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Authors: John Norman

Bestias de Gor (31 page)

BOOK: Bestias de Gor
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No pensaba que resistiera mucho tiempo en la noche ártica, medio desnuda como iba.

Había intentado matarme.

—Seré tu esclava —gritó.

Ella no sabía si yo aún estaba al otro lado de la puerta.

—¡Soy tu esclava! —gritaba—. Amo, amo, ¡soy tu esclava! —Lloraba de miedo y frío—. ¡Por favor, sálvale la vida a tu esclava, amo!

Giré la rueda y abrí la compuerta.

Ella se arrojó dentro temblando. La arrastré a la sala y cerré la compuerta.

La miré, temblando a mis pies. Ella alzó la vista hacia mí; estaba aterrorizada.

—¿Qué clase de hombre eres, amo? —me preguntó. Yo la miré. Ella se puso de rodillas y bajó la cabeza hasta mis pies y comenzó a besarlos desesperadamente, en un esfuerzo por aplacarme.

—Mírame —le dije. Ella obedeció—. Serás severamente azotada.

—Sí, amo. He intentado matarte.

—Eso lo hiciste cuando eras una mujer libre. No lo tendré en cuenta.

—¿Pues entonces por qué vas a azotarme?

—Besas muy mal.

—Te suplico que me instruyas.

—Haré que una esclava intente enseñarte algunas cosas —le dije.

—Intentaré aprender bien mis lecciones —dijo.

Me la eché al hombro para llevarla a una zona interior.

—Aprenderás bien tus lecciones —le dije—, o servirás de alimento al eslín.

—Sí, amo.

—La fortaleza está segura —dijo Ram—, a excepción de la cámara de Zarendargar, Media-Oreja. Nadie ha entrado allí.

—Yo entraré —dije.

—Podemos abrirnos camino a tiros —dijo Ram.

—Nosotros lo haremos —dijo Drusus.

Caminé por el largo pasillo que llevaba a la cámara de Zarendargar. A unos metros detrás de mí venían Ram y Drusus y Karjuk e Imnak y muchos cazadores rojos.

Yo llevaba en la mano un arma de dardos. El pasillo se me hacía interminable. No recordaba que estuviera tan lejos. El sistema de rieles en el techo acabó a unos doce metros de la cámara de Zarendargar. Miré los monitores del techo; sin duda me habían estado observando.

Me detuve ante la puerta de la cámara y alcé el fusil de dardos.

La batalla había sido dura y sangrienta. Muchos hombres de la fortaleza habían caído; también cazadores rojos. La resistencia había sido encabezada por el gigante kur al que le faltaba media oreja. Pero había habido muchos cazadores rojos y muchas armas. El gran kur, cuando la batalla se volvió contra él, dejó a sus kurii y a sus hombres para que huyeran o se rindieran. Ningún kur se rindió. La mayoría resultaron muertos, luchando hasta el final. Algunos habían salido de la fortaleza, tambaleándose heridos en la noche ártica. El mismo Zarendargar se había retirado a su cámara.

La puerta parecía entreabierta.

La abrí con el cañón del fusil.

Recordaba bien la habitación.

Entré con cuidado, pero entonces bajé el arma.

—Saludos, Tarl Cabot —dijo el traductor.

Vi a Zarendargar en el estrado de piel. Cerca de él había un pequeño mecanismo.

Aquella gran figura, sentada muy erguida, me miraba.

—Perdóname, amigo —dijo—, he perdido mucha sangre.

—Deja que te vendemos las heridas —dije yo.

—Toma un poco de paga. —Me señaló las botellas y los vasos que había a un lado.

Fui a las estanterías, me colgué el rifle al hombro, y serví dos vasos de paga. Le di uno a Zarendargar. Fui a sentarme ante el estrado con las piernas cruzadas, pero Zarendargar me indicó que compartiera el estrado con él. Me senté a su lado con las piernas cruzadas, como un guerrero.

