Bautismo de fuego (10 page)

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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

BOOK: Bautismo de fuego
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—Los Scoia'tael —dijo Milva, levantándose—. ¿Ahora entiendes lo que está pasando, brujo? ¿Te llegó la nueva? Nilfgaard, Verden y los Ardillas a pelón. La guerra. Como en Aedirn hace un mes.

—Esto es una razzia. —Geralt agitó la cabeza—. Una correría en pos de botín. Sólo la caballería, no hay infantería...

—La infantería conquista fortes y fortalezas. ¿De qué te piensas que son esos humos? ¿De un ahumadero de salmones?

Desde abajo, desde la aldea, les llegaban los gritos salvajes y penetran­tes de los que huían, eran alcanzados y muertos a manos de los Ardillas. Por los tejados de las chozas comenzaron a borbotear el humo y las llamas. El fuerte viento había secado la paja después del chaparrón de la mañana, el fuego se extendía a toda velocidad.

—Oh —murmuró Milva—, con el humo se va el heno. Y no ha mucho que lo reconstruyeron, luego de aquella guerra. Dos años se partieron los lomos con el sudor en la frente y se chisca en dos minutos. ¡Que de ello aprendan!

—¿El qué? —dijo Geralt con voz agria.

Ella no respondió. El humo de la aldea en llamas se elevó muy alto, alcanzó la colina, les cegó los ojos, hizo brotar las lágrimas. Desde el tumulto les llegaban unos gritos. Jaskier se puso de pronto blanco como el papel.

Habían hecho ponerse a los prisioneros en un grupo, los rodearon. A la orden de un caballero con yelmo de plumas negras, los jinetes comenzaron a cortar y golpear a los desarmados presos. A los que caían los pisoteaban con los caballos. El anillo se iba empequeñeciendo. Los gritos que llegaban hasta la colina dejaron de recordar a voces humanas.

—¿Y nosotros hemos de ir al sur? —preguntó el poeta, mirando expresi­vamente al brujo. ¿A través de estos fuegos? ¿Allí de donde proceden estos carniceros?

—Me parece —respondió, vacilante, Geralt— que no tenemos elección.

—Habérnosla —dijo Milva—. Conducir os puedo por entre los bosques a los Montes del Buho y de vuelta a Ceann Treise. A Brokilón.

—¿A través de bosques ardiendo? ¿Cruzando el destacamento del que hemos escapado por poco?

—Más seguro es esto que el camino al sur. A Ceann Treise no más de catorce millas hay y me conozco los senderos.

El brujo miró hacia abajo, a la aldea que se extinguía con el incendio. Los nilfgaardianos habían acabado ya con los prisioneros, la caballería se formaba en columna de marcha. La abigarrada tropa de los Scoia'tael avan­zaba por la carretera que llevaba al este.

—Yo no me vuelvo —respondió Geralt con dureza—. Pero puedes llevar a Jaskier a Brokilón.

—¡No! —protestó el poeta, aunque todavía no había recuperado los co­lores—. Voy contigo.

Milva agitó la mano, alzó la aljaba y el arco, dio un paso en dirección al caballo, de pronto se dio la vuelta.

—Al diablo —farfulló—. Demasiado largo y demasiadas veces salvé a los elfos de su perdición. ¡No soy capaz ahora de tan sólo mirar cómo alguien perece! Os conduciré hasta el Yaruga, locos cabezones. Más no por la ruta del mediodía, sino por oriente.

—Allí también arden los bosques.

—Os conduciré a través del fuego. Estoy acostumbrada.

—No tienes que hacerlo, Milva.

—De seguro que no tengo. ¡Venga, a los jamelgos! ¡Moveos por fin!

No fueron muy lejos. Los caballos avanzaban con gran esfuerzo a través de la espesura y de las trochas anegadas por la vegetación, pero no se atre­vían a usar los caminos, por todos lados les llegaba el trápala y el bureo que delataban a un ejército en marcha. La oscuridad les sorprendió entre barrancos llenos de arbustos, se detuvieron para pernoctar. No llovía, el cielo estaba claro a causa de los resplandores.

