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Authors: Nele Neuhaus

Tags: #Intriga, Policíaco

Blancanieves debe morir (12 page)

BOOK: Blancanieves debe morir
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Del archivo de la comisaría de Frankfurt llegaron quince carpetas manoseadas en unas cajas que fueron a parar al lado de la mesa de Pia. En 1997, en el distrito de Main-Taunus aún no existía una brigada propia de Delitos Contra las Personas; antes de la reforma de la Policía de Hesse de hacía unos años, en caso de asesinato, violación u homicidio la responsabilidad recaía en la K 11 de Frankfurt. Sin embargo, el estudio de los autos tendría que esperar, ya que Nicola Engel había fijado para las cuatro una de esas inútiles reuniones de equipo que tanto le gustaban.

En la sala de reuniones hacía un calor pegajoso. Dado que no había nada extraordinario en la orden del día, el ambiente era entre indolente y aburrido. Tras las ventanas, la lluvia caía de un cielo encapotado y ya había oscurecido.

—La foto del desconocido llegará hoy a manos de la prensa —dispuso la jefa—. Seguro que alguien lo reconoce y llama.

Andreas Hasse, que había aparecido por la mañana, pálido y lacónico, estornudó.

—¿Por qué no te quedas en casa antes de que nos contagies a todos? —le espetó irritado Kai Ostermann, que estaba sentado a su lado.

Hasse no contestó.

—¿Alguna cosa más? —La atenta mirada de Nicola Engel pasó de uno a otro, pero sus subordinados se guardaron muy mucho de establecer contacto visual, pues esa mujer parecía poder ver directamente dentro de su cerebro. Con una sensibilidad propia de un sismógrafo, había captado hacía ya tiempo la tensión subliminal que se respiraba en el ambiente y quería averiguar cuál era la causa.

—He pedido los autos del caso Sartorius —informó Pia—. Sospecho que la agresión que sufrió la señora Cramer podría estar relacionada directamente con la excarcelación de Tobias Sartorius. Hoy todos los vecinos de Altenhain reconocieron al hombre de la foto, aunque lo negaron. Quieren protegerlo.

—¿Opina usted lo mismo? —preguntó Nicola Engel a Bodenstein, que estaba ausente, con la mirada perdida.

—Es muy posible —respondió este—. Sea como fuere, la gente reaccionó de manera extraña.

—Bien. —Nicola Engel miró a Pia—. Écheles un vistazo a esos expedientes, pero no se entretenga demasiado con eso. Estamos a la espera de que el Instituto Forense nos haga llegar los resultados del esqueleto, y tiene prioridad.

—Todo el mundo en Altenhain odia a Tobias Sartorius —contó Pia—. Embadurnaron la casa de su padre con pintadas, y el sábado, cuando llegamos nosotros para dar la noticia del accidente, había tres mujeres en la otra acera insultándolo.

—Yo vi a ese tipo en aquella época. —Hasse carraspeó un par de veces—. Ese Sartorius era un asesino frío. Un guaperas arrogante y presuntuoso que pretendía hacer creer a todo el mundo que había tenido un lapsus y no se acordaba de nada. Y eso que las pruebas eran evidentes. Mintió hasta que fue a parar a la cárcel.

—Pero ha cumplido su condena. Tiene derecho a la reinserción —objetó Pia—. Y el comportamiento de los del pueblo me saca de quicio. ¿Por qué mienten? ¿A quién quieren proteger?

—¿Crees que vas a averiguarlo leyendo esos viejos archivos? —Hasse sacudió la cabeza—. El tipo mató a palos a su novia cuando ella lo dejó, y como su exnovia lo vio, corrió la misma suerte.

A Pia le extrañó lo comprometido que se mostraba de repente un compañero que solía ser más bien indiferente.

—Es posible —contestó—. Por eso ha estado diez años en el trullo. Pero puede que en las actas del juicio me tope con el que empujó a Rita Cramer desde la pasarela peatonal.

