Balzac y la joven costurera china (17 page)

BOOK: Balzac y la joven costurera china
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—No me hables de eso —me dijo con espanto—. Si la dirección del hospital descubriera que me mezclo en este tipo de cosas me acusaría de reincidencia y me mandaría directamente a la cárcel, sin vacilación alguna.

Al tercer día, hacia las doce, convencido de que la puerta del ginecólogo era inaccesible, estaba dispuesto a regresar a la montaña cuando, de pronto, el recuerdo de un personaje me vino a la memoria: el pastor de la ciudad.

No conocía su nombre pero, cuando habíamos asistido a las proyecciones cinematográficas, sus largos cabellos plateados flotando al viento nos habían gustado. Había en él algo de aristocrático, incluso cuando limpiaba la calle vestido con una gran bata azul de basurero, con una escoba de larguísimo mango de madera, y todo el mundo, incluso los chiquillos de cinco años, lo insultaban, lo golpeaban o le escupían. Desde hacía veinte años, le prohibían ejercer sus funciones religiosas.

Cada vez que pienso en él, recuerdo una anécdota que me contaron: cierto día, los guardias rojos registraron su casa y encontraron un libro oculto bajo la almohada, escrito en una lengua extranjera que nadie conocía. La escena no dejaba de parecerse a la de la pandilla del cojo en torno a
El primo Pons
. Fue preciso enviar el botín a la Universidad de Pequín para saber, finalmente, que se trataba de una Biblia en latín. Le costó muy caro al pastor pues, desde entonces, estaba obligado a limpiar la calle, siempre la misma, de la mañana a la noche, ocho horas diarias, hiciera el tiempo que hiciese. Acabó así convirtiéndose en un adorno móvil del paisaje.

Ir a consultar al pastor sobre un aborto me parecía una idea descabellada. ¿No estaría perdiendo los papeles por culpa de la Sastrecilla? De pronto, advertí con sorpresa que desde hacía tres días no había visto ni una sola vez la melena plateada del viejo limpiador de calle, con sus gestos mecánicos.

Pregunté a un vendedor de cigarrillos si el pastor había terminado con su tarea.

—No —me dijo—. Está a dos dedos de la muerte, el pobre.

—¿De qué está enfermo?

—Cáncer. Sus dos hijos regresaron de las grandes ciudades donde viven. Lo han ingresado en el hospital del distrito.

Corrí sin saber por qué. En vez de atravesar lentamente la ciudad, me lancé a una carrera que me hizo perder el aliento. Llegado a la cima de la colina donde se levantaba el edificio de las hospitalizaciones, decidí probar suerte y arrancarle un consejo al pastor moribundo.

En el interior, el olor de los medicamentos mezclado con la hediondez de las letrinas comunes, mal limpiadas y con el humo y la grasa, me subió a la nariz y me asfixió. Aquello parecía un campamento de refugiados de guerra: las habitaciones de los enfermos servían también de cocinas. Cacerolas, tablas para cortar, sartenes, verduras, huevos, botellas de salsa de soja, de vinagre, de sal esparcidos anárquicamente por el suelo junto a las camas de los pacientes, entre los orinales y los trípodes de los que colgaban las botellas de transfusión sanguínea. A la hora de comer, algunos pacientes, inclinados sobre humeantes cacerolas, metían dentro sus palillos y se disputaban los fideos; otros salteaban tortillas, que chisporroteaban y chasqueaban en el aceite hirviendo.

Aquel paisaje me desconcertaba. Ignoraba que en el hospital del distrito no hubiese cantina y que los pacientes tuviesen que arreglárselas solos para alimentarse, aunque estuvieran impedidos por sus enfermedades, por no hablar de aquellos cuyos cuerpos estaban quebrantados, deformes, incluso mutilados. Era un espectáculo tumultuoso, sin pies ni cabeza, el que ofrecían aquellos cocineros apayasados, coloreados por los emplastos rojos, verdes o negros, con sus apósitos medio deshechos que flotaban en el vapor sobre el agua hirviendo en las cacerolas.