—Eres mi prisionero —le dije.

—No creo —dijo él. Me indicó el pequeño mecanismo que tenía en la garra.

—Ya veo —dije. Se me erizaron los pelos de la nuca.

—Bebamos por tu victoria —dijo. Alzó la copa—. Una victoria de los hombres y los Reyes Sacerdotes.

—Eres muy generoso.

—Pero una victoria no es una guerra.

—Es cierto.

Entrechocamos los vasos a la manera de los hombres y bebimos.

Zarendargar dejó la copa a un lado y alzó el objeto metálico.

Yo me tensé.

—Puedo darle a este interruptor antes de que dispares —me dijo.

—Eso está claro —dije—. Estás sangrando. —El estrado en el que nos sentábamos estaba lleno de sangre seca, y era evidente que el pequeño esfuerzo de levantarse para recibirme o de entrechocar su vaso con el mío, había abierto algunas heridas en su enorme cuerpo.

Alzó el objeto metálico.

—Esto es lo que buscabas —dijo.

—Por supuesto.

—¿Sabías que estaría aquí?

—Tardé en comprender que sólo podía estar aquí.

—No me atraparás vivo.

—Ríndete. No hay deshonor en la rendición. Has luchado bien, pero has perdido.

—Soy Media-Oreja, de los Kurii —dijo.

—¿Hay aquí muchas cosas valiosas que quieras destruir? —le pregunté.

—Los suministros, los mapas, los códigos, no pueden caer en manos de los Reyes Sacerdotes. Este mecanismo tiene dos interruptores.

Yo vi los dos interruptores.

—Cuando los apriete —continuó—, se iniciará una secuencia irreversible. Primero, una señal se transmitirá desde la fortaleza a los mundos de acero. La señal les informará de la destrucción de la fortaleza, de la pérdida de las municiones y suministros.

—Y simultáneamente, la segunda parte de la secuencia pone en marcha la destrucción del complejo —dije yo.

—Por supuesto.

Tenía el dedo en el interruptor.

—En la fortaleza quedan varios humanos —dije.

—Pero ningún kurii, salvo yo mismo.

—Algunos de los humanos que quedan aquí son prisioneros que servían a tus cohortes.

—¿Mis hombres? —preguntó.

—Han luchado con valor —dije.

La bestia parecía perdida en sus pensamientos.

—Están a mis órdenes —dijo—. Aunque sean humanos, siguen estando a mis órdenes.

Apretó el segundo de los interruptores.

Yo me tensé, pero ni la sala ni la fortaleza explotaron bajo mis pies.

—Eres un gran oficial —dije.

—He apretado el segundo interruptor —dijo—. Se ha transmitido la señal a los mundos de acero y a nuestra flota. Y la secuencia de destrucción está iniciada.

—Pero es una segunda secuencia de destrucción —dije.

—Sí —explicó Media-Oreja—, os permitirá la evacuación de la fortaleza.

—¿Cuánto tiempo queda?

—Tres ahns kur. El dispositivo está dispuesto en cronometría kur, sincronizada con la rotación de nuestro mundo original.

—¿La misma cronometría que rige en la fortaleza?

—Por supuesto.

—Entonces quedan algo más de cinco ahns goreanos —dije.

—Pero te advierto que es mejor que estéis a una distancia de más de un ahn kur de la fortaleza antes de que ésta explote.

—Actuaré deprisa —dije—. Tú debes acompañarnos.

El gran kur se echó hacia atrás sobre el estrado con los ojos cerrados.

—Ven con nosotros —le dije.

—No. —Vi la sangre manando de su enorme cuerpo.

—Podemos llevarte.

—Mataré a cualquiera que se me acerque.

—Como desees.

—Aunque he caído, sigo siendo Zarendargar, Media-Oreja, de los kurii.

—Te dejaré solo —dije.

—Te lo agradezco. Parece que conoces bien nuestras costumbres.

