Authors: John Norman
—Una preciosa esclava —dijo.
—¡No soy una esclava! —dijo ella—. ¡Soy una mujer libre!
—Creo que si existe el dispositivo de destrucción, ha de estar aquí —dije.
—Yo también lo creía.
—No debéis detonar el dispositivo —gritó la chica—. ¡Moriremos todos, estúpidos!
La arrojé de un golpe contra las cajas. Cayó al suelo con la boca ensangrentada.
—Piensas y actúas como una esclava —le dije.
Ella bajó la cabeza, temblorosa, asustada, en un gesto instintivo de esclava.
—Quizás sea mejor que pidas permiso antes de hablar en presencia de hombres libres —añadí.
—Estará muy bien desnuda en la tarima de subastas —dijo Drusus.
—Sí.
—¿Y qué hacemos ahora?
En ese momento se cerró la puerta de acero por la que había entrado a la habitación. Debía haberse cerrado automáticamente, porque no vimos a nadie. Desde dentro vimos girar el picaporte asegurando la puerta. Al mismo tiempo, un gas blanco comenzó a salir del techo.
—¡Contened la respiración! —grité. Apunté con el arma de dardos a la puerta y disparé. El dardo se clavó en el acero, y un instante más tarde, mientras yo me arrojaba a tierra cerca de la esclava y de Drusus, hubo una explosión de acero que me taladró los oídos. Les hice un gesto a los otros y echamos a correr hacia la puerta, entre el gas y el humo. La puerta estaba retorcida, arrancada de los goznes, medio derretida. Con la cabeza gacha pasamos por la abertura. La chica soltó un grito cuando el metal caliente rozó su pantorrilla. Ahora nos encontrábamos en el pasillo, y unos ocho kurii venían corriendo hacia nosotros.
Drusus alzó el arma con calma, y un dardo siseó. El primer kur se detuvo y de pronto reventó. Otro se alejó de él, limpiándose la sangre y la carne del rostro, medio cegado, rugiendo de furia. Un dardo silbó sobre nuestras cabezas y explotó tras nosotros. Yo disparé otro dardo y otro kur estalló ante nuestros ojos como si se hubiera tragado una bomba. Los seis kurii restantes, atados a él por tiras de músculo destrozado, retrocedieron a trompicones y desaparecieron detrás de una esquina.
—¡De prisa! —grité.
Echamos a correr. En la primera bifurcación giramos a la izquierda.
No teníamos ningún deseo de volver a encontrar kurii.
Apenas habíamos salido del primer pasillo cuando oímos un gran ruido de acero. Volvimos la vista atrás para ver que el pasillo había quedado cerrado.
—Démonos prisa —sugerí.
Corrimos por unas escaleras.
No vimos a nadie.
Comenzamos a subir otras escaleras. Cerca del final la chica se tambaleó y cayó rodando varios escalones.
La cogí en mis brazos.
—¿Has visto a las bestias? —gritó—. ¿Qué son?
—Son aquellos a los que tú servías —la informé.
—¡No! —gritó.
Me la eché al hombro y subí las escaleras.
—¿Quién va? —gritó un hombre. Luego retrocedió hecho pedazos.
—El camino está libre —dijo Drusus—. ¡De prisa!
Otro panel de acero se cerró a nuestras espaldas. La sirena comenzó a aullar en los pasillos metálicos.
—Tal vez no haya ningún dispositivo de destrucción —dijo Drusus.
—Ahora ya sé dónde está —dije—. Hemos sido unos estúpidos.
—¿Dónde? —me preguntó asombrado.
—Fuera del alcance de las esclavas y de las cámaras —exclamé—. Donde no puede llegar nadie, donde nadie puede verlo.
—Ya hemos llegado hasta el final del sistema de rieles —dijo él.
—¿Dónde terminan todos los rieles de esclava? —pregunté.
—En el centro de la fortaleza.
—En la cámara de Zarendargar —dije.
