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Authors: Federico Axat

Tags: #Intriga, #Terror

Benjamín (30 page)

BOOK: Benjamín
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—¡ERA ICHO!

Robert se sumó al festejo alzando en alto un puño victorioso. Ambos reían.

—Hazlo tú…

—¿Icho?

—Sí, hazlo tú…, aquí.

Robert señaló un segundo nido; no era cuestión de ensañarse con una araña en particular.

Ben avanzó con paso titubeante, asiendo su ramita entre dedos temblorosos. Sus primeros intentos por introducirla en el nido fueron en vano, pero pronto logró hacerlo y se generó entre ellos el mismo clima de expectación. Robert empezaba a creer que aquel nido estaba deshabitado, o que su dueña era lo suficientemente astuta para saber que aquello no era un insecto, sino un padre tratando de divertir a su hijo, cuando la araña apareció haciendo que Ben retrocediera otra vez, probablemente ahora más asustado que antes. Observó a Robert con ojos bien abiertos y, al ver que su padre sonreía, rápidamente recuperó su estado de júbilo y repitió la serie de aplausos.

—¡ERA ICHO! ¡ICHO! ¡EN!

Poco tiempo después, Robert dejó que Ben siguiera adelante solo con el juego de las arañas. Lo observó mientras él se desplazaba con la ramita, abstraído y hablando consigo mismo. De cuando en cuando se observaban y sonreían. Robert podría haber retomado la lectura, pero descubrió que ver a su hijo envuelto únicamente en su pañal y alzando victorioso la ramita en alto después de cada intento exitoso era mucho más interesante.

Ahora, diez años después, aquella visión le generó un cóctel explosivo de nostalgia y dolor. De pie junto al cono de luz, no supo cuánto tiempo llevaba allí. Debía marcharse, se dijo; probablemente observar el lago un rato como había hecho tantas veces durante la última semana. Sabía que debía mantenerse alejado del interior del edificio, en especial de la sala de bombeo. No había vuelto allí desde el día de la búsqueda, y no tenía intenciones de hacerlo precisamente ese día. No se creía con el valor suficiente para enfrentarse con la boca oscura de la tubería auxiliar.

En el camino de salida encontró un sitio adecuado para sentarse. Era un claro entre la línea de abetos que bordeaban el camino de acceso, y que ofrecía una aceptable vista de la ladera de la colina y del lago. Se sentó sobre una piedra y estiró las piernas. Unos centímetros más allá de la punta de sus zapatos el terreno descendía en una pendiente pronunciada por la que trepaba el tranquilizador gorjeo del agua. Las raíces de los abetos emergían de la tierra como grandes gusanos congelados.

Robert se desprendió los dos botones superiores de la camisa, luego apoyó sus manos en la tierra detrás de sí y se inclinó un poco hacia atrás. Paseó la vista por la franja del lago que le resultaba visible. Miles de sonrisas hirientes se encendieron y apagaron ante sus ojos.

Se había acostumbrado a tolerar las burlas del lago. Que el cuerpo sin vida de tu hijo esté en algún lugar debajo de una masa de agua, y que no haya nada que podamos hacer al respecto, es una idea difícil de aceptar al principio. No es que una masa de agua sea diferente a una masa de tierra, y Robert no se consideraba una persona precisamente amiga de los entierros
(¿acaso alguien podía serlo?),
pero convengamos que conocer el lugar exacto en que
descansa
un ser querido permite encauzar el dolor. Robert recordaba el entierro de su abuelo, por ejemplo, y la ceremonia se le antojaba macabra e inútil; un proceso de exudación del dolor personal y absorción del ajeno. Se sentía agradecido de no haber tenido que pasar por eso con Ben, aunque le hubiera gustado conocer el lugar en el que descansaba.

Cuando su abuelo Elwald murió, a los noventa y tres años y tras padecer en los últimos cinco un Alzheimer avanzado, su figura tendida en el ataúd era un espectro blanquecino cuya piel podría haber envuelto a dos cuerpos como el suyo. Debbie, de rodillas junto al ataúd lustroso, acompañó el cuerpo de su padre durante toda la ceremonia. Robert se acercaba a ella de cuando en cuando, y Debbie lo abrazaba con fuerza hasta que lo dejaba ir.

En aquel momento, rodeado de personas que apenas había visto en su vida, Robert se preguntó cuál era el sentido de aquello. ¿Por qué exhibir el cuerpo sin vida del abuelo Elwald como si se tratara de un fósil de museo? Allí estaba esa mujer gorda y llorosa, que reconocía de algunas fotografías y que suponía que era prima de su madre, que se acercaba a él para decirle que lo sentía…, que lo sentía
muchísimo
… y, al advertir que la mujer gorda dejaba la frase en suspenso, Robert comprendía que ella ni siquiera sabía su nombre.

