Authors: John Norman
—Ho —dijo el cazador alejándose de la tarima. Las dos bestias que había comprado corrieron tras él.
—Será la suya una dura esclavitud —le dije al vendedor.
—Aprenderán a arrastrar el trineo bajo el látigo —me respondió.
—Sí. —Este tipo de mujeres eran utilizadas como animales de carga. Pero también, como esclavas, servirían a muchos otros propósitos.
—Espera que les pongan las manos encima las mujeres rojas —rió el vendedor.
—Pueden matarlas —dije.
—Tienen una oportunidad de vivir si obedecen con total perfección.
Me abrí camino entre la multitud.
Compré un trozo de carne con salsa envuelta en papel.
Entonces le vi. Se cruzaron nuestras miradas y él se puso pálido. Tiré la comida y de inmediato comencé a abrirme paso entre la multitud en su dirección. Él se dio la vuelta e intentó dirigirse hacia un lado de la tienda.
Ahora sabía quién era. Era el tipo que había visto salir del restaurante. Pero en aquel momento no pude reconocer su identidad. Ya no llevaba los colores marrón y negro propios de los entrenadores de eslín. Llevaba, igual que yo, ropas de mercader.
No dije nada, ni le llamé. Pero le seguí. Él miraba hacia atrás de vez en cuando, abriéndose paso hacia un extremo de la tienda.
Perseguí al que se hacía llamar Bertram de Lydius, el que había azuzado a un eslín contra mí en mi casa.
Quería su cabeza.
Cuando llegué a un extremo de la tienda, que él había rasgado para salir, no vi ningún rastro suyo.
Maldije y me golpeé la pierna con el puño. Había desaparecido.
Mis oportunidades de encontrar a un hombre entre el gentío eran muy escasas, sobre todo cuando él sabía que yo le buscaba. Miré a mi alrededor, furioso. Dos hombres se metieron en la tienda a través de la abertura cortada. Yo ya no quería ver el mercado. Me di la vuelta y me mezclé con la muchedumbre, sin una dirección fija. Pronto me encontré cerca de la empalizada que rodea las montañas Sardar. Subí a una de las altas plataformas. Desde allí se ve el Sardar. Estaba solo en la plataforma, mirando las montañas nevadas que brillaban bajo la luz de las tres lunas. Desde la plataforma también se veía la feria, con los fuegos y las luces, y las tiendas y los puestos, y el anfiteatro donde Scormus de Ar y Centius de Cos se enfrentarían mañana a ambos lados de un pequeño tablero de cuadros rojos y amarillos. El distrito de la feria cubría varios pasangs cuadrados. Era muy hermosa de noche.
Bajé las escaleras de la plataforma y encaminé los pasos hacia la tienda pública donde había reservado alojamiento.
La mañana era fría y el aire era brillante y claro. Sería un buen día para el torneo.
Ya no estaba enfadado por haber dejado escapar al hombre que salió anoche del pabellón. No esperaba volverle a ver. Y si me lo encontrara, ya tendría tiempo de sacarle del perímetro de la feria y matarle.
Esperaba ansioso que abrieran las puertas del anfiteatro. Había reservado, desde Puerto Kar, una plaza para el torneo. Me había costado dos tarns de oro.
Me encontraba en las vecindades de la empalizada. Los Iniciados llevaban a cabo ceremonias y sacrificios. En un sitio se sacrificaba un bosko. Se quemaba incienso y repicaban las campanas. Se entonaban cánticos.
Ahora me encontraba entre las altas plataformas cerca de la empalizada.
Había dos esclavas atadas por el cuello a uno de los postes que sostenían las plataformas cerca de la empalizada. Estaban de rodillas, desnudas, con las manos atadas a la espalda. Me miraron aterrorizadas. Habían pasado su primera noche en poder de un hombre. Tenían los muslos ensangrentados. La chica morena había sido azotada. Los cazadores rojos no son condescendientes con sus animales.
Subí las escaleras de la plataforma. Quería contemplar el Sardar a la luz de la mañana. A esta hora, especialmente en primavera, el sol arranca destellos de las cumbres nevadas, y las montañas son preciosas.
Cerca de mí, sobre la plataforma, estaba el cazador rojo. También parecía buscar el silencio.
Entonces alzó sus brazos desnudos hacia las montañas.
—Que venga el rebaño —dijo. Habló en goreano. Luego cogió el saco de pieles a sus pies y sacó una talla de un tabuk, esculpida en piedra azul. Yo no tenía ni idea de cuánto se tardaba en hacer una talla como ésa. Llevaría muchas noches a la luz de los candiles.
Puso el pequeño tabuk a sus pies y luego volvió a alzar sus brazos a las montañas.
—Que venga el rebaño. Te ofrezco este tabuk. Era mío, y ahora es tuyo. Ahora danos el rebaño que es nuestro.
Bajó los brazos, se agachó y cerró el saco. Bajó de la plataforma.
Había allí otros hombres. Supongo que había elevado su petición a los Reyes Sacerdotes. Miré al pequeño tabuk que había dejado en el suelo. Miraba hacia el Sardar.
