Bar del Infierno (10 page)

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Authors: Alejandro Dolina

Tags: #Humor, Relato

BOOK: Bar del Infierno
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EL SECRETO
DEL PROFESOR DÍAZ

E
l profesor Díaz ocupaba una humilde vivienda de madera y chapa en los confines de la calle Bilbao. El óxido, el tiempo —o tal vez el propio profesor Díaz— abrieron un agujero en la pared de la cocina que daba justo al lavadero de la casa contigua, también muy pobre. Allí, a falta de ducha, solía bañarse la hermosa Virginia Salvarezza, una joven viuda que vivía sola.

El profesor Díaz la espió por primera vez el 10 de octubre de 1940. Siendo un hombre casto y solitario, el cuerpo jabonoso de Virginia, sumergido en un fuentón, lo perturbó rotundamente. Nunca antes había visto una mujer desnuda. Al día siguiente, faltó al colegio donde dictaba clases. Temía no poder resistir el deseo de contar lo que había visto. Y sus compañeros de trabajo no tenían con él ninguna clase de amistad que justificara la confidencia. Con el mayor cuidado, realizó mejoras en el agujero y lo cubrió con un almanaque de tintorero para evitar que la luz de su cocina se filtrara en el lavadero de Virginia y denunciara la existencia de aquella grieta.

Le costó bastante al profesor efectuar el segundo avistamiento.

Durante la primera semana, el lavadero se le apareció siempre desierto. Díaz llegó a pensar que la muchacha no se bañaba casi nunca o que cumplía sus enjuagadas precisamente en las horas de su ausencia. Descuidando sus obligaciones, el profesor estableció un perpetuo turno de guardia, con el ojo pegado a la hendidura. Finalmente, ciertas regularidades se le hicieron patentes y no tardó en organizar su vida alrededor de los baños de Virginia. Cambió su horario del colegio y renunció al cine de los sábados a la tarde. Empezó a detestar el invierno cuando advirtió que, en los días de frío, Virginia renunciaba a la higiene general.

En los primeros meses, se hizo el propósito de acercarse a la viuda y emprender unas cautelosas maniobras de seducción. Estaba enamorado. Pero a su natural timidez se agregó un sentimiento de culpa que le impedía sostener la mirada de Virginia. Cuando ella lo saludaba, creía notar en su voz un tono de reproche. Cualquier palabra le parecía una alusión a su bochornosa condición de mirón. A veces, sentía la tentación de confesárselo todo, de pedirle perdón y de redimirse en el ejercicio de una amistad casta. Pero tenía miedo de las consecuencias escandalosas, de sus alumnos, de las autoridades del colegio.

Algunas veces, mientras la espiaba, imaginó el efecto de una palabra, de un susurro a través del hueco en la pared.

—Virginia, Virginia, soy yo... El señor de al lado.

Era inútil. No había forma de continuar hablando sin pasar por el ridículo o la humillación.

Con el tiempo, el asunto perdió dramatismo y fue convirtiéndose en una costumbre que, aunque íntima y secreta, se hacía vulgar de tan repetida.

Pasaron años. El profesor Díaz nunca se casó ni tuvo novias. Su solo amor era Virginia. Durante muchísimo tiempo, escribió y corrigió interminablemente una carta para ella. Un día de 1954 llegó a meterla en un sobre. Después, lo guardó en el ropero.

Ella tampoco tuvo amores. Apenas una efímera aventura pasional con el lechero, en el verano de 1952. Díaz los escuchaba a través de los muros delgados. Pero aquello terminó pronto.

El agujero resistió las incursiones de pintores y albañiles. El profesor llegó a sospechar que la viuda conocía, toleraba y disfrutaba de aquellas indiscreciones. En ocasiones, le parecía que ella miraba fijamente al agujero. Su corazón se aceleraba y sentía la inminencia de un diálogo, que nunca sucedió.

