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Authors: Nele Neuhaus

Tags: #Intriga, Policíaco

Blancanieves debe morir (14 page)

BOOK: Blancanieves debe morir
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La puerta se abrió y entraron dos hombres, y Jenny apagó el cigarrillo deprisa. Amelie quitó de en medio los vasos y después se acercó a los recién llegados y les dio la carta. De camino a la barra cogió el periódico de una mesa. Su mirada se centró en la página por la que estaba abierto, de la sección local. La Policía buscaba al hombre que había empujado desde el puente a la madre de Tobias.

—Maldita sea —musitó, ojiplática. Aunque la foto no era muy buena, había reconocido de inmediato al hombre.

Bodenstein temía el momento de verse cara a cara con Cosima. Se había encerrado en su despacho y le había estado dando vueltas al asunto hasta que no pudo postergarlo más. Su mujer se encontraba arriba, en el cuarto de baño, cuando él entró en casa; en la bañera, a juzgar por el chapoteo del agua. Se hallaba en la cocina, los brazos caídos, cuando se fijó en el bolso de Cosima, que colgaba del respaldo de una silla. Bodenstein no había registrado el bolso de su mujer en su vida. Como tampoco se le habría ocurrido hurgar en su mesa, ya que siempre había confiado en ella y suponía que no tenía nada que ocultarle. Ahora la cosa había cambiado. Se debatió un instante y a continuación cogió el bolso y revolvió en él hasta dar con el móvil. El corazón le dio un vuelco cuando lo abrió. Cosima no lo había apagado. Bodenstein supo que cometía un grave abuso de confianza, pero no pudo evitarlo. En el menú, abrió la carpeta de mensajes y fue bajando por los SMS. El día anterior, a las 21.48, había recibido un breve mensaje de un remitente desconocido: «¿Mañana a las 9.30? ¿En el mismo sitio?». Y ella había respondido al minuto. ¿Y dónde estaba él? ¿Cómo es que no se había enterado de que Cosima escribía: «Perfecto. ¡¡¡Qué ganas!!!»? Tres exclamaciones. Se sintió desfallecer. Las sospechas que llevaba abrigando todo el día parecían confirmarse. Con los tres signos de exclamación se esfumaban alternativas más inocentes, como el médico o la peluquería. De eso difícilmente tendría tantas ganas a las diez menos diez de la noche de un lunes. Bodenstein aguzó el oído, pendiente de la parte de arriba, mientras seguía buscando en el teléfono mensajes delatores. Pero Cosima debía de haber borrado la memoria hacía poco, y ya no encontró nada más. Sacó su móvil y guardó el número de teléfono del desconocido que se vio con su mujer un martes por la mañana a las nueve y media y, a todas luces, no por primera vez. Luego apagó el móvil y lo puso de nuevo en el bolso. Se sentía mal. La idea de que Cosima lo engañaba, le mentía, le resultaba absolutamente insoportable. Por su parte, nunca le había mentido, en más de veinticinco años de matrimonio. No siempre era una ventaja ser recto y sincero, pero las mentiras y las falsas promesas iban profundamente en contra de su carácter y de la estricta educación que había recibido. ¿Y si subía, ponía sobre el tapete sus sospechas y le preguntaba por qué le había mentido? Bodenstein se pasó ambas manos por su abundante y oscuro cabello y respiró hondo. No, decidió, no diría nada. Aún mantendría un tiempo las apariencias y la ilusión de tener una relación íntegra. Tal vez fuese una cobardía, pero, sencillamente, no se sentía capaz de coger su vida y destrozarla. Aún albergaba la minúscula esperanza de que aquello no fuera lo que parecía.

