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Authors: Nele Neuhaus

Tags: #Intriga, Policíaco

Blancanieves debe morir (28 page)

BOOK: Blancanieves debe morir
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—Muy bien —farfulló con voz bronca—. No iré, pero… ¿y si de verdad he sido yo?

—Ni una palabra a la prensa ni a nadie de lo del móvil —ordenó Bodenstein. Los agentes que habían tomado parte en el registro de la casa estaban reunidos bajo la puerta cochera. Llovía a cántaros, y para colmo, en las últimas veinticuatro horas las temperaturas habían bajado diez grados. Con el agua se mezclaban los primeros copos de nieve.

—¿Por qué no? —objetó Behnke—. El tío ese pone pies en polvorosa tan tranquilo y nosotros nos quedamos con un palmo de narices, como si fuéramos idiotas.

—No quiero desatar una caza de brujas —adujo Bodenstein—. El ambiente en el pueblo ya está bastante caldeado. No quiero ni una sola filtración hasta que yo haya hablado con Tobias Sartorius. ¿Está claro?

Los hombres y mujeres asintieron; solo Behnke se cruzó de brazos en señal de rebeldía y cabeceó. La humillación de antes ardía en él como una mecha, y Bodenstein lo sabía. Además, Behnke había entendido perfectamente lo que significaba su presencia en Criminalística: esa degradación era un castigo. En la conversación que mantuvieron a solas, Bodenstein había explicado a su subordinado la amarga decepción que le había causado su abuso de confianza. En los últimos doce años, Bodenstein siempre había resuelto generosamente los problemas en los que se metía Behnke por culpa de su carácter explosivo. Pero eso, le dijo con suma claridad, se había terminado. Ni siquiera sus problemas familiares excusaban esa contravención de las normas. Bodenstein esperaba que el otro se aviniera a sus órdenes, ya que de lo contrario no sería posible impedir una inminente suspensión de sus funciones. Se despidió de Behnke con una mirada malhumorada, dio media vuelta y siguió a Pia hasta el coche a buen paso.

—Dicta una orden de búsqueda contra Tobias Sartorius. —Puso en marcha el coche, pero no salió—. Maldita sea, estaba seguro de que encontraríamos alguna huella de la muchacha en la casa.

—Crees que fue él, ¿no? —Pia cogió el teléfono y llamó a Ostermann. Los limpiaparabrisas barrían el cristal, la calefacción estaba al máximo. Bodenstein se mordió el labio inferior con aire pensativo. Para ser sincero, no entendía nada. Cada vez que intentaba concentrarse en el caso, se interponía la imagen de una Cosima desnuda entre las sábanas revolcándose con un desconocido. ¿Se habría visto el día anterior con su amante? Cuando llegó a casa, tarde, ella ya dormía. Aprovechó la ocasión para fisgar su móvil, y constató que las llamadas y los mensajes habían desaparecido. Esa vez ya no sintió remordimientos de conciencia, tampoco cuando hurgó en su bolso y en el abrigo. A punto estuvo de desechar sus sospechas de nuevo cuando en la cartera, escondidos entre las tarjetas de crédito, encontró dos condones.

—¡Oliver! —La voz de Pia lo sacó de sus pensamientos—. En el diario de Amelie, Kai ha llegado a un punto en el que la chica escribe que, por lo visto, el vecino la espera por las mañanas para llevarla hasta la parada del autobús.

—Sí, ¿y?

—Que el vecino es Claudius Terlinden.

Bodenstein no entendía adónde quería llegar su colaboradora. Era incapaz de pensar. No tenía la cabeza despejada para dirigir esa investigación.

—Tenemos que hablar con él —añadió Pia con cierta impaciencia—. Sabemos demasiado poco del entorno de la chica como para centrarnos en Tobias Sartorius como único autor posible.

—Sí, tienes razón. —Dio marcha atrás y salió a la calzada.

