Bestias de Gor (3 page)

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Authors: John Norman

BOOK: Bestias de Gor
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Leí el mensaje:

—“Saludos, Tarl Cabot, te espero en el confín del mundo. Zarendargar. General de Guerra del pueblo”.

—Es Media-Oreja —dijo Samos.

—La palabra “Zarendargar” es un intento de incluir una expresión kur en el goreano —dije.

—Sí —respondió Samos. Los kurii no son hombres, sino bestias. La mayor parte de sus fonemas no tienen representación en el alfabeto humano. Sería como intentar escribir los gruñidos de los animales. Nuestras letras no bastan.

—¡Llevadme a la Tierra! —pidió la chica.

—¿Es todavía virgen? —le pregunté a Samos.

—Sí. Ni siquiera ha sido marcada.

—¿Qué marca le pondrás?

—La marca corriente de Kajira.

—¿De qué estáis hablando? —preguntó ella—. Dadme mis ropas.

—Llevadla a los corrales —dijo Samos—, vendedla.

—¿Qué ha dicho? —preguntó ella.

—¿Hay que marcarla? —preguntó el guardia.

—Sí —dijo Samos—. La marca corriente.

—Muslo izquierdo —sugerí.

—Sí, en el muslo izquierdo —le dijo Samos al guardia. Me gustan las chicas marcadas en el muslo izquierdo. El amo puede acariciarla con la mano derecha mientras la sostiene con la izquierda.

—¡Devolvedme mis ropas! —gritaba ella.

Samos miró el fardo de ropas.

—Quemad esto.

La chica miró horrorizada cómo uno de los guardias cogió las ropas y las fue tirando una a una en el gran recipiente de cobre donde ardía el carbón.

—¡No! —gritó—. ¡No!

Los dos guardias se dispusieron entonces a llevarla cogida de los brazos a los corrales.

—¿Qué van a hacer? —gritó.

—Te van a llevar a los corrales.

—¡Los corrales!

—Allí te desnudarán y te marcarán.

—¿Marcarme? —preguntó. No creo que me entendiera. Su mente terrestre lo encontraría difícil de entender. Todavía no era muy consciente de las realidades goreanas. Pero las aprendería deprisa. No tendría otra alternativa.

—¿La venderemos en seda roja? —le pregunté a Samos.

Él miró a la chica.

—Sí.

—Entonces te violarán y te enseñarán tu propia condición femenina. Cuando seas consciente de ella, te encerrarán en una jaula. Luego te venderán.

—¡No! ¡No!

—Lleváosla —dijo Samos.

Se llevaron a la chica llorando y gritando hacia los corrales.

Qué femenina parecía entonces. Ya no era una imitación de un hombre. Era sólo lo que era, una esclava arrastrada a los corrales.

Samos comenzó a desatar la larga cinta que le había hecho ponerse a la chica, el escítalo, del mango de la lanza.

Samos soltó la cinta y devolvió la lanza al guardia. Luego miró la cinta sobre la mesa. Ahora sólo parecía una cinta, llena de marcas sin significado.

—No tenemos ninguna pista —dijo—. Ahora tenemos esto. —Alzó la cinta con enfado—. Aquí hay un mensaje explícito.

—Eso parece —dije.

No sabíamos dónde estaba el confín del mundo, pero sí sabíamos dónde buscarlo. Se decía que el confín del mundo estaba más allá de Cos y Tyros, al final de Thassa, en el final del mundo. Ningún hombre había navegado hasta el fin del mundo y había vuelto. Nadie sabía lo que había allí. Algunos decían que Thassa no tenía fin, y que el confín del mundo no existía, que sólo estaban las verdes aguas extendiéndose siempre, atrayendo héroes y marineros, atrayendo hombres hasta que todos, uno a uno, hubieran perecido y los barcos solitarios quedaran perdidos en el silencio hasta que, rotas las arboladuras tal vez siglos más tarde, la brava madera, caliente de sol, se hundiera bajo las aguas.

Otra historia que sin duda tenía origen terrestre, contaba que el final del mundo estaba protegido por escarpadas rocas y monstruos y por montañas que podrían arrancar los clavos de un barco. Otros decían que el mundo acababa en un abismo por el que los barcos caerían durante días.

—El barco está listo —dijo Samos mirándome.

Había sido preparado un barco para navegar hasta el confín del mundo. Había sido construido por Tersites, un hombre medio ciego y loco a quien todos despreciaban en Gor. Pero Samos lo consideraba un genio. Yo lo tenía por loco, aunque eso no impide que fuera un genio también. Era un barco muy poco corriente, de profunda quilla y aparejo cuadrado, a diferencia de la mayoría de las naves de Gor. Disponía de grandes remos que debían ser manejados por varios hombres. Llevaba muy alto el espolón. Todo el mundo se reía de él en el astillero de Puerto Kar, pero Tersites no prestaba atención a las críticas. Trabajaba asiduamente, comía poco y dormía al lado del barco, supervisando cada detalle de la gran estructura. Decían que la profunda quilla haría más lento al barco, que los dos mástiles eran demasiado largos para desmontarlos en caso de combate naval, que un remo tan largo era inútil, que no podría ser manejado por un hombre y que si era manejado por varios alguno eludiría el trabajo. ¿Por qué un timón y no dos? ¿Para qué sirve un espolón tan alto?

