Authors: John Norman
—Y la vida comenzó a surgir.
—Y después de dos mil millones de años de matanzas y guerras, surgió mi pueblo —dijo la bestia—. Nosotros fuimos el triunfo de la evolución.
—Y la cúspide de vuestro mundo —dije.
—Nosotros no hablamos de lo que ocurrió —dijo él. Caminó hacia la pared, conectó con la garra un interruptor que hizo desvanecerse la proyección sobre el techo. Luego se volvió para mirarme—. Nuestro mundo era muy hermoso. Tendremos otro.
—Tal vez no.
—El ser humano ni siquiera puede matarnos con sus dientes —dijo.
Yo me encogí de hombros.
—Pero no discutamos. Me siento muy complacido de que estés aquí. Me gustas.
—Fuera, en el hielo, nos pareció ver en el cielo tu rostro entre luces —dije.
Frunció los labios.
—Lo visteis.
—Generalmente las luces se ven en otoño y primavera, cerca del tiempo de los equinoccios.
—Eres muy listo.
—Entonces, lo que vimos fue producido artificialmente.
—Sí, pero es algo similar al fenómeno natural. Se produce al saturar la atmósfera con ciertos patrones de partículas cargadas. Estos patrones pueden disponerse de forma que correspondan a caracteres alfabéticos, tanto en la lengua kur como en goreano, por ejemplo. Las luces, aparentemente un fenómeno natural, pueden pues utilizarse como un sistema de signos.
—Muy ingenioso.
—Yo hice que mi rostro se perfilara en las luces para honrarte y darte la bienvenida al norte —dijo.
Yo asentí.
—Tu fortaleza es ciertamente impresionante —le dije—. ¿Me la enseñarás?
—Puedo hacerlo sin salir de esta sala. —Entonces conectó varios diales que iluminaron pantallas en las paredes coordinadas por varias cámaras móviles. Mediante las cámaras y las pantallas comprendí la inmensidad del complejo.
—Muy impresionante —dije.
—Casi todo está automatizado —dijo la bestia—. Sólo tenemos aquí doscientos humanos y veinte individuos de nuestro pueblo.
—Eso es increíble.
—Fue muy simple minar y estabilizar giroscópicamente una isla de hielo. Hemos creado esto dentro del hielo; un iceberg flota en el mar sin llamar la atención.
—¿Querías cortar la migración hacia el norte de los tabuks para llevar a los cazadores rojos al sur y alejarlos de esta zona? —pregunté.
—Especialmente antes del invierno, época en la que podrían internarse mucho en el hielo hacia el norte.
—Aquí hay una increíble cantidad de almacenes —dije.
—Equipo eléctrico, explosivos, armas, suministros, vehículos, y mucho más.
—Debéis haber tardado años en montar esto.
—Es cierto. Pero hace muy poco tiempo que yo asumí el control.
—Entonces la invasión kur es inminente.
—No queremos arriesgar la gran flota —dijo—. Con este cuartel, sólo necesitamos traer algunas marchas hibernadas. —Una marcha es una expresión militar kur con la que designan doce batallones y sus oficiales. Son grupos de dos mil o dos mil doscientos animales.
—En doce horas kur, todas las ciudades de Gor pueden ser destruidas —dijo.
—¿Y los Reyes Sacerdotes?
—No creo que puedan resistir nuestro ataque.
—¿Estás seguro de eso?
—Estoy seguro —dijo frunciendo los labios sobre los colmillos—, aunque no del todo.
—¿Ésa es la razón de que no arriesguéis la gran flota?
—Por supuesto. Yo podría apresurar el desembarco de la gran flota. Pero yo no soy más que un simple soldado. Hay otros por encima de mí.
—Para la invasión, dados los suministros con que contáis aquí, bastaría con el desembarco de las tropas —dije.
—Sí, contando con que los Reyes Sacerdotes sean tan débiles como pensamos.
—¿Por qué piensas que son débiles?
—La Guerra del Nido —dijo—. Seguramente habrás oído hablar de ella.
—Algo he oído —dije.
—Creemos que es cierto. Ahora es el momento de que el Pueblo luche. —Me miró—. Pude hacer que te abrieran la cabeza o que te mataran o haberte sonsacado, pero al final solo habría sabido lo que tú crees que es verdad, y eso podría ser verdad o no.
Me encogí de hombros.
—Tú eres como un kur, por eso me gustas —me dijo. Me puso una pesada garra sobre el hombro—. Sería un error que murieras en la máquina de la verdad.
—En esta fortaleza hay muchos suministros valiosos. ¿Y si caen en manos de los Reyes Sacerdotes?
—Hay disposiciones para evitar tal cosa —dijo.
—Ya lo pensaba. —Sabía que las cámaras no me habían mostrado el complejo en su totalidad.
—¿Cómo son los Reyes Sacerdotes? —me preguntó la bestia—. ¿Son como nosotros?
—No, no son como nosotros.
—Deben ser cosas aterradoras.
Yo pensé en las delicadas criaturas doradas.
—Tal vez —dije.
