Read Balzac y la joven costurera china Online
Authors: Dai Sijie
Volví la cabeza hacia Luo, que me gritó algo. Yo tenía los oídos casi tapados, de modo que su voz sólo fue para mí un zumbido más. Con los ojos al frente para no mirar hacia abajo, vi, en la deslumbrante luz del sol, la silueta negra del cuervo que giraba sobre mi cráneo, aleteando lentamente.
«¿Qué está pasando?», me dije.
En aquel momento, atrapado en mitad del paso, me pregunté qué diría el viejo Jean-Christophe si yo daba media vuelta. Con su autoritaria batuta de director de orquesta, me mostraría la dirección a seguir: pensé que no le habría avergonzado retroceder ante la muerte. Yo no iba a morir, a fin de cuentas, sin haber conocido el amor, el sexo, la lucha individual contra el mundo entero, como la que él había librado.
Se apoderaron de mí las ganas de vivir. Me di la vuelta, de rodillas aún, y volví poco a poco hacia el comienzo del paso. Sin mis dos manos, que se agarraban al suelo, habría perdido el equilibrio y me habría estrellado en el fondo del precipicio. De pronto, pensé en Luo. También él había debido de conocer un desfallecimiento semejante, antes de conseguir llegar al otro lado.
Cuanto más me acercaba a él, más clara me resultaba su voz. Advertí que su rostro estaba terriblemente pálido, como si tuviera aún más miedo que yo. Gritó que me sentara en el suelo y avanzara a horcajadas. Seguí su consejo y, en efecto, la nueva posición, aunque más humillante, me permitió llegar hasta él con toda seguridad. Llegado al extremo del paso, me levanté y le devolví su cuévano.
—¿Te pasa esto cada día? —le pregunté.
—No, sólo al principio.
—¿Y está siempre ahí?
—¿Quién?
—Él.
Con el dedo, le mostré el cuervo de pico rojo que se había posado en mitad del paso, donde yo me había detenido hacía un rato.
—Sí, esta ahí cada mañana. Diríase que tiene cita conmigo —dijo Luo—. Pero al anochecer, cuando regreso, nunca lo veo.
Como yo me negué a hacer el ridículo de nuevo con aquel número de funambulismo, Luo se puso el cuévano a la espalda y se inclinó tranquilamente, hasta que sus dos manos tocaron el suelo. Adelantó los brazos, gateando firmemente, y sus piernas siguieron, con armonía. A cada paso, sus pies casi tocaban sus manos. Tras algunos metros se detuvo y, como si me dirigiera un malicioso saludo, meneó las nalgas en un auténtico gesto de mono trepando, a cuatro patas, por la rama de un árbol. El cuervo de pico rojo emprendió el vuelo y taladró el aire batiendo lentamente sus inmensas alas.
Admirado, acompañé a Luo con la mirada hasta el extremo del paso, al que apodé «el purgatorio»; luego, desapareció detrás de las rocas. Me pregunté de pronto, no sin aprensión, adónde iba a llevarle su historia de Balzac con la Sastrecilla, y cómo terminaría. La desaparición del gran pájaro negro hacía que el silencio de la montaña fuera más inquietante aún.
La noche siguiente desperté sobresaltado.
Necesité varios minutos para volver a la realidad, tranquilizadora y familiar. Escuché en la oscuridad la respiración acompasada de Luo, tendido en el lecho de enfrente. A tientas, encontré un cigarrillo y lo encendí. Poco a poco, la presencia de la cerda que golpeaba con su hocico la cerca de la pocilga, bajo nuestra casa sobre pilotes, me devolvió la calma y recordé, como si fuera una película acelerada, el sueño que acababa de asustarme.
A lo lejos, veía a Luo caminando con una muchacha por el paso estrecho, vertiginoso, flanqueado a cada lado por un precipicio. Al principio, la muchacha que caminaba por delante era la hija del celador del hospital donde trabajaban nuestros padres. Una muchacha de nuestra clase, modesta, común, cuya existencia había olvidado hacía años. Pero cuando intentaba encontrar la causa de su inesperada aparición junto a Luo, en aquella montaña, se transformó en la Sastrecilla, viva, divertida, ceñida por una camiseta blanca y unos pantalones negros. No caminaba sino que corría por el paso, muy lanzada, mientras su joven amante, Luo, la seguía lentamente, a cuatro patas. Ni el uno ni la otra llevaban el cuévano a la espalda. La Sastrecilla no llevaba su larga y habitual trenza y, en su carrera, la melena le caía libremente por los hombros y flotaba al viento, como un ala. Busqué en balde con la mirada el cuervo de pico rojo y, cuando mis ojos se posaron de nuevo en mis amigos, la Sastrecilla había desaparecido. Ya sólo quedaba Luo, no a horcajadas sino de rodillas en mitad del paso, con los ojos clavados en el abismo de la derecha. Pareció gritarme algo, vuelto hacia el fondo del precipicio, pero no oí nada. Me lancé hacia él, sin saber de dónde me venía el valor de correr por aquel paso. Al acercarme comprendí que la Sastrecilla había caído por el acantilado. A pesar de que el terreno era prácticamente inaccesible, descendimos resbalando en vertical, a lo largo de la pared rocosa... Encontramos su cuerpo en el fondo, acurrucado contra una roca donde su cabeza, plegada sobre el vientre, había estallado. La parte trasera del cráneo presentaba dos grandes fisuras en las que la sangre coagulada había formado ya costras. Una de ellas se alargaba hasta la bien dibujada frente. Su boca abierta dejaba ver las encías rosadas y los prietos dientes, como si hubiera querido gritar, pero permanecía muda, y sólo exhalaba el olor de la sangre. Cuando Luo la tomó en sus brazos, la sangre le brotó a la vez de la boca, del orificio izquierdo de la nariz y de una de las orejas; corrió por los brazos de Luo y cayó, gota a gota, al suelo.