Yo no era constructor de barcos, pero era capitán. Me parecía que un barco de tales características sería poco manejable, que sería torpe y lento, que serviría más para servicio de carga que para enfrentarse a los monstruos de Thassa, hambrientos y ansiosos de devorar a los torpes y a los débiles. Si tenía que ir hasta el fin del mundo prefería hacerlo con el Dorna o el Tesephone, barcos que ya conocía bien.

Pero el barco de Tersites era sólido. Al contemplarlo desde tierra, tan alta la proa, a veces parecía que un barco así era el más adecuado para el terrible y tal vez imposible viaje hacia el fin del mundo. Tersites había construido el barco de forma que la proa apuntara al este, de modo que no sólo apuntaba al canal, sino también hacia Cos y Tyros. Apuntaba al fin del mundo.

—Los ojos no han sido pintados —dije yo—. Todavía no está vivo.

—Pinta los ojos —me dijo Samos.

—Eso es cosa de Tersites —dije. Él era el constructor. Si el barco no tenía ojos, ¿cómo podría ver? Para el marino goreano el barco es algo vivo.

—El barco está prácticamente preparado —dijo Samos—. Pronto podrá partir hacia el fin del mundo.

—¿No es extraño que el mensaje haya llegado precisamente cuando el barco está casi a punto? —pregunté.

—Sí, es extraño.

—Los kurii quieren que naveguemos hasta el fin del mundo —dije.

—¡Bestias arrogantes! —gritó Samos con un puñetazo en la mesa—. ¡Nos desafían a detenerles!

—Quizás —admití.

—Les hemos buscado en vano. No podíamos hacer nada, no sabíamos dónde buscar. Ahora, en su impaciente vanidad, burlándose de nuestra impotencia, nos anuncian su paradero.

—Tal vez —dije—. Tal vez.

—¿Dudas del mensaje? —preguntó Samos.

—No lo sé. Simplemente no lo sé.

—Debes partir inmediatamente hacia el fin del mundo. —Samos me miró sonriente—. Y allí has de buscar a Media-Oreja y destruirle.

—No nos precipitemos —dije.

Me miró sorprendido.

—Hay que aprovisionarlo —dije—. También hay que reclutar la tripulación. Y hay que realizar un viaje preliminar para probar el barco.

—¡El tiempo es esencial! Puedo darte suministros, hombres.

—Debo pensar en todo eso —dije—. Y he de elegir a los hombres que navegarán conmigo, porque nuestras vidas dependerán de todos nosotros.

—¡Media-Oreja aguarda en el confín del mundo! —gritó Samos.

—Que espere.

Samos me miró irritado.

—Si realmente está esperando allí —dije—, no hay tanta prisa. Además, tardaremos muchos meses en llegar al fin del mundo, si es que se puede llegar allí.

—Eso es cierto.

—Y además, es la feria de En’Kara.

—¿Y qué?

—Es la época del torneo de Kaissa en la feria de En’Kara en Sardar —dije. Se me hacía difícil creer que Samos no hubiera pensado en eso—. Centius de Cos va a defender su título contra Scormus de Ar.

—¿Cómo puedes pensar en la Kaissa en un momento como éste?

—El torneo es importante —señalé. Cualquiera que supiera algo de Kaissa tenía que saber esto.

—¡Kaissa! —gruñó Samos.

—El planeta ha esperado años este torneo.

Samos se levantó, exasperado pero sonriente.

—Ven conmigo.

Me llevó hasta un punto de la sala, y señaló una parte del intrincado mapa de mosaico.

—Cos y Tyros —dije.

Señaló más allá. El mapa terminaba allí. Nadie sabía qué había más allá de Cos y Tyros hacia el oeste, después de pasar algunas pequeñas islas.

—Lo que deberías tener en la mente no es la Kaissa, querido Capitán —dijo Samos—, sino el confín del mundo. —Señaló a un lugar en el suelo en el que sólo había pequeños azulejos.

—Tal vez el confín del mundo —dije— esté al otro lado de la pared.

No sabíamos dónde quedaría, según la escala del mapa de mosaico.

—Tal vez —rió Samos—. Tal vez.

Miró el mosaico. Sus ojos se detuvieron un instante en la parte de arriba.

—¿Qué es? —pregunté. Había notado un momento de duda en él, un pequeño movimiento de su hombro, un gesto que sugería un pensamiento casual, una preocupación irrelevante.

—Nada —dijo. Había descartado el pensamiento.

—No —dije curioso—. Dime, ¿qué era?

Hizo una señal a un guardia para que trajera un candil, porque estábamos lejos de la luz del fuego y de las antorchas de las paredes.

Caminamos lentamente hacia el fondo de la habitación. El guardia nos trajo la lámpara.

