Bautismo de fuego (46 page)

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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

BOOK: Bautismo de fuego
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Él no respondió.

—Y hay un tercer asunto —añadió Regis, todavía taladrándole con los ojos—. Hacia el Ysgith no nos empuja el entusiasmo ni el ansia de aventu­ras, sino la necesidad. Por las colinas vagabundean los ejércitos y nosotros tenemos que llegar hasta los druidas de Caed Dhu. Me parecía que esto era urgente. Que necesitabas conseguir información lo más deprisa posi­ble y ponerte en camino para salvar a tu Ciri.

—Lo necesito —retiró la vista—. Lo necesito mucho. Quiero rescatar y recuperar a Ciri. Hasta no hace mucho pensaba que a cualquier precio. Pero no. Por éste no. No pagaré este precio, no acepto correr este riesgo. No iremos a través del Ysgith.

—¿Y la alternativa?

—La otra orilla del Yaruga. Iremos río arriba, lejos de los pantanos. Cruzaremos a la otra orilla de nuevo a la altura de Caed Dhu. Si fuera difícil, nos dirigiremos sólo dos hacia los druidas. Yo cruzaré a nado, tú volarás en forma de murciélago. ¿Por qué me miras así? Pues si el que un río sea un obstáculo para un vampiro no es más que otro mito y otra superstición. ¿O me equivoco?

—No, no te equivoques. Pero sólo puedo volar durante la luna llena.

—Sólo son dos semanas. Cuando lleguemos al lugar adecuado será casi luna llena.

—Geralt —dijo el vampiro, sin levantar la vista del brujo—. Eres un hombre extraño. Para aclararlo, no se trata de una expresión peyorativa. Está bien. Renunciamos al Ysgith, peligroso para mujeres en estado de buena esperanza. Cruzaremos al otro lado del Yaruga que, en tu opinión, es más seguro.

—Sé apreciar los niveles de riesgo.

—No lo dudo.

—A Milva y a los demás, ni palabra. Si preguntan, esto es parte de nuestro plan.

—Por supuesto. Comencemos a buscar un bote.

No hubieron de buscar mucho y el resultado de su búsqueda sobrepasó sus expectativas. No encontraron un bote, sino un transbordador. Escon­dido entre los sauces, estupendamente enmascarado con ramas y varas de juncos, al transbordador lo traicionó la cuerda que lo unía con la orilla izquierda. También encontraron al barquero. Cuando se acercaron, se ha­bía escondido rápido entre los arbustos, pero Milva lo descubrió y lo sacó de entre la hojarasca por el pescuezo, espantando al mismo tiempo al ayudante, un campesino con la constitución de hombros del gigante Fierabrás y rostro de idiota patentado. El barquero tiritaba de miedo y los ojos le daban vueltas como ratones en un pósito vacío.

—¿A la otra orilla? —gimió al enterarse de lo que se le requería—. ¡Por na del mundo! ¡Aquélla es tierra nilfgaardiana y es tiempo de guerra! ¡Magarrarán, me pincharán en un palo! ¡No cruzaré! ¡Matarme si queréis, que yo no cruzo!

—Matarte puedo. —Milva apretó los dientes—. Arrearte unas leches antes también. Abre los morros otra vez y habrás de ver cómo puedo.

—El tiempo de guerra —el vampiro perforó al hombre con la mirada— seguramente no te estorbe en el negocio, ¿eh, buen hombre? A esto sirve al fin y al cabo tu barcaza, que está astutamente colocada lejos de los ponto­nes reales y nilfgaardianos. ¿Me equivoco? Así que en marcha, empújala al agua.

—Esto será lo más razonable —añadió Cahir, mientras acariciaba la empuñadura de la espada—. Si te niegas, pasaremos solos, sin ti, y enton­ces tu barcaza se quedará en aquella orilla, para recuperarla tendrás que hacer la rana. Y de este modo nos cruzas y te vuelves. Una horilla de miedo y luego te olvidas.

—Mas como te pongas cabezón, cuchufainas —gritó de nuevo Milva—, te meto una que no nos olvidas hasta el invierno.

