La sorpresa se plasmó en el rostro de Po. No era una expresión que Bitterblue viera en él muy a menudo. Su primo se aclaró la garganta mientras parpadeaba.
—Yo también lo siento, Giddon —dijo, y eso fue todo.
A Bitterblue la asaltó el deseo de que Zaf la perdonara también de un modo tan indulgente.
Jass llegó a la mesa, olisqueó a Po, volvió a olisquear a Giddon y, al parecer, decidió que lo satisfactorio para los dos sería engullir media cocina. Bitterblue se sentó y escuchó la conversación sobre conspirar y planear mientras ella se tomaba el chocolate e intentaba encontrar una posición menos molesta que las demás; desmenuzó y examinó cada palabra de la conversación y, de vez en cuando, discutió algún punto, sobre todo cada vez que Po retomaba el tema sobre su seguridad. También, durante todo el tiempo, no dejó de absorber la maravilla que eran las cocinas del castillo. La mesa a la que estaban sentados se encontraba en una esquina, cerca de la panadería. Desde ese rincón, las paredes parecían extenderse, interminables, en ambas direcciones. A un lado estaban los hornos y los fogones, construidos en los muros exteriores del castillo. Las altas ventanas no tenían cristales y los copos de nieve se colaban a través de ellas en ese momento para deshacerse al caer sobre fogones y personas.
Cerca, una montaña de peladuras de patatas se amontonaba en el suelo, debajo de una mesa. Anna, la panadera mayor, se dirigió hacia una hilera de cuencos enormes que estaban cubiertos con paños, levantó los lienzos y, uno tras otro, pegó con el puño en la masa de los cuencos. A un grito suyo acudió un desfile de ayudantes con las mangas remangadas que se alinearon a lo largo de la mesa, sacaron de los cuencos los grandes pegotes de masa y se pusieron a amasarlos valiéndose de la fuerza de espalda y hombros para realizar la tarea. Anna también se encontraba en la hilera y amasaba con un brazo; el otro lo mantenía pegado al cuerpo. La rigidez con la que colgaba la extremidad le hizo sospechar a Bitterblue que tenía una lesión de algún tipo. Los músculos del brazo con el que trabajaba se hinchaban al amasar, y también se le hinchaban los del cuello y los hombros. La fuerza de la mujer tenía hipnotizada a Bitterblue, no porque lo hiciera con una sola mano, sino por el hecho de que estuviera amasando, un trabajo que era a la vez violento y suave, y Bitterblue deseó saber cómo era el tacto de esa sedosa masa. Era consciente de que en algún momento, dentro de poco —si no esa noche, tal vez mañana y, si no esa hornada de masa, entonces la siguiente— tendría pan de patata con la comida.
La complacía —de un modo que casi era doloroso— estar sentada al lado de la panadería. El aire cálido que olía a levadura le resultaba tan familiar… Hizo una profunda inhalación para llenarse los pulmones de él con la sensación de haber estado respirando superficialmente durante años. El aroma a pan horneado era tan reconfortante, y el recuerdo de una historia que se había contado a sí misma —una historia que le había contado a Zaf sobre su trabajo y sobre vivir con su madre— parecía tan real, tan tangible al encontrarse sentada en aquel lugar, y tan triste…
C
uando el capitán Smit le informó a la mañana siguiente —y a la siguiente, y a la siguiente— de que no tenía nada de lo que informar, Bitterblue empezó a sorprenderse de la intensidad a la que podía llegar su frustración. Hacía seis días que Runnemood había desaparecido y no se había hecho el menor progreso.
Al séptimo día, cuando el informe del capitán Smit fue el mismo, Bitterblue se levantó del escritorio y acometió la tarea de realizar una exploración sistemática. Si se pateaba todos los pasillos del castillo y golpeaba con la mano todas las paredes, si echaba un vistazo al interior de todos los talleres y descubría lo que podía esperar encontrarse al doblar cualquier esquina, entonces tal vez lograría calmar la agitación que tenía, y también las preocupaciones por Zaf. Porque eso era parte de lo que hacía que esos días vacíos fueran tan difíciles de soportar. Tampoco había noticias de Gris ni de la corona, y Teddy y Zaf no se habían puesto en contacto con ella.
Bajó la escalera de la torre pisando con fuerza, saludó a los escribientes, que la observaron con una mirada carente de expresión, y después salió a buscar el taller del zapatero para devolver el broche a Devra.
La encontró en el patio de artesanos, que resonaba con golpes secos y repiques de toneleros, carpinteros, hojalateros. También olía a los aceites de los talabarteros y a las ceras de abeja de los cereros; en un taller, una mujer mayor, seca y arrugada, fabricaba arpas y otros instrumentos musicales.
¿Por qué no se oía nunca música en el castillo? Ya puestos, ¿por qué no se encontraba nunca con un alma, aparte de Deceso, en la biblioteca? Seguro que algunas personas sabían leer. ¿Y por qué cuando recorría los pasillos a veces tenía la sensación de una especie de vacío inexorable —algo extraño que no conseguía quitarse de encima— al mirar los rostros de la gente? Le hacían reverencias, pero no estaba segura de que la vieran en realidad.
