser de plata. Si lo era... si lo era, tendría que hacer algo. Tendría que... tendría que... estaba tan fatigada... tendría que extraérsela. Por Dios bendito, qué dolor, tendría que...

Entonces, Chey se desmayó.

La bala de plata que tenía alojada en el brazo le estaba robando sus fuerzas. Chey había ido más allá de sus propios límites y no le quedaba vigor para combatir el veneno. Su cuerpo no podía hacer nada más... así de sencillo.

No despertó cuando el sol salió y dio calor a su cuerpo aterido. No despertó horas más tarde, cuando salió la luna y la luz de plata la transformó.

Plata, plata, plata dentro del cuerpo, plata.

La loba se puso en pie y jadeó al viento.

Plata. Plata, plata, plata. La loba sabía muy bien qué le pasaba. Se sentía débil, débil como nunca se había sentido. Se sentía enferma, y al pensar en comida, se sentía aún más enferma. Sentía calor y frío a la vez, y sabía que le faltaba poco para morir. Tenía plata en la pata... ¿cómo había llegado hasta allí? No lograba imaginar cómo habría sido.

Levantó la pata herida y cerró las fauces sobre ella. Se la arrancaría. Se la cortaría de un mordisco y la arrojaría a las aguas envenenadas, donde tenía que estar. En otro tiempo había hecho lo mismo para escapar de sus cadenas.

Tan pronto como sus dientes se hubieron clavado en su propia piel, se puso a gañir y a revolverse sobre el suelo, a revolver la frente contra la dureza del suelo. Bizqueaba y cerraba los ojos con fuerza. ¡Cómo dolía! Sus dientes habían tocado la plata y su cráneo entero había caído presa del dolor, del sufrimiento. Sus nervios cantaron una nota aguda y prolongada que le zumbaba dentro de los oídos y del cerebro. Se revolvió y agitó el cuerpo, y profirió una especie de inaudible alarido hasta que el dolor se apaciguó, hasta que le fue posible volver a pensar.

No podría arrancarse la pata de un mordisco. No podría arrancar la plata de su cuerpo. Todas las fibras de su ser le chillaban, suplicándole alivio, consuelo, pero la loba no podía dárselo.

¡Plata, plata, plata, plata dentro de ella, plata, plata envenenada!

Corrió en círculo. Corrió de un lado para otro, al azar, como si así pudiera huir del dolor. Levantaba la cabeza y aullaba, aullaba, y aullaba, soltaba gañidos, lloriqueaba, rugía. No le sirvió de nada. Oyó el eco de una respuesta, una llamada, desde lejos de allí, y entendió que el otro lobo estaría cerca. Tal vez... tal vez pudiera ayudarla. Pero ¿lo haría? Antes había tratado de matarla, ¿verdad que sí?

No importaba. Era el único que podía ayudarla. Corrió hacia él, aullando, y fue en pos de los aullidos con los que él le respondía. Iban a encontrarse. Estarían juntos de nuevo. Se encontrarían, como compañeros de jauría, y él la ayudaría. Haría algo, algo, algo por ella.

Pero antes de que hubiese logrado captar el olor del macho, el zumbido de un rotor hendió la noche, la cortó en pedazos. La cosa humana que volaba. La loba no podía entender lo que era un helicóptero, pero sabía muy bien lo que transportaba: su muerte. Lo observó con las orejas echadas hacia atrás cuando apareció al otro extremo del vertedero, y cuando viró para volar hacia ella. La loba echó a correr.

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