Encontraron un lugar relativamente seco, se sentaron, envolviéronse en gual­drapas y almozallas. Milva exploró los alrededores. Nada más irse, Jaskier dio salida a la curiosidad, largo tiempo contenida, que le despertaba la arquera.

—Una muchacha como una corza —murmuró—. Cuidado que tienes suerte para hacer conocencias, Geralt. Alta y esbelta, anda como si baila­ra. Un poco estrecha de caderas para mi gusto, y un poco ancha de hom­bros, pero como mujer, una mujer... Esas dos manzanillas de delante, jo, jo... A poco no le estalla la camisa...

—Cierra el pico, Jaskier.

—Por el camino —siguió soñando el poeta— me fue dado tocarla por casualidad. Los muslos, te digo, como de mármol. Oy, oy, no te aburrirías en todo el mes que pasaste en Brokilón...

Milva, que precisamente en aquel momento volvía de su patrulla, escu­chó un susurro teatral y percibió las miradas.

—¿De mí farfullas, poeta? ¿Por qué me miras así, nomás me doy la vuelta? ¿Acaso me creció un pájaro en las corvas?

—No podemos dejar de admirarnos todo el tiempo de tu arte de arquera. —Jaskier sonrió—. En los torneos de tiro no encontrarías muchos compe­tidores.

—Cuentos, cuentos.

—He leído —Jaskier miró significativamente a Geralt— que las mejores arqueras son las zerrikanas, de los clanes de las estepas. Al parecer, algu­nas se cortan el pecho derecho para que no les estorbe a la hora de tensar los arcos. El busto, dicen, entra dentro de la trayectoria de la cuerda.

—Ha de haber inventado eso algún poeta—bufó Milva—. Los tales se sientan, escriben burradas, mojan la pluma en el orinal y la gente boba se lo cree. ¿Qué pasa, que se tira con las tetas o qué? Estando de lado, el bordón llega hasta los morros, mira, así. Nada hay que estorbe al bordón. Eso de cortarse las tetas es cosa tonta, lo habrá imaginado alguna cabeza ociosa con el camocho siempre lleno de tetas de moza.

—Te agradezco estas palabras tan llenas de reconocimiento hacia los poetas y la poesía. Y por tus enseñanzas acerca de la técnica del arco. Buena arma, el arco. ¿Sabéis qué? Pienso que precisamente en esta direc­ción se desarrolla el arte de la guerra. En las guerras del futuro se luchará a distancia. Se inventarán armas que alcancen tan lejos que los enemigos podrán matarse los unos a los otros sin verse en absoluto.

—Tontunas —Milva valoró en una palabra—. El arco es cosa buena, mas la guerra en verdad sólo es mozo contra mozo, a distancia de espada, el más recio le parte la crisma al más blando. Siempre fue así y así seguirá siendo. Y si esto se acabara, se acabarían las guerras. Antretanto, ya viste cómo se guerrea. A lo alto de la presa, en la aldea aquélla. Ah, para qué mormurar en vano. Voy a echar un vistazo. Las bestias relinchan como si el lobo rondara por aquí...

—Como una corza. —Jaskier la acompañó con la mirada—. Humm... Volviendo sin embargo a la aldea mencionada junto al dique y a lo que ella dijo cuando estábamos en lo alto del derrocadero... ¿No piensas que tenía un poco de razón?

—¿En lo referente a qué?

—En lo referente a... Ciri —gimió ligeramente el poeta—. Nuestra bella moza de arco rápido parece no comprender la relación entre Ciri y tú, pien­sa, por lo que me parece, que planeas competir con el emperador nilfgaardiano por su mano. Que éste es el verdadero motivo de tu expedición a Nilfgaard.

—Y en lo referente a eso no tiene ni pizca de razón. Entonces, ¿en qué la tiene?