Encontré al pastor agonizante en una habitación de seis camas. Llevaba un gota a gota, y estaba rodeado de sus dos hijos y sus dos nueras, todos de unos cuarenta años, y una mujer anciana que lloraba mientras le preparaba la comida en un hornillo de petróleo. Me deslicé junto a ella y me agaché.

—¿Es usted su mujer? —le pregunté.

Inclinó la cabeza afirmativamente. Su mano temblaba tanto que cogí los huevos y los casqué por ella.

Sus dos hijos, vestidos con chaquetas Mao azules, abotonadas hasta el cuello, tenían jeta de funcionarios o de empleados de pompas fúnebres, y sin embargo se daban aires de periodista, concentrados en la puesta en marcha de un viejo magnetófono chirriante y oxidado cuya pintura amarilla estaba muy desconchada.

«De pronto, un sonido agudo, ensordecedor, brotó del magnetófono, resonó como una alarma y estuvo a punto de hacer caer los boles de los demás pacientes de la habitación, que comían cada cual en su cama.

El hijo menor consiguió apagar aquel ruido diabólico, mientras su hermano acercaba un micrófono a los labios del pastor.

—Di algo, papá —suplicó el primogénito.

El pastor había perdido casi por completo su pelo plateado y su rostro era irreconocible. Había adelgazado tanto que sólo le quedaba la piel sobre los huesos, una piel delgada como una hoja de papel, amarillenta y apagada. Su cuerpo, robusto antaño, se había encogido considerablemente. Acurrucado bajo la manta, luchando contra el sufrimiento, acabó abriendo sus pesados párpados. Aquel signo de vida fue recibido con un asombro lleno de alegría por el entorno. Volvieron a acercarle el micrófono a la boca. La cinta magnética comenzó a girar con un chirrido de cristal roto, pisoteado por unas botas.

—Papá, haz un esfuerzo —dijo su hijo—. Grabaremos tu voz por última vez, para tus nietos.

—Si pudieras recitar una frase del presidente Mao, sería ideal. Una sola frase o una consigna, ¡vamos! Sabrán que su abuelo ya no es un reaccionario, que su cerebro ha cambiado —gritó el hijo reconvertido en ingeniero de sonido.

Un imperceptible temblequeo recorrió los labios del pastor, pero su voz no era audible. Durante un minuto, susurró palabras que nadie captó. Incluso la anciana reconoció, desamparada, su incapacidad para comprenderlo.

Luego cayó de nuevo en coma.

Su hijo hizo retroceder la cinta y toda la familia escuchó de nuevo el misterioso mensaje.

—Es latín —declaró el primogénito—. Ha dicho su última plegaria en latín.

—Eso es muy suyo —dijo la anciana, secando con un pañuelo la frente empapada en sudor del pastor.

Me levanté y me dirigí hacia la puerta, sin decir una palabra. Por casualidad había descubierto la silueta del ginecólogo, en bata blanca, pasando ante la puerta, semejante a una aparición. Como a cámara lenta, lo había visto aspirar la última bocanada de su cigarrillo, exhalar el humo, arrojar la colilla al suelo y desaparecer.

Atravesé precipitadamente la habitación, golpeé una botella de salsa de saja y tropecé con una sartén vacía que estaba en el suelo. Aquel contratiempo me hizo llegar demasiado tarde al pasillo: el médico ya no estaba allí.

Lo busqué, puerta tras puerta, preguntando a todos los que se cruzaban conmigo. Por fin, un paciente me señaló con el dedo la puerta de una habitación, al final del pasillo.

—Lo he visto entrar allí, en la habitación individual —dijo—. Al parecer, a un obrero de la fábrica de mecánica de la Bandera Roja una máquina le ha cortado cinco dedos.