Los dos fueron envejeciendo solitarios. Con la edad, Virginia vio amenguar la solidez de sus encantos y la frecuencia de sus inmersiones. Pero Díaz se mantuvo constante. Era muy difícil que se perdiera una sesión. En verdad, más que el goce, lo sostenía la insensata esperanza de que algo extraordinario ocurriera.

Anciano ya, Díaz encontraba estímulo para sus jornadas grises en aquellos ratitos de menesterosa intimidad. Después de tanto tiempo, ya estaba decidido que nadie iba a enterarse jamás de sus amores. Por otra parte, había atravesado la vida entera sin haber hecho un solo amigo. Pasaba semanas sin escuchar su propia voz.

Un día de 1981, el profesor Díaz salió a la calle y se encontró con un camión del Expreso Villalonga. Unas urgentes averiguaciones lo pusieron al corriente de su desventura: Virginia se mudaba. Sin perder un segundo, corrió a la cocina, destapó el agujero y se puso a espiar para ver si su vecina decidía un último lavado. Clausuradas sus esperanzas, fue hasta la puerta. El camión ya se había ido. Ella no se despidió. El viejo profesor se sentó en el umbral durante largas horas.

Un tiempo después, un matrimonio pasó a ocupar la vivienda de Virginia. La señora era bastante atractiva. Pero Díaz no volvió a la grieta de la cocina. Una tarde, sin siquiera echar una última mirada al otro lado, tapó el agujero. Al mes siguiente, se murió.

MONTES ENCANTADOS

E
n las misteriosas aguas que existen al Este de Bohai, flotaban cinco grandes montes encantados: T'ai-yu, Yüan-chiao, Fang hu, Ying-chou y P'eng-lai. Cada uno de ellos tenía una altura superior a los quince mil kilómetros. Los mitógrafos calculan que estaban separados entre sí por distancias cercanas a los treinta y cinco mil kilómetros.
[3]

De todos modos, estos montes aparecían y desaparecían sin que pudiera saberse cuál de los dos estados era hijo de una percepción errónea.

Algunas veces, podían divisarse unos jardines en los que se alzaban palacios majestuosos. Allí vivían los inmortales y también los genios, cuya montura eran las nubes. Los árboles eran especialmente generosos: uno de ellos daba perlas grandes como moras, otro era nada menos que el famoso duraznero de la inmortalidad.

Los montes, pese a estos dones maravillosos, padecían un grave defecto geológico: no estaban cimentados adecuadamente y flotaban en el mar como barcos a la deriva. Esto producía gravísimos trastornos. Muchas veces eran arrastrados por malignas corrientes que los llevaban hacia una región de perpetuas tinieblas, donde hacía mucho frío y no había soles, lunas ni estrellas.

Los ilustres vecinos se quejaron al Soberano del Cielo.

La divinidad dispuso quince tortugas gigantes para que cargaran a cuestas los montes y procuraran mantenerlos siempre en el mismo sitio. A fin de evitar la fatiga de los quelonios, estableció turnos y reemplazos cada sesenta mil años.

Pero cerca del lugar en que habían anclado los montes, en el país de Lung po, vivían unos titanes pescadores. Cierto día descubrieron a las tortugas y las tentaron con un cebo. Seis de ellas fueron atrapadas y se convirtieron en suculentos manjares.

Poco después, dos de los cinco montes, el T'ai-yu y el Yüan-chiao, empezaron a derivar nuevamente. Los genios que habitaban en ellos se trasladaron apresuradamente a los otros. Más tarde, el T'ai-yu y el Yüan-chiao fueron arrastrados por la corriente y se hundieron en el mar.

El Soberano del Cielo, indignado por el proceder de los titanes, resolvió castigarlos reduciendo drásticamente su tamaño.

En el mar quedaron solamente tres montes, atendidos por las tortugas sobrevivientes.

