Hay que decir que ninguno de los dos tenía escenario. Las butacas ocupaban casi toda la superficie disponible. Las del Plauto Palace miraban al canal. Las del Terencio, en dirección contraria, apuntaban al viejo Théâtre Flamand. Un lujoso telón separaba ambas plateas.
Argenti concibió para estas dos salas una experiencia innovadora o, mejor dicho, dos:
Arde Bruselas
en el Plauto Palace y
Las perplejidades de Don Juan
en el Terencio. Las funciones empezaban a la misma hora. Al levantarse el telón, los espectadores del Terencio veían ante sí a los del Plauto y los tomaban por actores. El fenómeno inverso se verificaba en la otra sala. Así permanecían, esperando cada grupo que el otro diera comienzo a la acción. En algún momento, un espectador impaciente se ponía de pie e insultaba a los del otro teatro, que era para él el escenario. Éstos, por su parte, creían que este insulto era un parlamento actoral.
Cada función era diferente. Algunas consistían sólo en un largo silencio expectante. Otras incluían incendio de butacas, agresión a los acomodadores y desmayo de viejas.
Cuando le parecía oportuno, el director bajaba el telón y concluían los espectáculos. Algunas veces —casi nunca, en realidad— había aplausos de un lado y del otro. Más inquietantes eran las noches donde un sector aplaudía y el otro abucheaba.
La idea de Argenti puede producir varias colecciones de entusiasmos. El conflicto es la duda. Aquí hay creencias que pueden ser verdaderas y falsas al mismo tiempo. Cada espectador es también actor, la platea es el escenario, lo real es también ficción. El crítico severo del Plauto es actor mediocre para el del Terencio.
Argenti nunca pagó el alquiler. Los propietarios le ganaron un juicio de desalojo y lo sacaron a patadas en el culo, en plena función, ante la ovación de las dos plateas.
L
os filtros amorosos se proponen la persuasión química e influyen sobre la voluntad ajena instalando en ella unos deseos, unas convicciones, una estética que resulte provechosa para el que realiza el hechizo.
Casi siempre es preferible que la víctima ignore que ha tomado un elixir de amor. Lo más corriente es mezclarlo con bebidas de uso común para que el afectado crea que sus ansiedades provienen de fenómenos soberanos.
Algunos filtros producen efectos solamente temporarios. Las pasiones despertadas duran un tiempo y luego la víctima vuelve a su anterior indiferencia o rechazo. Otros, más peligrosos, son definitivos y el damnificado sigue firme en su pasión, cuando el que lo embrujó ya se ha cansado.
En el antiguo Egipto, un joven noble llamado Imoteph se enamoró de la menor de las hijas de un general de Tebas. Consultó a unos hechiceros que habían llegado del Delta y éstos, después de averiguar el nombre secreto de la niña, le prepararon un filtro de amor perpetuo que —con toda malicia— disimularon en el interior de una golosina. Imoteph se las compuso para obsequiar a la muchacha con el avieso manjar y al poco tiempo ella lo amaba con furor.
Se encontraron varias veces en unos oscuros jardines vecinos al río. Muy pronto, el amor de Imoteph, que provenía sólo de su carácter apasionado y de su juventud, se fue apagando. Pero las pasiones despertadas por los filtros mágicos son mucho más pertinaces y la muchacha seguía ardiendo. Ella usó el poder de su padre para casarse con Imoteph. El muchacho, atemorizado, no tuvo más remedio que ceder.
Vinieron años infernales. Ella lo perseguía sin descanso. Besaba sus pies en los pasillos, lo acariciaba íntimamente en los banquetes, demandaba su pasión seis o siete veces por jornada, le hacía obsequios superfluos y enojosos y ordenaba a los tañedores de cítara que cantaran canciones en su honor. A veces, lo golpeaba o lo arañaba, a causa de unos celos que abarcaban a todos los seres vivos de las dos regiones del Nilo.
Imoteph trató de encontrar a los hechiceros que le habían preparado el filtro, pero éstos ya habían regresado al Delta.