—¡Cuidado! ¡El autobús! —chilló Pia, pero fue demasiado tarde. Se oyó un chirriar de frenos, metal contra metal, y un fuerte golpe sacudió el coche. Bodenstein se golpeó en la cabeza contra el parabrisas—. ¡Genial! —Pia se desabrochó el cinturón y se bajó.

Aturdido, Bodenstein miró hacia atrás y a través de la luna empañada distinguió el contorno de un vehículo de gran tamaño. Algo caliente le corría por la cara; se tocó la mejilla y se quedó mirando la sangre en su mano con perplejidad. Solo entonces cayó en la cuenta de lo ocurrido. La idea de salir a la lluvia y ponerse a discutir con un conductor de autobús enfadado en mitad de la carretera le repateaba. La puerta se abrió.

—Madre, si estás sangrando.

En un principio, la voz de Pia sonó asustada, pero después rompió a reír. A sus espaldas, en la calle, el gentío se agolpaba bajo la lluvia. Casi todos los compañeros que habían tomado parte en el registro de la casa querían examinar los daños sufridos por el BMW y el autobús.

—¿Qué hay de gracioso en esto? —gruñó Bodenstein.

—Perdona. —Pia descargaba la tensión de las últimas horas en forma de un ataque de risa casi histérico—. Pero es que, no sé por qué, pensé que tu sangre sería azul y no roja.

Casi había oscurecido cuando Pia cruzaba el portón de entrada de la propiedad de los Terlinden, que en esta ocasión estaba abierto, en un BMW abollado que aún funcionaba. Había sido una auténtica casualidad que la doctora Lauterbach se encontrara en su «sucursal», como ella la denominaba. Por lo general solo pasaba consulta en el antiguo ayuntamiento de Altenhain los miércoles por la tarde, pero había ido a buscar el historial de un paciente cuando oyó la colisión. Se ocupó de la herida de la cabeza de Bodenstein de manera competente y rápida y le aconsejó que pasara el resto del día tumbado, ya que podía haber sufrido una conmoción cerebral. Sin embargo, él se negó en redondo. Pia, que consiguió controlar el ataque de risa, intuía lo que preocupaba a su jefe, aun cuando este no hubiera vuelto a mencionar ni a Cosima ni sus sospechas.

Recorrieron un camino sinuoso, iluminado por faroles bajos, que discurría por un jardín con magníficos árboles, setos de boj y arriates invernales pelados. Detrás de una curva, en el crepúsculo neblinoso de la tarde, apareció la casa, una gran villa antigua con entramado de madera provista de miradores, torres, tejados con varias vertientes y ventanas cálidamente iluminadas. Pia entró en el patio interior y aparcó justo delante de la escalera de tres peldaños. Debajo del alero, que sostenían macizas vigas de madera, los recibieron las muecas de un grupo de calabazas de Halloween. Pia pulsó el timbre, y en el interior de la casa se oyó de inmediato una sinfonía de ladridos. A través del anticuado cristal translúcido de la puerta distinguió una jauría de perros que se abalanzaron contra la puerta sin dejar de ladrar; superaba en altura al resto un jack russel terrier patilargo que aullaba como un loco. Un viento frío hacía que la llovizna, que poco a poco se iba convirtiendo en cortantes cristales de nieve, se colara bajo el alero. Pia volvió a llamar, y los ladridos adquirieron un volumen ensordecedor.

—A ver si viene alguien —rezongó mientras se subía el cuello de la cazadora vaquera.

—Antes o después nos abrirán. —Bodenstein se apoyó en la barandilla de madera sin inmutarse, y Pia lo miró con recelo. A veces su estoica paciencia la sacaba de quicio.

Finalmente se oyeron pasos y los perros enmudecieron y desaparecieron como por arte de magia. La puerta se abrió, y en el marco apareció una mujer rubia, de aspecto juvenil y delicado, con un chaleco rematado con pieles sobre un jersey de cuello alto, una falda de cuadros por la rodilla y unas modernas botas de tacón alto. A primera vista, Pia le habría echado unos veintitantos años. La piel de su rostro era de una tersura que desafiaba al paso del tiempo, y tenía unos grandes ojos azules de muñeca con los que escudriñó primero a Pia y luego a Bodenstein con educada reserva.