El cazador soltó a las chicas del poste. Ellas se levantaron, todavía atadas por el cuello y con las manos a la espalda.
Miré al anfiteatro que se veía claramente desde la plataforma.
Ahora veía la bandera de Kaissa, con sus cuadros rojos y amarillos, ondear desde una lanza en el anfiteatro. Junto a ella ondeaban los estandartes de Cos y Ar. El de Ar estaba a la derecha, porque Scormus había ganado el amarillo en el sorteo.
Yo ganaría cien tarns de oro.
Ya estaba abierto el anfiteatro. Bajé corriendo las escaleras de la plataforma.
En el anfiteatro había gran animación. Los hombres agitaban las gorras y gritaban.
Subí al palco. Ahora podía ver a Scormus de Ar, el fiero y joven campeón de Ar. Estaba con un grupo de hombres de Ar. La mesa con el tablero estaba dispuesta en el centro del escenario del gran anfiteatro semicircular. Parecía pequeña y lejana.
Scormus alzó las manos hacia la multitud, las mangas de su túnica sobre sus brazos.
Llevaba una capa, que le quitaron otros dos jugadores de Ar.
Arrojó la capa a la muchedumbre. Los hombres se la disputaron rudamente.
Luego hubo otra ovación, cuando Centius de Cos, con el grupo de Cos, salió al escenario.
Centius de Cos caminó hasta el borde del escenario de piedra, de unos dos metros de altura, y alzó los brazos hacia la multitud. Sonreía.
Detrás de la mesa de juego, un poco a la derecha, estaba la mesa para el equipo de recuento. Había un hombre de Ar, uno de Cos y un jugador de Turia llamado Timor, un hombre corpulento de indiscutible integridad y perteneciente a una ciudad lo bastante lejana para ser imparcial ante los problemas de Cos y Ar.
Ahora veía en el escenario a Reginald de Ti, que era el administrador elegido de la casta de los jugadores. Un hombre a su lado llevaba los relojes de arena. Estos relojes están dispuestos de modo que cada uno tiene una pequeña válvula que puede estar cerrada o abierta dejando que caiga la arena. Las válvulas están ajustadas de manera que cuando una se abre se cierra la otra. Cuando un jugador aprieta la válvula cierra su reloj y abre el de su oponente. Cada reloj cuenta con dos ahns de tiempo. Cada jugador debe completar cuarenta movimientos antes de que el reloj quede vacío de arena. Los relojes marcan un tiempo determinado al juego, que de otro modo podría hacerse interminable. Algunos jóvenes jugadores pretendían dividir la arena de tal modo que los jugadores debieran realizar los primeros veinte movimientos en el primer ahn, y los siguientes veinte en el segundo. Con esto se pretendía mejorar la Kaissa en el segundo ahn. Es cierto que muchas veces los maestros se ven presionados por el tiempo durante el segundo ahn, quedándoles quizá sólo unos pocos ehns para los últimos ocho o diez movimientos. Por otro lado, no parecía que esta innovación fuera a ser aceptada. Iba en contra de la tradición. Además parecía preferible dejar al jugador decidir por sí solo la administración de su tiempo. Parece que es mejor controlar el propio juego cuando sólo se tiene en consideración un período de tiempo y no dos.
Centius de Cos arrojó su gorra a la muchedumbre, que también se la disputó.
Alzó los brazos. Parecía estar de buen humor.
Caminó por el escenario delante de la mesa de juego para saludar a Scormus de Ar. Le tendió la mano con la camaradería de los jugadores. Pero Scormus de Ar le dio la espalda.
Centius no pareció turbarse por ello y volvió a darse la vuelta, alzando una vez más los brazos a la multitud. Luego volvió a su lado del escenario.
Scormus de Ar caminó con enfado por el escenario. Se limpió las manos en la túnica.
No quería mirar ni tocar a Centius de Cos. Un gesto así podría debilitar su intensidad, el peso de su odio, su preparación para la batalla. Su brillantez debía estar en su punto álgido. Scormus de Ar me recordaba a los hombres de la casta de los asesinos, que mostraban la misma actitud cuando van a comenzar su persecución. Han de ser inclementes, el instinto de matar no debe ser enturbiado.
Entonces los dos hombres se acercaron al tablero. Detrás de ellos estaba el gran tablero vertical, con las piezas dispuestas en la posición inicial. A la izquierda del tablero había dos columnas, una roja y una amarilla, en la que se escribirían los movimientos a medida que se fueran realizando. Había varios tableros similares, aunque más pequeños, por toda la feria, en los que pudieran seguir la partida los que no pudieron pagar la entrada al anfiteatro. Unos mensajeros iban señalando los movimientos en estos tableros. Un gran rumor recorrió la multitud. Nos sentamos.
El juez, Reginald de Ti y otros cuatro de la casta de los jugadores, habían terminado de hablar con Scormus y Centius. No se oía un ruido en el gran anfiteatro.
Centius de Cos y Scormus de Ar se sentaron en sus lugares a la mesa.