Consultó entonces a los sacerdotes del templo de Amón, quienes después de amonestarlo por su trato con los magos, le juraron que no había remedio para su mal y que, en todo caso, su vejez o la de su esposa iban a atenuar los fuegos que tanto lo molestaban.
Entonces, sucedió algo que empeoró las cosas. Una bailarina de Cabiros se enamoró de él y, según parece, lo hechizó con algún elixir de amor.
Hubo varios encuentros en los jardines secretos. Una noche, saciada su lujuria, la dama se embarcó y no regresó jamás. Imoteph, abandonado por la mujer que amaba y acorralado por la que no podía amar, se quitó la vida con una espada en los jardines oscuros vecinos al Nilo, bajo la luz inherente de las estrellas.
El alcance de un filtro amoroso puede tener límites espaciales. Aunque parezca extraño, ciertas pociones mágicas sólo son eficaces en un área determinada. A veces, se trata de foros relativamente amplios, como un país o una ciudad. Otras veces, el efecto de un filtro se limita a un edificio o a una habitación.
Bernardo Salzman insistía en que su lecho tenía propiedades mágicas. Quienes se acostaban en él se enamoraban. El mueble —una venerable cama turca con elástico de flejes— había sido adquirido por veinte pesos al pianista Christos Nicolaiev que una noche, borracho, le juró a Salzman que era hechicero y búlgaro.
No estaba claro de quién se enamoraban los usuarios, ni cuánto duraba el efecto, ni si existían muebles antídotos en la misma habitación. En verdad, todos pensaban que aquel asunto era un invento de Salzman destinado a presentar sus más vulgares fornicaciones como cuentos de hadas.
Manuel Mandeb sostenía que un verdadero filtro amoroso debía ser estrictamente personal. Una poción de efectos generales, ineficaz para dirigir la pasión del embrujado hacia un beneficiario preestablecido, era para él un simple afrodisíaco.
Sin embargo, no siempre los hechizos dan en el blanco.
Michel Ney, uno de los mariscales de Napoleón, había planeado influir sobre el Emperador y ganar títulos y distinciones entregándole a su esposa, Madame Auguié.
Ella estaba muy bien dispuesta y confiaba absolutamente en el poder de su belleza. Muy pronto, empezó a seducir a Bonaparte del modo más vulgar: lo miraba con insistencia, abismaba sus escotes y se paseaba sola para facilitar encuentros clandestinos.
Como Napoleón ni la miraba, la señora resolvió administrarle un filtro amoroso. Consultó a una hechicera que vivía cerca del Luxemburgo. La bruja le preparó un horrible brebaje de sapos, murciélagos y cenizas. Para encajárselo al emperador, la pareja lo invitó a un baile de máscaras. Napoleón se tomó unas cuantas copas de un vino fuerte en el que habían disimulado la pócima. Al rato, poseído por una lujuria incontrolable, empezó a manosear a todas las damas presentes. Finalmente desapareció en un jardín con la señorita Sofía Serrault y una criada llamada Eleonora.
El baile terminó y Madame Auguié ni siquiera había bailado con Bonaparte. Esa misma noche, le dijo al mariscal Ney que renunciaba a su empresa de seducción.
Los Brujos de Chiclana hacen continua referencia al Manual de Filtros Mágicos, un libro que probablemente no alcanzaron a escribir y cuya ausencia justifican protestando que es secreto. En el capítulo cuarto, o a veces en el octavo, se habla de las equivocaciones en la administración de elixires.
Por razones que nadie conoce, el Error, que ronda todas las actividades humanas, es cien veces más frecuente en los embrujos de amor. Es casi inevitable que en estas historias se confundan las copas, se desvíen las flechas, se sustituyan las flores o se crucen hermanas menores. Los Brujos recomiendan aceptar estos accidentes como correcciones del saber oculto a nuestros deseos vulgares.
Nicanor Guaita, un vendedor de empanadas de la calle Yerbal, se enamoró de la famosa actriz Inés del Cerro, que solía comprarle pasteles de dulce de membrillo.