Acudieron de dos en dos o en pequeños grupos, entraron por la puerta de atrás de la iglesia después de pronunciar la contraseña. La invitación se había transmitido de boca en boca, la contraseña era importante, ya que él quería asegurarse de que solo estuviesen presentes las personas adecuadas. Habían pasado once años desde que convocara una reunión secreta similar, impidiendo con ello una desgracia aún mayor. Ahora había llegado el momento de volver a tomar medidas, antes de que la situación fuera a más. Se hallaba junto al órgano, en el coro, escondido detrás de una de las vigas de madera, y observaba con creciente nerviosismo cómo se iban llenando poco a poco los bancos de debajo. La trémula luz de las escasas velas del presbiterio proyectaba sombras grotescas en el techo y los muros de la nave abovedada. Probablemente la luz eléctrica hubiese atraído una atención no deseada, ya que ni siquiera la densa niebla que se había instalado fuera podría ocultar las vidrieras iluminadas de la iglesia. Carraspeó y se frotó las manos, que tenía húmedas. Consultó el reloj y vio que había llegado el momento. Ya estaban todos. Bajó a tientas, despacio, la escalera de caracol de madera; los peldaños crujieron bajo su peso. Cuando salió de la oscuridad a la luz crepuscular de las velas, los susurros de las conversaciones cesaron. El reloj del campanario dio las once, una coreografía perfecta. Se situó en el pasillo central, ante la primera fila de bancos, y observó aquellos rostros conocidos. Lo que vio le infundió valor. Todos los ojos estaban puestos en él, y vio en ellos la misma resolución de antaño. Todos habían entendido de qué iba aquello.

—Gracias por haber venido esta noche —comenzó así el discurso que tanto había pulido mentalmente. Aunque hablaba bajo, su voz llegó hasta el último rincón de la amplia estancia. La acústica de la iglesia era perfecta, como bien sabía por las pruebas del coro—. La situación se ha vuelto insostenible desde que ha regresado, y os he pedido que vengáis hoy para que decidamos cómo tratar este asunto.

No era un orador experto, temblaba de nervios, como siempre que tenía que hablar en público. Así y todo, logró resumir en pocas palabras su deseo y el deseo del pueblo. A ninguno de los presentes hacía falta explicarle lo que se trataba esa noche, de manera que tampoco pestañeó nadie cuando anunció la determinación que había tomado. Por un instante reinó un silencio ominoso. Se oyó una tos sofocada. Notó que el sudor le corría por la espalda. Aunque estaba firmemente convencido de la necesidad de su plan, también era consciente de que se encontraba en una iglesia y de que había incitado al asesinato. Sus ojos recorrieron el rostro de las treinta y cuatro personas que tenía delante. Conocía a todas y cada una de ellas desde que tenía uso de razón. Ninguna diría una sola palabra de lo que se hablara allí. Antes, once años atrás, había sucedido otro tanto. Aguardó en tensión.

—Conforme —se oyó una voz de la tercera fila.

Se hizo el silencio. Aún faltaba un voluntario. Debían ser al menos tres.

—Yo también me apunto —afirmó finalmente alguien. Un suspiro se extendió entre los allí reunidos.

—Bien. —Se sentía aliviado. Durante un momento temió que se echaran atrás—. Será una advertencia. Si después no se larga de buen grado, iremos en serio.

Miércoles, 12 de noviembre

Nicola Engel miraba descontenta su diezmada K 11. En la reunión de equipo matutina solo eran cuatro; aparte de Behnke, ese día también faltaba Kathrin Fachinger. Mientras Ostermann informaba de la escasa repercusión que había tenido el llamamiento de búsqueda, Bodenstein revolvía el café con expresión ausente. Pia notó que parecía haber trasnochado, como si no hubiera dormido mucho. ¿Qué le pasaba? Desde hacía unos días, daba la impresión de estar al margen de todo. Pia intuía problemas familiares. En mayo del año anterior ya lo había notado raro; entonces le preocupaba la salud de Cosima, una preocupación que finalmente resultó ser infundada: no sabía lo de su embarazo.