—¿Tú has visto alguno? —me preguntó.
—Sí.
—¿No deseas hablar?
—No, preferiría no hablar.
Me puso las garras en los hombros.
—Bien —dijo—. Eres leal. No te presionaré.
—Gracias.
—Pero algún día lo sabremos.
Me encogí de hombros.
—Tal vez —dije—. No lo sé.
Volvimos a la mesa sobre la que reposaba el paga.
—¿Cómo fui capturado? —quise saber.
La bestia sirvió otros dos vasos.
—Fue muy simple. Introdujimos en tu refugio de nieve un gas que os dejó inconscientes.
—Imnak estaba de guardia.
—¿El cazador rojo?
—Sí.
—Karjuk habló con él, e Imnak, un tipo listo, cedió a consideraciones económicas y a la prudencia y se unió a nosotros en seguida.
—Nunca dudé que Imnak era un hombre decidido —dije.
—No seas cáustico.
—¿Qué pensarías tú si un kur traicionara a su propia raza? —le pregunté.
Me miró perplejo.
—Eso no puede ocurrir.
—Seguramente los kurii, en sus propias guerras, también han sido culpables de traición.
—Pero nunca con el hombre, nunca a favor de otras especies —dijo la bestia—. Eso es algo impensable.
—Entonces los kurii son más nobles que los hombres —dije.
—Eso es lo que creo, que en todos los aspectos los kurii son más nobles que los hombres. —Me miró—. Pero tú eres una excepción. Creo que tienes algo de kur.
—En la sala de los duelos había un gran espejo —dije.
—Un punto de observación.
—Eso pensé.
—Luchaste espléndidamente —dijo—. Eres muy hábil con esa pequeña arma.
—Gracias.
—Yo también soy hábil con las armas. Con las armas tradicionales de mi pueblo y también con las modernas.
—¿A pesar de vuestra tecnología mantenéis una tradición de duelos? —pregunté.
—Por supuesto. Y la tradición de los colmillos y las garras también sigue vigente.
—Por supuesto —dije.
—A mí no me entusiasman las armas modernas —dijo—. Puede utilizarlas un ovulador o incluso un no-dominante. Te mantienen a gran distancia de la presa. Pueden ser efectivas, y ésta es su justificación, pero en mi opinión son muy aburridas. Acaban con la inmediatez, con el gozo de la caza. Ése es su gran inconveniente. —Me miró—. ¿Qué puede compararse a la alegría de una victoria auténtica, de la victoria de verdad? Cuando uno ha arriesgado su vida abiertamente y luego, después de una dura contienda, tiene al enemigo a sus pies, herido; y ensangrentado y agonizando, y puede matarle victorioso, ¿qué puede compararse a ese gozo?
Los ojos de la bestia llameaban. Luego esa fiera luz se desvaneció. Volvió a servir paga.
—Supongo que pocas cosas pueden compararse a eso —dije.
—En un tiempo, la guerra habrá terminado —dijo. Me miró—. Si sobrevivimos, ya no habrá lugar para gente como nosotros.
—Al menos nos habremos conocido —dije yo.
—Eso es cierto. ¿Quieres ver mis trofeos?
—Sí —respondí.
Hacía mucho frío en la habitación de acero que servía de umbral hacia el hielo del exterior.
Cerca de la pesada puerta circular estaba el kur de piel blanca con anillas en las orejas, el que había acompañado a Karjuk, el traidor de su pueblo. Llevaba unos arneses de cuero en la garra.
Me puse las pieles.
Me iban a sacar para matarme en el hielo, a cierta distancia de la fortaleza. Parecería que el eslín del trineo se había vuelto contra mí. Si me encontraban, pensarían que mi muerte se había debido a un accidente común. Como si me hubiera perdido en el norte, en una vana aventura destinada al fracaso en la que el único final lógico era un final sangriento. Si se organizaba mi búsqueda, terminaría con la aparición de mi cadáver congelado.
No encontrarían ningún eslín en el trineo, por supuesto.
La bestia ató los arneses sobre mí y yo me quedé esperando ante el trineo.
Sus dientes serían suficientes para aparentar las dentelladas sobre mi cuerpo de un eslín hambriento. Pero debía asegurarse de dejar bastantes restos que pudieran encontrar: algunos huesos, el trineo roto, restos de carne.
Me sentía complacido de haber conocido a Zarendargar o Media-Oreja. Habíamos hablado largamente.
Era extraño haber hablado con él, porque era una bestia.
Creo que sentía tener que enviarme al hielo para que el kur blanco me matara. Creo que Zarendargar o Media-Oreja era un soldado solitario, un auténtico soldado que había encontrado muy pocos a quienes confiar sus pensamientos o hablar. Creo que había pocos individuos, si es que había alguno, incluso dentro de su propia gente, con quienes pudiera conversar cálidamente, excitadamente, con detalle, como lo había hecho conmigo, de forma que una palabra sugiriera un párrafo, una mirada, una garra alzada dijeran algo que cualquier otro interlocutor tardaría horas en comprender. Media-Oreja parecía pensar que en cierto sentido nos parecíamos, a pesar de nuestros remotos orígenes y la diferencia de nuestras historias. ¡Qué idea tan descabellada! No puedes encontrar a tu propio hermano en un mundo alienígena.