Cuando se la conté, la pesadilla no impresionó a Luo.
—Olvídalo —me dijo—. Yo también he tenido bastantes sueños de este tipo.
—¿No le dirás a tu novia que no pase más por este camino? —le pregunté mientras él buscaba su chaqueta y su cuévano de bambú.
—¡Estás loco! Ella también quiere venir, de vez en cuando, a nuestro pueblo.
—Será por muy poco tiempo, hasta que el jodido paso esté reparado.
—De acuerdo, se lo diré.
Parecía tener prisa. Yo casi sentía celos de su cita con el horrendo cuervo de pico rojo.
—No vayas a contarle mi sueño.
—Descuida.
El regreso del jefe de nuestra aldea puso fin momentáneamente a la peregrinación a la belleza que mi amigo Luo había realizado, celosamente, cada día.
El congreso del Partido y un mes de vida ciudadana parecían no haber procurado placer alguno a nuestro jefe. Tenía el aspecto de estar de luto, la mejilla hinchada y el rostro deformado por la cólera contra un médico revolucionario del hospital del distrito: «Ese hijo de puta, un capullo de médico "descalzo", me arrancó una muela buena y dejó la mala, que estaba a su lado.» Estaba tanto más furioso cuanto que la hemorragia provocada por la extracción de su muela sana le impedía hablar, vociferar aquel escándalo, y lo condenaba a murmurarlo con palabras apenas audibles. Mostraba a todos los que se interesaban por su desgracia el vestigio de la operación: un colmillo ennegrecido, largo y puntiagudo, con una raíz amarillenta, que conservaba preciosamente envuelto en un pedazo de satén rojo y sedoso, que había comprado en la feria de Yong Jing. Como se irritaba ante la menor desobediencia, Luo y yo nos vimos obligados a ir a trabajar cada mañana, a los campos de maíz o los arrozales. Dejamos incluso de manipular nuestro pequeño despertador mágico.
Cierta noche, cuando el dolor de muelas le hacía sufrir, el jefe desembarcó en nuestra casa mientras preparábamos la cena en el comedor. Sacó un pequeño pedazo de metal, envuelto en el mismo satén rojo que su muela.
—Es estaño de verdad; me lo vendió un mercader ambulante —nos dijo—. Si lo ponéis al fuego, se fundirá en un cuarto de hora.
Ni Luo ni yo reaccionamos. Nos dominaban las ganas de reír ante su rostro, hinchado hasta las orejas, como en una mala película cómica.
—Mi buen Luo —dijo el jefe en un tono más sincero que nunca—, sin duda lo viste hacer a tu padre miles de veces: cuando el estaño se ha fundido, parece que basta con poner un poco en la muela podrida para que eso mate los gusanos que están dentro, debes de saberlo mejor que yo. Eres hijo de un dentista conocido, cuento contigo para reparar mi muela.
—¿De verdad quiere que le ponga estaño en la muela?
—Sí, y si deja de dolerme, te daré un mes de descanso.
Luo, que resistía la tentación, lo puso en guardia:
—El estaño no funcionará —dijo—. Y además, mi padre tenía aparatos modernos. Primero perforaba la muela con una pequeña fresa eléctrica, antes de poner nada dentro.
Perplejo, el jefe se levantó y se fue mascullando:
—Es cierto, vi cómo lo hacían en el hospital del distrito. El capullo que me arrancó la muela buena tenía una gran aguja que giraba, con un ruido de motor.
Días más tarde, nos libramos del sufrimiento del jefe gracias a la llegada del sastre, el padre de nuestra amiga, con su rutilante máquina de coser, que reflejaba la luz del sol matinal sobre el torso desnudo de un porteador.
Ignorábamos si adoptaba aires de hombre muy ocupado, con la agenda repleta, o si sencillamente era incapaz de organizar su tiempo con rigor, pero había retrasado ya varias veces su consabida cita anual con los campesinos de nuestra aldea. Para ellos, pocas semanas antes del Año Nuevo, era un verdadero gozo ver aparecer la pequeña silueta delgaducha y su máquina de coser.