—Bien. —Engel tomó la palabra al ver que Bodenstein no lo hacía—. En cuanto al esqueleto del hangar, se trata de Laura Wagner, de Altenhain, desaparecida en septiembre de 1997. El ADN coincide, la fractura cerrada del brazo izquierdo también si la comparamos con radiografías anteriores a su fallecimiento.

Pia y Ostermann conocían el contenido del informe forense, pero escucharon pacientemente hasta que su jefa terminó de hablar. ¿Se aburría en su trabajo la señora Engel y por eso no paraba de entrometerse en el de la K 11? Su predecesor, el señor Nierhoff, únicamente aparecía de pascuas a ramos, y la mayoría de las veces solo cuando había que esclarecer un caso realmente espectacular.

—Lo que yo me pregunto —observó Pia cuando Engel hubo finalizado— es cómo pudo Tobias Sartorius en apenas tres cuartos de hora ir de Altenhain a Eschborn, colarse en una zona militar vigilada y cerrada a cal y canto y arrojar el cadáver a un depósito subterráneo.

Nadie dijo nada. A excepción de Bodenstein, todos la miraban.

—Al parecer, Sartorius mató a las dos chicas en casa de sus padres —explicó Pia—. Los vecinos lo vieron primero entrar con Laura Wagner y después abrirle la puerta a Stefanie Schneeberger. Más tarde, lo vieron sus amigos, sobre la medianoche, cuando fueron a buscarlo.

—¿Qué quiere decir con esto? —inquirió la señora Engel.

—Que probablemente Tobias Sartorius no fuera el asesino.

—Desde luego que lo fue —se apresuró a objetar Hasse—. ¿Acaso has olvidado que lo condenaron?

—En un proceso basado en pruebas puramente circunstanciales. Y al examinar los expedientes, he visto algunas incoherencias. A las once menos cuarto el vecino vio que Stefanie Schneeberger entraba en casa de Tobias Sartorius, y media hora después dos testigos vieron su coche en Altenhain.

—Sí —replicó Hasse—. Mató a las chicas, se subió al coche y se deshizo de los dos cadáveres. Todo eso se demostró.

—Entonces se partió de la base de que se había librado de los cadáveres cerca de allí. Hoy sabemos que no fue el caso. ¿Y cómo entró en la zona militar vallada?

—Los chicos siempre hacían fiestas a escondidas en ese sitio. Conocían alguna entrada secreta.

—Eso es absurdo. —Pia cabeceó—. ¿Cómo hace algo así un hombre borracho y solo? ¿Y qué hizo con el segundo cuerpo? ¡No lo hemos encontrado en el depósito! Os digo que el espacio de tiempo es demasiado corto.

—Señora Kirchhoff —espetó Engel—, no estamos investigando ese caso. En su día el asesino fue detenido, declarado culpable y condenado, y ha cumplido dicha condena. Vaya a ver a los padres de la chica, comuníqueles que se han encontrado los restos de su hija y punto.

—¡«Y punto»! —Pia imitó a su jefa—. No pienso dejarlo así. Está claro que la investigación fue descuidada, y las conclusiones, absolutamente arbitrarias. Y yo me pregunto, ¿por qué?

Bodenstein, que le había cedido el puesto al volante, no respondió. Había cruzado sus largas piernas en el incómodo Opel oficial, cerrado los ojos y mantenido el silencio todo el camino.

—Di, ¿qué te pasa, Oliver? —le preguntó Pia, un tanto enfadada—. No me apetece pasarme el santo día con alguien que habla lo mismo que un muerto.

Bodenstein abrió un ojo y suspiró.

—Cosima me mintió ayer.

Vaya, un problema familiar, lo que ella suponía.

—¿Y? ¿Quién no ha mentido alguna vez?

—Yo. —Bodenstein abrió el otro ojo—. Nunca he mentido a Cosima. Hasta le conté lo de aquella vez con Kaltensee.

Se aclaró la garganta y le contó a Pia lo que había sucedido el día anterior. Ella escuchó con creciente malestar. Aquello parecía grave. Sin embargo, incluso en esa situación su aristocrático decoro remordía la conciencia de su jefe por haber fisgado en el móvil de su mujer en busca de pruebas.