—Espera, no te alteres. Pero mira de frente a la verdad. Amparaste a Ciri y te consideras su protector. Pero ella no es una muchacha común y corriente. Es un infante real, Geralt. Para qué hablar más, a ella le está destinado un trono. Un palacio. Una corona. No sé si acaso la nilfgaardiana. No sé si Emhyr no es para ella el mejor marido...

—Cierto, no lo sabes.

—¿Y tú lo sabes?

El brujo se envolvió en la gualdrapa.

—Te acercas, está claro, a tu conclusión —dijo—. Pero no te esfuerces, ya sé cuál es la conclusión. No tiene sentido salvar a Ciri del destino que le está escrito desde su nacimiento. Porque Ciri, una vez salvada, puede es­tar dispuesta a ordenar a los lacayos que nos echen por las escaleras. Vamos a dejarlo, ¿vale?

Jaskier abrió la boca, pero Geralt no le dejó tomar la palabra,

—A la muchacha —dijo, con la voz cada vez más cambiada— no se la llevó ningún dragón ni un hechicero malvado, ni la raptaron unos piratas para pedir rescate. No está encerrada en una torre, en una mazmorra ni una jaula, no la torturan ni la matan de hambre. Antes al contrario. Duer­me en damascos, come en vajilla de plata, lleva terciopelos y corona, se adorna con joyas, contempla cómo la coronan. Hablando en plata, es feliz. Y no sé qué brujo, al que la mala fe del destino puso por accidente en su camino, se empeña en destruir esta felicidad, romperla, aniquilarla, piso­tearla con las botas agujereadas que heredó de un elfo. ¿Sí?

—No es eso lo que pensaba —bufó Jaskier.

—Él no te hablaba a ti. —Milva surgió de pronto de la oscuridad, al cabo de un instante de vacilación se sentó junto al brujo—. A mí era. Fue­ron mis decires los que tanto le calentaron. Con maldad hablé, no pensa­ba... Perdóname, Geralt. Sé cómo es cuando en la abierta herida se clavan las uñas... Venga, no te enojes. No lo haré más. ¿Me perdonarás? ¿O he de besuquearte para que me des perdón?

Sin esperar respuesta ni permiso, lo abrazó con fuerza por el cuello y lo besó en la mejilla. Él la apretó con fuerza entre sus brazos.

—Acércate —tosió Geralt—. Y tú también, Jaskier. Juntos... estaremos más abrigados.

Guardaron silencio largo rato. Por el cielo, claro a causa de los resplan­dores, se movían las nubes, cubriendo las estrellas brillantes. .

—Quiero contaros algo —dijo por fin Geralt—. Pero habéis de jurar que no os vais a reír.

—Habla.

—Tuve unos sueños. En Brokilón. Al principio pensé que eran delirios. Algo en mi cabeza. Sabéis, en Thanedd me dieron una buena en la cabeza. Pero desde hace algunos días sueño todo el rato el mismo sueño. Siempre el mismo.

Jaskier y Milva callaban.

—Ciri —siguió Geralt por fin— no duerme en un palacio bajo un baldaquino de brocados. Cruza a caballo por alguna aldea polvorienta... Los aldeanos la señalan con el dedo. La llaman por un nombre que no conozco. Los perros ladran. Ella no está sola. Hay otros allí. Hay una muchacha con el pelo corto, sujeta la mano de Ciri... Ciri le sonríe. No me gusta esa son­risa. Ni me gusta su exagerado maquillaje... Y lo que menos me gusta es que la muerte sigue sus pasos.

—¿Dónde está esa muchacha? —murmuró Milva, apretándose contra él como un gato—. ¿No está en Nilfgaard?

—No lo sé —dijo con esfuerza—. Pero he soñado ese mismo sueño va­rias veces. El problema reside en que yo no creo en los sueños.

—Pues idiota eres. Yo sí creo.

—No lo sé —repitió—. Pero lo siento. Ante ella está el fuego, detrás la muerte. Tengo que darme prisa.

Al alba comenzó a llover. No tanto como el día anterior, pero a la tormenta le siguió un chaparrón intenso pero corto. El cielo se oscureció y se cubrió de una pátina plúmbea. Comenzó a lloviznar, una llovizna fina, regular y fastidiosa.