A la vista de aquellos serios argumentos, que no admitían discusión alguna, el barquero cedió y al poco toda la compañía estaba en la barcaza. Algunos de los caballos, en especial Sardinilla, se pusieron tozudos y no querían embarcar, pero el barquero y su ayudante el tonto les pusieron unas maneas de palitos y cuerdas. La habilidad con que lo hicieron de­mostraba que no era la primera vez que transportaban por el Yaruga caba­llos robados. El tonto Fierabrás se puso a hacer girar la rueda que impul­saba al transbordador y comenzó el vado del río.

Cuando llegaron a aguas libres y les envolvió el viento, se sintieron más animados. El cruce del Yaruga era algo nuevo, una clara etapa que indica­ba un progreso en el viaje. Delante de ellos estaba la orilla nilfgaardiana, la raya, la frontera. Todos se animaron de pronto. Esto incluso se le transmi­tió al bobo ayudante del barquero, que comenzó a silbar y tararear una estúpida melodía. Geralt sintió también una extraña euforia, como si en cualquier momento de entre los alisos al otro lado del río fuera a salir Ciri y gritar de alegría al verlo.

En vez de ello gritó el barquero. Y no de alegría.

—¡Por los dioses! ¡Nos han atrapao!

Geralt miró en la dirección indicada y maldijo. Entre los alisos en lo alto de la orilla brillaban gentes armadas, golpeaban los cascos de los caballos. En pocos segundos, el embarcadero de la orilla izquierda estaba lleno de hombres a caballo.

—¡Los Negros! —gritó el barquero, palideciendo y soltando la rueda—. ¡Los nilfgaardianos! ¡Muerte! ¡Salvadnos, dioses!

—¡Sujeta a los caballos, Jaskier! —le ordenó Milva mientras intentaba con una mano sacar el arco de su funda—. ¡Sujeta a los caballos!

—No son los imperiales —dijo Cahir—. No me parece que...

Su voz fue ahogada por los gritos de las gentes del embarcadero. Y el aullido del barquero. Azuzado por los gritos, el bobo ayudante tomó el hacha, alzó las manos y con ímpetu dejó caer la hoja sobre la soga. El barquero le ayudó con otra hacha. Los jinetes del embarcadero lo vieron, comenzaron también a aullar. Algunos se echaron al agua, agarraron la cuerda. Otros se echaron a nadar en dirección a la barcaza.

—¡Dejad la cuerda! —gritó Jaskier—. ¡No son nilfgaardianos! No la cortéis...

Sin embargo, era demasiado tarde. La cuerda cortada se hundió pesa­da en el agua, la barcaza giró ligeramente y comenzó a navegar río abajo. Los de a caballo en la orilla lanzaron unos terribles gritos.

—Jaskier tiene razón —dijo Cahir, sombrío—. No son imperiales... Es­tán en la orilla nilfgaardiana, pero no son nilfgaardianos.

—¡Por supuesto que no! —gritó Jaskier—. ¡Pues si reconozco las en­señas! ¡Águila y diamante! ¡El escudo de Lyria! ¡Son maquis lirios! Eh, gente...

—¡Escóndete tras la borda, idiota!

El poeta, como de costumbre, en vez de escuchar la advertencia, quería enterarse de lo que pasaba. Y entonces, en el aire silbaron las flechas. Algunas de ellas se clavaron con un chasquido en la borda de la barcaza, otras siguieron volando y se hundieron en el agua. Dos se dirigieron direc­tamente hacia Jaskier, pero el brujo ya tenía la espada en la mano, saltó y con dos rápidos golpes las rechazó.

—¡Por el Gran Sol! —jadeó Cahir—. ¡Ha rechazado... ha rechazado dos flechas! ¡Increíble! Nunca había visto nada igual...

—¡Ni lo volverás a ver! ¡Por primera vez en mi vida he conseguido recha­zar dos a la vez! ¡Escóndete tras la borda!