Con la intención de abolir la clásica incompatibilidad que se verifica entre las actrices y los pasteleros, Guaita le vendió un pastel engualichado.
Días más tarde supo que Inés no comía pasteles y que en realidad se los convidaba a sus alumnos de teatro. Decidido a no desperdiciar el relleno mágico, Guaita se anotó en aquellas clases para ver si descubría a la persona que se había comido el pastel.
Nadie parecía embrujado. Las chicas ni lo miraban. El hombre empezó a perturbarse poco a poco, hasta que su vida se convirtió en una perpetua búsqueda.
Perdida la compostura, Guaita se presentó ante Inés del Cerro y le preguntó a los gritos qué había hecho con aquel pastel.
Ante las objeciones de la actriz acerca de la imposibilidad de diferenciar un pastel de otro, Guaita insistió en que el suyo llevaba una marca inconfundible en una de sus alas.
En los años siguientes, Nicanor Guaita fue ingresando en terrenos de demencia lisa y llana. Cada vez que conocía a una mujer le preguntaba por pasteles comidos en casa de Inés del Cerro. Algunas le ofrecieron amor, pero él las rechazaba. Sólo estaba interesado en la que se había comido el pastel.
Fue envejeciendo solo y melancólico.
En sus últimos días, dejó de creer en los elixires de amor y no esperó más.
MENDIGOSCORO
Los Brujos de Chiclana
conocen un filtro mágico.
Nadie sabe quién lo vierte
en nuestra copa,
nadie sabe en qué dirección
se manifestará su fuerza,
nadie sabe cuál será
la duración de su efecto.
Amigos de la juventud:
lo único que podemos saber
es que a veces nos enamoramos.
A
l norte de la invisible Kitej, se alzan las viejas murallas de Kirkay, la ciudad de los mendigos. Ya en los tiempos prósperos del Khan de Kipchak, los mercaderes y los conductores de camellos calculaban sus precios sabiendo que una parte de las mercancías y el dinero acabarían en poder de los limosneros.
Según cuentan, año a año crecían en número y en ferocidad.
Johann Grueber y Heinrich Roth, dos viajeros jesuítas que volvían de la China, les dieron monedas romanas en 1663.
Después de la caída de los shaybanidas, hubo hambre y pobreza en Kirkay. Los mendigos pasaron de la súplica a la exigencia y hasta sus palabras de abordaje se hicieron amenazantes:
—Dame limosna, señor, para que tu camino no halle fin ante este humilde siervo.
Durante largos años, los habitantes de la ciudad no estuvieron seguros de quiénes eran sus amos. Llegaban órdenes de distintas administraciones y de distintos señores. Soldados del khanato de Bujara se presentaban a reclamar el pago de un tributo. Después llegaban funcionarios rusos para hacer una leva. Más tarde, quizás en el mismo día, esbirros de Kokand organizaban un saqueo oficial. Finalmente, Kirkay quedó fuera de todas las jurisdicciones.
El viajero inglés Percival Sheldon describió las costumbres de los mendigos de la ciudad en 1770.
Andan en grupos muy numerosos. He contado hasta cincuenta. Los pedidos se hacen en forma sucesiva hasta que el viajero, agotada su caridad o su bolsa, se niega. Entonces, los mendigos enarbolan unos garrotes a los que llaman palos de misericordia y atacan a su benefactor para apropiarse de sus pertenencias. He sabido que en ínfimos suburbios de Kirkay se arrastran los geday, mendigos de mendigos, que recogen sobras de sobras y viven pidiendo a los que nada tienen.
Es difícil establecer cuáles son las actividades económicas de esta región. Algunos pescan en el lejano Syr Daria, pero ningún pescado llega fresco a la ciudad. La dieta de los mendigos se compone básicamente de perros salvajes que son trabajosamente cazados a cuchillo. La limosna de los viajeros sirve, a veces, para comprar harina en Nuqus. Por lo demás, ya no existe en Kirkay ningún comercio.