La noche anterior me encerraron en mi celda, pero Media-Oreja se había encargado de que estuviera a gusto. Me habían traído delicadas viandas y vinos y pieles. También metieron en mi celda, para mi uso, dos esclavas perfumadas vestidas con las sedas de placer. Por la mañana, cuando vino a por mí el kur blanco, Arlene y Constance tuvieron que ser alejadas de la puerta a golpes de látigo. Se quedaron encerradas en mi celda. Estiraban los brazos entre los barrotes, gritando y llorando. Las apartaron de los barrotes a latigazos.
—¡Amo! —gritaban—. ¡Amo! El kur blanco cogió el picaporte que cerraría la pesada compuerta de acero.
—Saludos, Tarl, que cazas conmigo —dijo Imnak entrando en la habitación con una sonrisa. —Saludos, traidor —dije. —No seas rencoroso, Tarl que cazas conmigo. Uno debe mirar por sus intereses.
No dije nada.
—Quiero que sepas que yo, y todo el Pueblo, te estaremos eternamente agradecidos por haber liberado el tabuk —dijo.
—Es un pensamiento reconfortante.
—Seguramente en tus circunstancias te vendrá bien un pensamiento reconfortante —aventuró Imnak.
—Es cierto. —Era difícil enfadarse con Imnak.
—Te he traído algo de comer. —Alzó un saco.
—No, gracias.
—Pero tal vez sientas hambre antes de llegar a tu destino.
—No lo creo.
—Entonces tal vez a tu compañero le gustará tener algo que comer —dijo Imnak indicando al kur con un gesto de cabeza—. No debes ser egoísta. También deberías pensar en él.
—No creo que pueda olvidarle —dije.
—Coge la comida —dijo Imnak.
—No la quiero.
Imnak parecía sentirse herido.
De pronto me quedé atónito. Me dio un brinco el corazón.
—Al eslín le gusta —dijo Imnak esperanzadamente.
—Déjame verlo —dije. Miré dentro del saco—. Sí, me lo llevaré.
El kur volvió de la palanca que controlaba la compuerta que daba paso al exterior. Olió el saco y miró dentro. Cogió los trozos de carne del saco para comprobar que no contenía cuchillos ni armas. Se sintió satisfecho.
—Es para mí —le dije al kur.
El kur frunció los labios. Yo puse el saco en el trineo. Entonces el kur volvió a la palanca. La compuerta se abrió lentamente y yo vi la oscuridad y el hielo. La temperatura en la sala de acero bajó casi de inmediato unos treinta o cuarenta grados.
—Tal —dijo Imnak, no como despidiéndose, sino simplemente como un saludo.
—Tal —respondí.
El kur ocupó su lugar tras el trineo. Yo me incliné hacia delante echando mi peso sobre los arneses y arrastré el trineo sobre el acero y luego sobre el hielo.
Nos dirigimos hacia el norte. El viento soplaba con fuerza. El frío era intenso.
La fortaleza estaba a más de un ahn a nuestras espaldas.
—Tengo hambre —le dije al kur casi gritando mientras me señalaba la boca.
El kur frunció los labios y alzó el látigo. Volví a arrojar mi peso sobre el arnés.
Cuando salí de la fortaleza me había dado la vuelta para mirarla asombrado. Era una isla de hielo, de considerable tamaño. Se alzaba más de tres mil metros sobre la superficie de hielo en la que estaba anclada, y se extendía sobre ella probablemente unos siete kilómetros. Mediría unos cuatro pasangs de anchura. No era la única isla de estas características en las proximidades.
El kur había alzado el látigo y entonces yo continué avanzando, con las cumbres de la isla de hielo alzándose a mis espaldas.
Durante el verano, la habían estabilizado giroscópicamente. La flota invasora la localizaría por su posición.
Miré a las estrellas. Supuse que las naves ya estarían en camino hacia los puertos de Gor, con sus marchas hibernadas, los motores encendidos, silenciosas en el vacío espacial.
—Tengo hambre —le dije al kur.
Él frunció los labios, esta vez con un gruñido, enseñando los colmillos. Vi que estaba pensando en matarme. Pero si la situación lo permitía, obedecería las órdenes. No era una simple bestia de hielo, tal como parecía. Era un kur de nave, sometido a la disciplina de los mundos de acero. No me mataría hasta llegar al lugar y al momento que indicaran las instrucciones, a menos que yo lo forzara a ello. Pero estaba disgustado conmigo.
Le vi alzar el látigo. Por supuesto podría desgarrarme las pieles que llevaba, pero entonces yo no tardaría en congelarme; y además, la piel desgarrada desmentiría la hipótesis de que me había atacado un eslín. Podría matarme ahora, pero entonces él mismo tendría que tirar del trineo y llevar mi cuerpo hasta el lugar donde tenía que abandonarme.