Bautismo de fuego (8 page)

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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

BOOK: Bautismo de fuego
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—Iremos al sur, pero por aquella orilla. El Cintillas dobla hacia occi­dente, nosotros iremos por los bosques. Quiero llegar a un lugar que se llama Drieschot, o sea, el Triángulo. Allí se encuentran las fronteras de Verden, Brugge y Brokilón.

—¿Y desde allí?

—Junto al Yaruga. Hasta la desembocadura. Hasta Cintra.

—¿Y luego?

—Y luego ya veremos. Si hay alguna posibilidad, obliga al vago de tu Pegaso a ir a un paso más rápido.

El chaparrón les pilló mientras vadeaban el río, en su mismo centro. Pri­mero estalló un violento viento, que con su soplo casi huracanado revolvía los cabellos y las ropas y golpeaba los rostros con hojas y palitos arranca­dos de los árboles de la orilla. Espolearon a los caballos con gritos y golpes de los puños, se movieron en dirección a la orilla mientras hacían brotar espuma en el agua. Entonces el viento enmudeció de pronto y vieron el gris muro de la lluvia que se acercaba a ellos. La superficie del Cintillas se quebró y comenzó a bullir como si alguien hubiera arrojado desde el cielo miles de millones de bolitas de plomo.

Antes de que consiguieran salir del río, estaban completamente moja­dos. Se escondieron a toda prisa en el bosque. Las copas de los árboles formaban sobre sus cabezas un tejado verde y denso, pero no se trataba de un tejado que pudiera protegerlos de tamaño chaparrón. La lluvia pronto empapó y atravesó las hojas, y al poco llovía en el bosque tanto como al aire libre.

Se envolvieron en las capas, se pusieron las capuchas. Reinaba la os­curidad entre los árboles, sólo aclarada por los relámpagos cada vez más frecuentes. Retumbaba una y otra vez, de forma aguda y con estampidos ensordecedores. Sardinilla se revolvió, pateó y bailó. Pegaso mantuvo su tranquilidad inmutable.

—¡Geralt! —gritó Jaskier, intentando hacerse oír por encima de otro trueno que resonaba en el bosque como si fuera un gigantesco carroma­to—. ¡Vamos a detenemos! ¡Busquemos refugio en algún lado!

—¿Dónde? —le respondió a gritos—. ¡Cabalga!

Y cabalgaron.

Al cabo de un tiempo la lluvia aflojó visiblemente, el viento volvió a resonar en las copas de los árboles, los estallidos de los truenos dejaron de taladrar los oídos. Salieron al sendero, entre densos alisos. Luego a una pradera. En la pradera crecía una poderosa haya, y bajo sus ramas, sobre una ancha y gruesa cubierta de hayucos y hojas broncíneas, había un carro con una pareja de muías. En el pescante estaba sentado el carretero y los apuntaba con una ballesta. Geralt lanzó una maldición. Un trueno ahogó la blasfemia.

—Baja la ballesta, Kolda —dijo un hombre bajo con un sombrero de paja, al tiempo que se retiraba del tronco del haya, saltando sobre una pierna y levantándose los pantalones—. Éstos no son los que esperamos. Pero son clientes. No asustes a los clientes. No tenemos mucho tiempo, pero tiempo siempre hay de mercadear.

—¿Qué diablos? —murmuró Jaskier a espaldas de Geralt.

—Acercaos más, señores elfos —gritó el hombre del sombrero—. Sin miedo, soy de los vuestros. ¡N'ess a tearth! ¡Va, Seidhe, ceadmil! Yo, de los vuestros, ¿entiendes, elfo? ¿Hacemos trato? Venga, venir acá, bajo la haya, ¡aquí no cae tanto!

A Geralt no le sorprendió la confusión. Tanto él como Jaskier estaban envueltos en grises capas élficas. Él mismo llevaba el jubón que le habían dado las dríadas, con los motivos de hojas preferidos por los elfos, estaba sentado en un caballo con la típica montura élfica y las riendas de caracte­rísticos adornos. La capucha le cubría una parte del rostro. En lo que respectaba al finolis de Jaskier, éste ya había sido antes tomado por elfo o medio elfo, especialmente desde el momento en que había comenzado a llevar los cabellos hasta los hombros y a peinárselos ocasionalmente con plancha.