—No son muy distintas de las costumbres de un guerrero.

Serví un vaso de paga y lo dejé junto a él en el estrado.

Entonces me di la vuelta para salir de la habitación. Él deseaba estar solo, sangrar en las tinieblas para que nadie viera su sufrimiento. Los kurii son bestias orgullosas.

En la puerta, me volví.

—Te deseo suerte. Comandante —dije.

No salió respuesta del traductor. Me marché.

30. ALZO UNA COPA DE PAGA

Las órdenes se dieron con presteza.

En dos ahns estábamos listos para salir de la fortaleza. Los trineos estaban preparados; los prisioneros, unos cuarenta hombres ahora vestidos con pieles, permanecían atados con las manos a la espalda y cadenas al cuello. Ya no les quedaba batalla que luchar; sabían que en el hielo, lejos de la tecnología de la fortaleza, sólo podrían sobrevivir si los cazadores rojos se lo permitían. Algunos serían vendidos a los tratantes en la primavera, otros tal vez se quedaran en los campamentos para servir a los cazadores rojos como esclavos.

Miré a las quince mujeres que habían estado en la fortaleza, mujeres entrenadas como agentes kur, mujeres que trabajaban para su causa. Todas estaban desnudas de rodillas, la mayoría con correas al cuello.

—Ponedlas en los sacos —dije.

Una a una, las metieron en sacos de piel que luego se introducían en otro saco. En los sacos sólo había una abertura para la cabeza, y estaba cubierta con una capucha, de forma que sólo iba expuesto el rostro de la esclava. Las cuerdas que ataban el saco se anudaban fuertemente detrás de las capuchas, de forma que las mujeres no pudieran alcanzar las ligaduras.

—Atad los sacos a los trineos —dije. Así es como transportaríamos a las mujeres.

Las mujeres gemían mientras las ataban a los trineos.

Ya aprenderían a servir a los cazadores rojos.

La que había sido Lady Rosa no estaba entre ellas. Estaba en otro lugar, donde yo la quería.

—¿Estamos listos para partir? —le pregunté a Imnak.

—Casi —respondió. Poalu, ya vestida con las pieles, estaba junto a él.

—Ven conmigo —le dije a Imnak—, y trae a los más valientes de tus cazadores, los que mejor hayan luchado.

Hubo un clamor.

—Seguramente Karjuk está entre los mejores —dijo.

—¡Ven con nosotros, Karjuk! —grité.

—Id sin mí —sonrió—. Yo soy un hombre solitario.

—Seguramente querrás algo que te caliente y te dé placer en la casa —le dije.

—Tal vez me encariñara mucho con eso —dijo. Se inclinó para comprobar un fardo del trineo.

Imnak me guiñó un ojo.

—Vente, amigo —dijo—. Puedes ayudarnos a elegir.

—Muy poco sé de esas cosas —dijo Karjuk—. Soy un hombre solitario.

—Seguro que puedes decirnos cuál es mejor para tirar del trineo.

—Debéis fijaros en las piernas —dijo Karjuk—. Unas piernas fuertes son importantes.

—Vente —dijo Imnak.

—Muy bien —accedió Karjuk.

Caminamos por el pasillo. Con nosotros venían muchos de los cazadores rojos, unos setenta u ochenta, y también Ram y Drusus.

Entramos en una gran sala.

En el centro de la habitación se arrodillaba una joven mujer roja con la cabeza gacha. Ella era la única mujer de su raza, aparte de Poalu, que había estado prisionera en la fortaleza. La habían encontrado encadenada en una de las salas de esclavas. Alzó la mirada.

—A ésta nadie la quiere —dijo Imnak—. Ha sido una esclava del hombre blanco.

La chica tenía lágrimas en los ojos. Era muy bonita. Era bajita y rechoncha, como la mayoría de las mujeres de los cazadores rojos.