—¿Señora Terlinden? —Pia buscó la placa en los bolsillos del chaleco de plumas y después en la cazadora vaquera mientras Bodenstein permanecía callado como un muerto. La mujer asintió—. Soy la inspectora Kirchhoff y este es el inspector jefe Bodenstein, de la K 11 de Hofheim. ¿Está su marido?

—No, lo siento. —La señora Terlinden, sonriendo amablemente, les tendió una mano que reveló su verdadera edad: debía haber dejado atrás los cincuenta hacía unos años; de repente, el atuendo juvenil parecía un disfraz—. ¿Les puedo ayudar en algo?

No hizo ademán de invitarlos a entrar. Así y todo, por la puerta Pia atisbó una amplia escalinata con los peldaños revestidos con una alfombra de color burdeos, un vestíbulo con el suelo de mármol ajedrezado y sombríos óleos enmarcados en unas paredes altas empapeladas en amarillo azafrán.

—Como sin duda sabrá, la hija de sus vecinos desapareció el sábado por la noche —empezó Pia—. Ayer los sabuesos no paraban de ladrar en las proximidades de su casa, y nos preguntamos por qué.

—No es de extrañar. Amelie viene aquí a menudo. —La voz de la señora Terlinden sonaba como un gorjeo, su mirada pasó de Pia a Bodenstein y volvió a detenerse en la policía—. Es amiga de nuestro hijo Thies.

Se alisó maquinalmente, con cuidado, la perfecta melena a lo paje y miró un instante con cierta perplejidad a Bodenstein, que se mantenía en un segundo plano y no decía nada. Bajo la luz crepuscular, la tirita de la frente era de un blanco reluciente.

—¿Amiga? ¿Amelie es la novia de su hijo?

—No, no, eso no. Solo se llevan bien —repuso comedidamente la señora Terlinden—. La chica no le tiene miedo y no le hace sentir que es… diferente.

Aunque era Pia quien dirigía la conversación, la mujer no paraba de mirar a Bodenstein, como si esperara su apoyo. Pia conocía a esa clase de mujeres, esa mezcla tan estudiada de desvalimiento y coquetería femeninos que despertaba en casi todos los hombres el instinto de protección. En realidad, la mayoría de las mujeres no eran así, sino que habían descubierto ese papel con el tiempo y lo utilizaban como un eficaz método de manipulación.

—Nos gustaría hablar con su hijo —solicitó—. Tal vez él nos pueda decir algo de Amelie.

—Por desgracia, no va a poder ser. —Christine Terlinden se tiró de las pieles del cuello del chaleco y volvió a pasarse la mano por el rubio casco—. Thies no se encuentra bien. Ayer sufrió un ataque y tuvimos que llamar a la médico.

—¿Qué clase de ataque? —quiso saber Pia.

Si la señora Terlinden esperaba que la policía se iba a dar por satisfecha con insinuaciones vagas, se equivocaba. La pregunta de Pia pareció incomodarla.

—Bueno, Thies es muy inestable. Cualquier cambio en su entorno, por pequeño que sea, puede alterarlo profundamente.

Lo dijo como si se lo hubiese aprendido de memoria. La ausencia absoluta de empatía en sus palabras era evidente. Quedaba claro que a la señora Terlinden no le interesaba mucho lo que le había sucedido a la hija de los vecinos. Ni siquiera hizo preguntas al respecto, al menos por educación, lo cual era extraño. Pia recordó las conjeturas de las mujeres en la tienda del pueblo, que consideraban muy posible que Thies le hubiera hecho algo a la chica cuando vagaba por las calles de noche.

—¿Qué hace su hijo durante el día? ¿Trabaja?

—No. Los extraños lo desbordan —contestó Christine Terlinden—. Se ocupa de nuestro jardín y del jardín de algunos vecinos. Es un excelente jardinero.