—Cuidado —murmuró Geralt, al tiempo que bajaba del caballo—. Eres un elfo. No abras la boca sin necesidad.

—¿Por qué?

—Son javecares.

Jaskier silbó por lo bajini. Sabía de qué se trataba.

El dinero lo gobierna todo y la demanda produce la oferta. Los Scoia'tael, vagabundeando por los bosques, recolectaban un botín innecesario y transferible, y padecían sin embargo de escasez de equipamientos y armas. De este modo surgió el comercio ambulante forestal. Y el género de personas que se ocupaban de aquel comercio. En las veredas, senderos, caminos y prados aparecieron los chirriantes carros de los especuladores que merca­deaban con los Ardillas. Los elfos los llamaban hav'caaren, una palabra intraducibie pero que se asociaba a avaricia rapaz. Entre los humanos se extendió el término «javecar», y la palabra se asociaba con algo todavía más horrible. Pues horribles eran aquellos hombres. Crueles y sin escrúpulos, no retrocedían ante nada, ni siquiera ante el asesinato. Los javecares a los que atrapaba el ejército no podían esperar que se les tuviera compasión. Así que ellos tampoco acostumbraban a concederla. Si encontraban a al­guien por el camino que pudiera delatarles a los soldados, echaban mano sin pensárselo a la ballesta o el cuchillo.

Así que no era un encuentro afortunado. Por suerte, los javecares les habían tomado por elfos. Geralt escondió del todo el rostro detrás de la capucha y comenzó a pensar en qué hacer si la mascarada fracasaba.

—Vaya un tiempo de perros. —El mercader se frotó las manos—. ¡Llue­ve como si alguien hiciera bujeros en los cielos! ¿Feo tedd, ell'ea? Pero es igual, para los negocios no hay mal tiempo. ¡No hay más que mala mercan­cía y malos dineros, je, je! ¿Entiendes, elfo?

Geralt asintió, Jaskier murmuró algo ininteligible desde debajo de la capucha. Por suerte, el desagrado lleno de desprecio que los elfos tenían a conversar con los humanos era conocido por todos y no asombraba a na­die. El carretero, sin embargo, no había bajado la ballesta y eso no era buena señal.

—¿De quién sois? ¿De qué comando?—El javecar, como todo tratante que se preciara de ello, no se dejaba desalentar por la taciturna reserva de sus clientes—. ¿De Coinneach Dé Reo? ¿De Angus Bri-Cri? ¿O no será de Riordain? Riordain, a lo visto, hace una semana les rebanó el pescuezo a unos recaudadores reales que iban en un carromato, y en el carromato llevaban los impuestos que habían sacado. Monedas, no trigo del diezmo. Yo no tomo en pago brea ni grano, ni ropijos manchados de sangre, de pillaje acepto si acaso visones, cebellinas o armiños. ¡Pero lo más grato me son las monedas, piedrecellas o joyejas! Si tenéis, podemos hacer tratos. ¡Tengo mercaderías de primera clase! Evelienn vara en ard scedde, ell'ea, ¿entiendes, elfo? De todo tengo. Mirailo.

El mercader se acercó al carro, tiró del extremo de una lona mojada. Vieron espadas, arcos, plumas de flechas, monturas. El javecar rebuscó entre la mercadería, sacó una de las saetas. La punta era dentada y aserrada.

—Esto no os lo puede dar algotro —dijo jactancioso—. Otros tratantes tienen piedras, cuernos en vez de espadas, pues por tales puntetas te descuartizan con caballos si te agarran con ellas. Mas yo sé de lo que el Ardilla gusta, el cliente es el amo y no hay comercio sin riesgo, ¡mientras un poquete de benificios haya! La docena de puntas desparcedoras a nueve orenes. Naev'de aen tvedeane, ell'ea, ¿entiendes, Seidhe? Juro que no abu­so, no me gano nada con esto, lo juro por la cabeceta de mis críos. Si me lleváis a la vez tres docenas, os hago un seis por ciento de descuento. Una ocasioncina, os lo juro, una ocasioncina... ¡Eh, Seidhe, largo del furgón!