En el Período de los Reinos Combatientes, es decir, en los siglos III y IV AC, los reyes de Ch'in y Yan quisieron llegar hasta esos montes para apropiarse de los frutos de la inmortalidad.

Dispusieron centenares de embarcaciones. Una terrible tempestad destruyó la mayoría de ellas. Las pocas que se salvaron alcanzaron a divisar los montes en la lejanía. Pero al acercarse, aquellas tierras mágicas se alejaron velozmente.

El célebre Shih Huang Ti, constructor de la muralla china, soñaba con ser inmortal. Con enorme despliegue de recursos, preparó una expedición de mil barcos al mando de Hsü Fu: ninguno llegó a los montes. Ninguno regresó.

Siglos más tarde, en tiempos de la dinastía Han, un mago llamado Li Shaojun dio noticias al emperador Wu Ti acerca de un genio llamado An Qi Shen, que había sido visto comiendo un durazno de enorme tamaño. El mago aseguró que aquél era uno de los frutos de la inmortalidad y que valía la pena ir a buscarlo.

Wu Ti era un soberano inquieto, que ya había enviado expediciones hacia el oeste. Cien capitanes salieron inmediatamente. Como no encontraron nada, resolvieron entregarle al emperador un durazno cualquiera. Wu Ti se lo comió, adquirió la serenidad de un inmortal y murió lo más tranquilo seis años más tarde.

CORO

Nadie llega a ninguna parte,

las ciudades huyen

y se esconden.

Ejércitos de caminantes

señalan falsos rumbos.

Hemos nacido para no llegar.

LA MUERTE AGRADECIDA

E
n el barrio de Flores, la persona que todos conocían como el verdulero Cecilio Lamensa era en realidad el Ángel de la Muerte. Desde luego, nadie estaba al tanto de esta circunstancia. Es usual que en los pueblos y en los barrios el Ángel se haga pasar por un vecino y asuma aspectos vulgares para no llamar la atención. Es cierto que, muy a menudo, la Muerte despierta sospechas por el trato desdeñoso a los mortales. En el caso de Lamensa, su condición de comerciante minorista venía a justificar un cierto aire de superioridad.

Estos datos que estamos consignando jamás se hubieran conocido a no ser por un episodio casual, ocurrido una tarde en la avenida Rivadavia.

El distraído Lamensa iba a ser atropellado por un ómnibus de la línea 53 cuando un empujón del ruso Salzman vino a salvarlo. Lamensa no era mortal, pero de algún modo se sintió en deuda con Salzman. Se hicieron amigos y una noche, un poco mareado por unas tardías Hesperidinas, el verdulero confesó a Salzman su verdadera condición. Agregó además un amable ofrecimiento.

—Ya sabe, Bernardo, cualquier cosita me avisa... Siempre se puede hacer algo...

Salzman no era un hombre de creencias ni de escepticismos. Despreciaba los dictámenes. Todos los juicios del ruso estaban suspendidos. Así, no comentó el caso con sus amigos para no tener que defender o atacar las afirmaciones del verdulero. Muy pronto se olvidó del asunto.

Años después, mientras jugaban a la generala en el Odeón, Lamensa lo consultó a la pasada.

—¿Usted es amigo del tuerto Espina?

—No —dijo Salzman—, apenas lo conozco. ¿Por qué?

—Por nada —respondió el verdulero— no tiene importancia.

Aquella noche, el tuerto Espina murió repentinamente. Cuando se enteró, Salzman tembló de miedo.

Desde entonces trató de evitar a Cecilio Lamensa pero el verdulero se le aparecía a cada momento con muestras de simpatía y amistad.

Una madrugada, al bajar de un taxi en la avenida Avellaneda, Lamensa surgió bruscamente desde atrás de un árbol. Perdido cualquier escrúpulo mundano, Salzman salió corriendo. El verdulero lo alcanzó un par de cuadras más adelante y le dijo, resoplando:

—No tema, Salzman, sólo deseo ayudarlo. Usted sabe que le debo un favor.