—Sí.
—Yo he visto esa cámara —dije—. Contiene monitores, pero ella misma no está controlada por ningún monitor.
—Sí —dijo—. ¡Sí!
—¿En qué otro lugar, si no la cámara del alto kur, estaría tan terrible mecanismo?
—Donde nadie puede llegar, donde nadie lo puede ver —dijo él.
—Excepto Zarendargar, el mismo Media-Oreja.
—Entonces todo es inútil.
—Por supuesto. Pero debemos intentarlo. ¿Estás conmigo?
—Desde luego.
—Pero eres de los asesinos.
—Somos tipos testarudos —sonrió.
—Creí que eras demasiado débil para ser un asesino.
—Una vez fui bastante fuerte para desafiar los dictados de mi casta —dijo—. Y una vez fui bastante fuerte para perdonarle la vida a mi amigo, aunque eso podía costarme la mía.
—Tal vez tú eres el más fuerte de la oscura casta —dije.
Se encogió de hombros.
—Vamos —dijo.
—De acuerdo —dije.
Subimos otras escaleras, yo llevando a la chica.
—Espera —dije.
—Sí.
—El camino más obvio hacia la cámara de Zarendargar estará bien guardado. Así que daremos un rodeo, y subiremos arriba. Tal vez podamos entrar desde el nivel superior.
Subimos dos niveles más y comenzamos a buscar otra escalera para subir todavía más.
Apenas habíamos llegado al segundo nivel cuando oímos el grito:
—¡Alto!
Drusus se giró de pronto y disparó un dardo al instante. Los hombres se dispersaron. El dardo se clavó en una pared y explotó cerca de ellos. Doblamos una esquina. Cuatro dardos silbaron y explotaron en una sucesión de estampidos a unos quince metros de distancia. Arrojé a la chica a mis pies. Oímos el ruido de unos pasos que corrían hacia nosotros desde otra dirección. Miramos desesperados a nuestro alrededor. Cogí a la chica del pelo y la hice levantarse. Entonces echamos a correr, hacia el pasillo siguiente.
—Es un pasillo exterior —dijo Drusus—. Hay puertas que dan al exterior.
Corrimos por el pasillo. Oíamos el ruido de los pasos tras nosotros, viniendo del corredor que acabábamos de dejar. Y entonces, a unos doscientos metros de distancia delante de nosotros, vimos más hombres.
Seguimos corriendo.
Miré hacia atrás. Los hombres que venían detrás nuestro parecían andar con precaución. Al parecer no estaban preparados para perseguirnos por este pasillo. De igual manera, los tipos que teníamos enfrente, no hicieron intento de aproximarse.
Detuvimos nuestro paso, atónitos.
—Por aquí, Tarl, que cazas conmigo —dijo una voz familiar.
—¡Imnak! —grité.
Entramos en una gran habitación que tenía acceso a una de las compuertas que daban al exterior de la fortaleza. A un lado había una gran rueda que controlaba la puerta. Hacía frío. Afuera estaba la noche ártica. Un hombre se volvió.
—¡Ram! —exclamé.
—Imnak me liberó —dijo.
En la habitación había varias armas de dardos, y una caja llena de municiones. También había varios paquetes de dardos.
—¡Oh, amo! —exclamó Arlene colgándose de mí—. Tenía tanto miedo por ti... —Yo la besé rudamente, como un amo, y ella se rindió, fundiéndose conmigo como una esclava.
—Amo —dijo la que otrora fuera Lady Constance de Lydius, ahora Constance, mi esclava. Qué hermosa estaba en sus sedas de esclava. La cogí con el otro brazo y dejé que me besara el cuello. Sentí unos labios en la pierna: Audrey estaba arrodillada con la cabeza contra mi pantorrilla. Bárbara también se arrodilló a mis pies bajando la cabeza hasta mis botas. Vi a Tina con Ram y a Poalu con Imnak. Además de ellos había otras quince esclavas asustadas. Los únicos hombres éramos Drusus y yo, Imnak y Ram. También había pieles y alimentos.