En el nivel superior del ala oeste del castillo encontró una barbería, y al lado, un pequeño taller donde se hacían pelucas. Por raro que pudiera parecer, aquello le encantó. Al día siguiente encontró los cuartos de los niños. Los pequeños no tenían la mirada vacía.
Al otro día —nueve ya sin que hubiera novedades— regresó a la panadería y se sentó en la esquina durante varios minutos para observar a los panaderos mientras trabajaban.
Anna le dio una explicación no solicitada sobre algo que, de hecho, Bitterblue se había preguntado para sus adentros.
—Nací con un brazo inútil, majestad —dijo—. No debe preocuparse de que su padre fuera el responsable.
Bitterblue no supo disimular la sorpresa cuando la mujer le habló con tanta franqueza.
—No es de mi incumbencia, Anna, pero te agradezco que me lo hayas dicho.
—Parece que le gusta la panadería, majestad —dijo la mujer, que trabajaba una montaña de masa mientras conversaban.
—No querría molestarte, Anna, pero me gustaría aprender a amasar pan algún día.
—Amasar puede que sea justo el ejercicio que necesita para devolver al brazo herido la fuerza, una vez que le quiten la escayola, majestad. Pídale consejo a su sanadora. Es usted menuda —añadió con un asentimiento de cabeza tajante—. Puede venir a cualquier hora y trabajar en un rincón sin temor a estorbarnos.
Bitterblue alargó la mano y, cuando Anna dejó de mover la masa, se la puso encima. Era suave, cálida y seca; al retirar la mano, tenía la palma espolvoreada de harina. Durante el resto del día, cada vez que se llevaba los dedos a la nariz, casi podía olerla.
Tocar las cosas y saber que eran de verdad era útil, y reconfortante. Descubrir tal cosa hizo que echara de menos a Zaf con una intensidad dolorosa que la acompañó por los pasillos, ya que en otro tiempo había podido tocarlo a él también.
Al decimocuarto día de la desaparición de Runnemood, Deceso fue a ver a Bitterblue en el cuarto de lectura de la biblioteca, donde aún pasaba el tiempo que tenía libre con los libros reescritos y el repaso de los antiguos. Deceso soltó en la mesa —desde una considerable altura— un nuevo ejemplar manuscrito, giró sobre sus talones y se marchó.
Amoroso
, enroscado junto al codo de Bitterblue, pegó un salto al tiempo que maullaba. Al caer de nuevo en la mesa, se puso de inmediato a asearse con entusiasmo, como si el instinto le dictara que aparentase resolución y ocultara el hecho de que no tenía idea de lo que había pasado.
—Estoy de acuerdo en que no debería ser tan traumático volver a la consciencia —le dijo Bitterblue en un intento de mostrarse cortés. No hacía mucho que
Amoroso
había empezado a alternar dos personalidades, una que le bufaba con furibundo odio cada vez que la veía, y la otra que la seguía de forma arisca y a veces se dormía pegado a ella. El animal no se iba cuando ella lo ahuyentaba, así que se había dado por vencida en cuanto a tener influencia en él.
El nuevo manuscrito se titulaba
Monarquía es tiranía
.
Bitterblue rompió a reír, haciendo que
Amoroso
dejara de lamerse para mirarla con desconfianza y con una pata alzada en el aire, como un pollo asado.
—Oh, vaya —dijo—. No me extraña que Deceso me lo soltara así. Estoy segura de que le ha parecido muy satisfactorio.
Y entonces dejó de parecerle divertido. Volviéndose en la silla, miró a la niña de la escultura; su rostro rebelde, desafiante. Pensó que quizá la niña sabía algo de la tiranía, que se estaba convirtiendo en roca para protegerse de ella. Entonces Bitterblue desvió la vista hacia la mujer del tapiz, que a su vez la miraba a ella con esos ojos profundos y plácidos, unos ojos que parecían entender todo lo que era el mundo.
«Me gustaría tenerla como madre —pensó; entonces casi gritó, herida por su propia deslealtad—. Mamá, por supuesto no quería decir eso. Es solo que… Ella está atrapada en un instante del tiempo en el que todo es sencillo y claro. Nuestros momentos sencillos y claros nunca tuvieron ocasión de ser duraderos. Y cómo me gustaría un poco de claridad, un poco de simplicidad».
Intentó centrarse de nuevo en el libro que había estado releyendo cuando Deceso había aparecido, un libro sobre el proceso artístico. Detestaba ese libro. Se pasaba páginas y páginas explicando algo que podría decirse en dos frases: el artista es una jarra vacía; la inspiración entra a raudales y el arte sale a raudales. Bitterblue no sabía nada sobre el proceso artístico; no era artista y tampoco lo eran sus amigos. Aun así, ese libro daba la impresión de estar mal. A Leck le gustaba que la gente estuviera vacía para así entrar él y que saliera la reacción que él anhelaba. Lo más probable era que Leck hubiera querido controlar a sus artistas; controlarlos y después matarlos. Por supuesto, tenía que haberle gustado un libro que caracterizase la inspiración como una especie de… tiranía.