En 1840, los mendigos de Kirkay aparecieron mencionados en un informe policial de la ciudad de Yangibazar. Allí se recomendaba a los comerciantes ingleses evitar la zona en razón del odio cerril de sus pobladores hacia los objetos de toda índole. Según el oficial escribiente, estas personas no deseaban poseer los bienes de los ricos, sino destruirlos. Los carruajes, los objetos de arte, los palacios, los trajes costosos, eran considerados emblemas de un mundo tan detestado que no podía gozarse.
En 1907 fue habilitado un ramal de ferrocarril que pasaba a pocos kilómetros. Los mendigos provocaban el descarrilamiento de los trenes y luego pedían limosna entre los sobrevivientes. En 1909 el ramal fue clausurado.
En 1918, no sabiendo ya a quién pedir, los bravíos pordioseros de Kirkay organizaron una expedición mendicante a Muynoq, Urganch y aun a Bukhoro.
En previsión de ajenas mezquindades, tuvieron la idea de prestar a los transeúntes de estas ciudades unos modestos y obligatorios servicios que vinieran a justificar una recompensa. En Darganata, con las manos desnudas, limpiaban de inmundicias el camino de los poderosos. En Takhta abanicaban en los mercados a las personas más sudorosas. En todos estos lugares, fueron rechazados y hasta calumniados. Era frecuente que los acusaran de toda clase de crímenes y aun de la mala suerte que es proverbial en aquellos parajes.
Diezmados por las persecuciones, regresaron todos juntos a Kirkay, a donde arribaron la noche del 6 de octubre de 1920. En la oscuridad, fueron abordados por bandas de nuevos mendigos que los confundieron con mercaderes persas. Muy pronto se desató una confusa batalla en la que murieron centenares.
Sin embargo, uno de aquellos expedicionarios no regresó a Kirkay. Askar Uulu llegó a Londres en 1923, después de mendigar por medio mundo. En 1938 obtuvo el título de médico, ejerció su profesión en el hospital de Londres y alcanzó una cierta reputación como gastroenterólogo. Pero jamás dejó de mendigar. Todas las noches, finalizadas sus consultas, recorría los restaurantes del Soho vestido con harapos y afectando renqueras.
Uulu escribió en 1953 un artículo para el
National Geographic
en donde hay una breve referencia a los mendigos de su ciudad natal.
No hay en el mundo un ser más orgulloso que el miserable de Kirkay. El se considera superior a las personas a las que suplica. Piensa que acercándose a alguien está otorgando un honor que nunca alcanzará a pagar ninguna limosna. Por eso la negativa es siempre una afrenta. Un buen mendigo no perdona jamás y debe vengarse siempre de aquellos que no han querido darle. Asimismo, los hijos de los mendigos suelen cumplir con los castigos que sus padres dejaron pendientes.
Jamás un limosnero de Kirkay renuncia a su condición, por mucho que prospere. Su máxima aspiración es pedir de a caballo, con armas al cinto y hasta cuatro ayudantes para recoger las monedas. Si alguien se atreve a dar limosna antes de que se la pidan, corre riesgo de muerte por tal insulto. Los programas de ayuda de distintos gobiernos fueron rechazados con la más altiva violencia. Los antropólogos suelen atribuir a los mendigos de Kirkay infinidad de supersticiones. Se ha dicho muchas veces que no reciben limosna de locos, bailarines, mujeres embarazadas, sepultureros, tuertos, santos, vendedores de elixir, resucitados, albinos y empleados del correo. Otros han hablado de brutales adiestramientos, de niños mutilados y de distritos donde todos se arrancan los ojos al cumplir quince años.
La verdad es que no hay mendigos más saludables que los de Kirkay. El señor de Samarcanda se enfrentó una vez con un pordiosero que le mostraba sus llagas. «No exageres tu desgracia», le dijo, «mi caridad —como mi virilidad— se enciende enseguida y no necesita estímulos superfluos». En Kirkay siempre hemos despreciado a los mendigos enfáticos.