—No me debe nada —declaró Salzman.

Lamensa insistió:

—Comprendo sus reparos pero si no acepta pronto una compensación cualquiera por su gesto, me tendrá atrapado con un favor pendiente. Y eso es algo que no puedo admitir.

—¿Qué es lo que quiere? —preguntó Salzman, aterrorizado.

—Nombre una persona cuya muerte desee postergar razonablemente.

En ese momento cruzó la calle el viejo Vítale, un borracho que solía mendigar en los alrededores de la estación. Olvidando a amigos y parientes, Salzman gritó:

El viejo Vítale —y se escapó velozmente entre las sombras.

Unos meses después, en un asado, el músico Ivés Castagnino tocó algunas canciones con su guitarra. El verdulero Lamensa, que había escuchado silenciosamente, se atrevió a hacer un pedido.

—¿Conoce el vals
Orillas del Plata
?

Castagnino lo tocó limpiamente, desde el principio hasta el fin.

—Gracias —dijo Lamensa—. Ya nadie toca ese vals.

Esa misma noche, perturbado esta vez por la grapa Chissotti, el verdulero reveló su secreto a Castagnino y le ofreció, a cambio de la emoción artística que había recibido, tener con él alguna consideración profesional llegado el caso.

Castagnino también estaba un poco borracho. Enseguida llamó a todos sus amigos, incluido el ruso Salzman, y dijo a los gritos:

—Señores, les presento a mi amigo el Ángel de la Muerte. Aquí donde lo ven, el caballero está en condiciones de conseguirnos cualquier clase de acomodo, tanto sea para postergar la entrega de nuestros rosquetes como para conseguir que las personas que nos molestan espichen cuanto antes.

Todos rieron, pero Salzman vio alarma en los ojos de Lamensa.

Desde ese día, la muchachada empezó a burlarse del verdulero: lo llamaban «Cecilio La Parca» o «Cecilio la Muerte» y hacían pedorreta a sus espaldas. Unos vigilantes de la Comisaría 50 resolvieron meterlo preso con cualquier pretexto. Y lo mantuvieron encerrado toda la semana. Durante ese lapso, nadie se murió en el barrio de Flores.

Convertido en un personaje irrisorio, Lamensa perdió su aire desdeñoso y señorial. Cerró la verdulería y dejó de aparecer por los boliches y los bodegones. Una tarde lluviosa se cruzó con el ruso Salzman. Con gesto abatido, le dio la mano y le dijo:

—Quería despedirme. Me voy de este barrio. Por no ser ingrato he sido imprudente. Le agradezco su discreción. Para mi desgracia, he sido trasladado a regiones inhóspitas, donde la muerte es cruel y temprana. Adiós.

Cecilio Lamensa no fue visto nunca más en el barrio de Flores. Otra persona, tal vez un panadero o un mozo de café, es ahora la Muerte en esas calles.

Cuando Salzman llegó a su casa, le dijeron que el viejo Vítale había muerto.

CENSO

E
l imperio tiene 12.233.062 hogares y 59.594.978 personas. Al menos, ésos fueron los resultados del llamado Primer Gran Censo, que se realizó con toda minuciosidad en cada una de las 1.587 provincias.

Sin embargo, al sur del río Yang-tze el recuento no fue muy preciso. Muchos campesinos, mendigos y bandoleros se pusieron a cubierto y ocultaron su existencia. También es cierto que los funcionarios, temerosos de recibir sanciones, solían engrosar las cifras para presumir de diligentes.

En nuestra amada ciudad de Ch'ang-an fueron contados 246.000 habitantes.

Ha sido trazada hace pocas generaciones y, sin embargo, es la más populosa del imperio. Entre los estudiantes corre el rumor de que la ciudad tiene la forma de un cuadrado y que sigue la vieja planificación urbana que se resume en las palabras viento y agua.
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