El decimoquinto día desde la desaparición de Runnemood, Bitterblue se tropezó con algo interesante en los bordados.
Su hospital está debajo del río. El río es su cementerio de huesos. Lo seguí y vi el monstruo que es. Tengo que llevarme pronto a Bitterblue.
Eso era todo lo que decía. Sentada en la alfombra carmesí, con la sábana en el regazo y el hombro doliéndole, Bitterblue recordó algo que Po había dicho cuando deliraba: que en el río flotaban cadáveres.
Po, le transmitió, dondequiera que estuviese. Si mandara drenar el río, ¿encontraría huesos?
Huesos, no
, fue la respuesta cifrada que le llegó, pero escrita con tinta, en lugar del acostumbrado grafito que usaba Po, y con la letra pulcra de Giddon, así que se alegraba de que Giddon le estuviera haciendo a Po el favor de escribir en su lugar.
Tampoco hospital. No sé de dónde saldrían esas alucinaciones. Las palabras que dije no encajan con lo que vi. Lo que vi era a Thiel cruzando el Puente Alígero, aunque mi don no tiene tanto radio de alcance. También vi a mis hermanos sosteniendo una lucha cuerpo a cuerpo en el techo, así que ten en cuenta eso antes de pedirme que esté más pendiente de Thiel en el futuro. Mi mente no puede estar en todas partes, ¿comprendes? No obstante, da la casualidad de que lo sentí dos veces, en noches recientes, entrar a ese túnel que pasa por debajo de la muralla hacia el distrito este
.
También te he percibido a ti vagando por ahí como alma en pena. ¿Por qué no curioseas un rato por la galería de arte? Hava pasa casi todas las noches allí. Relaciónate con ella. Es hábil y bien dispuesta. Deberías conocerla. Has de saber que tiene antecedentes de mentirosa compulsiva. Desarrolló esa costumbre siendo muy pequeña, por necesidad. Creció en el castillo con una madre y un tío demasiado cercanos al rey, y se distinguió por evitar llamar la atención sobre sí. En consecuencia, no tiene amigos y acabó rondando por Monmar y, con el tiempo, en compañía de gente como Danzhol. Ahora intenta no mentir. De verdad, de verdad, querría que la conocieras
.
De acuerdo
, respondió mentalmente a Po, malhumorada.
Iré a conocer a tu amiga mentirosa compulsiva. Estoy segura de que nos llevaremos estupendamente bien
.
Esa noche, Bitterblue se dirigió hacia la galería de arte con un farol en la mano. Sin saber cuál era la mejor ruta, pero al tanto de que estaba en el nivel alto, varios pisos por encima de la biblioteca, caminó hacia el sur a través de corredores con techos de cristal. Diminutos fragmentos de hielo rebotaban contra el vidrio por encima de ella.
Entonces se paró en seco, sorprendida, porque al otro lado del cristal que tenía encima había una persona apoyada en manos y pies, limpiando el vidrio con un trapo. En el tejado, con frío, a medianoche, trabajando bajo la cellisca. Era Raposa, por supuesto. Al verla abajo, levantó la mano.
«Su gracia es la locura —pensó Bitterblue mientras seguía caminando—. Pura locura».
La galería de arte, cuando la encontró, no era como la biblioteca. Las salas se comunicaban entre sí con inesperados recovecos y giros que desorientaron a Bitterblue. A la luz de su farol, los amplios espacios vacíos y los destellos de color en las pareces resultaban inquietantes, escalofriantes. El suelo era de mármol, pero apenas hacía ruido al caminar sobre él. Soltó un estornudo y se preguntó si lo habría provocado caminar por encima de una alfombra de polvo.
Se detuvo delante de un enorme tapiz que era, obviamente, de la familia de todos los demás que había visto. Este representaba a varias criaturas de colores intensos que atacaban a un hombre en un acantilado que se asomaba al mar. Cada animal de la escena era de un color fuera de lo normal, y Bitterblue pensó que el hombre, gritando de dolor, podría ser Leck. No llevaba parche en el ojo y los rasgos no eran claros, pero aun así, por alguna razón, era la impresión que le trasmitía el tapiz.
Bitterblue empezaba a estar harta de que las obras de arte del castillo la dejaran hecha polvo.
Le dio la espalda al tapiz, cruzó la sala, subió un peldaño y se encontró en una galería de estatuas. Recordando la razón por la que había ido allí, observó con detenimiento cada talla, pero no logró dar con lo que buscaba.
—Hava —llamó en voz queda—. Sé que estás aquí.
No ocurrió nada en un primer momento. Entonces se oyó un leve movimiento y una estatua situada casi al fondo se transfiguró en una muchacha con la cabeza agachada. Bitterblue rechazó el amago de la náusea. La chica estaba llorando y se enjugaba la cara con una manga andrajosa. Dio un paso hacia Bitterblue, se transformó de nuevo en estatua y a continuación fluctuó hasta volver a ser una persona.