Authors: John Norman
La que había sido lady Rosa se arrodillaba a un lado.
—Soy una esclava. Suplico tus cadenas —dijo Arlene.
—Recógelas —dije indicándole la cadena. Ella la levantó.
—Soy una esclava. Suplico tus cadenas —dijo Audrey.
—Recógelas. —Ella cogió la cadena con el collar y la levantó con lágrimas en los ojos. Suavemente, con la cabeza gacha, lamió y besó el metal. Sonreí. Tal como había pensado, la que antes era una niña rica fue la primera en lamer y besar sus cadenas.
Las chicas encadenadas serían puestas en sacos de piel y atadas al trineo. Más tarde, después de que fuera construido el primer campamento en el hielo, se las soltaría de la cadena para utilizarlas en las cabañas. Y más tarde irían junto al trineo.
Cogí las cadenas de Arlene y se las puse, cerrando los candados rudamente sobre su cuerpo.
Olí su femineidad. Ella me miró.
—Más tarde, esclava. Ve al trineo.
—Sí, amo —dijo con un gemido.
Los otros hombres llevaban a cabo parecidas ceremonias de esclavitud con las otras zorras. Vi que Ram no se quedó con ninguna. Estaba satisfecho con la adorable Tina, que otrora fuera lady Tina de Lydius. Drusus puso sus cadenas a dos esclavas y las mandó al trineo, donde había hecho sitio para sus pertenencias, incluidas las esclavas.
Lancé otra cadena al suelo ante mí.
Bárbara, la chica rubia de la Tierra, se arrodilló a mis pies.
—Soy una esclava —dijo—. Suplico tus cadenas.
—Recógelas.
Ella las cogió y las besó.
Las cerré sobre su cuerpo.
—Ve al trineo —le dije.
—Sí, amo.
Lancé otra cadena al suelo.
Constance, la esclava goreana, se arrodilló ante mí.
—Soy una esclava. Suplico tus cadenas.
Las cogió y las besó.
Las cerré sobre su cuerpo.
—Ve al trineo —le dije.
—Sí, amo.
Lancé al suelo la quinta de las seis cadenas que había cogido.
Belinda, la esclava que yo había poseído en los pasillos, corrió hacia mí y se arrodilló.
Estaba contenta. Yo le permitía estar a mis pies, al menos de momento.
Pronto caminaba encadenada hacia mi trineo.
Lancé al suelo la última cadena.
La aristocrática chica que había sido lady Rosa vino a arrodillarse ante mí.
—Soy una esclava —dijo—. Suplico tus cadenas.
—Recógelas.
Ella las cogió y sin dejar de mirarme se las llevó a los labios. Luego bajó la cabeza y las lamió delicadamente y las besó.
Yo cerré el collar en torno a su cuello y las dos anillas en sus muñecas.
—¿A quién perteneces, esclava? —le pregunté.
—A ti, amo.
—Ve al trineo, esclava.
—Sí, amo.
—Debemos darnos prisa —dijo Imnak—. Dentro de dos ahns este lugar desaparecerá.
Salí de la habitación y le cogí a un cazador su fusil de dardos.
—¿A dónde vas? —preguntó Imnak.
—A la cámara de Zarendargar —dije. Deslicé uno de los dardos en el cañón del fusil.
—¿Por qué?
Me encogí de hombros.
—Si este lugar explota, su muerte será horrible.
Fui a la cámara de Zarendargar con el arma en la mano. Imnak me seguía.
Cuando llegué a la sala, abrí la puerta con el pie y alcé el arma para disparar a la figura que se desangraba sobre la tarima de piel.
Di un respingo.
Zarendargar no estaba.
—¡Haré que registren todas las salas y pasillos! —gritó Imnak al tiempo que salía corriendo de la habitación.
Me acerqué lentamente al estrado de piel sobre el que había dejado la copa de paga. Vi los restos de la copa rota contra la pared de acero. Pero sobre la tarima había otra copa llena de paga.
Me eché a reír en voz alta.
Me incliné y cogí la copa, alzándola en un brindis y un saludo.
Bebí el paga y arrojé el vaso contra la pared de acero. Los restos de la copa se mezclaron con los otros cristales rotos.
Me di la vuelta y salí de la habitación. Imnak intentaba organizar una búsqueda por la fortaleza.
—No hay tiempo —le dije.
—Pero la bestia…
—No hay tiempo. Tenemos que irnos.
Me quedé solo en la puerta de la cámara de Zarendargar, Media-Oreja, general de guerra de los kurii. Miré una vez más al estrado manchado de sangre y a la pared de acero al pie de la cual reposaban los fragmentos de dos vasos.
Luego me di la vuelta y salí de la zona. Había que ponerse en camino.
—¡Mira! —gritó Imnak.
Giré el trineo. Otros también hicieron girar sus trineos, como nubes sobre el hielo.
Muchos hombres gritaron asombrados y alarmados.
Detrás de nosotros, en el cielo del invierno, brillando a cientos de pasangs de altura, se extendían las sutiles cortinas de luces amarillas y rosas y rojas.