—He cogido todas las mujeres, todas las armas y todas las cosas que he podido —dijo Imnak.
—Pero no has salido de la fortaleza —dije.
—Te estaba esperando. Y a Karjuk también.
—¿Karjuk? —dije—. Es un aliado de los kurii.
—¿Cómo puede ser eso? —preguntó Imnak—. Es uno del Pueblo.
—No he podido encontrar el mecanismo de destrucción —le dije a Imnak—. Creo que está en la cámara de Zarendargar, el alto kur. Pero ya no importa. Ya nada importa. Todo está perdido.
—No te olvides de Karjuk —dijo Imnak.
Le miré.
—Es uno del Pueblo —me recordó Imnak.
—¿Dónde has encontrado a esta nueva esclava? —me preguntó Arlene, no muy contenta, mirando a la esbelta y hermosa chica que llevaba conmigo.
—No soy una esclava, esclava —dijo aquella pálida y aristocrática chica morena.
Arlene me miró asustada.
—Todavía no es una esclava legal —dije yo—, así que trátala con el respeto debido a una mujer libre.
Arlene cayó de rodillas ante ella con la cabeza baja y la chica se irguió con orgullo.
—Levántate —le dije a Arlene—. Aunque esta chica no es todavía una esclava legal, en realidad es una auténtica esclava. —La chica dio un respingo—. Así pues —dije—, no hay que tratarla con particular respeto.
—Entiendo perfectamente, amo —dijo Arlene mirando a la aristocrática chica. Las otras esclavas también la miraban. Lady Rosa se estremeció, sin atreverse a mirarlas a los ojos. Sabía que no había una sola chica en la habitación que no estuviera estudiándola y comparando su cuerpo con los suyos propios.
—Aquí hay pieles —le dije a Imnak—. Creo que lo mejor es que tú y Ram y las chicas intentéis salir de la fortaleza y volver al hielo.
—¿Y tú? —preguntó Imnak.
—Yo me quedo aquí.
—Yo también —dijo Drusus.
—¡Yo también me quedo! —exclamó Arlene.
—Tú obedecerás, esclava —ordené.
—Sí, amo —dijo con lágrimas en los ojos.
Entonces oímos unos golpes en la compuerta.
—¡Rendíos! ¡Abrid! ¡Abrid! —gritaba una voz.
—Estamos rodeados —dije.
—No hay escapatoria —dijo Drusus.
—Apartaos de la compuerta —dije yo—. Que la vuelen.
Nos apartamos con las armas de dardos preparadas.
De pronto oímos un grito al otro lado de la compuerta. Luego una exclamación de ira. Después oímos unos golpes al otro lado del acero.
—¡Socorro! ¡Socorro!
—¡Dejadnos entrar! ¡Dejadnos entrar! —Más golpes frenéticos.
—¡Nos rendimos! —oímos—. ¡Por favor! ¡Por favor! —Más gritos. Oímos algo afilado golpear el acero. Después, la descarga de un fusil de dardos.
—¡Nos rendimos! ¡Nos rendimos! ¡Dejadnos entrar!
—Es una trampa —dijo Drusus.
—Pero realmente muy convincente —opiné.
Oímos a otro hombre gritar de dolor.
Entonces una voz habló al otro lado del acero. Hablaba en el lenguaje del Pueblo, y pude entender muy poco.
Imnak corrió a la rueda radiante de alegría. Yo no le detuve. Hizo girar la rueda y la gran compuerta se deslizó a un lado.
Ram soltó un grito de alegría.