Sin embargo, los soldados del embarcadero dejaron de disparar al ver que la corriente empujaba a la barcaza directamente hacia su orilla. El agua se llenó de espuma junto a los caballos que habían entrando en el río. El embarcadero se iba llenando con más caballeros. Había por lo menos dos centenares.

—¡Ayuda! —gritó el barquero—. ¡Liarsus con los palos, señores! ¡Que nus vamos a la orilla!

Lo comprendieron al vuelo, y palos había por suerte de sobra. Regis y Jaskier sujetaban a los caballos, Milva, Cahir y el brujo apoyaron los es­fuerzos del barquero y su bobo acólito. Impulsada por cinco palos, la bar­caza giró y comenzó a fluir más rápido, tendiendo claramente en dirección al centro de la corriente. Los soldados de la orilla comenzaron de nuevo a gritar, de nuevo echaron mano a los arcos, silbaron de nuevo las flechas, uno de los caballos emitió un relincho salvaje. Por suerte la barcaza, arras­trada por la corriente más fuerte, comenzó a navegar más rápido y se alejaba de la orilla cada vez más deprisa, fuera del alcance de los disparos eficaces.

Navegaban ya por el centro del río, remando. La barcaza giraba como mierda en un sumidero. Los caballos pateaban y relinchaban, tirando de Jaskier y el vampiro, que estaban sujetando las riendas. Los jinetes de la orilla rabiaban y les amenazaban con los puños. Geralt distinguió entre ellos a un caballero sobre un blanco caballo, agitando una espada e impar­tiendo las órdenes. Al cabo de un instante la mesnada retrocedió hacia el bosque y galopó por el borde de lo alto de la orilla. Las armas brillaban entre los juncos.

—No nus van a soltar, los cabrones —gimió el barquero—. Saben que al otro lao de la curva la corriente nos azuzará otra vez contra la orilla... ¡Tener los palos prestos, señorías! Si nos echamos pa la orilla diestra, ha­brá que ayudar a la gabarra, violentar la corriente y densembarcar... Si no, la cagamos...

Navegaron, dando vueltas, deslizándose ligeramente en dirección a la orilla derecha, hacia unos acantilados altos, abruptos, erizados de pinos torcidos. La orilla izquierda, aquélla de la que se estaban alejando, se ha­bía hecho llana, desaparecía en el río en un cabo semicircular y arenoso. Sobre el cabo aparecieron los jinetes, se metieron en el agua del mismo impulso. Delante del cabo, a todas luces, había unos bajíos, unos arena­les, y antes de que el agua les alcanzara a los caballos por la tripa, habían entrado bastante lejos dentro del río.

—Llegan a distancia de tiro —apreció Milva con voz sombría—. A cu­bierto.

Otra vez silbaron los disparos, algunos golpearon contra las tablas. Pero la comente, alejándose de los arenales, condujo al navío rápidamente en dirección a una cerrada curva en la orilla derecha.

—¡A los palos ahora! —gritó el barquero temblando—. ¡Vivo, desembar­quemos antes que los rápidos nus se lleven!

No era tan fácil. La corriente era impetuosa, las aguas profundas y la barcaza enorme, pesada y poco manejable. Al principio no reaccionó en absoluto a sus esfuerzos, pero por fin los palos se clavaron con fuerza en el fondo. Parecía que iban a conseguirlo cuando Milva soltó de pronto la pér­tiga y señaló sin decir palabra a la orilla derecha.

—Esta vez... —Cahir se limpió el sudor de la frente—. Esta vez son con toda seguridad los nilfgaardianos.

Geralt también los había visto. Los jinetes que habían aparecido de pronto en la orilla derecha llevaban capas negras y verdes, los caballos tenían las características testeras con oculares. Había por lo menos un centenar.

—Hemos caío agora en el fuego... —gimió el barquero—. ¡Mamita mía, son los Negros!

—¡A los palos! —gritó el brujo—. ¡A los palos, a la corriente! ¡Lejos de la orilla!