Como de costumbre, hacía el recorrido por las aldeas sin su hija. Cuando lo encontramos, algunos meses antes, por un sendero estrecho y resbaladizo, iba sentado en una silla de mano debido a la lluvia y al barro. Pero aquel día soleado llegó a pie, con una juvenil energía que su avanzada edad no había mellado aún. Llevaba una gorra de un verde desteñido, sin duda la que yo había tomado prestada en nuestra visita al viejo molinero del acantilado de los Mil Metros, una ancha chaqueta azul que se abría sobre una camisa de lino beige, con los tradicionales botones de algodón y un cinturón negro de verdadero cuero que brillaba.
La aldea entera salió a recibirlo. Los gritos de los niños que corrían tras él, las risas de las mujeres que sacaban sus telas, listas desde hacía meses, la explosión de algunos petardos, los gruñidos de los cerdos, todo creaba una atmósfera de fiesta. Cada familia lo invitó a instalarse en su casa, con la esperanza de que la eligiera como primer cliente. Pero, para gran sorpresa de todo el mundo, el viejo declaró:
—Me instalaré en casa de los jóvenes amigos de mi hija.
Nos preguntamos cuáles eran los motivos ocultos de aquella decisión. Según nuestro análisis, el anciano sastre podía estar intentando establecer contacto directo con su yerno potencial; de cualquier modo, en nuestra casa sobre pilotes transformada en taller de costura, nos proporcionó la ocasión de iniciarnos en la intimidad femenina, en esa faceta de la naturaleza de las mujeres que hasta entonces desconocíamos.
Fue un festival casi anárquico en el que las mujeres de todas las edades, hermosas o feas, ricas o pobres, rivalizaron a golpe de tejido, de encaje, de cinta, de botón, de hilo de coser y de ideas de vestidos con los que habían soñado. Durante las sesiones de prueba, Luo y yo nos sentíamos sofocados por su agitación, su impaciencia, el deseo casi físico que estallaba en ellas. Ningún régimen político, ninguna dificultad económica podía privarlas de ir bien vestidas, un deseo tan antiguo como el mundo, tan antiguo como el instinto maternal.
Al anochecer, los huevos, la carne, las verduras, los frutos que los aldeanos habían entregado al viejo sastre se amontonaban como ofrendas para un ritual, en un rincón del comedor. Algunos hombres, solos o en pequeños grupos, se mezclaban entre la aglomeración de mujeres. Algunos, más tímidos, se sentaban en el suelo alrededor del fuego, con los pies desnudos y la cabeza gacha, y sólo con mucha discreción se atrevían a levantar los ojos hacia las muchachas. Se cortaban las uñas de los pies, duras como piedras, con la afilada hoja de sus hachuelas. Otros, más experimentados, más agresivos, bromeaban sin pudor y lanzaban a las mujeres sugerencias más o menos obscenas. Era necesaria toda la autoridad del viejo sastre, agotado, irritable, para conseguir echarlos fuera.
Tras una cena a tres, más bien rápida, tranquila y cortés, durante la que nos reímos de nuestro primer encuentro en el sendero, me ofrecí a tocar algún fragmento al violín para nuestro invitado, antes de irnos a la cama. Pero el sastre, con los párpados entornados, lo rechazó.
—Mejor contadme alguna historia —nos pidió con un largo y arrastrado bostezo—. Mi hija me ha dicho que sois dos narradores formidables. Por eso me he alojado en vuestra casa.
Alertado sin duda por la fatiga que mostraba el modisto de la montaña, o tal vez por modestia ante su futuro suegro, Luo me propuso que aceptara el desafío.
—Hazlo —me alentó—. Cuéntanos algo que yo no conozca todavía.
Acepté, algo vacilante, desempeñar el papel del narrador de medianoche. Antes de comenzar, tomé de todos modos la precaución de invitar a mis oyentes a lavarse los pies con agua caliente y a tenderse en una cama, para evitar que se durmieran sentados durante mi relato. Sacamos dos mantas limpias y gruesas, instalamos cómodamente a nuestro invitado en la cama de Luo y nos apretujamos ambos en la mía. Cuando todo estuvo listo, cuando los bostezos del sastre se hicieron cada vez más cansados y ruidosos, apagué la lámpara de petróleo por razones económicas y aguardé, con la cabeza en la almohada y los ojos cerrados, a que la primera frase de una historia brotara de mi boca.
Ciertamente habría elegido contar una película china, norcoreana o, incluso, albanesa, si no hubiera probado aún la fruta prohibida, la maleta secreta del Cuatrojos. Pero ahora estas películas del realismo proletario más agresivo, que fueron antaño mi educación cultural, me parecían tan alejadas de los deseos humanos, del verdadero sufrimiento y, sobre todo, de la vida, que no veía interés alguno en tomarme el trabajo de contarlas a una hora tan tardía. De pronto, una novela que acababa de terminar me vino a la memoria. Estaba seguro de que Luo no la conocía aún, puesto que sólo se apasionaba por Balzac.
Me incorporé, me senté al borde de la cama y me preparé para pronunciar la primera frase, la más difícil, la más delicada; quería algo sobrio.
—Estamos en Marsella, en 1815.
Mi voz resonó en la estancia, oscura como boca de lobo.
—¿Dónde está Marsella? —interrumpió el sastre con voz somnolienta.
—En la otra punta del mundo. Es un gran puerto de Francia.
—¿Y por qué quieres que vayamos tan lejos?