—No es la época —dijo un cazador.
Algunas mujeres chillaban. Los niños alzaban sus rostros.
Por un instante, sólo por un instante, apareció entre las luces la gigantesca cabeza de un kur. Tenía la oreja izquierda medio arrancada y los labios fruncidos en el gesto kur de placer. Después la cabeza desapareció.
Entonces, a más de un ahn de distancia de la fortaleza, vimos un destello de luz que en la oscuridad de la noche polar nos hizo gritar de dolor, medio cegados.
Por un instante terrible, la noche pareció tan brillante como el día, como un resplandor que la mayoría del Pueblo, en las regiones más al norte, nunca habían visto, un resplandor que superaba las blancas arenas de Tahari y las verdes junglas del este de Cartius.
Luego desapareció la luz del cielo y volvió la noche polar. Un humo amarillento se elevaba del hielo distante.
—¡Al suelo! —grité—. ¡Tras los trineos!
La onda expansiva nos golpeó con hielo y nieve. Rasgó nuestras pieles. Yo agarraba el trineo interponiéndolo ante la onda. Arlene gritó de terror mientras el trineo se retorcía. Ella, como todas las demás mujeres, estaba absolutamente indefensa, metida en dos sacos de piel, uno dentro del otro. El eslín atado al trineo rugió con furia, rascando el hielo, casi arrastrado por la onda. Estuvimos en aquel huracán sólo unos siete segundos. Pasó tan deprisa como había llegado.
Le di unos golpes en el hocico al eslín y lo desenredé de las cuerdas.
Volví el trineo hacia el lugar donde había estado la fortaleza. Me subí a los deslizadores para ver mejor. Arlene también intentaba ver algo.
Los cazadores rojos estaban girando sus trineos.
—¡Mirad! —dijo Imnak. Vi que el eslín alzaba las patas chorreando agua.
—No es más que aire caliente debido a la explosión de la fortaleza. Está derritiendo el hielo.
—¡No, allí!
Señalaba a la distancia, donde el vapor se elevaba del agua.
Vi pilas de hielo deslizarse al agua.
—Mirad el hielo. ¡El agua está hirviendo! —exclamó.
De pronto se abrió una gran grieta en el hielo, cerca de nosotros.
Miré hacia la fortaleza. El humo se alzaba en el aire, extendiéndose como un paraguas al subir. La nube era sorprendentemente familiar. Parecía que el complejo hubiera explotado a causa de un dispositivo nuclear.
—¡El agua está hirviendo! —gritó Imnak.
—Nada podría vivir allí —dije.
—La bestia está muerta.
—Tal vez.
—Tú has visto el rostro en el cielo —dijo él.
—El mecanismo que proyectó la imagen pudo haber sido programado con anterioridad —dije.
—La bestia está muerta —dijo Imnak—. Si no murió en las salas y los pasillos, habrá muerto, quemada o ahogada, en las aguas de los alrededores.
—Tal vez —dije—. No lo sé.
El hielo comenzó a crujir bajo nuestros pies.
—¡Deprisa! —gritó Imnak.
Eché una última ojeada a las distantes aguas calientes que hervían donde el mar polar silbaba de indignación, como si estuviera ofendido, enfurecido por el contacto de un mecanismo controlado por criaturas racionales.
Los Reyes Sacerdotes han establecido límites para los artefactos humanos sobre este mundo. Están a favor de la lanza y el arco, la espada y el acero del cuchillo. Pero los kurii no viven bajo estas leyes. Me pregunté qué peludo Prometeo les habría regalado el fuego.
Recordé la cámara de Zarendargar y las dos copas de paga estrelladas contra la pared.
Alcé la mano hacia las hirvientes aguas, más allá de la gran nube.
—¡Deprisa! —gritaba Imnak.
Giré el trineo y restallé el látigo sobre la cabeza del eslín.
—¡Vamos! —grité—. ¡Vamos!
El eslín, arañando el hielo con las garras, arrojó su peso contra los arneses.
El hielo se derretía a mis espaldas. Mis pies, protegidos por botas de piel de eslín, salpicaban en el agua y yo empujaba el trineo sobre hielo sólido, gritando y restallando el látigo.
Cerré suavemente la puerta de la casa de festejos. No creo que advirtieran mi marcha.
En el interior se divertía el pueblo de Imnak. Había mucha carne hervida y guisada. Afuera comenzaba a caer una nieve fina. Desde la casa de festejos me llegaban los gritos de alegría. Miré el mar polar, la extensión norte del Thassa. Las estrellas brillaban en el cielo bañado por la luna.
Fui hacia los trineos.
Imnak cantaba en la casa de festejos. Me alegré. Ya no se sentía intimidado por la montaña que una vez pareció alzarse ante él. Ya no tenía miedo de cantar, porque ahora la montaña le daba la bienvenida.
Inspeccioné los arneses de mi eslín de nieve en el trineo.
El arnés estaba seguro. La bestia estaba inquieta.