—Pero ¿qué pretendes…? —empezó Hasse de nuevo, pero Nicola Engel puso fin a la discusión con firmeza.

—Señora Kirchhoff, écheles un vistazo a los autos hasta que lleguen los datos del esqueleto.

Dado que no había más de que hablar, se dio por concluida la reunión. Nicola Engel desapareció en su despacho y la K 11 se disolvió.

—Debo irme a casa —anunció Bodenstein de pronto después de consultar el reloj. Pia decidió irse también y llevarse una parte de los expedientes. Allí difícilmente pasaría algo importante.

—¿Le llevo la maleta a su casa, señor ministro? —inquirió el chófer. Pero Gregor Lauterbach negó con la cabeza.

—Ya me ocupo yo. —Sonrió—. Usted váyase a casa, Forthuber. Mañana lo necesito a las ocho.

—De acuerdo. Que pase una buena tarde, señor ministro.

Lauterbach asintió y tomó la pequeña maleta. Llevaba fuera de casa tres días. Primero había tenido algunas citas en Berlín, después la reunión del Ministerio de Educación y Ciencia en Stralsund, en la que los colegas de Baden-Wurtemberg y los de Renania del Norte-Westfalia se enzarzaron en una violenta discusión por la determinación de las directrices para satisfacer las demandas del profesorado. Oyó el teléfono cuando abría la puerta y desactivó el dispositivo de alarma de un manotazo. Saltó el contestador, pero quien llamaba no se tomó la molestia de dejar ningún mensaje. Gregor Lauterbach dejó la maleta al pie de la escalera, dio la luz y entró en la cocina. Echó una ojeada al correo, que se amontonaba en la mesa de la cocina, separado en dos pilas perfectas por la señora de la limpieza. Daniela todavía no había llegado. Si mal no recordaba, esa tarde su mujer daba una conferencia en un congreso médico en Marburgo. Lauterbach siguió hasta el salón y contempló un instante las botellas del aparador antes de decidirse por whisky escocés Black Bowmore de cuarenta y dos años, un obsequio de alguien que quería hacerle la pelota. Desenroscó el tapón y sirvió dos dedos en un vaso. Desde que era ministro de Educación y Ciencia de Wiesbaden, él y Daniela solo se veían por casualidad o para cuadrar agendas. En la misma cama no dormían desde hacía diez años. Lauterbach tenía un piso secreto en Idstein, donde se veía una vez a la semana con una amante discreta. Desde el principio le había dejado bien claro que no tenía la menor intención de separarse de Daniela, de manera que ese tema no desempeñaba ningún papel en sus encuentros. Desconocía si, por su parte, Daniela tenía una relación, y tampoco se lo iba a preguntar. Se aflojó la corbata, se quitó la chaqueta del traje, que dejó de cualquier manera en el respaldo del sofá, y bebió un sorbo de whisky. El teléfono sonó de nuevo, tres veces. Después saltó otra vez el contestador.

—Gregor. —La voz, de hombre, tenía un tono perentorio—. Si estás ahí, ponte. Es muy importante.

Lauterbach vaciló un instante. Reconoció la voz. Todo parecía ser siempre muy importante. Finalmente, exhaló un suspiro y lo cogió. Quien llamaba no se anduvo con fórmulas de cortesía. Mientras escuchaba, Lauterbach notó que el vello de la nuca se le erizaba. Se incorporó de mala gana. La sensación de amenaza lo asaltó tan de improviso como un depredador.

—Gracias por llamar —dijo con voz bronca, y colgó.