En el exterior había cientos de hombres, mujeres y niños del Pueblo, sobre trineos tirados por eslines. Y seguían llegando más. Karjuk estaba cerca de la entrada, con su arco de cuerno en la mano, preparado con una flecha. Había otros cazadores. Los hombres de la fortaleza estaban diseminados por el suelo, algunos de ellos con flechas clavadas. Por todos lados había cazadores rojos. Algunos de los hombres de la fortaleza habían sido abatidos por lanzas. Unos pocos, ya desarmados, esperaban retenidos por eslines de nieve domesticados sostenidos por sus amos. Otros hombres eran obligados a tumbarse para ser atados, luego les rasgaban los trajes con cuchillos de hueso.
—¡Nos congelaremos! —gritó uno de ellos. Los cazadores rojos tenían a los enemigos totalmente a su merced, expuestos a los rigores de la noche invernal.
Karjuk dictaba órdenes. Los cazadores rojos corrían de un lado a otro. Imnak les daba fusiles de dardos y les explicaba su funcionamiento. Pero ellos en general preferían sus herramientas de madera y hueso. Los hombres con los eslines domesticados pasaron junto a mí. Drusus se unió a otro grupo de cazadores en la vanguardia, listos para disparar contra cualquier resistencia que encontraran. Ram, arma en ristre, se unió a otro contingente. Yo miré la compuerta. Más gente del Pueblo, mujeres y niños y cazadores, se acercaban a la fortaleza. Muchos soltaban a los eslines de los trineos para usarlos como eslines de ataque.
Karjuk seguía en la compuerta dictando órdenes en la lengua de los cazadores rojos.
—Vienen de todos los campamentos —dijo Imnak—. Son más de dos mil quinientos.
—Entonces es el Pueblo al completo —dije.
—Sí. Es todo el Pueblo —me sonrió—. A veces el guardián no puede hacerlo todo.
Miré a Karjuk.
—Pensaba que eras un aliado de las bestias —le dije.
—Soy el guardián —dijo—. Y soy del Pueblo.
—Perdóname por haber dudado de ti.
—Perdonado.
Vi que empujaban a dos hombres de la fortaleza por los pasillos, con las manos atadas a la espalda. A una mujer la arrastraban desnuda. Su captor ya le había puesto correas al cuello.
—Yo en tu lugar me cambiaría de traje —dijo Imnak—, porque pueden confundirte con un hombre de la fortaleza.
Me quité el traje que llevaba y me puse unas botas y un pantalón de piel. No quería llevar camisa ni anorak porque en la fortaleza hacía calor.
—Id a las zonas más cálidas —les dije a las chicas que tiritaban en la habitación.
Arlene, Audrey, Bárbara, Constance y las otras corrieron a buscar un cobijo más cálido.
Karjuk entró para dirigir las operaciones, acompañado de Imnak.
Yo salí al exterior, a la noche ártica, para supervisar la retaguardia.
Miré las cumbres de hielo para ver si nos amenazaba algún ataque organizado, pero no vi nada. Si los hombres de la fortaleza salían no durarían mucho en la noche ártica. Las unidades de calor de sus trajes se agotarían y quedarían a merced de la nieve y el hielo.
Miré a mi alrededor y de pronto vi que la puerta de la fortaleza se cerraba lentamente. Me apresuré a entrar. Lady Rosa se volvió sorprendida hacia mí desde la rueda con la que controlaba la compuerta. Retrocedió sacudiendo la cabeza.
Sin decir una palabra, fui hacia ella y la hice arrodillarse. Le corté con el cuchillo un mechón de sus cabellos y con él le até los tobillos. Luego la arrastré del brazo hacia la compuerta y sobre el hielo.
—¡No! —gritó—. ¡No! —La dejé sobre el hielo—. ¡No!
Volví a la fortaleza y giré la rueda para cerrar la compuerta.
La oí gritar al otro lado del acero.
—¡Déjame entrar! —chillaba—. ¡Te ordeno que me dejes entrar! —Se oían sus gritos con bastante claridad. Sin duda se había retorcido frenéticamente hasta lograr ponerse de rodillas, justo al otro lado de la puerta—. ¡Soy una mujer libre! ¡No puedes hacerme esto!