Había allí unos ocho trineos. Ram y Drusus tenían sus trineos y, además del mío, estaban los de cinco cazadores, hombres que nos acompañarían al sur, a través del glaciar Eje. Atada por el cuello al trineo de Ram, envuelta en pieles, estaba Tina. Atadas por el cuello al trineo de Drusus, envueltas en pieles, estaban las dos bellezas que había elegido y encadenado en la fortaleza de los kurii. Otras chicas estaban atadas del mismo modo a los trineos de los cazadores que nos acompañarían. Eran chicas de la fortaleza, algunas de las cuales habían sido mujeres libres, que se cambiarían en el sur como buena mercancía. Atada a mi propio trineo había una cadena colectiva de seis esclavas.
La primera chica era Arlene, la segunda Audrey, la tercera era Bárbara, Constance la cuarta, Belinda la quinta y la que había sido lady Rosa era la sexta. Todas iban envueltas en pieles. La nieve caía suavemente sobre ellas.
Fui al final de la cadena y cogí entre mis brazos a la última chica. Le besé suavemente los labios, cálidos en la fría noche. La que había sido lady Rosa había aprendido ya mucho.
—¿Cómo te llamaré? —dije—. ¿Rosita? ¿Pepita?
—Llámame como desees, amo —respondió ella—. Soy totalmente tuya.
La toqué el muslo a través de las pieles.
—Cuando lleguemos a Puerto Kar te marcaré —dije.
—Sí, amo.
Fui hacia la quinta chica, Belinda. La cogí entre mis brazos suavemente y la besé.
—Tú ya estás marcada.
—Márcame mil veces —dijo ella—. Cada vez seré más tuya.
—Una marca basta para convertirte en esclava.
—Sí, amo. Pero cada vez que me tocas, me marcas. Cada vez que me tocas me haces más esclava. Cada vez que me tocas soy más tuya.
Fui hacia Constance, que era la cuarta chica.
La besé.
—Al igual que Belinda, tú eres ya una esclava marcada.
Tal vez hiciera que la entrenaran como una exquisita esclava de placer, experta en la danza sensual y en las mil artes del placer. Entonces podría enviarla, entrenada, perfumada y con las sedas, a algún fiero pirata de Torvaldsland.
Pero tal vez me quedara con ella por un tiempo. O tal vez la pusiera en una tarima en Puerto Kar.
No lo sabía.
—Intentaré complacerte —me dijo.
—En Puerto Kar —dije yo—, cuando una chica no es complaciente, se la ata de pies y manos y se la arroja desnuda a los canales para alimento de los urts.
—Intentaré ser complaciente —sonrió.
Me eché a reír y le acaricié la cabeza. Ella me besó el guante.
—Cuando te venda, si es que te vendo, te enviaré al sur, para una esclavitud de placer.
Fui hacia Bárbara y la cogí en mis brazos y la besé con ternura.
—Te marcaré en Puerto Kar —le dije.
—Espero el hierro con ansia, amo.
Entonces fui hacia la segunda chica de la cadena: Audrey. La tomé en mis brazos y la besé dulcemente.
Ella se aferró a mí.
—Suplico tu marca —dijo roncamente.
—¿Ya no eres una chica rica de la Tierra?
—Soy una zorra goreana y una esclava. Suplico tu marca.
Me miró con lágrimas en los ojos.
—No me atrevo a pedir tu collar —dijo—. Después de marcarme, puedes rechazarme o venderme si lo deseas. Siempre recordaré con alegría el momento de dolor en el cual, a pesar de no ser más que una esclava, he merecido tu hierro.
—Me quedaré contigo al menos por un tiempo, y te pondré mi collar —le dije—. No careces de interés como esclava. Mis hombres pueden encontrarte divertida. Y tal vez te permita de vez en cuando servirme en mis habitaciones.
—Gracias, amo.
—Luego creo que te venderé. Creo que aprovecharás el hecho de tener muchos amos y conocer muchas esclavitudes, porque eres soberbia carne de esclavitud.
—Gracias, amo.
Fui hacia Arlene, que encabezaba la cadena.
Ella alzó los ojos hacia mí. Yo le aparté la capucha dejándola caer sobre sus hombros. Qué hermosa era. Tenía nieve en los cabellos. Le aparté el pelo de la cara.
—Mi muslo no ha sido marcado —dijo—. ¿Me marcará mi amo a mí también en Puerto Kar?
—Sí.
—Esta esclava está complacida.
—¿De verdad? —le pregunté cogiéndole la cabeza con las manos.
—Sí. Para esta esclava es un gran honor ser marcada por un guerrero, un guerrero que es un Capitán.
De pronto me abrazó.
—Oh, amo —gimió—. En realidad es algo que no tiene nada que ver con la casta, sino con el tipo de hombre que eres. Podrías ser un campesino, no importaría. Cuando miras a una chica, haces que ella desee tu marca. Cuando tus ojos caen sobre una chica, ella desea ser tu esclava. Las mujeres sueñan con ser marcadas por un hombre como tú. Soñamos con ser esclavas de un hombre como tú.
—Ésos son sueños de esclava —dije.