Jaskier retiró asustado la mano del toldo, se bajó aún más la capucha sobre los ojos. Geralt, por no sé qué vez más, maldijo mentalmente la cu­riosidad del bardo.

—Mir'me vara —murmuró Jaskier, alzando la mano en un gesto de dis­culpa—. Squaess'me.

—No pasa nada. —El javecar mostró los dientes—. Más ahí mejor no mirar, pues en el carro también van otras mercaderías. Pero no para ven­derlas, no para los Seidhe. Un encargo, je, je. Va, pero nosotros acá de chachara... Mostrar las perras.

Ya comienza, pensó Geralt mirando la ballesta tensada del carretero. Tenía razones para pensar que la punta de la saeta podría ser una ocasioncina javecar desparcedora que, si acertaba en la barriga, saldría por las espaldas en tres o a veces en cuatro sitios, haciendo de los órganos internos del afectado un picadillo bastante regular.

—N'ess tedd —dijo, afectando un acento cantarín—. Tearde. Mireann vara, va'en vort. Volvemos al comando, entonces trato. ¿Ell'ea? ¿Entien­des, dh'oine?

—Entiendo. —El javecar escupió—. Entiendo que estáis pelados, ten­dríais la gana de tomar la mercancía, pero no tenéis ni un duro. ¡Hala, largo! Y no volváis, puesto que yo a personas de importancia tengo que ver aquí, os es más seguro no poneros ante sus ojos. Moveos o...

Se interrumpió al oír unos relinchos.

—¡Lléveme el demonio! —aulló—. ¡Demasiado tarde! ¡Ya están aquí! ¡Meted la jeta bajo las capuchas, elfos! ¡Ni os meneéis, que ni os salga el aliento por los morros! ¡Kolda, mastuerzo, baja esa ballesta pero ya!

El siseo de la lluvia, los truenos y la alfombra de hojas habían sofocado el golpeteo de los cascos, gracias a lo cual a los jinetes les había sido posi­ble acercarse sin ser advertidos y rodear el haya en un abrir y cerrar de ojos. No eran Scoia'tael. Los Ardillas no solían llevar armaduras y a ocho de los caballeros que rodeaban el árbol les relucía el metal lavado por la lluvia de los yelmos, lorigas y hombreras.

Uno de los jinetes se acercó al galope, se alzó sobre el javecar como una montaña. Era de buena estatura y para colmo estaba sobre un potente semental de guerra. Los hombros acorazados estaban cubiertos por una piel de lobo, el rostro estaba oscurecido por un yelmo con una ancha ventalla colgante que le alcanzaba hasta el labio inferior. El recién llegado sujetaba en la mano un espetón de aspecto amenazador.

—¡Rideaux! —gritó con voz ronca.

—¡Faoiltiarna! —respondió el comerciante con la voz ligeramente que­brada.

El jinete se acercó aún más, se inclinó sobre la silla. El agua escapó a torrentes de su ventalla directamente sobre el guantelete y la brillante punta del amenazador espetón.

—¡Faoiltiarna! —repitió el javecar, inclinándose. Se quitó el sombrero, al momento la lluvia hizo que sus escasos cabellos se pegaran lisos al cráneo—. ¡Faoiltiarna! Yo, de los vuestros, conozco la contraseña y la respuesta... Ven­go de Faoiltiarna, su señoría... Espero aquí, como estaba acordado...

—¿Quiénes son ésos?

—Mi escolta. —El javecar se inclinó aún más—. Éstos, unos elfos...

—¿El prisionero?

—En el carro. En un ataúd.

—¿En un ataúd? —Un trueno ahogó en parte el grito rabioso del jinete del yelmo con ventalla—. ¡No te irás de rositas! ¡El señor de Rideaux ordenó claramente que el preso había de ser entregado vivo!

—Vivo está, vivo —se apresuró a farfullar el mercader—. Como estaba ordenado... Metido en un ataúd, pero vivo... No fue mi idea lo del ataúd, su señoría. Fue Faoiltiarna...

El jinete golpeó con el espetón en la espuela, dio una señal. Tres hom­bres saltaron de sus monturas y tiraron de la lona del furgón. Cuando echaron al suelo las sillas, las lonas y los atelajes, Geralt pudo distinguir a la luz de los relámpagos un ataúd de pino nuevo. No miró sin embargo con demasiada atención. Sentía un frío hormigueo en la punta de los dedos. Sabía lo que iba a suceder en unos momentos.