Aunque los recuerdos de su abuelo se fueron desdibujando a medida que crecía, disfrutó de cada visita al cementerio junto a Debbie. Dejaban flores y permanecían junto a su lápida un rato, en silencio. El cementerio nunca le había resultado un sitio tenebroso, aunque debía reconocer que su impresión procedía de visitas diurnas. En aquellas visitas su madre a veces lloraba, otras esbozaba una tenue sonrisa, quizás evocando recuerdos de tiempos pasados junto a Elwald, cuando era un hombre fuerte y sano y la cuidaba si estaba enferma o le hacía un regalo en su cumpleaños.

6

Tras la visita a Union Lake, Robert llamó por teléfono a Liz y le dijo que no regresaría a la redacción. Adujo que no se sentía bien, cosa que ella seguramente había advertido en su rostro al verlo marcharse más temprano. La mujer le dijo que se despreocupara del trabajo y él se lo agradeció. Supo al llegar a su casa la razón exacta por la que se presentaba tres horas antes de lo habitual. Allí encontró a Andrea, quien se sorprendió al verlo y que, al ser interrogada, respondió que no tenía idea de dónde estaba su madre. Sabía que había salido, pero nada más. Robert se llevó instintivamente la mano al bolsillo trasero, palpó la forma de la hoja de papel doblada por el medio y sintió un nudo en el estómago.

Danna llegó una hora más tarde. Encontró a Robert en la sala, pero ocultó su sorpresa. Atravesó la estancia en silencio, cargando la cesta en la que llevaba sus utensilios de pintura. Era martes —Robert sabía que las clases eran los lunes y los miércoles—, pero para cuando recordó este detalle, su esposa había desaparecido sin dirigirle la palabra. Permaneció con la vista nublada durante al menos media hora. Estaba seguro respecto a las clases de pintura; lunes y miércoles, no martes.

TU MUJER TE ENGAÑA.

¿Qué llevabas en la cesta, Danna?

¿Acaso se habría preocupado en colocar dentro sus pinturas, disolventes y pinceles, o simplemente la traía vacía? ¿Para qué molestarse? Con cargarla vacía sería suficiente para engañar a Robert. Él no se concentraría en un detalle como ése cuando pasaba por alto que era martes.
¡Martes!

TODO EL MUNDO LO SABE.

Debía hablar con Danna. Llevaban dos días sin dirigirse la palabra, y normalmente no pasaba tanto tiempo hasta que hacían las paces. Se puso en pie y se encaminó hacia la habitación, pero se detuvo ante la puerta abierta del estudio. La vio extrayendo sus pinturas de la cesta y colocándolas en la repisa.

Al parecer sí se había tomado la molestia de llevarlas con ella.

Danna no pareció advertir la presencia de Robert al principio, de modo que éste permaneció un buen rato de pie en el umbral, buscando una manera de iniciar la conversación. Mientras lo hacía, no pudo evitar recorrer el cuerpo de Danna en busca de alguna señal delatora (como en las películas) que le indicara dónde había estado y, más importante, con quién. Barro bajo sus botas, una mancha peculiar, quizás hasta una marca en el cuerpo, ¿por qué no? Llevaba el cabello recogido en un moño, atravesado con una barrita de madera que lo mantenía en su sitio; no vio ninguna marca en su cuello desnudo, pero también era cierto que podía ver sólo la mitad de…

—No podemos estar así —dijo Robert al fin. Avanzó un metro hacia el interior del estudio.

Danna se volvió, ocultando la sorpresa que evidentemente debió embargarla, y le dirigió una mirada larga y analítica.

—Estoy de acuerdo —contestó.

Robert dio dos pasos más.

—¿Han adelantado la clase de pintura? —preguntó mientras desviaba la mirada hacia la pecera a su izquierda y fingía interesarse en ella.

Danna siguió observándolo con la misma mirada evaluadora de un juez que tiene entre manos un caso importante y debe dar un veredicto. Sostenía un frasco de azul ultramar en su mano derecha, y por un momento a Robert se le cruzó por la cabeza la estúpida idea de que Danna lo estaba exhibiendo a modo de respuesta.
¿Acaso no ves lo que hago? Devuelvo las pinturas a su sitio. ¿No es obvio que
he
asistido a la clase de pintura?

—Sí, la hemos adelantado —dijo por fin—. Rachel tiene un compromiso mañana y la señora Rose accedió a recibirnos hoy.

—¿Un compromiso?

—Sí, un compromiso. Danny asciende de categoría como
boy scout,
o algo así. No le presté mucha atención. No pude hablar con Rachel después de la clase. Tenía que ir a buscarlo al ensayo para mañana, o eso creí entender. ¿Es suficiente? Porque si quieres saber algún detalle más, como la cantidad de ancianas que Danny ha ayudado a cruzar la calle en el año, puedo llamarla y preguntárselo.

Robert la creyó. Por primera vez había puesto en duda las afirmaciones de su esposa, y lo cierto es que no vio ninguna señal de que aquello podía no ser cierto. Además, recordaba al grupo de
boy
s
scout
s que había visto desde su oficina. Decidió que era momento de dejar el tema del mensaje de lado y concentrarse en reconciliarse con Danna. Se acercó a ella un poco más, ahora lo suficiente para poder percibir su perfume dulce…

¿Por qué se había puesto perfume?