Se quedó petrificado en la penumbra. Un esqueleto en Eschborn. Tobias Sartorius, de vuelta en Altenhain. A su madre la había empujado por un puente un desconocido. Y una funcionaria ambiciosa de la K 11 de Hofheim andaba escarbando en los antiguos expedientes. Maldición. El whisky caro amargaba. Dejó el vaso sin miramientos, subió la escalera deprisa y llegó a su dormitorio. No tenía por qué significar nada. Intentó calmarse diciéndose que podía ser una casualidad, pero no lo consiguió. Lauterbach se sentó en la cama, se quitó los zapatos y se tumbó. Por su cabeza desfiló un sinfín de imágenes no deseadas. ¿Cómo podía ser que una única decisión equivocada, en sí misma insignificante, tuviera unas repercusiones tan funestas? Cerró los ojos. El cansancio se apoderó de su cuerpo. Sus pensamientos abandonaron el presente para transitar por senderos tortuosos del mundo de los sueños y los recuerdos: «Blanca como la nieve, roja como la sangre, negra como el ébano».

Martes, 11 de noviembre

—Veamos, se trata del esqueleto de una muchacha. Cuando le sobrevino la muerte su edad rondaba entre quince y dieciocho años. —El doctor Henning Kirchhoff tenía prisa. Debía coger un avión a Londres, donde lo esperaban para que emitiese su dictamen en un caso. Bodenstein estaba sentado en una silla ante la mesa escuchando, mientras Kirchhoff metía la documentación necesaria en un maletín y sentaba cátedra sobre suturas basilares fundidas, crestas ilíacas parcialmente fundidas y demás indicadores de la edad.

—¿Cuánto tiempo estuvo en aquel depósito? —lo interrumpió finalmente Bodenstein.

—Diez años, quince a lo sumo. —El forense se acercó al negatoscopio y dio unos golpecitos en una radiografía—. En una ocasión se rompió un brazo. Aquí se aprecia perfectamente una fractura cerrada.

Bodenstein miró con fijeza la placa: los huesos, blancos, formaban un luminoso contraste con el fondo negro.

—Ah, sí, y algo sumamente interesante… —Kirchhoff no era de los que revelaban sin más todo lo que sabían. Incluso cuando tenía prisa, prefería darle emoción al asunto. Miró unas radiografías, las colocó contra la luz de neón de la pantalla y situó la que buscaba junto a la del brazo—. Le extrajeron los primeros premolares superiores de la izquierda y la derecha, probablemente porque tenía la mandíbula demasiado pequeña.

—Y eso ¿qué significa?

—Que les hemos ahorrado trabajo a sus muchachos. —Kirchhoff miró a Bodenstein con las cejas enarcadas—. Al comparar en el ordenador los datos de la dentadura con los de los desaparecidos, encontramos una coincidencia: la desaparición de la chica fue denunciada en 1997. De manera que cotejamos las radiografías con radiografías de la desaparecida previas a su defunción… y aquí tiene… —fijó otra radiografía al negatoscopio—, la fractura cuando aún era bastante reciente.

Bodenstein hizo un ejercicio de paciencia, aunque para entonces empezaba a barruntar a quién habían desenterrado por casualidad los obreros en el antiguo aeródromo. Ostermann había elaborado una lista de chicas y mujeres jóvenes que habían desaparecido a lo largo de los últimos quince años y de las que no se había vuelto a saber nada. Encabezaban el listado los nombres de las dos muchachas asesinadas por Tobias Sartorius.

—Puesto que ya no hay sustancias orgánicas —prosiguió Kirchhoff—, no ha sido posible establecer una secuencia genética, pero sí hemos podido extraer el ADN mitocondrial y hemos encontrado una segunda coincidencia. La chica del depósito es…

Calló, rodeó la mesa y revolvió en uno de los numerosos montones de papeles.

—Laura Wagner o Stefanie Schneeberger —aventuró Bodenstein. Y Kirchhoff alzó la cabeza y sonrió con acritud.

—Es usted un aguafiestas, Bodenstein —aseguró el forense—. Dado que con su impaciencia ha pretendido chafarme la sorpresa, yo debería dejarlo en suspenso hasta que volviera de Londres. Sin embargo, con este tiempo de perros, si es tan amable de llevarme hasta la estación de cercanías, por el camino le revelaré de cuál de las dos se trata.