—¿Y qué es esto, su señoría? —habló el javecar, mirando las mercan­cías que yacían sobre las hojas empapadas—. ¿Me tiráis mis bienes del carro?

—Lo compro todo. Incluido el tiro.

—Aaaaah. —En la mandíbula peluda del mercader se abrió una amplia sonrisa—. Eso es otra coseja. Entonces van a ser.... Apiensemos... Cinco cientos, con perdón de vuesa merced, si es en moneda temería. En contra, si son vuestros florines, entonces cuarenta y cinco.

—¿Tan barato? —bufó el jinete, sonriendo diabólicamente desde detrás de su ventalla—. Acércate.

—Cuidado, Jaskier —susurró el brujo, desabrochando imperceptible­mente las hebillas de su capa. Estalló un trueno.

El javecar se acercó al jinete, contando ingenuamente con que aquélla iba a ser la transacción de su vida. Y fue la transacción de su vida, puede que no la mejor, pero con toda seguridad la última. El jinete se puso de pie sobre los estribos y, tomando impulso, le clavó el espetón en la coronilla casi calva. El mercader cayó sin un gemido, tiritó, agitó las manos, arañó con los tacones la alfombra de hojas mojadas. Uno de los que estaba re­buscando en el carro le echó las riendas al cuello al carretero, apretó, otro se acercó, le clavó un estilete.

Otro de los que iban a caballo alzó la ballesta al hombro apuntando a Jaskier. Sin embargo, Geralt tenía ya en la mano una espada que habían tirado del carro del tratante. Agarró el arma por el centro de la hoja y la lanzó como si fuera una jabalina. Atravesó al ballestero y éste cayó del caballo, todavía con un gesto de asombro ilimitado en el rostro.

—¡Escapa, Jaskier!

Jaskier se echó sobre Pegaso y con un loco ímpetu saltó sobre la silla. El salto fue, sin embargo, un poco demasiado loco y al poeta le faltaba práctica. No acertó a agarrarse al arnés y cayó al suelo por el lado contrario del caballo. Y esto le salvó la vida, la hoja de la espada del jinete que le atacó cortó con un silbido el aire por encima de las orejas de Pegaso. El castrado se excitó, se removió, chocó con él caballo del atacante.

—¡No son elfos! —gritó el jinete del yelmo con ventalla mientras echaba mano a la espada—. ¡Cogedlos vivos! ¡Vivos!

Uno de los que habían saltado del carro pareció dispuesto a seguir la orden, vaciló. Geralt, sin embargo, había tenido tiempo ya de tomar su propia espada y no vaciló ni un segundo. A los otros dos se les enfrió algo el entusiasmo a causa de la fuente de sangre que los regó. El brujo aprove­chó esto y rajó a otro. Pero ya tenía encima a los montados a caballo. Se contorsionó por entre sus espadas, paró un golpe, hizo un quiebro y de pronto sintió un dolor terrible en la rodilla derecha, sintió que caía. No estaba herido. La pierna curada en Brokilón, simplemente y sin aviso, ha­bía dejado de obedecerle.

El hombre que se dirigía andando hacia él con el hacha de combate emitió un repentino estertor y se detuvo como si alguien le hubiera dado un fuerte empujón. Antes de que cayera, el brujo distinguió una flecha de largas plumas clavada en el costado del agresor hasta la mitad del asta. Jaskier gritó, un trueno ahogó el sonido.

Agarrado a la rueda del carro, Geralt vio a la luz de los relámpagos a una muchacha de cabellos rubios que caía de un aliso con el arco tensado. Los de a caballo también la vieron. No pudieron no verla, porque uno de ellos justamente se caía por las ancas del caballo con la garganta transfor­mada por el dardo en una masa carmesí. Los tres restantes, incluyendo al jefe con el yelmo de ventalla, al momento se dieron cuenta del peligro, dieron un aullido y galoparon en dirección a la arquera, escondiéndose detrás de los cuellos de los caballos. Juzgaron que los cuellos de los caba­llos ejercerían una protección suficiente ante las flechas. Se equivocaban.

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