—¿Qué vais a hacer con ella? —dijo Karjuk.

—La dejaremos en la nieve —dijo Imnak—. Es una vergüenza para el Pueblo.

—Yo vivo apartado del Pueblo —dijo Karjuk.

—¿La quieres? —preguntó Imnak.

—Por supuesto que no —se apresuró a decir Karjuk—. Es demasiado bonita para mí.

—¿La conoces?

—Era Neromiktok, del campamento de las Cumbres de Cobre —dijo.

—¿Le conoces? —preguntó inocentemente Imnak a la chica.

—Es Karjuk, amo —susurró ella—, una vez fue del campamento de las Piedras Brillantes, luego se convirtió en guardián.

—Se dice que dejó el campamento y se convirtió en guardián porque una chica orgullosa del campamento de las Cumbres de Cobre rechazó una vez sus regalos —dijo Imnak.

Ella bajó la cabeza.

—¿Cómo te has convertido en esclava? —preguntó Imnak.

—Era demasiado buena para los hombres —dijo ella.

Varios cazadores rojos se echaron a reír al oír a la esclava hablar de aquel modo.

—Me alejé del campamento de las Cumbres de Cobre para huir de un matrimonio que no deseaba. Me capturaron y me hicieron esclava.

—¿Todavía eres demasiado buena para los hombres? —dijo Imnak.

—No, amo.

—Has avergonzado al Pueblo —dijo Imnak severamente.

—Sí, amo.

—¿Qué clase de mujer eres?

—Una que quiere arrodillarse a los pies de los hombres y amarlos.

—¿Conoces el castigo por avergonzar al Pueblo?

—¡No, amo, por favor!

—Cogedla —les dijo Imnak a dos cazadores rojos. Ellos la agarraron cada uno de un brazo y la obligaron a levantarse.

—¡Me van a dejar en la nieve! —gritó desesperada la chica dirigiéndose a Karjuk.

—¿La vais a dejar en la nieve? —preguntó Karjuk.

—Por supuesto —dijo Imnak.

—Pero tiene las piernas fuertes.

La chica se debatía en los brazos de los cazadores rojos.

Ellos la soltaron y la esclava corrió a arrodillarse ante Karjuk, con la cabeza gacha, cogiéndose a sus piernas entre sollozos.

—Supongo que podrá tirar de un trineo —dijo un cazador rojo.

—¡Quédate conmigo, amo! —suplicaba la chica a Karjuk sollozando—. ¡Te suplico que te quedes conmigo, amo!

—¿Qué quieres? —preguntó él.

—Arrodillarme a tus pies y servirte y amarte.

—¡Vergüenza! —gritó Imnak.

—¿Puedes tirar del trineo? —preguntó Karjuk.

—Sí, amo. Y aunque sé que tú estás por encima de esas cosas, también puedo enseñarte maravillas entre las pieles, maravillas que me han enseñado como esclava.

Karjuk se alzó de hombros.

—No está mal ampliar las propias experiencias.

—¡Quédate conmigo, amo!

—Te llamaré Auyark —dijo él.

—Soy Auyark —dijo ella alegremente, sollozando con la cabeza junto a su pierna.

Él bajó la mirada hacia ella.

—Mírame, esclava —dijo.

Ella le miró.

—Me quedaré contigo, pero debes entender que eres una esclava, totalmente una esclava y sólo una esclava. Y si no eres complaciente te abandonaré en la nieve.

—Sí, amo.

—Ven, levántate.

Salieron de la habitación. Él primero, ella detrás.

—Imnak —dije—, tú has preparado todo esto.

—No es imposible —dijo él—. Pero démonos prisa, hay otras zorras por distribuir, y tenemos poco tiempo.

Miré a Arlene, arrodillada en la fila junto a las demás chicas. Era la primera de la línea. Había cuatro líneas, cada una de cincuenta esclavas. Eran las chicas que habían servido como esclavas en la fortaleza.

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