Vi a Scormus de Ar inclinar ligeramente la cabeza. Reginald de Ti le dio a la válvula del reloj de Centius de Cos, con lo que se abrió el paso de arena en el reloj de Scormus.
Scormus extendió la mano. No lo dudó. El movimiento ya estaba hecho. Luego le dio a la válvula de su reloj, abriendo el paso del reloj de Centius.
El movimiento, naturalmente, era Lancero de Ubara a cinco de Ubara.
Hubo un clamor en la multitud.
Era la apertura del gambito de Ubara. Es una de las más retorcidas e inclementes en el repertorio del juego.
Centius de Cos miraba el tablero. Parecía absorto, como si estuviera pensando en algo, quizá en algo que no tuviera nada que ver con el juego. Levantó la mano derecha y la acercó a su propio Lancero de Ubara, pero luego la retiró.
—¿Por qué no mueve? —preguntó uno.
—¿Es que no sabe que tiene el reloj abierto? —preguntó un hombre.
Parecía extraño que Centius no moviera con rapidez a estas alturas del juego. Podría necesitar su tiempo más tarde cuando, en el medio juego, se estuviera defendiendo contra las combinaciones de Scormus, o al final del juego, cuando el resultado puede decidirse en un solo movimiento sobre el tablero casi vacío de piezas.
La arena caía en el reloj de Centius de Cos.
Miró un rato el tablero, y luego, sin mirar a Scormus, movió una pieza.
Vi a uno de los jueces levantarse. Scormus de Ar miró a Centius de Cos. Los dos jóvenes que ya habían alzado el Lancero de Ubara parecían confusos. Se apartaron a un lado.
En el gran tablero vimos el movimiento de Lancero de Ubar a cinco de Ubar.
El Lancero de Ubara amarillo podía capturarlo.
Miré el gran tablero.
Scormus, tal como yo esperaba, capturó el Lancero rojo.
La multitud observaba atónita.
Centius de Cos había movido el Lancero de Tarnsman de Ubar a cuatro de Tarnsman de Ubar.
No estaba defendido.
Los hombres se miraban unos a otros. Centius de Cos ya había perdido una pieza, un Lancero. No se pueden regalar piezas a Scormus de Ar.
La mayoría de los maestros, si perdieran un Lancero frente a Scormus de Ar, tirarían el Ubar.
Pero ahora había otro Lancero sin defensa, vulnerable al ataque del Lancero de las amarillas.
—Lancero por Lancero —dijo un hombre junto a mí. Yo también podía ver el gran tablero.
Ahora las rojas perdían los Lanceros.
Las rojas avanzarían ahora el Jinete de Tharlarión de Ubar para desarrollar el Iniciado de Ubar y al mismo tiempo exponer el Lancero amarillo al ataque del Iniciado.
En vez de eso, Centius de Cos había avanzado el Lancero de Escriba de Ubar al tres de Escriba de Ubar.
Había otra pieza indefensa.
Scormus de Ar miró a Centius de Cos. Luego miró a los jueces, que apartaron la mirada. El grupo de Cos salió del escenario.
Me pregunté cuánto oro habría aceptado Centius de Cos para poder traicionar la Kaissa y a su isla natal. Podía haberlo hecho con más sutileza, fingiendo un error de cálculo entre los movimientos cuarenta y cincuenta, para que nadie se diera cuenta de que era una derrota deliberada. Pero él había preferido hacer evidente su traición.
Scormus de Ar se levantó y fue hacia la mesa de los jueces. Hablaron enfadados. Scormus fue entonces hacia el grupo de Ar. Uno de ellos, un capitán, fue hacia los jueces. Vi a Reginald de Ti, el alto juez, mover la cabeza.
—Están pidiendo el trofeo —dijo un hombre junto a mí.
—Sí —dije yo. Y no culpaba a Scormus de Ar por no querer participar en aquella farsa.
Centius de Cos seguía mirando, imperturbable, el tablero. Ajustó los relojes de forma que la arena no cayera en el reloj de Scormus.
Vi que los jueces habían desestimado la petición de Scormus y su grupo de Ar.
Scormus volvió a su lugar.
Reginald de Ti ajustó los relojes. Scormus movió la mano.
—Lancero por Lancero —dijo el hombre a mi lado. Ahora Centius de Cos perdía tres Lanceros.
Ahora debería, al menos, capturar al Lancero amarillo que se había internado en su territorio con el Jinete de Tharlarión de Ubar.
Centius de Cos movió su Ubara al cuatro de Escriba de Ubara. ¿Es que no veía que su Jinete de Tharlarión estaba amenazado?
Parecía un niño que jamás hubiera jugado a la Kaissa. ¿Es que no sabía cómo mover las piezas?
No, la explicación era mucho más simple. Había decidido hacer explícita su traición. Pensé que tal vez estuviera loco. ¿Es que no conocía la naturaleza de los hombres de Gor?
—¡Muerte a Centius de Cos! —oí gritar a alguien—. ¡Matadle! ¡Matadle!
Los guardias junto al escenario detuvieron a un hombre que intentaba subir al tablero con un cuchillo.