—Puede que haya una explicación inocente —dijo Pia, aunque no lo creía.

Cosima von Bodenstein era una mujer guapa y temperamental y, gracias a su trabajo de productora cinematográfica, autónoma y económicamente independiente. Pia sabía que de un tiempo a esa parte cada vez eran más frecuentes las pequeñas disputas entre ella y Bodenstein, pero su jefe no parecía concederle gran importancia. Normal que ahora estuviese desconcertado. Vivía en una torre de marfil. Y eso resultaba tanto más sorprendente cuanto que le fascinaban los abismos de las relaciones de los demás, con los que se las veían a diario. A diferencia de Pia, él rara vez se permitía implicarse emocionalmente en un caso, mantenía una distancia interior que a ella le parecía bastante soberbia. ¿Acaso pensaba que a él no podían pasarle esas cosas? ¿Que estaba por encima de algo tan cotidiano como los problemas conyugales? ¿De verdad pensaba que Cosima se sentía satisfecha encerrada en casa con una niña pequeña y esperándolo a él? Estaba acostumbrada a otra clase de vida.

—¿Cuando se ve con alguien y me cuenta que estaba en otra parte? Eso no es inocente. ¿Qué puedo hacer?

Pia tardó en responder. En su situación, ella habría hecho todo lo posible por saber la verdad. Probablemente le hubiese pedido explicaciones a su pareja en el acto, con gritos y lágrimas y reproches. No le cabía en la cabeza hacer como si no hubiera pasado nada.

—Pregúntale directamente —le propuso—. No creo que te vaya a mentir a la cara.

—No —contestó su jefe con decisión.

Pia suspiró por dentro. Oliver von Bodenstein no funcionaba como las personas normales. Con tal de conservar las apariencias y proteger a su familia, tal vez incluso aceptase a un posible rival y sufriera en silencio. En la asignatura de autocontrol se merecía más de un diez.

—¿Apuntaste el número de teléfono?

—Sí.

—Dámelo y llamo ahora mismo. Con número oculto.

—No, mejor que no.

—¿Es que no quieres saber la verdad?

Bodenstein vaciló.

—Escucha —le dijo—, no saber qué pasa te está consumiendo.

—¡Maldita sea! —exclamó él—. Ojalá no la hubiera visto. Ojalá no la hubiese llamado.

—Pero lo hiciste. Y te mintió.

Bodenstein respiró hondo y se pasó una mano por el cabello. Rara vez había visto Pia a su jefe tan desconcertado, ni siquiera cuando se enteró de que la hija de Vera Kaltensee lo drogó y lo obligó a tener relaciones sexuales para chantajearlo. Lo de ahora le estaba afectando mucho más.

—¿Y qué hago si me entero de que… de que me engaña?

—No es la primera vez que sacas conclusiones equivocadas de su comportamiento —le recordó Pia para apaciguarlo.

—Esta vez es distinto —aseguró él—. ¿Tú querrías saber la verdad si sospecharas que te están engañando?

—Desde luego.

—Y si… —se interrumpió.

Pia no dijo nada. Habían llegado a la carpintería de Manfred Wagner, en el cinturón industrial de Altenhain. Hombres, pensó ella. Todos son iguales. No tienen ningún problema en tomar decisiones en el trabajo, pero en cuanto se trata de las relaciones y entran en juego los sentimientos son todos unos puñeteros cobardes.

Amelie esperó hasta que su madrastra salió de casa. Barbara había creído a pie juntillas que ese día no había clase a primera hora. Amelie sonrió para sus adentros. Esa mujer era tan ingenua que hasta resultaba aburrido mentirle. Nada que ver con su suspicaz madre. Por principio, su madre no le creía una sola palabra, de ahí que Amelie hubiera tomado por costumbre mentirle. A menudo se tragaba las mentiras antes que la verdad.

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