Pia estaba sentada a su mesa, cavilando. El día anterior se había quedado por la noche hasta las tantas estudiando los autos del caso y se había topado con algunas incoherencias. Los hechos estaban claros, las pruebas contra Tobias Sartorius parecían irrefutables. Pero solo lo parecían. Con una primera lectura de las actas de la vista, a Pia ya le habían surgido preguntas para las que luego no encontró respuesta cuando se puso a leer todo. Tobias Sartorius tenía veinte años cuando fue condenado a la máxima pena que imponía el Derecho Penal de menores por el homicidio de Stefanie Schneeberger, que a la sazón contaba con diecisiete años, y por el asesinato de Laura Wagner, de la misma edad. Un vecino vio que las dos muchachas entraban en la casa de la familia Sartorius la noche del 6 de septiembre de 1997 con escasos minutos de diferencia; ya en la calle, Tobias y su exnovia Laura Wagner habían protagonizado una trifulca a voz en grito. Antes, los tres habían estado en las fiestas del pueblo, donde, según declaraciones de testigos, consumieron importantes cantidades de alcohol. El tribunal consideró demostrado que Tobias mató a su novia, Stefanie Schneeberger, con un gato en un acto pasional y después hizo lo mismo con su exnovia Laura, que había presenciado el crimen. A juzgar por la sangre de Laura que se encontró por toda la casa, en la ropa de Tobias y en el maletero del coche de este, el crimen hubo de llevarse a cabo con una brutalidad extrema. Por tanto, se daban por sentados el ensañamiento y la ocultación de un delito. En un registro efectuado en la casa encontraron la mochila de Stefanie en el cuarto de Tobias, la cadena de Laura en el establo, bajo una pila, y finalmente el arma homicida, el gato, en la fosa de purín, tras la vaqueriza. La argumentación de la defensa de que después de la pelea a Stefanie se le olvidó la mochila en la habitación de su novio fue tildada de irrelevante. Más tarde, poco después de las 23.00, hubo testigos que vieron salir a Tobias de Altenhain en su coche, pero sus amigos Jörg Richter y Felix Pietsch afirmaron haber estado hablando con él en la puerta de su casa sobre las 23.45. Al parecer, estaba lleno de sangre y no quiso acompañarlos a la vigilia del árbol, símbolo de la festividad.

A Pia no le cuadraban las horas. El tribunal partía de la base de que Tobias había transportado el cuerpo de las dos muchachas en el maletero de su coche, pero ¿qué habría podido hacer en tres cuartos de hora escasos? Pia bebió un sorbo de café y apoyó la barbilla en la mano con aire pensativo. Sus compañeros se habían empleado a fondo por aquel entonces, y en el curso de la investigación interrogaron a casi todos los habitantes del pueblo. Pero ella tenía la vaga sensación de que algo se les había pasado por alto.

La puerta se abrió y en el umbral apareció Hasse. Estaba blanco como la pared, salvo la nariz, de un rojo reluciente e irritada de tanto limpiársela.

—¿Qué? —dijo Pia—. ¿Te encuentras mejor?

Por toda respuesta, Hasse estornudó dos veces seguidas, después inspiró aire al tiempo que se sorbía los mocos y se encogió de hombros.

—Andreas, por favor, vete a casa. —Pia sacudió la cabeza—. Métete en la cama y ponte bien de una vez. Por el momento, esto está muerto.

—¿Cómo vas con eso? —Señaló con suspicacia las carpetas, que se amontonaban en el suelo junto a la mesa de su compañera—. ¿Has encontrado algo?

A Pia le extrañó su interés, pero probablemente este se debiese al temor de que ella pudiera pedirle ayuda.

—Según se mire —contestó—. A primera vista todo parece haber sido examinado minuciosamente, pero algo no encaja. ¿Quién dirigió la investigación?

—El inspector jefe de la brigada de la K 11 de Frankfurt —repuso Hasse—. Pero si quieres hablar con él, llegas un año tarde: falleció el invierno pasado. Yo fui al entierro.

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