—Como ya sabes —dijo Samos— esta casa es un centro de seguridad, en el que recibimos muchos informes. Muchas de las cosas que oímos son triviales e irrelevantes, o carentes de significado. Pero a pesar de todo intentamos permanecer informados.

—Naturalmente. —Nunca se sabe cuándo puede llegar un mensaje crucial.

—Hemos recibido dos informes que nos resultan peculiares. No los recibimos a la vez. Y ambos son muy provocativos.

—¿Qué dicen?

—Mira —dijo Samos agachándose y sosteniendo el candil unos centímetros sobre el suelo—. Aquí está Kassau, y el Skerry de Vars.

—Sí.

—Y al norte Torvaldsland y el glaciar Eje.

—Sí.

—¿Has oído hablar del rebaño de Tancred?

—No —respondí.

—Es un rebaño de tabuks del norte, un rebaño gigante. El rebaño de Tancred pasa el invierno en los límites de los bosques al sur y al este de Torvaldsland. En la primavera salen hambrientos de los bosques y emigran al norte. —Señaló el mapa—. Siguen esta ruta. Salen del bosque por aquí, bordean Torvaldsland por aquí hacia el este, y luego avanzan por el oeste hacia el mar. Siguen la costa de Thassa hacia el norte, cruzan aquí el glaciar Eje, como negras nubes sobre el hielo, y luego siguen por la costa hasta que giran hacia el este, hacia la tundra de la base polar, para pasar el verano. Al llegar el invierno, vuelven a los bosques por la misma ruta. La migración tiene lugar anualmente.

—¿Sí?

—Parece que este año no ha ocurrido —dijo. Le miré, atónito.

—Los cazadores rojos de la base polar han informado de que el rebaño no ha aparecido.

—Es asombroso.

—Es más serio que eso —dijo—. Significa la muerte de los hombres de la base polar, o al menos el hambre. En verano dependen del tabuk para alimentarse.

—¿Se puede hacer algo? —pregunté.

—No creo. La comida que han almacenado en invierno gracias a la caza polar les durará un tiempo. Luego deberán ir a cazar a otra parte. Tal vez algunos puedan vivir de la pesca hasta que vuelva en otoño el eslín negro de mar.

Los cazadores rojos vivían como nómadas, dependiendo de las migraciones de varias especies de animales, en particular el tabuk del norte y cuatro variedades de eslín de mar. Cazaban y pescaban según las estaciones y los animales. A veces consiguen cazar el tiburón del norte, o incluso la ballena hunjer. Pero llevaban una vida precaria. Poco se sabía de ellos. Al igual que muchos pueblos primitivos y aislados, podían vivir o morir sin que nadie lo supiera.

—Envía un barco al norte con suministros —sugerí.

—Las aguas al norte del glaciar Eje son turbulentas —dijo Samos.

—Envíalo.

—Muy bien.

—Había algo más —dije.

—Mira —dijo moviéndose un poco—, aquí. —Se inclinó sobre el mosaico donde se veía el mar, un brazo del Thassa, extendiéndose al norte y al este, en línea tangente con las costas polares. El mar en esta área estaba helado durante más de la mitad del año. Los vientos quebraban el hielo dándole fantásticas y salvajes formas.

Samos dejó la lámpara en el suelo.

—Mira —dijo señalando—. Está por aquí, en algún lugar.

—¿El qué? —quise saber. En el mapa no había nada indicado.

—La montaña que no se mueve.

—Casi ninguna montaña se mueve.

—Las montañas de hielo del mar polar se desplazan hacia el este.

—Ya veo.

Samos se refería a un iceberg. Algunos icebergs son gigantes que miden pasangs de anchura y varios metros de altura. Se desgajan de los glaciares, generalmente durante la primavera y el verano, y flotan en el Thassa, moviéndose con las corrientes, que generalmente se dirigen hacia el este. En el idioma goreano no hay una expresión específica para un iceberg. Se utiliza la misma palabra que para referirse a una montaña. Para diferenciarlas se suele decir “montaña de hielo”. Una montaña es una montaña para un goreano, sin tener en cuenta si está formada de piedra o de hielo. Yo utilizaré la expresión “iceberg” porque es más fácil para mí.

—Aquí hay un iceberg —dijo Samos señalando el mapa— que no sigue la corriente parsit.

La corriente parsit es la principal corriente hacia el este en la base polar. Se llama parsit porque es seguida por varias especies migratorias de parsit, un pez listado pequeño y estrecho.

—Un iceberg que no flota con la corriente, que no se mueve con sus hermanos —dije.

—Sí.

—Es una leyenda.

—Supongo que sí.

—Estás demasiado tenso con tus responsabilidades, Samos —le dije—. Es evidente que una cosa así no puede ser.

Samos asintió sonriendo.

—Tienes razón —me dijo.

—¿Dónde oíste esa historia?

—Me la contó un hombre de la base polar que había venido a vender pieles a Sardar.

—¿Lo había visto él mismo?

—No.

—¿Y cómo es que te habló de ello?

—Le dieron una moneda para que hablara de cualquier cosa extraña o inusual sobre la que hubiera oído.

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