A Pia le vino a la cabeza sin querer la vieja canción que escribió Reinhard Mey a modo de parodia de las adaptaciones cinematográficas de la obra del escritor británico Edgar Wallace de los años sesenta: «El asesino siempre es el jardinero». ¿Así de sencillo? ¿Sabían los Terlinden más de lo que decían y ocultaban a su hijo disminuido para protegerlo?

La lluvia finalmente dio paso a la nieve. En el asfalto se había formado una fina capa blanca, y a Pia le costó lo suyo detener el pesado BMW, aún con los neumáticos de verano, ante el portón del complejo empresarial de Terlinden.

—Deberías cambiar las ruedas —le dijo a su jefe—. Ya sabes, de octubre a Pascua, neumáticos de invierno.

—¿Qué? —Bodenstein frunció el ceño con perplejidad. Tenía la cabeza en otra parte, desde luego no en el caso que los ocupaba. Le sonó el móvil—. Hola, señora Engel… —respondió a la llamada tras echar un vistazo a la pantalla.

—De octubre a Pascua —repitió Pia mientras bajaba la ventanilla y le enseñaba al vigilante la placa—. El señor Terlinden nos está esperando.

No era del todo cierto, pero el hombre se limitó a asentir, volvió al calor de la garita y levantó la barrera. Pia aceleró con cautela para no patinar y condujo el vehículo por el aparcamiento vacío hasta la fachada acristalada del edificio principal. Justo delante de la puerta había un Mercedes negro Clase S. Pia aparcó detrás y se bajó del coche. ¿No podía Bodenstein abreviar con Engel? Tenía los pies congelados, en el breve trayecto por Altenhain apenas se había puesto en marcha la calefacción. La nevada arreciaba. ¿Cómo volverían más tarde a Hofheim en el BMW sin acabar en una cuneta? Reparó en una abolladura considerable en la parte izquierda del guardabarros trasero del Mercedes negro y la miró con más atención. Parecía reciente, de lo contrario se habría formado óxido.

Pia oyó que se cerraba la puerta de un coche y se volvió. Bodenstein le cedió el paso y ambos entraron al vestíbulo. Tras un mostrador de madera de nogal bruñida había un joven sentado; tras él, en la alta pared blanca, aparecía una sola palabra en letras doradas: «TERLINDEN». Sencillo, y sin embargo imponente. Pia le explicó al hombre lo que quería y, tras una breve llamada telefónica, este los acompañó hasta un ascensor situado al fondo del vestíbulo. Subieron en silencio a la cuarta planta, donde los esperaba una acicalada señora de mediana edad. Era evidente que su jornada había terminado y estaba a punto de irse, ya llevaba puesto el abrigo y el pañuelo e iba con el bolso al hombro, pero así y todo los condujo hasta el despacho de su jefe.

Después de todo lo que Pia había oído de Claudius Terlinden, se esperaba a un patriarca jovial, de manera que en un principio se sintió un tanto decepcionada al ver a un hombre bastante corriente, vestido con traje y corbata, detrás de una mesa abarrotada. Cuando los vio entrar, se levantó, se abrochó la chaqueta y fue a su encuentro.

—Buenas tardes, señor Terlinden. —Bodenstein había despertado de su ensimismamiento—. Disculpe las molestias a estas horas, pero hemos estado intentando localizarlo antes varias veces y no ha sido posible.

—Buenas tardes —saludó Claudius Terlinden, y sonrió—. Mi secretaria me dejó el recado. Pensaba llamarlos mañana por la mañana.

Tendría entre cincuenta y cinco y sesenta años; el cabello, muy abundante y oscuro, plateado en las sienes. Visto de cerca era todo menos corriente, constató Pia. Claudius Terlinden no era guapo, tenía la nariz demasiado grande, el mentón demasiado anguloso, los labios demasiado carnosos para un hombre, y sin embargo irradiaba algo que a ella le resultó fascinante.

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