Al acercarme a la habitación, oí los doloridos gritos de un hombre, a pesar de la puerta cerrada. La empujé suavemente y se abrió sin resistencia, con silenciosa discreción.

El herido, al que el médico vendaba, estaba sentado en la cama, con el cuello rígido, la cabeza echada hacia atrás, apoyada en la pared. Era un hombre de unos treinta años, con el torso desnudo, musculoso, atezado y el cuello vigoroso. Entré en la habitación y cerré la puerta a mis espaldas. Su mano ensangrentada estaba apenas velada por una primera capa de apósito. La gasa blanca estaba empapada en sangre, que caía en grandes gotas a una jofaina de esmalte, puesta en el suelo junto a la cama, con un ruido de reloj estropeado, tictaqueando entre sus gemidos.

El médico tenía el aspecto fatigado de un insomne, como la última vez que lo había visto en su consulta, pero se mostraba menos indiferente, menos «lejano». Desplegó un gran rollo de gasa, con la que vendó la mano del hombre sin prestar atención a mi presencia. Mi chaqueta de piel de cordero no le causó efecto alguno, la urgencia de su trabajo prevalecía.

Saqué un cigarrillo y lo encendí. Luego me acerqué a la cama y, con gesto casi desenvuelto, coloqué el cigarrillo en la boca, no, entre los labios del médico, como un eventual salvador de mi amiga. Me miró sin decir palabra y comenzó a fumar mientras seguía vendando. Encendí otro y se lo tendí al herido, que lo tomó con su mano derecha.

—Ayúdame —me dijo el médico pasándome un extremo de la venda—. Aprieta fuerte.

Cada cual a un lado de la cama, tiramos de la venda, como dos hombres empaquetando un bulto con una cuerda.

El flujo de la sangre se hizo más lento y el herido ya no gimió. Dejando caer el cigarrillo al suelo, se durmió de pronto por efecto de la anestesia, según el médico.

—¿Quién eres? —me preguntó mientras enrollaba la venda alrededor de la mano herida.

—Soy el hijo de un médico que trabaja en el hospital provincial —le dije—. Bueno, ahora ya no trabaja.

—¿Cómo se llama?

Quise decir el nombre del padre de Luo, pero el del mío brotó de mi boca. Un molesto silencio siguió a esta revelación. Tuve la impresión de que no sólo conocía a mi padre, sino también sus sinsabores políticos.

—¿Y qué quieres? —me preguntó.

—Es por mi hermana... Tiene un problema... Dificultades con su regla, desde hace casi tres meses.

—No es posible —me dijo con frialdad.

—¿Por qué?

—Tu padre no tiene hijas. ¡Vete ya, mentiroso!

No gritó estas dos últimas frases, no me señaló la puerta con el dedo, pero advertí que estaba realmente enojado; estuvo a punto de tirarme a la cara la colilla del cigarrillo.

Con el rostro ruborizado por la vergüenza, me volví hacia él, tras haber dado unos pasos, y me oí diciendo:

—Le propongo un pacto: si ayuda usted a mi amiga, ella se lo agradecerá toda su vida y yo le daré un libro de Balzac.

Fue una conmoción para él oír este nombre mientras vendaba una mano mutilada en el hospital del distrito, tan alejado, tan lejos del mundo. Acabó abriendo la boca, tras un instante de desconcierto.

—Ya te he dicho que eras un mentiroso. ¿Cómo es posible que tengas un libro de Balzac?

Sin responder, me quité la chaqueta de piel de cordero, le di la vuelta y le mostré el texto que había copiado en la parte sin pelo; la tinta estaba un poco más pálida que antes, pero seguía siendo legible.

Mientras comenzaba su lectura o, más bien, su examen de experto, sacó un paquete de cigarrillos y me tendió uno. Recorrió el texto fumando.