¡Basta! Siempre le han gustado los perfumes. Basta abrir el segundo cajón de su cómoda para observar el ejército alineado de envases de colores. No prueba nada que se haya perfumado. ¡Nada!

Todo el mundo lo sabe.

Le gustaba perfumarse. Punto. Había sido así desde…

Otro recuerdo. De pronto, Robert no se encontraba en el estudio de Danna, o jugando con su hijo de dos años a hacer salir las arañas de sus nidos, o en el velatorio del abuelo Elwald. La magia de la memoria lo transportó a la noche en que un Robert dieciocho años menor y con el estómago plano como una tabla de lavar la ropa le propuso matrimonio a Danna Arlen, una muchacha con una figura capaz de hacer suspirar a una estatua.

Supuso que el hecho de que aquella noche de verano también se le hubiera acercado por detrás del mismo modo que ahora, hizo que la visión surgiera en su cabeza con una claridad espeluznante. Lo mismo daba, porque allí estaba de todos modos. ¿Quién puede controlar el momento en que nuestros recuerdos eligen salir a desfilar por la pasarela de lo consciente? Robert, desde luego, no.

Habían viajado a Concord especialmente para cenar en Darrel’s, un sitio moderno que Robert apenas podía permitirse. Pero había querido algo especial, y lo primero que supo fue que no encontraría el sitio perfecto en la ciudad, que ambos conocían de memoria. Y no se equivocó, pues la salida adquirió una atmósfera completamente diferente tan pronto como abandonaron Carnival Falls. La cena fue estupenda y Robert se preguntó si no sería el momento indicado para hacer su proposición, pero decidió esperar. Consideró la sobremesa una oportunidad trillada. Había planeado sugerir que visitaran el parque, donde le habían dicho que había una fuente monumental. Por las noches era un sitio iluminado y seguro, y que en vistas de la temperatura agradable sería, supuso, el lugar perfecto para llevar a cabo la proposición.

Pero su impaciencia lo traicionaría y no llegaría al parque. Cuando salieron de Darrel’s, Danna se adelantó y Robert la siguió, escuchando únicamente el repiqueteo de sus zapatos de tacón alto.

Las farolas altas proyectaban luces amarillas, las carrocerías de los vehículos resplandecían; flotaba en el aire una brisa suave y tibia.

Danna llevaba un vestido azul ceñido al cuerpo que se interrumpía en ángulo a la altura de las rodillas. Mientras se acercaba a ella, Robert introdujo su mano en el bolsillo de su chaqueta para palpar el cubito de terciopelo rojo (otra de las cosas que no podía permitirse). En ese instante supo que no esperaría a llegar al parque; Danna no era estúpida y sabría que Robert se traía algo entre manos. Lo que ella no suponía es que él podría proponerle matrimonio allí, en el aparcamiento de Darrel’s.

La rodeó por detrás, cruzando su brazo a la altura de la cintura; luego acercó su rostro por la derecha de manera que sus mejillas se tocaron.

Aquellos instantes antes de que él hablara adquirirían una dimensión sobrenatural, y Robert sospechaba que se debía a que había experimentado un estado de felicidad plena; un estado que se alcanza pocas veces en la vida (que incluso puede que algunas personas no alcancen nunca). Se había sentido completo. Más tarde reflexionaría que era probable que si se juntaran todos los momentos esparcidos en la vida en que experimentamos una felicidad inusitada como aquélla, probablemente no serían más que unas horas. Suponía que de allí provenía la cualidad sobrenatural…, apenas unas horas en contraposición con las miles que vive el hombre.

Con la mano que le quedaba libre extrajo el estuche de terciopelo y lo extendió de manera que ella pudiera verlo. Danna lo tomó con las dos manos y lo abrió. Un signo igual formado por dos alianzas incrustadas en la base dijo todo lo que era necesario decir en ese momento; sin embargo, Robert formuló la pregunta de todos modos.

Y ella aceptó.

Robert la observó con incredulidad. El estuche de terciopelo sufrió una transformación mágica y se convirtió en un frasco de azul ultramar. El cabello de Danna ya no estaba suelto, sino recogido.

—¿Cómo?

—Acepto las disculpas por lo de la otra noche. ¿Es eso lo que dijiste, no?

—Sí.

¿Hay alguien más, Danna? Dímelo, por favor… Sé que todo el mundo lo sabe, pero el maldito asunto me va a consumir si no me lo dices.

—No debemos distanciarnos en un momento como éste —dijo Robert—. Hemos perdido a nuestro hijo y no creo que podamos superarlo si no estamos unidos.

Danna dejó de colocar sus pinturas en el estante, se volvió y se apoyó en el canto del escritorio.

—Robert, esto no es fácil para mí —dijo.

—Lo sé, no quise decir lo contrario.

—Últimamente te centras en lo que a ti te pasa. Si realmente crees que debemos permanecer unidos, con lo que estoy de acuerdo, entonces deberías pensar más en mí y en Andrea.

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