Tampoco ahora fue fácil tarea. La corriente de la orilla derecha era fuer­te, empujaba a la barcaza directamente bajo los altos escarpes desde los que se escuchaban ya los gritos de los nilfgaardianos. Cuando al cabo de unos momentos de mover la pértiga Geralt miró hacia arriba, vio sobre su cabeza ramas de pino. Una saeta lanzada desde lo alto de los escarpes se clavó en la cubierta de la barcaza casi perpendicularmente, a dos pies de él. Otra, que se dirigía hacia Cahir, la rechazó con un tajo de la espada.

Milva, Cahir, el barquero y su ayudante empujaban la barcaza ya no desde el fondo, sino desde la orilla, desde los escarpes. Geralt soltó la espada, agarró el palo y les ayudó, y la barcaza comenzó de nuevo a deslizarse en dirección al centro del río. Pero todavía seguía peligrosamente cerca de la orilla derecha, y en la orilla galopaba un destacamento. Antes de que consiguieran alejarse, se acabaron los escarpes y en la llana orilla cubierta de juncos aparecieron los nilfgaardianos. En el aire aullaban las plumas de las saetas.

—¡Cubríos!

El ayudante del barquero tosió de pronto de una forma extraña, soltó la pértiga en el agua. Geralt vio una punta ensangrentada y cuatro astas de flecha completas que le salían de las espaldas. El castaño de Cahir se puso a dos patas, relinchó de dolor y, agitando su cuello que estaba atravesado por una flecha, derribó a Jaskier y saltó por la borda. Los otros caballos también relincharon y se apretaron, la barcaza temblaba del golpeteo de los cascos.

—¡Sujetad a los caballos! —gritó el vampiro—. Tres...

Se interrumpió de pronto, cayó de espaldas sobre la borda, se sentó, inclinó la cabeza. Una flecha de pluma negra le salía por el pecho.

Milva también lo vio. Gritó con rabia, echó mano al arco, derramó a sus pies las flechas del carcaj. Y comenzó a lanzar. Deprisa. Flecha a flecha. Ni una sola falló el objetivo.

En la orilla se formó un tumulto, los nilfgaardianos retrocedieron hacia el bosque, dejando entre los juncos a los muertos y a los heridos que grita­ban. Escondidos entre la espesura, siguieron disparando, pero las saetas ya apenas les alcanzaban, pues la impetuosa corriente arrastró la barcaza hacia el centro del río. La distancia era demasiado grande para que los arcos nilfgaardianos pudieran acertar. Pero no para el arco de Milva.

Entre los nilfgaardianos apareció de pronto un oficial con una capa negra, con un yelmo en el que tremolaban unas alas de cuervo. Gritó, agitó la maza, señaló río abajo. Milva abrió más las piernas, tiró de la cuerda hasta los labios, midió un instante. La flecha susurró en el aire, el oficial se dobló hacia atrás en la silla, cayó sobre las manos de los soldados que lo sujetaron de inmediato. Milva tensó de nuevo el arco, dejó escapar la cuerda de sus dedos. Uno de los nilfgaardianos que sujetaban al oficial gritó desgarradoramente y cayó del caballo. Los demás desaparecieron en el bosque.

—Unos disparos maestros —dijo Regis sereno a espaldas del brujo—. Pero mejor echad mano a las pértigas. Todavía estamos demasiado cerca de la orilla y nos estamos yendo hacia los bajíos.

La arquera y Geralt se dieron la vuelta.

—¿Estás vivo? —preguntaron a la vez.

—¿Pensabais —el vampiro les mostró la flecha de pluma negra— que se me puede producir daño con un simple palito de madera?

No hubo tiempo para asombrarse. La barcaza de nuevo giraba en la corriente y navegaba hacia el centro. Pero en la revuelta del río apareció de pronto otra playa, un cabo y un brazo de arena lisa, y la orilla estaba repleta de nilfgaardianos. Algunos se metieron en el río y prepararon los arcos. Todos, sin descontar a Jaskier, se lanzaron sobre las pértigas. Al poco, los palos dejaron de tocar fondo, la corriente arrastró la barcaza.

—Bien —dijo Milva, jadeando y soltando la pértiga—. Ahora ya no nos agarrarán...

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