—Es una traducción de Fu Lei —murmuró—. Reconozco su estilo. Es como tu padre, el pobre, un enemigo del pueblo.

Aquello me hizo llorar. Hubiera querido contenerme, pero no pude. Berreé como un crío. Creo que aquellas lágrimas no eran por la Sastrecilla, ni por mi misión ya cumplida, sino por el traductor de Balzac, a quien yo no conocía. ¿No es ése el mayor homenaje, la mayor gracia que un intelectual puede recibir en este mundo?

La emoción que sentía en aquel instante me sorprendió a mí mismo y, en mi memoria, eclipsa casi los acontecimientos que siguieron a aquel encuentro. Una semana más tarde, un jueves, día fijado por el médico polivalente aficionado a la literatura, la Sastrecilla, disfrazada de mujer de treinta años con una cinta blanca en la frente, cruzó el umbral de la sala de operaciones mientras yo, no habiendo regresado aún el autor de la preñez, permanecía tres horas sentado en un pasillo, atento a todos los sonidos detrás de la puerta: ruidos lejanos, difusos, apagados, el chorro de agua del grifo, el grito desgarrador de una mujer desconocida, las voces inaudibles de las enfermeras, unos pasos precipitados...

La intervención fue bien. Cuando me autorizaron por fin a entrar en la sala de operaciones, el ginecólogo me aguardaba en una estancia empapada de olor a carbón, al fondo de la cual la Sastrecilla, sentada en una cama, se vestía con la ayuda de una enfermera.

—Era una niña, por si quieres saberlo —me susurró el médico.

Y, encendiendo una cerilla, comenzó a fumar.

Además de lo que habíamos acordado, es decir,
Úrsula Mirouët
, también regalé al médico
Jean-Christophe
, mi libro preferido por aquel entonces, traducido por el mismo señor Fu Lei.

Aunque la operada tenía ciertas dificultades para caminar, su alivio al salir del hospital se parecía al de un detenido amenazado con la cadena perpetua y que, reconocido inocente, abandona el tribunal.

Negándose a descansar en la posada, la Sastrecilla insistió en ir al cementerio donde el pastor había sido enterrado dos días antes. A su entender, él me había llevado al hospital y había arreglado, con su invisible mano, mi encuentro con el ginecólogo. Con el dinero que nos quedaba, compramos un kilo de mandarinas y las depositamos como ofrenda ante su tumba de cemento, anodina, casi mezquina. Lamentábamos no saber latín para dedicarle una oración fúnebre en esta lengua que había hablado en el momento de su agonía, para orar a su Dios o maldecir su vida de limpiador de calle. Casi juramos, ante su tumba, aprender latín un día u otro y volver para hablarle en esta lengua. Pero, tras una larga discusión, decidimos no hacerlo, pues ignorábamos dónde encontrar un manual (tal vez hubiera sido necesario perpretar un nuevo robo con fractura en casa de los padres del Cuatrojos) y, sobre todo, porque era imposible encontrar un profesor. Salvo él, ningún chino a nuestro alrededor conocía esta lengua.

En la losa sepulcral estaban grabados su nombre y dos fechas, sin referencia alguna a su vida ni a su función religiosa. Sólo habían pintado una cruz, en un rojo vulgar, como si hubiera sido farmacéutico o médico.

Juramos que, si algún día éramos ricos y las religiones no estaban ya prohibidas, volveríamos para erigir en su tumba un monumento en relieve y de colores, en el que estaría grabado un hombre con los cabellos plateados, coronados de espinas como Jesús, pero no con los brazos en cruz. Sus manos, en vez de tener las palmas clavadas, sujetarían el largo mango de una escoba.

La Sastrecilla quiso, después, dirigirse a un templo budista, cerrado y precintado, para lanzar algunos billetes por encima de la cerca, en agradecimiento por la gracia que el Cielo le había concedido. Pero no nos quedaba ni un céntimo.

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