Fueron hacia el este. Milva guiaba. Cuando Geralt le llamó la atención sobre el hecho de que el Yaruga estaba al sur, la arquera lo insultó y le recordó que ella era quien estaba guiando y que sabía lo que hacía. Él no volvió a hablar. Al fin y al cabo, lo importante era que estaban en marcha. La dirección no tenía la más mínima importancia.

Cabalgaban en silencio, mojados, ateridos de frío, encogidos en las sillas. Seguían yendo por trochas de bosque, avanzaban a lo largo de carreteras, cortaban caminos reales. Se sumían en la espesura escuchando el martilleo de los cascos de la caballería que iba por el camino. Evitaban los tumultos y griteríos de lucha con un amplio rodeo. Cruzaron junto a aldeas devoradas por el fuego, junto a escombros humeantes y enrojecidos, pasaban asenta­mientos y poblados de los cuales no habían quedado más que negros cua­drados de tierra quemada y el ácido hedor de escombros mojados por la lluvia. Espantaron bandadas de cuervos que se alimentaban de cadáveres. Pasaron grupos y columnas de aldeanos doblados bajo el peso de sus fardos, huyendo de la guerra y de sus aldeas incendiadas, embotados, que reaccio­naban a las preguntas simplemente alzando en un mudo gesto de miedo e incomprensión unos ojos vacíos por la desgracia y el pánico.

Cabalgaban hacia el este, entre fuego y humo, entre llovizna y niebla, y ante sus ojos se extendía el tapete de la guerra. Imágenes.

Estaba la imagen de la grúa, negra y tosca, rechinando entre las ruinas de una aldea quemada. De la grúa colgaba un cuerpo desnudo. Boca aba­jo. La sangre de su barriga y su destrozado perineo se había derramado por su pecho y su rostro, caía en gotas por los cabellos. En la espalda del cadáver se podía ver la runa de Ard. Grabada a cuchillo.

—An'givare —dijo Milva, retirándose los cabellos mojados de la nuca—. Los Ardillas han estado aquí.

—¿Qué significa an'givare?

—Delator.

Estaba la imagen del caballo rucio ensillado con unas bardas negras. El caballo andaba vacilante por los límites de un campo de batalla, trope­zando entre montones de cadáveres y fragmentos de picas clavadas en la tierra, relinchaba bajito y estremecedoramente, arrastrando detrás de sí las entrañas que habían escapado por su barriga abierta. No le pudieron dar una muerte piadosa: además del caballo, por el campo de batalla ron­daban desertores desvalijando a los caídos.

Estaba la imagen de la muchacha crucificada que yacía no lejos de una alquería quemada, desnuda, ensangrentada, con sus ojos vidriosos clava­dos en el cielo.

—Dicen que es la guerra cosa de varones —musitó Milva—. Pero pie­dad no tienen para con las hembras, han de tener su desahogo. Héroes hijos de puta.

—Tienes razón. Pero no lo cambiarás.

—Ya lo he cambiado. Me escapé de casa. No quería barrer el chozo ni arrestregar los suelos. Ni esperar a que vinieran, enchiscaran la choza y a mí me abrieran de patas en el suelo y...

No terminó, avivó el caballo.

Y luego hubo la imagen de la peguería. Entonces Jaskier vomitó todo lo que había comido aquel día, es decir, bizcocho y la mitad de una sardi­na seca.

En la peguería, los nilfgaardianos —o puede que los Scoia'tael— se ha­bían librado de una cierta cantidad de prisioneros. Qué cantidad había sido, no se dejaba entrever ni siquiera por aproximación. Porque para li­brarse de ellos habían hecho uso no sólo de las flechas, espadas y lanzas, sino de los utensilios de leñador que habían hallado en la peguería: hachuelas, astralejas y sierras de cuartear.

Hubo también otras imágenes, pero Geralt, Jaskier y Milva ya no las recordaban. Las expulsaron de su memoria.

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